viernes, 2 de marzo de 2012

El eterno retorno: exiliados republicanos españoles en Puerto Rico


Un libro de historia puede leerse como se han leído siempre las historias, esas metáforas de un tiempo que comienza, madura y termina. Un libro de ensayos historiográficos puede leerse imponiéndole patrones, hilos conectores, intertextualidades. La pluralidad temática y formal de este libro, El eterno retorno, exiliados republicanos españoles en Puerto Rico (Doce Calles, Aranjuez, 2012) no impide que una mirada diestra en dar forma a las historias, factuales o imaginarias, gravite hacia lo que Henry James llamaba, a propósito de sus novelas, el dato positivo, la chispa estimulante que pone en movimiento las acciones posteriores. Un antecedente de estos ensayos sobre los exiliados republicanos españoles en Puerto Rico remite a la década siguiente a la Guerra Hispano-cubano-americana de 1898, y destaca como uno de los acontecimientos notables de aquellos años la fundación de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y del Centro de Estudios Históricos. Es notable que la pérdida de los restos de un imperio obrara como la chispa estimulante de una institución centrada en el estudio; que en su fase más iluminada no cediera a la nostalgia del pasado, sino que se planteara la documentación del pasado como base para la regeneración de una España entrante en la modernidad; que no fomentara la cerrazón reaccionaria sino la apertura cultural. Pudo haber seguido el pasaje conmemorativo y de intereses comerciales de la Unión Iberoamericana, una asociación panhispanista que despertaba sospechas. Según el puertorriqueño Antonio Cortón, en un artículo de 1889, publicado en Madrid, la Unión Iberoamericana pecaba de un error insigne, es decir, viejo, porque “las democracias de América comprenderán un día, si no lo comprenden a estas horas, que la España republicana es tan solo la que tiene derecho a hablarles de unión y a borrar las manchas de una vieja historia de explotaciones, de vergüenzas y de tiranías”. Estas manchas quedaban atrás para los portavoces de la Junta y del Centro de Estudios Históricos, quienes proclamaban su alejamiento del ademán imperialista.

Tanto o más notable es que de esa institución académica, heredera de la Institución Libre de Enseñanza y vinculada con la Residencia de Estudiantes, surgieran propuestas de peso para la acción política. Fueron muchas, y de influencia directa en el devenir del exilio español, tanto en América Latina como en Estados Unidos. Pero quizás la más coherente fue la relación triangular, para citar a Naranjo y Puig Samper, la misma que dio pie, en 1928, a la transformación de la Universidad de Puerto Rico de colegio normal en institución de enseñanza superior. Por esa puerta podríamos entrar en la trama de este libro, y encontrar en su elenco de notables a varios discípulos de la Residencia y de la Junta, figuras como Federico de Onís, y un Juan Ramón Jiménez poéticamente político. La lealtad de ambos al ideal liberal de una España “regeneracionista” y moderna se documenta en los ensayos de Matilde Albert y José María López Sánchez.

Onís, desde antes de la Guerra Civil, podría verse, sobre todo en una lectura que pretendiera ser ajustada y unitaria, como el máximo impulsor de una segunda entrada en América, donde coincidieron los intereses de la política exterior estadounidense con el tanteo de la identidad y el deseo de estudiar lo propio en su generación de intelectuales, y todo ello animado por una vocación cosmopolita. Considero deseable, escribió, “que vayan a Hispanoamérica preferiblemente todos los [exiliados] que puedan encontrar acogida allí… esta emigración de intelectuales puede servir para que los españoles empiecen a conocer América y salgan de su aislamiento, que tanto daño nos ha hecho a todos”.

Leer así este libro, subrayando la continuidad entre la influencia del Instituto de Libre Enseñanza, su convergencia con el panamericanismo generado por los intereses de Estados Unidos y la revisión del panhispanismo anacrónico de la Unión Iberoamericana, revela una instancia sobresaliente, y acaso rara, de la concordancia entre un proyecto intelectual y un proyecto político. Dicha convergencia dejó marcas en España y en Puerto Rico por más de tres décadas. Así es posible leer este libro, y también de otras maneras, porque el mismo no cede a la tentación de agotar y cerrar una historia, sino que toma muestras y abre espacios que revelan no solo los patrones vastos sino las diferencias y fisuras del campo estudiado. Sus editoras, Consuelo Naranjo, María Dolores Luque y Matilde Albert, han sabido sortear lo que Pierre Nora llamó la tendencia al “panegírico que es inherente a una narración basada en continuidades”, y con ello el peligro de fijar la historia como espectáculo conmemorativo, como asunto concluido. El drama que estas historias exponen llega hasta el presente y está, en cierto modo, inconcluso.

El exilio republicano español fue uno de los numerosos desplazamientos humanos provocados por las guerras del siglo 20. Miguel Cabañas escribe que a Puerto Rico llegaron unos 125 exiliados y permanecieron unos 90, entre los cuales “predominaron los intelectuales y creadores bien formados y con vocación pedagógica”. Un conjunto heterogéneo, como heterogénea y conflictiva era la sociedad receptora, cuyas instituciones culturales, de diversos orígenes e intenciones, se describen en el ensayo de Libia González López. Por otra parte, tampoco se habían roto cabalmente los lazos familiares y jurídicos entre la isla y España, materia del ensayo de Luis Alberto Lugo Amador y Jaime Moisés Pérez Rivera. Los ensayos de Carmen Vázquez Arce, Flavia Marichal Lugo y Fernando Feliu Matilla, así como los testimonios de los familiares grabados por Consuelo Naranjo descubren las tangencias, pero también las líneas de fuga entre el gran relato y las pequeñas historias; pequeñas, se entiende, no porque sean menos importantes, sino porque en lugar de cerrar el panorama, abren puntos de luz en un trance histórico que, por razones evidentes para quien esté al tanto de la actualidad noticiosa sigue latente. El exilio de los republicanos españoles fue un doloroso movimiento característico de una modernidad para la cual, según el antropólogo James Clifford, los viajes y los encuentros han sido cruciales. El “lugar de residencia” es el viaje, y las localidades, más que espacios delimitados, se sitúan en un itinerario, en una serie de encuentros y traducciones.

Transformada la función de las fronteras, esos lugares que habían sido marginales por definición, esas zonas de tránsito, conflictos y encuentros “adquieren una centralidad paradójica”, según Clifford. Tampoco hay que olvidar que para la época en que la isla recibió a los exiliados republicanos, que tanto aportaron a instituciones como la Universidad, el Conservatorio de Música y el Festival Casals (tanto Juan Ramón Jiménez como Pablo Casals, señala Pedro Reina, fueron importantes para el Gobernador y para el Rector desde el punto de vista práctico) emigraban a Estados Unidos decenas de miles de puertorriqueños y se libraban en el país conflictos políticos que al día de hoy persisten con la circularidad obsesiva de otro eterno retorno.

Otra posible lectura de este libro invita a pensar en las discusiones sobre la diferencia entre la historia escrita o documentada y la memoria: la validación del testimonio de las víctimas de la persecución, de los afectados por las desapariciones y la tortura, por ejemplo; la denuncia de las memorias rotas, la institucionalización de los lugares de la memoria, en contraste con los vacíos de la desmemoria. No es raro que en la escritura de ficciones se hayan puesto en evidencia los silencios de la memoria. Denunciar el mutismo derivado de los traumas de la guerra, la destrucción de las ciudades, los golpes militares y el exilio fueron motivos recurrentes del novelista W.G. Sebald, a propósito de la Alemania del Tercer Reich y la posguerra, y de Roberto Bolaño con relación al fascismo y las revoluciones en América Latina. En Puerto Rico, se han interesado en estos temas los novelistas Alfredo Matilla Rivas y Manuel Martínez Maldonado. Y en el campo de las historias factuales, antes de este libro han abordado el tema del exilio republicano estudiosos como Luis Ferrao, Alfredo Matilla Rivas, Matilde Albert, María del Pilar González Lamela y otros.

Varias de las aportaciones de El eterno retorno intentan reavivan estas discusiones. Son los ensayos de Carmen Vázquez sobre Francisco Vázquez Díaz (Compostela), de Fernando Feliu sobre Alfredo Matilla y el testimonio de Flavia Lugo sobre Carlos Marichal. Compostela, Matilla y Marichal vivieron buena parte de sus vidas en Puerto Rico, y creo que los tres entraron con laboriosidad y vocación de encuentro en esa tierra de nadie entre dos países y dos experiencias.

Hubo otras zonas de contacto al margen de los desencuentros inevitables: la tertulia de Nilita Vientós Gastón, especie de consulado general de la intelectualidad; la biblioteca y álbumes de Juan Ramón Jiménez, donde se encuentran un ejemplar de Alabanza en la torre de Ciales, poemarios de Francisco Matos Paoli, y aquella anotación elogiosa, el ¡bravo!, de Juan Ramón escrito al calce de la foto de Lolita Lebrón y los nacionalistas arrestados tras el ataque al Congreso de Estados Unidos en Washington; las tertulias del Mirador Azul, donde coincidieron el pintor Roberto Alberti, el poeta José María Lima y Eugenio Fernández Granell, cuyo paso por la isla, junto a su esposa Amparo Segarra, artista como él, así como los de otros artistas, reseña el ensayo de Miguel Cabañas Bravo; el asombrosos dato consignado por el mismo Cabañas, de un estudio de Elvin González Sierra, sobre la cantidad de pintores extranjeros que visitaron la isla, 58 de ellos españoles, entre 1854 y 1940; la casa donde nacieron tanto la madre de Pablo Casals como la madre de Marta Montañez, y aquel concierto que desde el balcón ofrecieron Casals y Narciso Figueroa, ante la gente que se agolpaba en la calle, según narra Pedro Reina, e incluso encuentros cercanos que sin mencionarse aquí, este libro reactiva, como el de Inés María Mendoza y María Zambrano en Roma, y cómo María Zambrano (Luis Agrait y Julio Quirós, en otro ensayo, nos recuerdan que sus palabras están en la constitución de Puerto Rico), consigue, gracias a doña Inés, un alivio a su espantosa miseria; y como el periódico Escuela se dio el lujo de contar a una María Zambrano pedagógica entre sus colaboradores. Otro lugar de encuentro fue el Instituto de Cultura, en los talleres de Carlos Marichal y Compostela, en las escenografías de Marichal, en sus diseños de libros, en esa laboriosidad incansable que describe el ensayo de Flavia Marichal Lugo. En cuanto a Compostela, sobresale del conjunto como un hombre amparado en la familia y la sociedad que lo acogió, leal a los principios de la libertad en el arte y en las sociedades, una vida digna de ser narrada, pues además de la experiencia penosa del campo de concentración y la penuria de los primeros años del exilio y la vigilancia e interrogatorios de las autoridades norteamericanas en Puerto Rico, y las dificultades económicas de casi siempre, su trazo culminó en el destino de morir, para todos los efectos, como un indocumentado.

Es curioso que a medida que se desconfía de la gran historia acabada, desinfectada, conmemorativa, cobren tanta importancia las historias personales. Hay usos cuestionables de esas historias. Sabemos que la publicidad les exige a los políticos, en Estados Unidos sus “personal narratives”; los cuentos edificantes, las historias presentables. En Puerto Rico y de eso pueden dar fe los historiadores y los archiveros, las colecciones privadas y familiares siguen encerrando, encriptando, objetos, documentos, tramas.

Sobre la experiencia del exilio involuntario, el título El eterno retorno expresa la búsqueda de una fijeza imposible; característica de las comunidades diaspóricas, donde cristaliza una idea de las tradiciones y los lugares que en los países natales tienden a destruirse sin remordimientos, pero que el migrante acumula e incluso convierte en fetiche de una identidad voluntariosa. Una tendencia análoga comparte el exiliado, tanto el que vuelve a España a morir, como Matilla, como el que se niega a regresar, porque prefiere seguir fiel a un pasado más cercano a la modernidad que el presente de una dictadura, como Juan Ramón Jiménez.

Este libro replantea conflictos irresueltos, que podrían resumirse en una serie de instantáneas sobre el rol de los artistas en la defensa de la República. En el ejército republicano, Compostela hacía las mascarillas fúnebres de los soldaditos muertos, destinadas a un futuro Museo de los Héroes, que supongo, jamás se construyó. Ángel Botello hacía dibujos cartográficos y el pintor Esteban Vicente, que estuvo casado con María Teresa Babín, “trabajos de camuflaje, carteles y pancartas”. Artes de guerra para conjurar los efectos de la guerra que al parecer no acaba de terminar, porque no ha habido un año en la historia de nuestro tiempo, en que el mundo estuviera en paz y en que el mundo no deseara la paz. Regresamos al título del libro como la expresión de un deseo no cumplido, invariablemente frustrado. Como una historia circular, plagada por los errores; la historia laberíntica de la violencia.

Sin embargo, me parece oír otro aspecto de la capacidad transformadora de la memoria de los exiliados en las palabras de Monserrat Gubern, entrevistada por Consuelo Naranjo. Esas palabras que capturan el tono del pasado como un haz de posibilidades truncas, y a la vez la obsesión del pasado como utopía y pasión, también apuntan a lo que todavía se juega en todo el Planeta. “Yo, más que a la patria española, yo, como hija de refugiados, extrañé la nostalgia que ellos transmitían, el querer regresar.” Ese anhelo de retorno, creo, no es ya el de una vuelta al pasado, sino el cansancio de sus pérdidas y el deseo de un lugar donde nunca se ha estado. Quizás el pesimismo absoluto no es posible ni en la más desesperada de las situaciones. Mostrar esos lugares y esas salidas, aquilatar lo que de ellos valga la pena aprender, conservar y cultivar; es otra manera de leer la historia. Y me parece que, de algún modo, el diálogo con el presente, desde unas experiencias que no merecen el olvido, pues a pesar del silencio y el paso de los años tienen mucho que decirnos, es una de las intenciones de El eterno retorno, estas historias de los exiliados españoles republicanos en Puerto Rico.

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...