martes, 29 de abril de 2008
Mar de los sargazos
Dicen que uno de los síntomas inequívocos de la locura es negarla. Dios me libre entonces de semejante traición, pero a riesgo de exponerme, y acá entre nosotras, creo que ya no vale la pena estar locas. Lo digo con la seguridad que otorga el linaje de una larga carrera de loca y el espejo llamativo de un lugar cuya historia siempre ha sido menos respetable que sus ficciones; una esas islas afortunadas donde según el personaje de Erasmo de Rotterdam se asienta la patria de la locura, y “todo se da sin sementera y sin trabajo y no hay fatiga ni vejez ni enfermedad alguna”.
En una de esas islas caribeñas, afortunadas tal vez sólo en el reparto de músicos, poetas y locos, nació Jean Rhys, autora de Ancho mar de los sargazos. Cuando la novela se publicó en 1966, Rhys cumplía 76 años. Entre versiones sucesivas pasó hambres y padeció encierros en manicomios. La monstruosa gestación produjo un libro breve que simula el peso de un objeto vivo, de una densidad orgánica hecha de materiales personales y literarios.
Reconozco en Ancho mar de los sargazos las filiaciones históricas, de género y de oficio que nos convocaron a este congreso y a esta mesa. Es una demostración de cómo se construyen las identidades culturales y una denuncia poética de cómo la literatura se ha dejado usar para encerrar locuras peligrosas y salvaguardar los miedos interesados de sus guardianes.Timothy Reiss, un crítico al parecer hastiado de la crítica reciente, sostiene que “las razones o categorías culturales puede que siempre y únicamente hayan venido de otra parte”; es decir, que la seguridad de la razón dominante depende como el parásito de la sangre de algo tan poco sutil como las invasiones al otro, de algo tan brutal como el exterminio del otro. Con pareja falta de sutileza, la otra no desaparece aunque la maten. Escribe contra la corriente, amamantando la esperanza de que la historia no haya terminado, de que todavía sea posible una respuesta.
Ancho mar de los sargazos ofrece una respuesta venenosa al texto envenenado de la historia. Además, su pretexto es una novela de mujer, de modo que complica con su reescritura un mundo reescrito ya por la mirada subalterna. Rhys lee Jane Eyre cuando a la edad de 17 años llega a Londres desde Dominica, su isla natal, a la que volverá una sola vez sin que la ausencia debilite una comunicación visceral y conflictiva. El desajuste de su propia situación de criolla desclasada le sugiere de inmediato la humanidad oculta del personaje de Antoinette, la loca prisionera en el desván, un personaje que Charlotte Brontë maltrata, atribuyéndole los rasgos sobrenaturales de un demonio, aunque la figura no carece de antecedentes históricos en las indianas ricas entrampadas en matrimonios de conveniencia sin que se les reconociera la condición de damas inglesas, porque jamás se les eximió de cierta ambigüedad racial y sexual.
“Me pareció que aquella era una pobre fantasma y que me gustaría escribirle una vida. Charlote Brontë construye un mundo propio, un mundo convincente y eso mismo hace que el personaje de la pobre criolla lunática sea tanto más deficiente. Me escandalizó, me enfureció. Pensé, ese es sólo un lado de la historia, el de los ingleses”. De una histora, añadiría en otra ocasión, que es imposible limitar a dos versiones en pugna, la del blanco y la del negro, porque a fin de cuentas quién sabe y a quién le importa cuántos lados tiene la historia.
Que Jean Rhys sabía lo que hacía queda señalado por el tiempo (toda una vida) que tardó en escribir la que hoy se considera su obra maestra. Corregir a la madre es más arriesgado que destronar al padre. Rhys confiesa la aterradora intuición de que Charlotte Brontë conspiraba desde el otro mundo para impedir la escritura del libro y amargarle su estancia en la amarga Cornwall. No era para menos. Cuando en la escena final de Los sargazos Antoinette, antes de encender el fuego, compara a Inglaterra con un objeto de cartón tan frágil como un libro, su desvarío se impone con la veracidad incontestable de la justicia poética. Al denunciar la solidez de las coordenadas anteriores, se transforna la hija en la paridora de su madre, como si la parodia se hubiera escrito antes que su modelo, desde el fin hacia atrás y para siempre.
Otra escena de Ancho mar de los sargazos resume la problemática de la identidad cultural en las islas colonizadas. Después de la abolición de la esclavitud la madre de Antoinette, una criolla tan despreciada por los ingleses como por los negros, exclama que ella y su familia han sido abandonados. En inglés la expresión es marooned, que significa quedar abandonado en una isla desierta, pero también se asocia con cimarrón. La seguridad del cimarrón se funda en escapar del orden social dominante, desdibujarse y confundirse con la naturaleza. Al inglés marido de Antoinette, un personaje inspirado en el Rochester de Brontë, la naturaleza en estado puro de la isla, la cual rebasa su ojo cultivado en la contemplación de jardines domésticos, le provoca fiebres y temores. El lugar se muestra tan hermoso e inverosímil como el paraíso, pero los ojos de su mujer, enormes y desconcertantes, jamás parpadean. El púrpura tropical es demasiado profundo, el verde insoportablemente verde y todos los negros, sin individuación ni humanidad posible, le parecen iguales, como si la misma cara se repitiese hasta el agotamiento. El encierro de la loca que despertó su sexualidad equivale a la castración del inglés, al encierro de ese territorio desconocido que es la propia intimidad.
Más nos interesa otro personaje que logra escapar del encierro, Christophine, la niñera de Antoinette, una martiniqueña tocada con pañuelo de madrás. Racionalista de la brujería, gran realista en materia de transacciones, convencida de que Inglaterra no existe porque nunca la ha visto, se evapora del mundo de la novela como un fantasma que sabe de puertas secretas.
Jean Rhys pudo haber nacido en la Patagonia si su padre, un médico galés, no se hubiera aplatanado en las Antillas cimarronas, atraído por la proverbial criolla de origen misterioso. La Jean Rhys patagona hubiera escrito en español y tal vez traducido a Hudson como Alejandra Pizarnik tradujo a Aimé Cesaire. Pero la Jean Rhys que de niña se imaginaba a Inglaterra como el país de la nieve y las fogatas es una escritora caribeña y su versión del relato materno refleja las condiciones de creación de la cultura letrada en otras islas caribeñas, entre ellas la mía. El horror a la pérdida de una identidad propia, tan frágil que depende de que el otro esté loco, marca las pesadillas del colonizador. Ese horror al contagio, a reconocer la fragilidad de los límites protectores, marca también una obsesión constante en nuestra cultura letrada. En las islas se construyen las primeras ciudades europeas conforme a leyes que regirán los asentamientos de Indias.
Después, y durante siglos, esas ciudades se abandonan, se olvidan los cultivos y los hombres, los frutos y los animales revierten a un estado montaraz, a ratos miserable y a ratos sabroso, porque aprende de la sabiduría irracional del paraíso y las sutiles negociaciones del contrabando.Nuestra cultura letrada del 19, dominada por figuras masculinas, pero modulada por varias voces fuertes de mujer, como las de Lola Rodríguez de Tió y Ana Roqué, aspiró a inscribir una particularidad en el banquete del universalismo europeizante, en esa gran literatura global que proponía Goethe. Vano empeño. La política imperial no le asignó a la isla otros papeles que los de plaza fuerte y papiamentosa Antilla del baile, la botella y la baraja. Los capitanes generales tenían por lema que en Puerto Rico se puede hacer de todo impunemente. Con raras y visionarias excepciones el criollo piensa de los Estados Unidos lo que pensaban los latinoamericanos liberales de la época. Poco duró la ilusión después del 98, pero la isla siguió exhibiendo sus aspiraciones y sus productos. En la Feria Exposición Panamericana de Buffalo, en 1901, un Mr. José Silva y sus asistentes nativos le sirvieron café al presidente estadounidense William McKinley poco antes de que lo asesinara el anarquista Leon Czolgosz. No me extrañaría que entre los nativos y el anarquista se hubiera colado el fantasma agitador de la hechicera Cristophine,
Chistophine siguió encerrada durante buena parte del siglo 20 mientras los gringos intentaban adecentar a los nativos y los políticos criollos se esforzaban en demostrar que a pesar del color tostadito de sus pieles eran en efecto, gente de pura ascendencia europea y por descontado capaces de gobernarnos. En aquella guerra de identidades las artes y la literatura no contaban más que con las ampulosas armas verbales por el estilo de Santos Chocano y las consignas de la raza cósmica de Vasconcelos en confusa coalición, cuando no en conflicto, con la ideología del panamericanismo. Tuvo que volver por sus fueros nuestro genio pueblerino, cimarrón, delirante, marcado por las inseguridades del origen, la parodia y la amargura, en escritores como Emilio Belaval, Luis Palés Matos y Julia de Burgos.
A Jean Rhys la sacaron del manicomio para premiarla, con una ironía digna de Erasmo, nombrándola Comandante de la Orden del Imperio Británico. Algo tendrá que ver el inconcebible reconocimiento con que en los años sesenta el imperio británico se desprendía de sus colonias caribeñas. Como el imperio estadounidense todavía no se desprende de sus colonias, y el imperio español lo perdió todo en Cuba y el fantasma de Puerto Rico no frecuenta sus centros espiritistas, nuestra Rosario Ferré tuvo que publicar en inglés antes de que una editorial española se interesara en adquirir los derechos de su obra en español. Mi país, frontera de fronteras donde la realidad ha sido siempre más frágil que los cuentos, es un caldo de cultivo de ficciones.
Cuando los pobladores de una isla no deciden lo que entra y lo que sale de ella, ni fabrican los objetos que les rodean, ni conocen ni entienden el origen y el sentido de las acciones que determinan sus vidas, la percepción de las cosas bordea la magia y florece el caos. Todo, desde cruzar una calle hasta escribir una novela, se hace con la sensación de encontrarse en un espacio ingobernable. Para muchos seres buenos, el ejercicio de la responsabilidad consiste en dejarla en manos de Dios. El contrabando sigue siendo un arte de la desobediencia, pero en su versión actual carece de la mutualidad que el escritor caribeño Wilson Harris atribuía a los intercambios interculturales respetuosos. Engarzada en la ruta militar del narcotráfico, mi país se refocila en el pesimismo. Sin embargo se mueve. Creo que nuestro logro mayor, y lo digo sin vanidad, más bien asombrada de atreverme a reclamar en calidad de victoria lo que podría interpretarse como un mandato del instinto, ha sido sobrevivir con la maña oportunista de las yerbas malas.
Nunca fuimos puros, sino criaturas del trasplante, del injerto y el bricolaje y quizás por eso persistimos. Lejos de mis capacidades intentar una interpretacion del “carácter nacional”, pero creo que si bien la nación no ha carecido de héroes en el sentido clásico, su fortaleza colectiva radica en la capacidad de conservar una memoria silvestre, sin archivos; en el deseo de seguir siendo diferentes y el talento de inventar las justificaciones constructoras de una identidad cultural que palpita en una síntesis anárquica, siempre sorprendente, como decía Galeano, de las contradicciones nuestras de cada día.
Me preguntaba una periodista qué puede aportar una escritora de un paisito tan caótico a un congreso tan serio como éste. Le hablé de una supuesta república internacional de las letras y de que ante la globalización de la impotencia los escritores encuentran nuevos y dolorosos puntos de identificación y posibles estrategias de respuesta. Pero fue por salir del paso ante una pregunta inquietante. Debí invocar el mercado de las quimbambas de Christophene en su encarnacion de marchanta haitiana que recorre el Caribe como si fuera una maravilla esa sociedad absurda escrita por la Agencia Central de Inteligencia para conocerle bien las entrañas y entrar y salir de ellas. Debí decirle que vengo en son de trueque, a traerles un cuento impuro, un cuento boricua hecho con telas importadas a las que siempre se añade un detalle, como se rehacían aquellos tejidos que los comerciantes europeos compraban en la China y revendían en Benin para readquirirlos en otro puerto africano con la forma alterada y volver a venderlos más tarde en Lisboa o en Kingston. Debí comentarle que repudio lo que quizás haya sido la mayor perversidad del colonialismo: reducirnos al ridículo papel de ser sus víctimas, y en consecuencia sus cómplices e imitadores. ¿De quién sino de nuestros contrarios aprendemos a invisibilizar lo visible, a negar lo que no podemos asimilar; a señalar como degradante lo incomprensible del otro; a imponer, como verdades absolutas nuestras miradas al ombligo?
Habría que curarse de la locura que consiste en decretar la locura del otro y mirar con apasionado interés la vida que nos rodea y nos habita, hasta conseguir que lo familiar nos parezca extraño. Habría que desconfiar de la existencia de Inglaterra, pero sobre todo de la solidez de la propia existencia. “Un encuentro cultural digno de ese nombre, también exigiría que sacáramos a la luz nuestros propios elementos sumergidos y los de nuestra tradición.”
Esta libre traducción de la traducción de una cita de Habermas evoca la lenta labor regurgitante y acumulativa del Mar de los Sargazos que da su nombre a la novela de Jean Rhys, una singular región geográfica próxima a la fosa de San Juan, que se extiende por el norte desde la Bahia de Chesapeake hasta Gibraltar, y por el sur desde Haití hasta Dakar. Hacia este desierto marino de aguas profundas se mueven seres vivos de todas las latitudes, arrastrados por las corrientes. Incrustados en las algas se adaptan a las leyes de un mar sin fondo. Las plantas que tardan siglos en llegar a la quietud absoluta del centro se ganan la inmortalidad. Se dice que algunas de las yerbas vivas podrían ser las mismas que vieron Colón y sus marineros. De tanto navegar la centenaria Christophine debe haber cruzado varias veces el centro del Mar de los Sargazos. Un centro flotante sin pretensiones de dominio. Un lugar de límites irregulares cuyas leyendas de naufagios son una ilusión de cosas que nunca existieron, como nuestra locura.
Por suerte ya sabemos que no vale la pena estar locas para complacer a nadie, y mucho menos para que nos encierren o nos induzcan al suicidio. Lo que hace falta es tratar de no repetirnos cada vez que nos reunimos en congresos para hablar de los mismos temas.
Marta Aponte Alsina
Congreso de Escritoras Latinoamericanas
MALBA, Buenos Aires, 31 octubre de 2002
domingo, 27 de abril de 2008
Las vueltas del tiempo en tres voces
Tres libros al alcance de la mano, entre las diversas lecturas del mes. Por algo coinciden, por algo confluyen Mirada de doble filo, de Ana Lydia Vega, Dos centímetros de mar, de Carlos Vázquez Cruz y El dulce fruto, de Emilio Díaz Valcárcel
En Mirada de doble filo, crónicas y columnas de opinión, asoma no pocas veces el alma de la narradora que de joven creó una mitología insuperable: plantas malcriadas, fuentes de agua existencialistas y marineros portugueses obsesionados con darle la vuelta al planeta. En parábolas o pequeñas fábulas aquí hablan las banderas de Estados Unidos, alias Gloria la pecosa, su colega, la nacional monoestrellada y el esqueleto de Ramón Power, mientras la cronista se desdobla en exploradora que, paraguas en mano, admira en la ciudad asesina el caudal del Río Piedras. Las mejores miradas son pellizcos cariñosos, tanto así que la noche de la presentación del libro La Tertulia tuvo que echar un segundo piso para acomodar el homenaje de medio millar de lectores, superándose los éxitos de taquilla que en los años noventa acompañaban los lanzamientos de la bien querida autora.
La novela breve Dos centímetros de mar, de Carlos Vázquez Cruz, es el primer libro de una Colección que lanza Editorial Tiempo Nuevo. La serie “Los otros cuerpos” publicará literatura gay y queer. El narrador de esta novela hace alarde de su hábil manejo de la lengua en más de un sentido, al contar una larga y a ratos exuberante agonía en los entresijos de las discotecas, la calle, las drogas y el travestismo. La lengua vive y hace bien lo suyo en esta primera novela y segundo libro del autor, moviéndose entre una variedad notable de registros: el circunloquio preciosista, la escritura lírica, el juego de ingenio, el humor, el melodrama, el sadismo, lo truculento y lo soez, sin evitar la tentación del chiste que no raya en el mal gusto, sino que lo exhibe, ni deslindar pudorosamente la frontera entre el erotismo y la pornografía. Estas páginas ponen el dedo en las llagas de la ciudad nocturna. Mucho talento tiene Carlos Vázquez Cruz, y mucha valentía, por lo que supone lanzar un libro tan apasionante en la islita de los clósets.
“Dios mío, yo tanto soñar simplemente para alimentar mi condición de ser indetectable.” Emilio Díaz Valcárcel, soñador alucinado desde la bella novela corta El hombre que trabajó el lunes (1966), sigue ilustrando la conversión de lo indefinido, de la timidez, del tartamudeo, en máxima capacidad expresiva. Con la novela El dulce fruto renueva los votos de lealtad al oficio de narrador, ese ser opaco que “hilvana las historias de los marginados y neuróticos que lo rodean”. Entre el yo y el él, como para acentuar el carácter de crónica novelada de los barrios, en tono poético, épico cómico, y todo a media luz, se desboca la corriente crecida de la memoria. De pronto la narración del pueblo chico, “sin fatigado aliento”, retorna.
En Mirada de doble filo, crónicas y columnas de opinión, asoma no pocas veces el alma de la narradora que de joven creó una mitología insuperable: plantas malcriadas, fuentes de agua existencialistas y marineros portugueses obsesionados con darle la vuelta al planeta. En parábolas o pequeñas fábulas aquí hablan las banderas de Estados Unidos, alias Gloria la pecosa, su colega, la nacional monoestrellada y el esqueleto de Ramón Power, mientras la cronista se desdobla en exploradora que, paraguas en mano, admira en la ciudad asesina el caudal del Río Piedras. Las mejores miradas son pellizcos cariñosos, tanto así que la noche de la presentación del libro La Tertulia tuvo que echar un segundo piso para acomodar el homenaje de medio millar de lectores, superándose los éxitos de taquilla que en los años noventa acompañaban los lanzamientos de la bien querida autora.
La novela breve Dos centímetros de mar, de Carlos Vázquez Cruz, es el primer libro de una Colección que lanza Editorial Tiempo Nuevo. La serie “Los otros cuerpos” publicará literatura gay y queer. El narrador de esta novela hace alarde de su hábil manejo de la lengua en más de un sentido, al contar una larga y a ratos exuberante agonía en los entresijos de las discotecas, la calle, las drogas y el travestismo. La lengua vive y hace bien lo suyo en esta primera novela y segundo libro del autor, moviéndose entre una variedad notable de registros: el circunloquio preciosista, la escritura lírica, el juego de ingenio, el humor, el melodrama, el sadismo, lo truculento y lo soez, sin evitar la tentación del chiste que no raya en el mal gusto, sino que lo exhibe, ni deslindar pudorosamente la frontera entre el erotismo y la pornografía. Estas páginas ponen el dedo en las llagas de la ciudad nocturna. Mucho talento tiene Carlos Vázquez Cruz, y mucha valentía, por lo que supone lanzar un libro tan apasionante en la islita de los clósets.
“Dios mío, yo tanto soñar simplemente para alimentar mi condición de ser indetectable.” Emilio Díaz Valcárcel, soñador alucinado desde la bella novela corta El hombre que trabajó el lunes (1966), sigue ilustrando la conversión de lo indefinido, de la timidez, del tartamudeo, en máxima capacidad expresiva. Con la novela El dulce fruto renueva los votos de lealtad al oficio de narrador, ese ser opaco que “hilvana las historias de los marginados y neuróticos que lo rodean”. Entre el yo y el él, como para acentuar el carácter de crónica novelada de los barrios, en tono poético, épico cómico, y todo a media luz, se desboca la corriente crecida de la memoria. De pronto la narración del pueblo chico, “sin fatigado aliento”, retorna.
jueves, 24 de abril de 2008
De pie contra la muerte: discurso de Juan Gelman (fragmento)
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego.
lunes, 21 de abril de 2008
Historias íntimas, cuentos dispersos
Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades
Cuentan que hay una isla sin nombre, más pequeña que la nuestra, y más feliz. Es decir, sus habitantes son más felices, porque las islas pueden ser fértiles o inhóspitas, doradas, verdes, blancas o negras, pero sólo los humanos podemos ser felices. No sé si saben que en la Tierra se han contado 18,995 islas. Esa cifra, tan puntual, no debe ser exacta. Las islas nacen y desaparecen. Además su número es inmenso. Solamente el archipiélago de las Filipinas tiene más de 7,000 islas.
No importa cuántas haya, pueden ser sedes de imperios y de culturas hegemónicas, como Gran Bretaña, o colonias de poca extensión geográfica y curiosa complejidad social, como la nuestra. Hay islas que tienen forma de atolones (lagunas rodeadas de arrecifes). Otras son continentes.
Así que esa isla sin nombre, más pequeña que Puerto Rico, podría ser un imperio o un peñón. De esa isla nos interesa uno de sus habitantes. Llamémosle Víctor.
A Víctor le gusta viajar, pero sólo entre islas. De Manhattan a Madagascar. De Australia a isla de Mona. Si yo pudiera pasar el tiempo viajando no escogería un método tan riguroso, pero Víctor se impone unos criterios para disimular su apasionado caos de coleccionista.
Acaso sus travesías circulares representan una forma de viajar sin moverse de sitio. Que quede claro, si fuera preciso, que esos viajes son posibles porque en la isla de Víctor todos son millonarios.
Dije que Víctor es coleccionista. Colecciona cuentos y poemas como si fueran especies, los escucha, los graba en una máquina; los lee, los copia. Está escribiendo una enciclopedia. Por él supe que en la isla de Madagascar vivió un poeta contemporáneo de Luis Palés Matos. Se llamaba Jean Joseph Rabarivelo. Jean Joseph murió muy joven, abacorado por la depresión y la adicción a drogas. Escribió versos de espléndidas imágenes marinas que Víctor tradujo al español, y que recuerdan alguna estrofa del poema “Mulata Antilla” de Palés:
Y eres testigo de sus penas cotidianas
de sus labores interminables
de su agonía acribillada de truenos.
Hasta que los baluartes del este
repiten los ecos de las caracolas marinas
y ya no la compadeces
Ni siquiera recuerdas que sus sufrimientos
renacen cada vez que muere el sol. [1]
Hace poco Víctor vino a verme. Entró sin tocar a la puerta, como en una historia de fantasmas, y me dijo: “Soy un personaje, Marta. Tú también, eres un personaje”. Entonces puso en mis manos un manuscrito y desapareció.
Me dormí sin abrirlo. Soñé que despertaba, encendía la luz y lo leía, pero no pude levantarme. Cuando amaneció el manuscrito encuadernado ocupaba la mesita de noche. Salvo algunos borrones y palabras sueltas, las páginas estaban en blanco. Caí en cuenta de que Víctor había partido en una de sus largas excursiones, sin fecha fija de regreso. También supe que aquellas páginas enigmáticas eran el principio de esta conferencia.
Los comienzos son arduos: por dónde iniciar una partida de ajedrez, o un algoritmo; la organización de un cuarto revuelto, una conferencia o un relato. Se han escrito libros sobre la manera más eficaz de comenzar una novela o un cuento. Hay quien dice que debe ser por el medio, cuando ya la fiesta está prendida. Hay quien recomienda lo contrario: es conveniente empezar por el principio.
Empezar por el principio requiere delinear el asunto. Vamos a hablar de las misteriosas palabras de Víctor. Vamos a hablar de personajes y de historias. De las historias íntimas que nos identifican a cada uno de nosotros. De las historias escapadas de la intimidad, de los cuentos dispersos. Tanto las historias íntimas como los cuentos dispersos, tienen una raíz en la palabra. Palabras que se tejen para crear tramas y formar identidades.
Sí, porque pensándolo bien, a Víctor no le falta razón. En un plano muy verificable, somos personajes prescritos, como los de una novela. Nosotros, tan reales, tan concretos, además de ser organismos compuestos de carbono, nitrógeno, hidrógeno, oxígeno, calcio, fósforo y agua, somos personajes.
Los personajes de un cuento o de una novela viven por lo general en unos escenarios sociales y privados. Forman parte de una trama. La trama de un relato es la relación dinámica e integradora entre las acciones. Inventar una trama equivale a juntar elementos dispares, conforme a una lógica interna del relato. Los personajes de ficción no existen, sin embargo se mueven con una impresión de necesidad, cuando no fatalidad, en el ámbito de sus tramas.
Nosotros sí existimos, y también nos movemos en un tejido de tramas que a veces parecen ficciones. Piensen en las estadísticas actuariales. Desde antes de nacer formamos parte de un universo numérico; un mundo donde se nos concibe, ante todo, como consumidores. De entrada se nos impone un nombre y se nos asigna un número. Nos calculan cuántos años podríamos vivir, qué ingreso llegaremos a tener, la calidad de la ropa que usaremos, el precio de la vivienda donde residiremos, el carro que podremos pagar, la dieta que consumiremos, nuestras preferencias sexuales, nuestra capacidad intelectual, el costo de nuestros entierros.
Esas proyecciones estadísticas parecen más mortales que vitales. Pintan un horizonte gris donde la vida humana transcurre con menos libertad que la de muchos personajes de ficción.
Por suerte, además de formar parte de un mecanismo de promedios y medianas somos también personajes de historias más íntimas. Nuestras historias íntimas son carne apalabrada, imágenes escritas en la carne y el hueso.
Esta no es una metáfora. Parece que las primeras sensaciones de los humanos se centran en el oído y el olfato; las caras parlantes que rodean a los niños, los olores y colores del entorno.[2] Esas experiencias sensoriales primarias van atadas a la palabra, y forman un sedimento muy concreto de lo que podríamos llamar la persona. Sospecho que compartir esa manera de empezar a conocer el mundo es una experiencia unificadora de la especie, aunque la impronta que dejen sea diversa en cada persona. Algunas placenteras; otras, las de los niños maltratados, los hambrientos, los de la calle, experiencias traumáticas. Pero sea como fuere, esos olores, esas imágenes, esos sonidos, esas palabras, se alojan en el cuerpo; el cuerpo es un lugar de la memoria.
A propósito de esas primeras memorias, ese sedimento de la identidad personal: el mundo de mi infancia tenía olores y sonidos que se han extinguido como se extinguieron ciertas especies, ciertas costumbres, ciertos alimentos. Los primeros días en una clínica abierta a una calle polvorienta, con ecos lejanos de revendones y de la crónica de la guerra del momento en las velloneras. Luego, el espectáculo de la calle en el pueblo chico, que complementaba las novelas y los programas radiales de cuentos infantiles. Más tarde la televisión “en vivo”.
En un cuerpo iniciado por estímulos tan ricos, tuvieron entrada fácil las palabras sabrosas. Porque el aprendizaje de la palabra, oral o escrita, es una experiencia sensorial. Una de mis abuelas, la que conocí, era cuentera. Uno de sus cuentos más impresionantes trataba de un diluvio que duró siete días y siete noches. Cuando terminó de llover se desató otra catástrofe. La tierra se secó azotada por unos vientos que duraron los proverbiales siete días y siete noches. El mundo se convirtió en un desierto. No recuerdo cómo terminaba el cuento. Muy probablemente tenía un final feliz, o al menos justo. El numero siete es, desde luego, impreciso y mágico; denota, más que una cifra, un presagio de revelaciones.
Otro de los relatos de la abuela era más doméstico, pero no menos portentoso. Narraba la historia de una palomita que ponía huevos de oro. A la segunda mujer, y perversa madrastra de los hijos sufridos del dueño del ave mágica, se le ocurrió que si se comía la palomita en un caldo se haría rica. Acaso creía que la ingestión de la paloma le transmitiría el don de expulsar excrementos de oro. Tras muchas desventuras el hombre recuperó el corazón de la paloma, pero no recuerdo si con él recobró los bienes que el animal le proporcionaba.
De los cuentos de mi abuela me quedan unos pedacitos; no obstante el tono de apertura a lo maravilloso sigue intacto. De las historias del abuelo esposo de la abuela cuentera retengo metáforas. Mi abuelo era un inventor de imágenes. Un hombre no se zambullía en el agua, le “hincaba el moño al agua”; no moría, se lo llevaba “la pelona”. Mi abuelo era chofer de una guagua que parecía una novela sobre ruedas. En aquel vehículo de siete cambios que hacía la ruta entre Cayey y Guayama viajaban jíbaros cargando sacos por los que asomaban gallinas descendientes por un ala de los pájaros transportados desde las Islas Canarias en el segundo viaje de Colón. También acarreaban racimos de plátanos de la India y tubérculos de la amazonía y África Occidental. De día, la carretera animada por viajeros parlanchines parecía un semillero de historias, pero de noche no era favorable para hombres y bestias. En la bruma aparecían mujeres fantasmales que pedían pasaje al pueblo siguiente, pero sólo con el fin de matar del miedo a los choferes curiosos y mal intencionados. También circulaban cuentos de explotación, violencia y miseria.
En algún momento mi familia se mudó a una urbanización donde llegaba Santa Claus. Mis padres nos compraron a mi hermana y a mí una enciclopedia juvenil y descubrimos la belleza de los cuentos folklóricos de otros lugares. Una experiencia surrealista, esos encuentros. Ahora entiendo que me tocó vivir la transición de una sociedad de tradición oral a otra marcada por la escritura. A pesar de los conflictos, de los traumas y dislocaciones que producen los cambios, el primer paso entre ambas eras imaginarias fue gozoso. No había distancias insalvables entre las narraciones que entraban por el oído, por la vista, por el olfato, por el gusto y el tacto, y el mundo de la tinta sobre papel. La historia íntima de los cuentos familiares me abrió el apetito de conocer el mundo. Somos puertorriqueños, pero la patria, para citar a Hostos, es un punto de partida. Puerto Rico queda en el Caribe y el Caribe en América y América en el mundo y el mundo en un universo movedizo. En el desfile de la calle y los cuentos de camino prendió el vocabulario del cine. Los enredos de las radionovelas ambientadas en lugares fantásticos no estaban tan lejos de las tramas de novelas admirables. El programa radial “Alegrías infantiles” me relacionó con los cuentos de las 1001 noches y de Hans Christian Andersen, es decir con la Bagdad del siglo 10 y la Escandinavia folklórica. En un cuartito de una casita de barriada, entre olores a guisos suculentos, viví una globalización fantasiosa anterior a la globalización virtual.
Me parece que los escritores se nutren del espacio generador de ficciones que es la casa natal. En la primera casa que recordamos se aprende una relación con el mundo. La escritora Virginia Woolf apenas salió de Inglaterra, pero sin visitar Rusia leyó magistralmente a los novelistas rusos; García Márquez es nativo del Caribe colombiano, un lugar que le regaló al escritor sus secretas conexiones de familiaridad con la Europa atlántica y el continente africano del siglo 16. El puertorriqueño Alejandro Tapia viajaba en prosa por la Venecia del siglo XV rumbo al San Juan de un futuro que él soñó de manera personalísima.
Sin esa raíz en el oído, sin ese lugar de la memoria, hubiera sido otro el acercamiento. Desde luego, puede ser tanto o más rica la experiencia de un escritor de la diáspora, como Pedro Pietri, el poeta que escribió, en un inglés quebrado, los versos:
Mi abuela
has been
in this department store
called america
for the past twenty-five years.
She is eighty-five years old
and does not speak
a word of English. That is intelligence.[3]
En medio de ese país llamado tienda por departamentos y sus decenas de guetos, a Pedro le quedaba la abuela.
Para puntualizar: Entre el pueblo y la urbanización acumulamos experiencias riquísimas y sufrimos pérdidas profundas; sensaciones inscritas en el cuerpo como en un libro. Esa escritura subjetiva se llama memoria.
Prosiguiendo con las analogías entre el cuerpo y un libro viviente, ¿qué tipos de “libros” son las personas nacidas a partir de una fecha arbitraria, digamos a partir de 1990? Ustedes me dirán que cada persona es un mundo. Pero hay experiencias comunes, y también ausencias comunes. No sé si todavía hay quién narre cuentos como los que se hacían en mi casa. Sospecho que ya no abundan los abuelos cuenteros. Ignoro si los jóvenes nacidos después de 1990 vieron en sus primeros años el desfile de las calles, si sus familiares cultivaban jardines desordenados de begonias y helechos y una parra que no dio fruto en la que el abuelo colgó un racimo de uvas plásticas.
En cambio sí tuvieron, desde la cuna, teléfonos celulares, juegos electrónicos y la Internet, además de un estatuto de consumidores y la capacidad de comunicarse sin tropiezos con cualquier rincón del mundo. Para los ciudadanos que nacieron a partir de 1990 es normal una percepción vertiginosa del tiempo.
Evidentemente el tiempo ya no es lo que era. El historiador Andreas Huyssen describe una
lenta pero palpable transformación de la temporalidad en nuestras vidas, una nueva estructura de la sensibilidad, provocada por la compleja intersección del cambio tecnológico, los medios masivos de comunicación, y nuevos patrones de consumo, trabajo y movilidad a escala global…La vida útil de los artículos de consumo ha disminuido radicalmente. De igual modo ha disminuido la duración del presente. Es por eso que la memoria y la evocación del pasado levantan una protección contra la obsolescencia y la desaparición, intentan contrarrestar la profunda ansiedad causada por la rapidez del cambio y el encogimiento de los horizontes de tiempo y espacio.[4]
Ya no abundan los abuelos cuenteros. Sin embargo, tal vez por la sensación de que el tiempo vuela como nunca, se han multiplicado los cuentos. Los juegos electrónicos son versiones de mitos antiguos y de cuentos folklóricos: la figura heroica, a la manera de Odiseo o Hércules, se enfrenta a los monstruos más feroces y a incontables obstáculos, en una ordalía de búsquedas que tiene por destino purgar una culpa, rescatar a un inocente o restablecer el orden del universo. Como monstruosas novelas desbordantes de personajes y peripecias, los espacios virtuales por el estilo de My Space y Face Book, se alimentan de millones de historias personales.
De la televisión no hay mucho más que decir. Opina Cristina Peri Rossi, que si bien la televisión es una tecnología del siglo 20, “se comporta” como una novelista del siglo 19. Es una máquina de hacer historias, una devoradora y transformadora de relatos. Por ejemplo, los programas donde los detectives se apoyan en los métodos más adelantados de la patología forense para resolver crímenes tienen antecedentes en historias muy antiguas: en los mitos de Orfeo y de Narciso, en el enigma de Edipo, en la clarividencia de los sacerdotes que leían en las vísceras de un animal el destino de los pueblos. Sumergidos, por no decir ahogados, en un caldo de imágenes mediáticas, nos confundimos, más que nunca, con personajes de ficciones ancestrales.
La obsesión de los medios de masas por contar historias constituye una maquinaria donde el pasado se trae continuamente a un presente que se devora a sí mismo. Ese febril deseo de convertir todo en memoria, de deshuesar y exprimirlo todo fuera de contexto, en el mismo plano de importancia, desemboca, curiosamente, en un estado más parecido a la amnesia que al conocimiento.
Y ustedes me preguntarán, ¿a qué viene todo esto, qué tiene que ver la tecnología que manejamos y a su vez nos maneja, con el título de esta conferencia, “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”, que forma parte de las actividades de la Semana de Puerto Rico? Pues mucho, ya verán.
El filósofo Paul Ricoeur, propuso una facultad humana que en traducción se conoce como “inteligencia narrativa”.[5] Se trata de la capacidad de organizar el tiempo como si fuera un relato. Esa capacidad nos permite entender lo que leemos, así como dar forma a lo que percibimos, y anticipar lo que pasará mañana; recordar lo que hicimos ayer y relacionarlo con nuestra agenda de hoy. Además, esa inteligencia narrativa sostiene nuestras identidades personales y colectivas. Porque nuestras identidades fluyen en el tiempo, entre experiencias vividas y anticipaciones.
A propósito de identidades, el filósofo de la ciencia Daniel Dennett, autor de Consciousness Expanded, Consciousness Explained, propone una interesante definición del self, o persona. El “self”, se afirma, es “una fuerza de gravedad que atrae y acumula narraciones”.[6] Ese centro de gravedad que atrae y acumula narraciones como si fuera un imán, un novelón o un lector insaciable de novelones, consiste en una fuerza de atracción persistente, que segrega un “tejido de palabras”. Ese tejido protege al yo como la concha protege al caracol. Lo mantiene vivo, lo sostiene, como la telaraña a la araña.
Es decir, que estamos atrapados en las tramas de relatos que constituyen identidades. Sin esas identidades quedaríamos tan desamparados como caracoles sin concha. Eso no impide que a diferencia de los caracoles podamos optar por una libertad azarosa, renegar de las identidades que nos protegen, pero que también nos limitan y aprisionan.
De hecho, el deseo de transformar nuestras identidades, el hambre insaciable de nuevos comienzos, es quizás el sentido moderno de eso que conocemos como tradición. Desde hace cientos de años la tradición ya no es lo que era. Ya no se la concibe como la transmisión unidireccional de artefactos y prácticas culturales de una generación a las siguientes. Ya no es una galería de monumentos invariables e incontestables. La tradición es lo que el presente escoge conservar del pasado y cómo lo conserva.
Veamos un ejemplo. Para el estado colonial de los años cincuenta la tradición se expresó en el diseño programático del Instituto de Cultura Puertorriqueña: una historia cultural tramada por una institución, un diseño de nación que apostó a que no era necesario un estado soberano para establecer un ministerio de cultura, eso sí, en pequeña escala y sin recursos económicos considerables. Para los intelectuales de esa misma época la tradición fue mucho más ancha. En escritores como José Luis González la tradición es heredera de la modernidad toda. Sea como fuere, hay huecos entre la reescritura oficial de la historia y el deseo de nuevos comienzos que pretenden olvidar los conflictos del pasado. Ese afán de nuevos comienzos implica demoliciones y censuras.
La censura del pasado tiene en ocasiones el efecto contrario: aviva el deseo rebelde de conocer lo que se tiene por prohibido. Ese ha sido el caso de generaciones de escritores puertorriqueños. Es más, la rebeldía sigue presente de algún modo en varios escritores actuales para quienes el tema de la identidad nacional ya no es acuciante. Según Pascale Casanova, los escritores en plena globalización siguen siendo herederos de la historia literaria nacional e internacional que los “forja”.
Sólo a partir de su manera de inventar su propia libertad, es decir, de perpetuar, transformar, rechazar, aumentar, negar, olvidar, o traicionar su legado literario (y lingüístico) nacional se podrá comprender la trayectoria de los escritores y su proyecto literario, la dirección, el rumbo que seguirán para convertirse en lo que son. El patrimonio literario y lingüístico nacional es una especie de definición primera, a priori y casi inevitable del escritor, definición que él transformará (rechazándola) si es necesario o… constituyéndose en contra de ella por medio de su obra y de su trayectoria.[7]
¿Cómo aumentan, niegan y olvidan su tradición los escritores actuales? Rafael Franco es autor de la novela El peor de mis amigos. La novela describe con una belleza sobrecogedora una relación amorosa entre dos adictos. El espacio narrativo traza los mercados de la droga en San Juan, Nueva York y Denver. La novela es singular en el contexto de la literatura puertorriqueña e incluso latinoamericana. Sin embargo, no oculta sus vínculos con la musicalidad erótica presente en la Rayuela de Cortázar y un tocar de oído que dialoga con las escrituras metafóricas de Luis Rafael Sánchez y Ana Lydia Vega. No hablo de influencias, sino de reverberaciones. Son escrituras que vibran en un tono común. En todo caso, quisiera leer los textos desde una visión del tiempo que trascienda las influencias unilaterales y las cronologías. Otro autor de armas tomadas, Juan Carlos Quiñones, cuya primera novela, Todos los tiempos el tiempo, se publicará pronto, confirma que en la escritura el lenguaje siempre está entre comillas. Es fascinante y sospechoso, pero ordenado, como un juego de antecedentes surrealistas, cuyas reglas se desconocen. El descubrimiento de las reglas es precisamente la meta del juego.
Franco, Quiñones, Ana María Fuster, Mario Cancel, Alberto Martínez Márquez, Carlos Vázquez, Elidio La Torre Lagares, Pedro Cabiya, para nombrar sólo autores relativamente jóvenes, conocen, traicionan y reinventan sus tradiciones y su propia libertad sobre la marcha de un trabajo consecuente. Sin ser historicistas, (historicista es quien piensa que el “espíritu” de la Historia determina los procesos culturales) sin ser historicistas, reescriben el pasado histórico y literario. Mientras seamos humanos, esa capacidad de releer y de reescribir, esa inteligencia narrativa estará en la palabra. Como señala la escritora argentina Angélica Gorodischer: “hace muy poco tiempo que escribimos y que lo que escribimos es sagrado porque es la memoria de haber sido humanos, de serlo todavía aunque a veces parezca que no”.
Seguir escribiendo con dedicación al oficio es una apuesta de fe en la especie humana, y en su papel de memorialista. En cierto sentido, todo lo que ha sido y será está ocurriendo ahora mismo, en este instante. Es ahora cuando Sócrates habla y Platón escribe, y es ahora cuando habla Hostos, pero también la abuela cuentera y el abuelo chofer, el panadero, el vagabundo, las casas, el hierro, el viento, la lluvia, la luz del día en que nacieron nuestros padres, el día en que nacerán, si es que nacen, los humanos del siglo 22. Existen porque en el presente de los vivos alguien los piensa. El pasado y el futuro se experimentan en un presente que fluye y desaparece al instante. Ahora bien, ese presente depende del tenso conocimiento del pasado y del deseo de vislumbrar el futuro. Querámoslo o no, ignorantes o no, somos deudores de unas ideas, de unas acciones, de unos acontecimientos, de unos objetos. “Nuestra experiencia del presente,”, según el sociólogo Paul Connerton, “depende de nuestro conocimiento del pasado… y nuestras imágenes del pasado sirven a menudo para legitimar el orden social actual”.[8] A su vez, la capacidad visionaria de inventar el futuro es una función de la inteligencia.
Esa afirmación da pie para ir concluyendo. Vamos a iniciar el descenso recapitulando algunos conceptos. Primero: las historias íntimas conforman nuestras identidades, así, en plural. Cada uno de nosotros forma parte de varias tramas familiares y sociales que, sin embargo, se extienden más allá de nuestras coordenadas concientes. Cada uno de nosotros reproduce un mundo de historias que nos remite a un universo de orígenes: las voces de los abuelos, el espectáculo de la calle, las ondas de la radio, el influjo de la televisión, la suerte de Mrs PacMan, los laberintos de Dragon Quest. En esos círculos - mágicos todos, fríos algunos, entrañables otros- asimilamos el mundo y nos cala la experiencia. Esas historias se graban en nuestros cuerpos. Somos personajes de esas historias. De modo que la literatura, oral o escrita, no es un catálogo de conocimientos inútiles. La literatura expresa la humanización del tiempo. Es un modelo a escala de cómo entendemos y atrapamos el tiempo tejiendo historias. Es un ejemplo más de la inteligencia narrativa que postulaba Ricoeur.
Más complejo es el caso de las historias colectivas. Esos acontecimientos y objetos que nos preceden y que están en la geografía, en la economía, en los archivos, en el idioma mismo y en nuestros hábitos sociales han quedado dispersos y desvitalizados. Por mucho tiempo la enseñanza de la historia en Puerto Rico ha sido un problema candente. Se han barrido sus aristas debajo de la alfombra. Cuando se enseña la historia “colectiva” se hace fuera de ese círculo mágico que la arraigaría en el cuerpo como algo que pueda estimular la imaginación y la inteligencia. Es cierto, según Connerton, que la transición de una cultura oral a una cultura letrada representa también una transición de las prácticas que incorporaban el conocimiento, es decir, de prácticas que graban el conocimiento en el cuerpo, a practicas de escritura. Sin embargo, el mismo autor reconoce, como hemos visto, que la escritura no es posible sin un aspecto de participación corporal. Tal vez convenga reflexionar sobre la vigencia de ese vínculo corporal en un mercado de cuerpos virtuales, pero primero habría que volver sobre nuestras particulares estrategias del olvido.
Pensemos en las apologías recientes que recomiendan el olvido como salida de la encerrona de la historia colonial y de una identidad asfixiante. Para citar una propuesta provocadora de Juan Duchesne Winter, por qué no recurrir “a las prácticas del desconocimiento, el olvido y la pérdida, capaces de sostener el llamado y la voz del otro mediante el meticuloso registro y reconocimiento del desreconocerse mismo de esa voz”. [9] Sin desubicar estas ideas de su contexto, la pretendida dislocación de las identidades no es un invento del postmodernismo. No es, ni siquiera, un invento reciente. En nuestro caso, es característica de la modernidad puertorriqueña desde antes de 1898. En un país avasallado por el cambio vertiginoso resulta inevitable la obsesión cíclica de proponer borrones y “nuevos comienzos”. Como reacción popular ante el trauma y como consigna, esa “cura amnésica” se ha manifestado en todas las instancias de la vida social. Sin embargo me parece que el mismo devenir del siglo comprobó que dichos programas antihistóricos han tenido efectos contradictorios. Mientras más se ha intentado censurar los dispositivos de la memoria, más conspira su retorno. La censura del trauma agudiza la neurosis manifiesta en la ingenuidad de un país que ha celebrado la ignorancia del pasado como los personajes de una farsa que se creen liberados de un peso cuyos efectos, no obstante, perduran. Reconocer que la ansiedad de una identidad nacional ha desembocado a ratos en una tautología inconsistente no le resta realidad a las máquinas de construcción de identidades, esos centros de gravedad narrativa, que para bien y para mal fabrican definiciones; tampoco nos levanta el peso de los objetos, eventos y artefactos del pasado. Además, en un sentido práctico, el exterminio de las especies culturales, aún aquellas que preferiríamos olvidar, empobrece. Creo, aunque no sin reservas, que no representaría una ganancia para la especie borrar de los anales de la historia las tesis de Einstein porque un efecto insospechado de la mismas hayan sido los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki. También opino, por otra parte, que no le falta razón a Duchesne, cuando sugiere que la posibilidad de un sentimiento ampliamente comunitario de integración humanitaria precisa de cierto “olvido” del yo, acompañado del reconocimiento de la tradición del otro en nosotros.
Desde luego, la complacencia en el olvido -despreocupada o militante- no es un rasgo exclusivamente puertorriqueño. El presente global, según Huyssen, “tiende al olvido mediocre, a la felicidad de la amnesia, a la falsa conciencia disfrazada de iluminaciones”. Por eso:
Se hace necesario discriminar entre las prácticas de la memoria para poder fortalecer aquellas que contrarresten dichas tendencias. ¿A quién le interesa acabar en el paraíso de los que han perdido la memoria, disfrutando nuestra propia desaparición sin siquiera proponernos un enfrentamiento real con el pasado, ese viaje al pasado sin el cual es imposible imaginar el futuro?”. [10]
Iniciado el descenso, nos acercamos al aterrizaje. Si los comienzos son difíciles los finales son pavorosos. ¿Por dónde terminar una conferencia con un título tan abarcador como “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”? Una manera es traer el pasado del comienzo al presente del final. Así que volvamos a Víctor, el personaje que me visitó hace unas páginas.
Hace poco me escribió desde San Marino. Ahora, además de las islas, también le interesan los países pequeños. Les leeré unos párrafos de su carta:
“San Marino fue la república más pequeña del mundo hasta 1968, cuando se proclamó la independencia de Nauru en Micronesia. San Marino ocupa 61 kilómetros cuadrados: es más chiquita que Mayagüez y exhiben las mismas películas. Pero aquí también hay cuentos y cuenteros. No te asustes si te confío que tu identidad está en otra parte. Las historias que te contaron se extienden por todo el mundo. Se conectan soterradamente. Te envío una de esas historias. La coleccioné aquí, en la república más antigua, Marta. Es la historia de un diluvio.
“Después del diluvio, el viento. Cuando terminó de soplar el mundo quedó convertido en un desierto. Sobrevivió una palomita. Cantó con toda el alma. Cantó y contó la historia de sus soledades. ¿La oyó alguien? Digamos que sí. Un canto siempre encuentra respuesta. Un cuento siempre encuentra un oído. Así termina la historia que habías olvidado. ¿Quieres que te la cuente otra vez?”
Marta Aponte Alsina
(Conferencia leída en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez, con motivo de la Semana de Puerto Rico, el 14 de noviembre de 2007 )
[1]
[2] Colwyn Trevarthen y Vasudevi Reddy, “Consciousness in Infants”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ed. Max Velmans y Susan Schneider (Oxford: Blackwell Publishing, 2007), 41-57.
[3] Puerto Rican Obituary.
[4] Huyssen, Andreas. Urban Palimpsests and the Politics of Memory. Stanford, California: Stanford University Press, 2003, p. 23. Las traducciones de esta y otras citas del inglés al español son mías.
[5] Ricoeur, Paul. Time and Narrative, volumes 1 and 2. Chicago and London: The University of Chicago Press, 1984. (Traducción de Temps et Récit, Editions du Seuil, 1983.)
[6] Susan Schneider, “Daniel Dennett on the Nature of Consciousness”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ,loc. cit., p. 314.
[7] Casanova, Pascale. La república mundial de las letras. Barcelona: Anagrama, 2001, p. 62-63.
[8] Connerton, Paul. How Societies Remember. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, p. 2-3.
[9] Duchesne Winter, Juan. Fugas incomunistas (ensayos). San Juan: Ediciones Vértigo, 2005, p. 31-32.
[10] Huyssen, op. cit. p. 10.
Cuentan que hay una isla sin nombre, más pequeña que la nuestra, y más feliz. Es decir, sus habitantes son más felices, porque las islas pueden ser fértiles o inhóspitas, doradas, verdes, blancas o negras, pero sólo los humanos podemos ser felices. No sé si saben que en la Tierra se han contado 18,995 islas. Esa cifra, tan puntual, no debe ser exacta. Las islas nacen y desaparecen. Además su número es inmenso. Solamente el archipiélago de las Filipinas tiene más de 7,000 islas.
No importa cuántas haya, pueden ser sedes de imperios y de culturas hegemónicas, como Gran Bretaña, o colonias de poca extensión geográfica y curiosa complejidad social, como la nuestra. Hay islas que tienen forma de atolones (lagunas rodeadas de arrecifes). Otras son continentes.
Así que esa isla sin nombre, más pequeña que Puerto Rico, podría ser un imperio o un peñón. De esa isla nos interesa uno de sus habitantes. Llamémosle Víctor.
A Víctor le gusta viajar, pero sólo entre islas. De Manhattan a Madagascar. De Australia a isla de Mona. Si yo pudiera pasar el tiempo viajando no escogería un método tan riguroso, pero Víctor se impone unos criterios para disimular su apasionado caos de coleccionista.
Acaso sus travesías circulares representan una forma de viajar sin moverse de sitio. Que quede claro, si fuera preciso, que esos viajes son posibles porque en la isla de Víctor todos son millonarios.
Dije que Víctor es coleccionista. Colecciona cuentos y poemas como si fueran especies, los escucha, los graba en una máquina; los lee, los copia. Está escribiendo una enciclopedia. Por él supe que en la isla de Madagascar vivió un poeta contemporáneo de Luis Palés Matos. Se llamaba Jean Joseph Rabarivelo. Jean Joseph murió muy joven, abacorado por la depresión y la adicción a drogas. Escribió versos de espléndidas imágenes marinas que Víctor tradujo al español, y que recuerdan alguna estrofa del poema “Mulata Antilla” de Palés:
Y eres testigo de sus penas cotidianas
de sus labores interminables
de su agonía acribillada de truenos.
Hasta que los baluartes del este
repiten los ecos de las caracolas marinas
y ya no la compadeces
Ni siquiera recuerdas que sus sufrimientos
renacen cada vez que muere el sol. [1]
Hace poco Víctor vino a verme. Entró sin tocar a la puerta, como en una historia de fantasmas, y me dijo: “Soy un personaje, Marta. Tú también, eres un personaje”. Entonces puso en mis manos un manuscrito y desapareció.
Me dormí sin abrirlo. Soñé que despertaba, encendía la luz y lo leía, pero no pude levantarme. Cuando amaneció el manuscrito encuadernado ocupaba la mesita de noche. Salvo algunos borrones y palabras sueltas, las páginas estaban en blanco. Caí en cuenta de que Víctor había partido en una de sus largas excursiones, sin fecha fija de regreso. También supe que aquellas páginas enigmáticas eran el principio de esta conferencia.
Los comienzos son arduos: por dónde iniciar una partida de ajedrez, o un algoritmo; la organización de un cuarto revuelto, una conferencia o un relato. Se han escrito libros sobre la manera más eficaz de comenzar una novela o un cuento. Hay quien dice que debe ser por el medio, cuando ya la fiesta está prendida. Hay quien recomienda lo contrario: es conveniente empezar por el principio.
Empezar por el principio requiere delinear el asunto. Vamos a hablar de las misteriosas palabras de Víctor. Vamos a hablar de personajes y de historias. De las historias íntimas que nos identifican a cada uno de nosotros. De las historias escapadas de la intimidad, de los cuentos dispersos. Tanto las historias íntimas como los cuentos dispersos, tienen una raíz en la palabra. Palabras que se tejen para crear tramas y formar identidades.
Sí, porque pensándolo bien, a Víctor no le falta razón. En un plano muy verificable, somos personajes prescritos, como los de una novela. Nosotros, tan reales, tan concretos, además de ser organismos compuestos de carbono, nitrógeno, hidrógeno, oxígeno, calcio, fósforo y agua, somos personajes.
Los personajes de un cuento o de una novela viven por lo general en unos escenarios sociales y privados. Forman parte de una trama. La trama de un relato es la relación dinámica e integradora entre las acciones. Inventar una trama equivale a juntar elementos dispares, conforme a una lógica interna del relato. Los personajes de ficción no existen, sin embargo se mueven con una impresión de necesidad, cuando no fatalidad, en el ámbito de sus tramas.
Nosotros sí existimos, y también nos movemos en un tejido de tramas que a veces parecen ficciones. Piensen en las estadísticas actuariales. Desde antes de nacer formamos parte de un universo numérico; un mundo donde se nos concibe, ante todo, como consumidores. De entrada se nos impone un nombre y se nos asigna un número. Nos calculan cuántos años podríamos vivir, qué ingreso llegaremos a tener, la calidad de la ropa que usaremos, el precio de la vivienda donde residiremos, el carro que podremos pagar, la dieta que consumiremos, nuestras preferencias sexuales, nuestra capacidad intelectual, el costo de nuestros entierros.
Esas proyecciones estadísticas parecen más mortales que vitales. Pintan un horizonte gris donde la vida humana transcurre con menos libertad que la de muchos personajes de ficción.
Por suerte, además de formar parte de un mecanismo de promedios y medianas somos también personajes de historias más íntimas. Nuestras historias íntimas son carne apalabrada, imágenes escritas en la carne y el hueso.
Esta no es una metáfora. Parece que las primeras sensaciones de los humanos se centran en el oído y el olfato; las caras parlantes que rodean a los niños, los olores y colores del entorno.[2] Esas experiencias sensoriales primarias van atadas a la palabra, y forman un sedimento muy concreto de lo que podríamos llamar la persona. Sospecho que compartir esa manera de empezar a conocer el mundo es una experiencia unificadora de la especie, aunque la impronta que dejen sea diversa en cada persona. Algunas placenteras; otras, las de los niños maltratados, los hambrientos, los de la calle, experiencias traumáticas. Pero sea como fuere, esos olores, esas imágenes, esos sonidos, esas palabras, se alojan en el cuerpo; el cuerpo es un lugar de la memoria.
A propósito de esas primeras memorias, ese sedimento de la identidad personal: el mundo de mi infancia tenía olores y sonidos que se han extinguido como se extinguieron ciertas especies, ciertas costumbres, ciertos alimentos. Los primeros días en una clínica abierta a una calle polvorienta, con ecos lejanos de revendones y de la crónica de la guerra del momento en las velloneras. Luego, el espectáculo de la calle en el pueblo chico, que complementaba las novelas y los programas radiales de cuentos infantiles. Más tarde la televisión “en vivo”.
En un cuerpo iniciado por estímulos tan ricos, tuvieron entrada fácil las palabras sabrosas. Porque el aprendizaje de la palabra, oral o escrita, es una experiencia sensorial. Una de mis abuelas, la que conocí, era cuentera. Uno de sus cuentos más impresionantes trataba de un diluvio que duró siete días y siete noches. Cuando terminó de llover se desató otra catástrofe. La tierra se secó azotada por unos vientos que duraron los proverbiales siete días y siete noches. El mundo se convirtió en un desierto. No recuerdo cómo terminaba el cuento. Muy probablemente tenía un final feliz, o al menos justo. El numero siete es, desde luego, impreciso y mágico; denota, más que una cifra, un presagio de revelaciones.
Otro de los relatos de la abuela era más doméstico, pero no menos portentoso. Narraba la historia de una palomita que ponía huevos de oro. A la segunda mujer, y perversa madrastra de los hijos sufridos del dueño del ave mágica, se le ocurrió que si se comía la palomita en un caldo se haría rica. Acaso creía que la ingestión de la paloma le transmitiría el don de expulsar excrementos de oro. Tras muchas desventuras el hombre recuperó el corazón de la paloma, pero no recuerdo si con él recobró los bienes que el animal le proporcionaba.
De los cuentos de mi abuela me quedan unos pedacitos; no obstante el tono de apertura a lo maravilloso sigue intacto. De las historias del abuelo esposo de la abuela cuentera retengo metáforas. Mi abuelo era un inventor de imágenes. Un hombre no se zambullía en el agua, le “hincaba el moño al agua”; no moría, se lo llevaba “la pelona”. Mi abuelo era chofer de una guagua que parecía una novela sobre ruedas. En aquel vehículo de siete cambios que hacía la ruta entre Cayey y Guayama viajaban jíbaros cargando sacos por los que asomaban gallinas descendientes por un ala de los pájaros transportados desde las Islas Canarias en el segundo viaje de Colón. También acarreaban racimos de plátanos de la India y tubérculos de la amazonía y África Occidental. De día, la carretera animada por viajeros parlanchines parecía un semillero de historias, pero de noche no era favorable para hombres y bestias. En la bruma aparecían mujeres fantasmales que pedían pasaje al pueblo siguiente, pero sólo con el fin de matar del miedo a los choferes curiosos y mal intencionados. También circulaban cuentos de explotación, violencia y miseria.
En algún momento mi familia se mudó a una urbanización donde llegaba Santa Claus. Mis padres nos compraron a mi hermana y a mí una enciclopedia juvenil y descubrimos la belleza de los cuentos folklóricos de otros lugares. Una experiencia surrealista, esos encuentros. Ahora entiendo que me tocó vivir la transición de una sociedad de tradición oral a otra marcada por la escritura. A pesar de los conflictos, de los traumas y dislocaciones que producen los cambios, el primer paso entre ambas eras imaginarias fue gozoso. No había distancias insalvables entre las narraciones que entraban por el oído, por la vista, por el olfato, por el gusto y el tacto, y el mundo de la tinta sobre papel. La historia íntima de los cuentos familiares me abrió el apetito de conocer el mundo. Somos puertorriqueños, pero la patria, para citar a Hostos, es un punto de partida. Puerto Rico queda en el Caribe y el Caribe en América y América en el mundo y el mundo en un universo movedizo. En el desfile de la calle y los cuentos de camino prendió el vocabulario del cine. Los enredos de las radionovelas ambientadas en lugares fantásticos no estaban tan lejos de las tramas de novelas admirables. El programa radial “Alegrías infantiles” me relacionó con los cuentos de las 1001 noches y de Hans Christian Andersen, es decir con la Bagdad del siglo 10 y la Escandinavia folklórica. En un cuartito de una casita de barriada, entre olores a guisos suculentos, viví una globalización fantasiosa anterior a la globalización virtual.
Me parece que los escritores se nutren del espacio generador de ficciones que es la casa natal. En la primera casa que recordamos se aprende una relación con el mundo. La escritora Virginia Woolf apenas salió de Inglaterra, pero sin visitar Rusia leyó magistralmente a los novelistas rusos; García Márquez es nativo del Caribe colombiano, un lugar que le regaló al escritor sus secretas conexiones de familiaridad con la Europa atlántica y el continente africano del siglo 16. El puertorriqueño Alejandro Tapia viajaba en prosa por la Venecia del siglo XV rumbo al San Juan de un futuro que él soñó de manera personalísima.
Sin esa raíz en el oído, sin ese lugar de la memoria, hubiera sido otro el acercamiento. Desde luego, puede ser tanto o más rica la experiencia de un escritor de la diáspora, como Pedro Pietri, el poeta que escribió, en un inglés quebrado, los versos:
Mi abuela
has been
in this department store
called america
for the past twenty-five years.
She is eighty-five years old
and does not speak
a word of English. That is intelligence.[3]
En medio de ese país llamado tienda por departamentos y sus decenas de guetos, a Pedro le quedaba la abuela.
Para puntualizar: Entre el pueblo y la urbanización acumulamos experiencias riquísimas y sufrimos pérdidas profundas; sensaciones inscritas en el cuerpo como en un libro. Esa escritura subjetiva se llama memoria.
Prosiguiendo con las analogías entre el cuerpo y un libro viviente, ¿qué tipos de “libros” son las personas nacidas a partir de una fecha arbitraria, digamos a partir de 1990? Ustedes me dirán que cada persona es un mundo. Pero hay experiencias comunes, y también ausencias comunes. No sé si todavía hay quién narre cuentos como los que se hacían en mi casa. Sospecho que ya no abundan los abuelos cuenteros. Ignoro si los jóvenes nacidos después de 1990 vieron en sus primeros años el desfile de las calles, si sus familiares cultivaban jardines desordenados de begonias y helechos y una parra que no dio fruto en la que el abuelo colgó un racimo de uvas plásticas.
En cambio sí tuvieron, desde la cuna, teléfonos celulares, juegos electrónicos y la Internet, además de un estatuto de consumidores y la capacidad de comunicarse sin tropiezos con cualquier rincón del mundo. Para los ciudadanos que nacieron a partir de 1990 es normal una percepción vertiginosa del tiempo.
Evidentemente el tiempo ya no es lo que era. El historiador Andreas Huyssen describe una
lenta pero palpable transformación de la temporalidad en nuestras vidas, una nueva estructura de la sensibilidad, provocada por la compleja intersección del cambio tecnológico, los medios masivos de comunicación, y nuevos patrones de consumo, trabajo y movilidad a escala global…La vida útil de los artículos de consumo ha disminuido radicalmente. De igual modo ha disminuido la duración del presente. Es por eso que la memoria y la evocación del pasado levantan una protección contra la obsolescencia y la desaparición, intentan contrarrestar la profunda ansiedad causada por la rapidez del cambio y el encogimiento de los horizontes de tiempo y espacio.[4]
Ya no abundan los abuelos cuenteros. Sin embargo, tal vez por la sensación de que el tiempo vuela como nunca, se han multiplicado los cuentos. Los juegos electrónicos son versiones de mitos antiguos y de cuentos folklóricos: la figura heroica, a la manera de Odiseo o Hércules, se enfrenta a los monstruos más feroces y a incontables obstáculos, en una ordalía de búsquedas que tiene por destino purgar una culpa, rescatar a un inocente o restablecer el orden del universo. Como monstruosas novelas desbordantes de personajes y peripecias, los espacios virtuales por el estilo de My Space y Face Book, se alimentan de millones de historias personales.
De la televisión no hay mucho más que decir. Opina Cristina Peri Rossi, que si bien la televisión es una tecnología del siglo 20, “se comporta” como una novelista del siglo 19. Es una máquina de hacer historias, una devoradora y transformadora de relatos. Por ejemplo, los programas donde los detectives se apoyan en los métodos más adelantados de la patología forense para resolver crímenes tienen antecedentes en historias muy antiguas: en los mitos de Orfeo y de Narciso, en el enigma de Edipo, en la clarividencia de los sacerdotes que leían en las vísceras de un animal el destino de los pueblos. Sumergidos, por no decir ahogados, en un caldo de imágenes mediáticas, nos confundimos, más que nunca, con personajes de ficciones ancestrales.
La obsesión de los medios de masas por contar historias constituye una maquinaria donde el pasado se trae continuamente a un presente que se devora a sí mismo. Ese febril deseo de convertir todo en memoria, de deshuesar y exprimirlo todo fuera de contexto, en el mismo plano de importancia, desemboca, curiosamente, en un estado más parecido a la amnesia que al conocimiento.
Y ustedes me preguntarán, ¿a qué viene todo esto, qué tiene que ver la tecnología que manejamos y a su vez nos maneja, con el título de esta conferencia, “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”, que forma parte de las actividades de la Semana de Puerto Rico? Pues mucho, ya verán.
El filósofo Paul Ricoeur, propuso una facultad humana que en traducción se conoce como “inteligencia narrativa”.[5] Se trata de la capacidad de organizar el tiempo como si fuera un relato. Esa capacidad nos permite entender lo que leemos, así como dar forma a lo que percibimos, y anticipar lo que pasará mañana; recordar lo que hicimos ayer y relacionarlo con nuestra agenda de hoy. Además, esa inteligencia narrativa sostiene nuestras identidades personales y colectivas. Porque nuestras identidades fluyen en el tiempo, entre experiencias vividas y anticipaciones.
A propósito de identidades, el filósofo de la ciencia Daniel Dennett, autor de Consciousness Expanded, Consciousness Explained, propone una interesante definición del self, o persona. El “self”, se afirma, es “una fuerza de gravedad que atrae y acumula narraciones”.[6] Ese centro de gravedad que atrae y acumula narraciones como si fuera un imán, un novelón o un lector insaciable de novelones, consiste en una fuerza de atracción persistente, que segrega un “tejido de palabras”. Ese tejido protege al yo como la concha protege al caracol. Lo mantiene vivo, lo sostiene, como la telaraña a la araña.
Es decir, que estamos atrapados en las tramas de relatos que constituyen identidades. Sin esas identidades quedaríamos tan desamparados como caracoles sin concha. Eso no impide que a diferencia de los caracoles podamos optar por una libertad azarosa, renegar de las identidades que nos protegen, pero que también nos limitan y aprisionan.
De hecho, el deseo de transformar nuestras identidades, el hambre insaciable de nuevos comienzos, es quizás el sentido moderno de eso que conocemos como tradición. Desde hace cientos de años la tradición ya no es lo que era. Ya no se la concibe como la transmisión unidireccional de artefactos y prácticas culturales de una generación a las siguientes. Ya no es una galería de monumentos invariables e incontestables. La tradición es lo que el presente escoge conservar del pasado y cómo lo conserva.
Veamos un ejemplo. Para el estado colonial de los años cincuenta la tradición se expresó en el diseño programático del Instituto de Cultura Puertorriqueña: una historia cultural tramada por una institución, un diseño de nación que apostó a que no era necesario un estado soberano para establecer un ministerio de cultura, eso sí, en pequeña escala y sin recursos económicos considerables. Para los intelectuales de esa misma época la tradición fue mucho más ancha. En escritores como José Luis González la tradición es heredera de la modernidad toda. Sea como fuere, hay huecos entre la reescritura oficial de la historia y el deseo de nuevos comienzos que pretenden olvidar los conflictos del pasado. Ese afán de nuevos comienzos implica demoliciones y censuras.
La censura del pasado tiene en ocasiones el efecto contrario: aviva el deseo rebelde de conocer lo que se tiene por prohibido. Ese ha sido el caso de generaciones de escritores puertorriqueños. Es más, la rebeldía sigue presente de algún modo en varios escritores actuales para quienes el tema de la identidad nacional ya no es acuciante. Según Pascale Casanova, los escritores en plena globalización siguen siendo herederos de la historia literaria nacional e internacional que los “forja”.
Sólo a partir de su manera de inventar su propia libertad, es decir, de perpetuar, transformar, rechazar, aumentar, negar, olvidar, o traicionar su legado literario (y lingüístico) nacional se podrá comprender la trayectoria de los escritores y su proyecto literario, la dirección, el rumbo que seguirán para convertirse en lo que son. El patrimonio literario y lingüístico nacional es una especie de definición primera, a priori y casi inevitable del escritor, definición que él transformará (rechazándola) si es necesario o… constituyéndose en contra de ella por medio de su obra y de su trayectoria.[7]
¿Cómo aumentan, niegan y olvidan su tradición los escritores actuales? Rafael Franco es autor de la novela El peor de mis amigos. La novela describe con una belleza sobrecogedora una relación amorosa entre dos adictos. El espacio narrativo traza los mercados de la droga en San Juan, Nueva York y Denver. La novela es singular en el contexto de la literatura puertorriqueña e incluso latinoamericana. Sin embargo, no oculta sus vínculos con la musicalidad erótica presente en la Rayuela de Cortázar y un tocar de oído que dialoga con las escrituras metafóricas de Luis Rafael Sánchez y Ana Lydia Vega. No hablo de influencias, sino de reverberaciones. Son escrituras que vibran en un tono común. En todo caso, quisiera leer los textos desde una visión del tiempo que trascienda las influencias unilaterales y las cronologías. Otro autor de armas tomadas, Juan Carlos Quiñones, cuya primera novela, Todos los tiempos el tiempo, se publicará pronto, confirma que en la escritura el lenguaje siempre está entre comillas. Es fascinante y sospechoso, pero ordenado, como un juego de antecedentes surrealistas, cuyas reglas se desconocen. El descubrimiento de las reglas es precisamente la meta del juego.
Franco, Quiñones, Ana María Fuster, Mario Cancel, Alberto Martínez Márquez, Carlos Vázquez, Elidio La Torre Lagares, Pedro Cabiya, para nombrar sólo autores relativamente jóvenes, conocen, traicionan y reinventan sus tradiciones y su propia libertad sobre la marcha de un trabajo consecuente. Sin ser historicistas, (historicista es quien piensa que el “espíritu” de la Historia determina los procesos culturales) sin ser historicistas, reescriben el pasado histórico y literario. Mientras seamos humanos, esa capacidad de releer y de reescribir, esa inteligencia narrativa estará en la palabra. Como señala la escritora argentina Angélica Gorodischer: “hace muy poco tiempo que escribimos y que lo que escribimos es sagrado porque es la memoria de haber sido humanos, de serlo todavía aunque a veces parezca que no”.
Seguir escribiendo con dedicación al oficio es una apuesta de fe en la especie humana, y en su papel de memorialista. En cierto sentido, todo lo que ha sido y será está ocurriendo ahora mismo, en este instante. Es ahora cuando Sócrates habla y Platón escribe, y es ahora cuando habla Hostos, pero también la abuela cuentera y el abuelo chofer, el panadero, el vagabundo, las casas, el hierro, el viento, la lluvia, la luz del día en que nacieron nuestros padres, el día en que nacerán, si es que nacen, los humanos del siglo 22. Existen porque en el presente de los vivos alguien los piensa. El pasado y el futuro se experimentan en un presente que fluye y desaparece al instante. Ahora bien, ese presente depende del tenso conocimiento del pasado y del deseo de vislumbrar el futuro. Querámoslo o no, ignorantes o no, somos deudores de unas ideas, de unas acciones, de unos acontecimientos, de unos objetos. “Nuestra experiencia del presente,”, según el sociólogo Paul Connerton, “depende de nuestro conocimiento del pasado… y nuestras imágenes del pasado sirven a menudo para legitimar el orden social actual”.[8] A su vez, la capacidad visionaria de inventar el futuro es una función de la inteligencia.
Esa afirmación da pie para ir concluyendo. Vamos a iniciar el descenso recapitulando algunos conceptos. Primero: las historias íntimas conforman nuestras identidades, así, en plural. Cada uno de nosotros forma parte de varias tramas familiares y sociales que, sin embargo, se extienden más allá de nuestras coordenadas concientes. Cada uno de nosotros reproduce un mundo de historias que nos remite a un universo de orígenes: las voces de los abuelos, el espectáculo de la calle, las ondas de la radio, el influjo de la televisión, la suerte de Mrs PacMan, los laberintos de Dragon Quest. En esos círculos - mágicos todos, fríos algunos, entrañables otros- asimilamos el mundo y nos cala la experiencia. Esas historias se graban en nuestros cuerpos. Somos personajes de esas historias. De modo que la literatura, oral o escrita, no es un catálogo de conocimientos inútiles. La literatura expresa la humanización del tiempo. Es un modelo a escala de cómo entendemos y atrapamos el tiempo tejiendo historias. Es un ejemplo más de la inteligencia narrativa que postulaba Ricoeur.
Más complejo es el caso de las historias colectivas. Esos acontecimientos y objetos que nos preceden y que están en la geografía, en la economía, en los archivos, en el idioma mismo y en nuestros hábitos sociales han quedado dispersos y desvitalizados. Por mucho tiempo la enseñanza de la historia en Puerto Rico ha sido un problema candente. Se han barrido sus aristas debajo de la alfombra. Cuando se enseña la historia “colectiva” se hace fuera de ese círculo mágico que la arraigaría en el cuerpo como algo que pueda estimular la imaginación y la inteligencia. Es cierto, según Connerton, que la transición de una cultura oral a una cultura letrada representa también una transición de las prácticas que incorporaban el conocimiento, es decir, de prácticas que graban el conocimiento en el cuerpo, a practicas de escritura. Sin embargo, el mismo autor reconoce, como hemos visto, que la escritura no es posible sin un aspecto de participación corporal. Tal vez convenga reflexionar sobre la vigencia de ese vínculo corporal en un mercado de cuerpos virtuales, pero primero habría que volver sobre nuestras particulares estrategias del olvido.
Pensemos en las apologías recientes que recomiendan el olvido como salida de la encerrona de la historia colonial y de una identidad asfixiante. Para citar una propuesta provocadora de Juan Duchesne Winter, por qué no recurrir “a las prácticas del desconocimiento, el olvido y la pérdida, capaces de sostener el llamado y la voz del otro mediante el meticuloso registro y reconocimiento del desreconocerse mismo de esa voz”. [9] Sin desubicar estas ideas de su contexto, la pretendida dislocación de las identidades no es un invento del postmodernismo. No es, ni siquiera, un invento reciente. En nuestro caso, es característica de la modernidad puertorriqueña desde antes de 1898. En un país avasallado por el cambio vertiginoso resulta inevitable la obsesión cíclica de proponer borrones y “nuevos comienzos”. Como reacción popular ante el trauma y como consigna, esa “cura amnésica” se ha manifestado en todas las instancias de la vida social. Sin embargo me parece que el mismo devenir del siglo comprobó que dichos programas antihistóricos han tenido efectos contradictorios. Mientras más se ha intentado censurar los dispositivos de la memoria, más conspira su retorno. La censura del trauma agudiza la neurosis manifiesta en la ingenuidad de un país que ha celebrado la ignorancia del pasado como los personajes de una farsa que se creen liberados de un peso cuyos efectos, no obstante, perduran. Reconocer que la ansiedad de una identidad nacional ha desembocado a ratos en una tautología inconsistente no le resta realidad a las máquinas de construcción de identidades, esos centros de gravedad narrativa, que para bien y para mal fabrican definiciones; tampoco nos levanta el peso de los objetos, eventos y artefactos del pasado. Además, en un sentido práctico, el exterminio de las especies culturales, aún aquellas que preferiríamos olvidar, empobrece. Creo, aunque no sin reservas, que no representaría una ganancia para la especie borrar de los anales de la historia las tesis de Einstein porque un efecto insospechado de la mismas hayan sido los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki. También opino, por otra parte, que no le falta razón a Duchesne, cuando sugiere que la posibilidad de un sentimiento ampliamente comunitario de integración humanitaria precisa de cierto “olvido” del yo, acompañado del reconocimiento de la tradición del otro en nosotros.
Desde luego, la complacencia en el olvido -despreocupada o militante- no es un rasgo exclusivamente puertorriqueño. El presente global, según Huyssen, “tiende al olvido mediocre, a la felicidad de la amnesia, a la falsa conciencia disfrazada de iluminaciones”. Por eso:
Se hace necesario discriminar entre las prácticas de la memoria para poder fortalecer aquellas que contrarresten dichas tendencias. ¿A quién le interesa acabar en el paraíso de los que han perdido la memoria, disfrutando nuestra propia desaparición sin siquiera proponernos un enfrentamiento real con el pasado, ese viaje al pasado sin el cual es imposible imaginar el futuro?”. [10]
Iniciado el descenso, nos acercamos al aterrizaje. Si los comienzos son difíciles los finales son pavorosos. ¿Por dónde terminar una conferencia con un título tan abarcador como “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”? Una manera es traer el pasado del comienzo al presente del final. Así que volvamos a Víctor, el personaje que me visitó hace unas páginas.
Hace poco me escribió desde San Marino. Ahora, además de las islas, también le interesan los países pequeños. Les leeré unos párrafos de su carta:
“San Marino fue la república más pequeña del mundo hasta 1968, cuando se proclamó la independencia de Nauru en Micronesia. San Marino ocupa 61 kilómetros cuadrados: es más chiquita que Mayagüez y exhiben las mismas películas. Pero aquí también hay cuentos y cuenteros. No te asustes si te confío que tu identidad está en otra parte. Las historias que te contaron se extienden por todo el mundo. Se conectan soterradamente. Te envío una de esas historias. La coleccioné aquí, en la república más antigua, Marta. Es la historia de un diluvio.
“Después del diluvio, el viento. Cuando terminó de soplar el mundo quedó convertido en un desierto. Sobrevivió una palomita. Cantó con toda el alma. Cantó y contó la historia de sus soledades. ¿La oyó alguien? Digamos que sí. Un canto siempre encuentra respuesta. Un cuento siempre encuentra un oído. Así termina la historia que habías olvidado. ¿Quieres que te la cuente otra vez?”
Marta Aponte Alsina
(Conferencia leída en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez, con motivo de la Semana de Puerto Rico, el 14 de noviembre de 2007 )
[1]
[2] Colwyn Trevarthen y Vasudevi Reddy, “Consciousness in Infants”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ed. Max Velmans y Susan Schneider (Oxford: Blackwell Publishing, 2007), 41-57.
[3] Puerto Rican Obituary.
[4] Huyssen, Andreas. Urban Palimpsests and the Politics of Memory. Stanford, California: Stanford University Press, 2003, p. 23. Las traducciones de esta y otras citas del inglés al español son mías.
[5] Ricoeur, Paul. Time and Narrative, volumes 1 and 2. Chicago and London: The University of Chicago Press, 1984. (Traducción de Temps et Récit, Editions du Seuil, 1983.)
[6] Susan Schneider, “Daniel Dennett on the Nature of Consciousness”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ,loc. cit., p. 314.
[7] Casanova, Pascale. La república mundial de las letras. Barcelona: Anagrama, 2001, p. 62-63.
[8] Connerton, Paul. How Societies Remember. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, p. 2-3.
[9] Duchesne Winter, Juan. Fugas incomunistas (ensayos). San Juan: Ediciones Vértigo, 2005, p. 31-32.
[10] Huyssen, op. cit. p. 10.
jueves, 17 de abril de 2008
Policiales
— El occiso tenía una pecera llena de ángeles.
— Ángeles, pirañas, ji, ji, cuidao que te pican.
— No seas pendejo, los ángeles no pican.
—Más respeto Rivera. Uno es nervioso y nunca sabe cómo va a reaccionar.
— El fondo era de arena. Hay gente que les pone canicas, almejas. Yo conocí a un tipo que cogió uno de los adoquines que arrancaron para embrear la avenida de los próceres, lo machacó a martillazos hasta hacerlo polvo y lo puso en el fondo de una pecera. Aquella pecera era un escándalo.
— Cuidado, no pises la sangre que después se mancha la patrulla.
—Si se mancha tú la limpias, esa sangre es tuya, Domínguez. Te apuesto a que este tipo no es el que estamos buscando. Va a empezar a liquear el agua pal pasillo, tanto peje muerto, mala suerte. Qué pena, tremenda pecera.
— Coño, no sabía que te gustaban tanto las peceras.
— El tipo se llamaba Amalio. El de la pecera con polvo de adoquín. Yo le dije, mi hermano, ¿quién era tu pai, un limpiabotas? A mí me ponen un nombre así y me sentiría, qué se yo, es un nombre pero qué nombre.
— Antes de que lleguen los del NIE y nos alboroten la prueba vamos a ver qué encontramos, te apuesto que un cargamento, este era un pez gordo. Mira la colección de discos. Qué prieto parejero, nada de salsa, Portisjed, Marly, Aisti, Monteverdi, Mozart, parece que le daba vergüenza ser puertorriqueño.
— Así son los chamacos. Mi nieto es un pila de mierda y lo único que oye es reguetón.
— Fíjate en esto, Rivera. Desde la cama el sujeto veía la sala, por el cristal transparente de la pecera. Pero desde la sala no se ve, es un espejo one way, como el de interrogatorios. Ni forma de saber que detrás del espejo había una pecera de cincuenta galones. El maricón se arrebataría viendo los peces como si flotaran en el aire, sobre todo de noche, a media luz, en el aire azul, me cago en la madrediós.
— Chequea qué hay en la nevera, tengo sed.
—Déjate de mierda, Rivera, no hay tiempo. Esos tiros se oyeron hasta en Cantera, vamos a cuadrar esto y a salir de aquí.
— Pues entonces por lo menos vete al cuarto y búscame una almohada.
— ¿Para qué?
— Pa qué va a ser, so pendejo. Hay que vaciar la pistola que plantamos y no quiero chapucerías. Acuérdate que disparaste en defensa propia, que él tiró primero. Perdona mijo, pero hay que quitarte esta redecita y ponerte el cañoncito así, entre los dedos. Colocarle el juguetito así, diablos, tiene los dedos más apretados que.
— ¿Y si era zurdo?
— No me tiene cara de zurdo.
— No encontré una almohada, qué tipo maricón, dormía sin almohada.
— Pues entonces dame la biblia esa, esa que está en la mesita de noche. Pum pum, un par de tiritos y ya, perdona mijo.
— Bueno, ya vámonos.
— Ahora estás nervioso, después que la cagas, te pones nervioso. Vamos a ver qué dejó en el fregadero.
— Anda, pal cará, un testigo. Menos mal que es mudo. Tú que sabes tanto de peces, este debe ser un ángel, aunque es de otro color, qué clase de mamalón es éste.
— A ti qué te importa. Es un ángel, ya te lo dije. Un ángel grande El tipo acababa de limpiar la pecera y todavía no los había echado todos. Este se salvó de milagro. Como no es parte de la evidencia, me lo llevo, pal nieto.
— La verdad que el pendejo eres tú, Rivera, y después hablas. Chequea esto, el prieto tenía un diploma falso, pa disimular. Mira qué nombrecito se inventó, James Godson, BA in Divinity, New York Theological Seminar.
— Te lo dije, este tipo no es el que estábamos buscando. Fíjate como menea la colita, sabe que se salvó de puro milagro.
— Qué buena falsificación. Ahora quieren disfrazarse de gringos estos mamaos. Gringo, claro que sí, gringo de la mafia de Harlem.
— Derramaste la sangre de un inocente, Rivera. Como en el caso de Las Nereidas. Pero éste, además de inocente, era un religioso. Tienes que controlar esos nervios. Vámonos antes de que esto se ponga caliente.
— Caliente me tienes ya, si vieras lo raro que te ves con el pececito ese en la mano. Si hubiera sido inocente no viviría en un barrio como éste. A ver, esta biblia tampoco es parte de la evidencia. Ya la ibas a dejar con to y el impacto de bala. Pues si tú te llevas el pececito yo me llevo la biblia. La mía está toa chavá. Lo malo es que está en inglés, qué carajo, me servirá pa practicar el difícil.
En Bab(el)ia
Para Elidio Latorre Lagares, estudioso de J.I. De Diego Padró
"!Aquí, señores! !Aquí está un autor en busca de su personaje... Tiene que ser un personaje complejo, paradójico. Un caso clínico. Un ente, en suma, por encima de lo corriente: bastante desequilibrado y no menos normal dentro del curso de su desequilibrio...!Y lo que son las casualidades! Me tropecé poco más allá del punto donde se cruzan el Bowery y la calle Broom, no con el personaje cabal que me había forjado para mi novela, por supuesto que no, pero sí con la aproximada representación del mismo en carne y hueso. Esta aproximada representación, que ahora lleva un magnífico sobretodo obscuro con solapa de piel, sombrero gris castor de ala corta encajado hasta las orejas y elegantes spats de paño fino, respondía por el nombre de Sebastián Guenard."
J. I. De Diego Padró, En Babia, 1940
He aqui el lugar del encuentro, 68 años depués.
miércoles, 16 de abril de 2008
Escribir, quemar puentes, tenderlos: Áurea
"La aproximación a los materiales literarios siempre es afectiva: tienen una razón de ser esas lecturas rigurosas, que son como caprichos. Eso se aprende con el tiempo. Se aprende a ir leyéndose en la aventura de leer. Quisiera que le-yéndose no suscitara una acción de despedida, sino un pórtico para desanudar las confluencias, ramificar las coordenadas de trabajo, multiplicar las sugerencias, acariciar las posibilidades. Pensar es hacer música, glosando a Glissant."
Áurea María Sotomayor, Femina faber
Áurea María Sotomayor, Femina faber
martes, 15 de abril de 2008
Caminos de la sorpresa: cartografías del Caribe (conferencia para argentinos)
En mi pueblo había un cuartel militar en tiempos de España que siguió siendo cuartel militar en tiempos del Tío Sam. Es un pueblito de tierra adentro, tumbado en la cordillera central de la isla, donde se sembraba café y tabaco y los obreros, que fundaron un partido socialista en 1915, le pagaban a un letrado para que les leyera novelas de Zola y Víctor Hugo mientras liaban cigarros. Mi abuelo trabajaba como chofer de una ruta de autobuses que conectaba el pueblo con la costa Caribe. En aquel vehículo se pasaban sustos tremendos, era una máquina vieja, densa para sortear las curvas y evadir los precipicios de una carreterita trazada sobre un camino de mulas. Entre el monte y la costa viajaban campesinos cargando sacos por los que asomaban las cabezas gallinas descendientes por un ala de los pájaros transportados desde La Gomera en el segundo viaje de Colón. También acarreaban racimos de plátanos de la India y rizomas oriundos de la amazonía y África Occidental. No era raro encontrar algún espiritista con la cabeza llena de fórmulas en lenguas mixtas, o un estudiante que repasaba un libro escolar publicado en Michigan, y en cuyas páginas, envoltorio de unos pesos para ayudarlo en los estudios, guardaba la cartita de una hermana que trabajaba en la fábrica de costura de unos judíos de Praga domiciliados en Brooklyn. Otros pasajeros aportaban la cartografía irreconocible de Atlántida y Provenza en décimas cantadas que nombraban a Platón y a los siete pares de Francia. De día, la carretera animada por viajeros parlanchines parecía un semillero de historias, pero de noche no era favorable para hombres y bestias, en la bruma se manifestaban mujeres fantasmales que pedían pasaje al pueblo siguiente, pero sólo con el fin de matar del miedo a los choferes curiosos y mal intencionados.
Éramos personajes de fábula sin saberlo, como ignorábamos el abolengo azteca de aquellas mujeres fantasmales. Tejiendo redes entre la brumosa memoria de la tierra y los caminos que van a dar a la mar, la carretera formaba un pasadizo que unía al pueblito microscópico con el mundo. En un planeta que ya se había desmembrado bajo los efectos de las primeras explosiones atómicas, la carretera, premoderna en sus formas de vida, representaba imágenes universales y de algún modo conciliadoras. Y es que todas las rutas, aun las más recónditas, por más primitiva que parezca su ingeniería, son afluentes de rutas mayores, a la vez que grandes arterias de redes más pequeñas, extendidas por territorios propios y ajenos, y a través de todas ellas fluyen los cuentos, sin limitaciones de época y contexto.
Los humanos cargamos cuentos. Ese equipaje es quizás el último rasgo esencial de la especie.
La cadencia narrativa segmenta el tiempo en formas asimilables, hechas a la medida del cuerpo. La comunicación entre el cuerpo personal y un cuerpo mayor de historias compartidas evoca el tiempo de los mitos. Una cautivadora declinación de ese tiempo mítico se expresa en los songlines de los pueblos australianos. El songline, o línea cantada, traza el territorio de un clan: es una patria lineal. Para que esa patria lineal exista, debe contar con no menos de cuatro salidas. De modo que cada caminante es cuatro veces otro y él mismo, custodio de un tramo del camino, de una cadencia musical que lleva en la memoria. Cada quien reproduce una línea melódica afinada en la tónica de sus semejantes, ancestros y descendientes, y la intercambia con caminantes de otros pueblos. El conjunto de líneas trazadas o caminos cantados compone una partitura que es el universo, y se recrea constantemente. El mundo no existiría sin ese memorioso juego de pies.
Cuando Angélica Gorodischer, bajo lo auspicios de la Fundacion OSDE, me invitó a conversar con ustedes (“podés hablar de lo que te dé la gana. Algo que ya tengas, que no te dé trabajo, esas cosas”), vi la oportunidad de compartir las primeras reflexiones en torno a un soñado libro sobre caminos, esos que desaparecen desde el instante de su trazo, como palabras habladas, y que se ramifican y reaparecen inesperadamente. En la exploración del tema, descubrí que el Paraná es un camino líquido, un remolino de cuentos de isleros, y que en Rosario la loca del pueblo anduvo disfrazada de Reina Victoria. También encontré, en uno de los libros más hermosos y hospitalarios que he leído, El río sin orillas, de Juan José Saer, al que me dirigió Marta Alicia Ortiz, que el río tiene una dimensión mitogeneradora, apuntalada en la razón del escritor que experimentó, por primera vez, “el sabor del mundo, dulce y amargo”, en estas regiones. De la zona fluvial habló también el puertorriqueño Eugenio María de Hostos, de “los edenes del Delta y ... la cadena interminable de islas que encuentran (en) las aguas del Uruguay y (el) Paraná, la mansión venturosa de una vasta población”.
Hostos escribió varios artículos sobre esta ciudad de Rosario, “grande”, según él, “para tener la independencia que se pierde en círculos de población muy reducidos, pero suficientemente pequeña para girar sin dificultad y sin obstáculos” en un círculo de afectos. Antes que en Rosario, el puertorriqueño había hecho escala en otro lugar consentido por la imaginación, el estrecho de Magallanes, cuando viajaba de Santiago de Chile a la Argentina en 1873, abordo del vapor Ibis, en plena guerra contra indios. En su viaje al sur, el exiliado Hostos se compenetró con los indios de las pampas y las regiones patagónicas, que por entonces perdían sus patrias. Adelantándose a Martí, se confunde con lo que no entiende, se deja vencer por lo que le atemoriza, admira al “hombre natural”, y dictamina que la guerra de exterminio desatada contra los aborígenes era “ triste y pequeña”. De la Patagonia sobrecogedora de Hostos a los lugares del pintor Rugendas, caribeño de Ausburgo por derecho de sus paisajes tropicales, discurre el viaje, contado por César Aira, al vacío espantoso de los Andes, con sus sendas que parecen “camino de salida de todos los puntos a la vez”, donde el artista se siente “espectador de sí mismo”.
El nómada espectador de sí mismo también ronda los caminos accidentados del Caribe, las guaridas del pirata, la llorona, y la loca.
Piratas hay en todas las escrituras marinas. El doméstico cíclope confundió a los hombres de Odiseo con lo que eran, piratas. Sin embargo, a pesar del lustre de los piratas griegos y malayos y de la viuda de Cheng , es en el Mar Caribe donde más brillan los mitos de piratas de corazón maleable, tanto que sus antiguos perseguidores han tenido que devorarlos en ceremonia caníbal y hoy navegan en los circuitos imaginarios de Disney. Aquellos seres irreverentes se jugaban la vida en el tablero de los imperios, donde las islitas (sucesivamente españolas, inglesas, francesas, y holandesas, cambiaron de dueño tantas veces que sus residentes inventaron el creole, una sabrosa de olla de lenguas, para esconderse de todos) pasaban de la condición de tierras de nadie a ser ungidas, por proclama de algún demente oportunista, como extensiones de las cortes de Versalles o Westminster.
El pirata Roberto Cofresí cometió el error de burlarse de las banderas imperiales: “atrapaba buques mercantes con banderas extranjeras, lo que provocó protestas de varias naciones ante el colonizador español”. Para él las banderas eran accesorios de una puesta en escena. Se apropiaba de tesoros ajenos e identidades portátiles. Imposible adivinar que cuando sacaba la tricolor para acercarse a una nave francesa, Jean Duval, la amante martiniquesa de Baudelaire, leía a Emma Bovary en el acto de leer, mientras esta última acariciaba un mapa de París y se decía que aquella ciudad era un océano. Tenía razón, en la ciudad abundaban los piratas que de vez en cuando escondían sus garras mercantilistas, afiladas en los caminos de las plantaciones.
Las fisiologías nacionales que condicionaron la invención de una mirada hoy evocan el sopor eterno de las criaturas en salmuera del boticario y los tesoros del pirata. Transportadas a escalas de disolución, sugieren que, por el contrario, el Caribe fue siempre una de las regiones más abiertas e inficionadas del mundo.
Las islas se confunden en el folklore con las once mil vírgenes, que después de sufrir toda clase de pérdidas prefirieron la guerra al matrimonio. Seguramente no eran tan vírgenes y murieron luchando porque el hogar les parecía menos apetecible que la aventura. Tampoco era virgen un archipiélago donde hacía siglos se había hundido todo un continente cuyas leyendas daban cuenta a los antiguos griegos de la antigüedad del mundo y de la inminente extinción de la especie. Pero la empresa colombina debía subrayar su propia singularidad, la originalidad del empeño y la ingenuidad del mundo nuevo, además de sembrar el terror a los caníbales y patagones como quien protege un tesoro anteponiéndole el dragón de una leyenda.
Ingenua o pícara, la caribeña, para sentir que de algún modo le pertenece su patria lineal, procura conocer las cuatro salidas y las numerosas entradas. Tal vez le falte, sin embargo, una conciencia de cuán exóticas e irreales son las cosas que toma como propias. La mesa de disección de Lautreamont bien podría ser el lugar de encuentro de ciertas figuras que naufragan indiscriminadamente en las costas caribeñas: polvos del Sahara, supermarkets y sirenas. Antes de la peluca y la casaca ya existían la peluca y la casaca, o al menos el manto de piel y el casco vikingo, el comercio amplio y azaroso.
Y sin embargo, la isla pequeña, cercana a nuestra escala humana, ejerce una poderosa fascinación. En una isla todo es deseo de escapar, pero ese movimiento no se desprende de cierto temor a romper los cordones umbilicales. Ese deseo que anida en su contrario -tierra adentro y mar abierto- el miedo a dejar de ser, el llamado a ser otro, marca los pasos de la migración y el exilio. En mi país las familias campesinas enterraban los ombligos que se les caían a los niños para que al correr del tiempo los angelitos no salieran andariegos. El ombligo enterrado es también un signo de los destinos, la raíz nocturna y terrestre de las culturas sepultadas que se niegan a morir por la fuerza, como sugiere el novelista guayanés Wilson Harris.
A fines del siglo pasado, Antonio Benítez Rojo, escritor habanero en cuya vida se manifestaron los signos del Caribe migratorio, publicó un libro que copiaba los motivos de la entonces floreciente teoría del Caos: La isla que se repite.
Para Benítez Rojo las naciones del Caribe honran los vocablos del desorden: “generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, fragmentación, inestabilidad, recíproco aislamiento, desarraigo, complejidad cultural, dispersa historiografía, contingencia, provisionalidad”. Conglomerados germinados en el holocausto de los pueblos indígenas y la trata negrera transitaron de la sociabilidad belicosa de corsarios, piratas y una extendida cimarronería contrabandista, a economías esclavistas de plantación. Sociedades obsesionadas con la pureza de sangre, sobrevivientes en un sentimiento anárquico e indócil de la vida. Esa especie de patria líquida, librada al vaivén de los imperios, es progenitora, sin embargo, de un legado cuyo hilo unificador consiste en la transformación de fenómenos tan abominables como la esclavitud y las guerras de conquista en estancias de belleza. La belleza como un precipitado de la crueldad puede parecer, para evocar a Adorno, detestable por sí misma. Pero en tanto expresión de un deseo libertario, de una alegría insumergible, constituye un arma contra el espanto y la inhumanidad. De ahí que el Caribe se extienda tan ampliamente como la cartografía bulliciosa de sus imagineros, en mapas cuyas líneas demarcadoras movedizas no sólo han fondeado en el sur de Estados Unidos y los litorales de Centro y Sudamérica, sino que se replican de algún modo en los negros espejos del Missisippi y atraviesan las calles del Harlem neoyorquino, donde el jamaiquino Marcus Garvey inspiró todo un renacimiento.
Lejos de resistirse a la asimilación por vía del insularismo, es decir, lejos de atrincherarse en las entrañas de lo “propio”, la lectura de Benítez Rojo evoca la antropofagia ritual de los Caribes. En una de sus últimas entrevistas afirmaba que las culturas antillanas traman “un complejo sistema cultural que no sólo se limita a recibir y articular componentes del exterior, sino que también los exporta después de reprocesarlos”. Dejarse devorar con astucia parece una forma de devorar al “enemigo”, si se le digiere bien. La eventualidad de tantos banquetes de pobres se desprende de cierta manera de ser, que él ubicaba en un sustrato mitogenerador compuesto de sentidos ancestrales.
En la figura del escritor o la escritora de las islas, las capas de identidades se sobreponen obsesivamente. En su libro de memorias The enigma of arrival el novelista VS Naipaul, hijo de emigrantes de la India nacido en la isla de Trinidad, deplora la educación abstracta que lo preparó para no ser Naipaul, que le sembró el deseo de imitar las novelas de ambiente “metropolitano”, que calcaran la personalidad de escritores por el estilo de Somerset Maugham. Naipaul describe la transformación dolorosa del colonizado que con los materiales de la inferioridad y la lengua del colonizador, se construye una voz y transforma una tradición literaria tan distante de la literatura colonial como de la literatura étnica. No pudo superar la frustración provocada por el desfase entre cultura literaria y vida, entre el hombre y el escritor, hasta que recuperó la atmósfera y las voces de una calle de su infancia. Con el distanciamiento de quien nunca podrá sentirse a gusto en el país natal, reconoce, sin embargo, que la isla le ha regalado el mundo, porque en su escritura se propuso vincularla con el mundo.
Cuando logra recuperar por medio de la palabra los sabores de la infancia, se vuelve asimismo capaz de apropiarse de territorios ajenos, en actitud de asombro, intensidad y timidez. Asistido por estas tres virtudes provincianas, el asombro, la intensidad y la timidez, se adentra en el deseado mercado cultural británico y lo reconstruye a su manera, a partir de las migajas caídas de la mesa del amo. En su libro Naipaul traza una cartografía de la ceguera y la represión, el camino tortuoso de un escritor caribeño de la diáspora que invade el paisaje de una cultura libresca y explora desde una soledad absoluta los personajes y las claves históricas de la isla mayor. Esa devolución de la mirada, desde esta orilla caribeña y latinoamericana, a los autores del “primer mundo”, nos confirma el profundo extrañamiento del nómada, la hipertrofia imaginativa del desposeído.
El poeta de la isla barloventeña de Santa Lucía, Derek Walcott, reanduvo los caminos del pintor Camille Pisarro, nacido en la isla caribeña de St. Thomas, desde la veladura de su propio caos. En una escena del poema El sabueso de Tiepolo, Pissarro visita el Louvre, y siente que nada de lo visto le pertenece, no sólo por haber sido excluido de la Historia, sino porque sus ojos, curados en la luz blanca del trópico, apenas le permiten apropiarse de una pincelada que matiza la cadera de un perro en un óleo. Un fragmento que el pintor incorpora y enriquece a tal grado, que le basta para robarse las luces de Pontoise, región que no existiría en el imaginario del arte sin él. La hazaña de Pisarro se contagia con la generosidad de un virus. La voz poética eleva a los impresionistas al rango de “bastardos de la academia, negros oriundos de colonias bárbaras”.
La negritud de los impresionistas es visible para quien lee el afuera desde un adentro versado en los caminos del otro. Por ejemplo, Wilson Harris interpreta las novelas de William Faulkner a través del lente de la cultura del vodú. El crítico se comporta al modo de un actor que tuviera la potestad de dar vida a las letras como quien resucita cadáveres en una ceremonia. Por su parte, el poeta, narrador y ensayista martiniqués Edouard Glissant se acercó a Faulkner de una manera más académica. En el camino hacia la casa solariega del novelista en Misissippi, compara la figura del poeta francomartiniqués St. John Perse con la del sureño Faulkner. Ambos autores recrean el espacio mítico de la plantación, ocupan “los bordes de una casta”. En un mundo a punto de desplomarse se encandilan ante el espacio del otro. Escritores, según Glissant, situados en una frontera, en el límite entre dos imposibilidades.
Para una criatura del Caribe es de algún modo inevitable la vocación del tránsfuga que se desplaza en mares de identidades, sorteando fronteras de manera oportunista, porque la ley de la isla que se repite se hunde en la injusticia y por lo tanto es justo desobedecerla. Los caminos reales siempre han sido trazados desde afuera. Las denuncias y las maldiciones se ocultan detrás de la duplicidad de la máscara, en la reapropiación como farsa, en la lucha persistente por la existencia.
En este escenario, la loca del pueblo poco tiene que ver con la Antoinette encerrada en el desván por Charlotte Bronte. Negra callejera, nada es más libre, ni más angustioso, que su ruta trazada por la necesidad material de mantenerse a un paso de la muerte, o por la más imperiosa de que el universo no se derrumbe. La que llora por sus hijos, por un amor engañoso, por una herida abierta, es madre simbólica y oscura de una serie de pueblos. No hay en la historia universal de la infamia un horror mayor que el de la trata esclavista, los incontables tormentos que narró James en su libro Los jacobinos negros, expresión de una violencia feroz, de mutilaciones y vicios que configuraron, con el exterminio de los pueblos indígenas, el primer genocidio de la historia moderna. Desnuda de protecciones, a la loca que recuerda su origen sólo le queda maldecir a los que se ríen de ella, infundirles terror, imitarlos para devolverles el escarnio. También le resta la estrategia narrativa de una Jean Rhys, que la lanzó a envenenarle el agua a las Bronte, o el discurso matricida de la genial escritora de la isla de Antigua, Jamaica Kincaid.
Por los explosivos caminos del nómada, el pirata, la loca y el esclavo, circularon unos relatos que para sobrevivir tuvieron que esconderse. Me parece oportuno recordar esa tradición ocultista, simuladora, sobreviviente, ante la red de caminos donde a principios de siglo se juega la suerte de las historias. En un mundo en guerra languidecen los ámbitos palpitantes, los cuentos de camino que llevamos en la sangre.
Este año se cumplen 53 de la publicación de “El guardagujas”, del tapatío Juan José Arreola. El duende que lo cuenta parece un sueño del pasado del relato, de cuando Adelita se iba con otro en un tren militar. A inicios de la década desarrollista de los cincuenta, adicta al guión del progreso escrito por los países insaciables, consumidor de una tecnología oscura, el receptor codifica su impenetrabilidad con un nudo gordiano que obra a semejanza de una protección. Algo digno había en la ley inextricable de aquellos trenes: era impredecible y por lo tanto indomeñable. Alentar lo impredecible, reconstruir la capacidad de repetir lo que ya ha sido dicho. Nuestros son el oído insaciable, el talismán del humor contra el poder y el distanciamiento ante el país que nacimos para contar.
Una de las lecciones del artista colonial que no se siente a gusto en ningún lado, se encuentra en la libre apropiación de los territorios ajenos. Un escritor de la diáspora caribeña puede relacionar la obsesión de un personaje de Paul Auster que fotografía cientos de veces la misma esquina de Brooklyn con las obsesiones maximalistas de la épica de Carlos Argentino Daneri, el primo amante de Beatriz Viterbo. Ha pisado la esquina de Brooklyn y además conoce la extraña sensación de capturar un mundo lejano e infinito desde un espacio mínimo con los instrumentos más primitivos, como en el verso del puertorriqueño Luis Palés Matos: “Dadme esa esponja y tendré el mar”. Se da el lujo de proclamar caribeños a Martin Luther King, a Gauguin, a Charlotte Bronte. No se prohíbe nada, algo que no entiende quien no venga de una sociedad condenada a las prisiones del insularismo y la pequeñez. Puede escribir en español, dotando a la lengua materna de una eficacia defensiva. Es el caso de Pedro López Adorno, transplantado a Nueva York cuando tenía once años. La obra de Pedro, de una calidad asombrosa, se construye a partir de un conocimiento laborioso de sus posibilidades expresivas. El puertorriqueño de la diáspora también puede escribir en inglés, como el incomparable poeta Pedro Pietri.
Ahora bien, ¿cómo pensar una nación o un archipiélago de naciones, que en buena medida está en otra parte, reprocesada, además, como remedo de disneylandia, shopping center y escala en la ruta del narcotráfico? Reneguemos de la globalización de embuste, pero no dejemos de imaginar un territorio expandido que rebase el “realismo de lo local”. Néstor García Canclini, estudioso de las culturas híbridas, citando a Etienne Balibar, señala que: “Lo imaginario puede ser el campo de lo ilusorio, pero asimismo, es el lugar donde uno se cuenta historias, lo cual quiere decir que se tiene la potencia de inventar historias”.
Los caminos de la globalización han engendrado sus bicéfalos caballos de Troya. Las rutas de la migración componen una nueva identidad caribeña, lo que significa, de igual modo, un revuelo en los bordes del imperio; la construcción, en un solar baldío de Manhattan, de una casita de barrio; la recreación de una gallera en un sótano; bailes dominicales en un centro cultural del Bronx; un desfile carnavalesco a lo largo de la Quinta Avenida neoyorquina. La casita de barrio es tan artificiosa como una carroza de carnaval, pero a pesar del guiño no deja de trastornar los órdenes hegemónicos, de imponerse con un gesto risueño ante miradas hostiles o curiosas.
Según García Canclini lo diferente, lo que no es reducible al mercado, se descarateriza. Desde luego, no desaparece. En un mundo partido por la mitad sería terrible negarse a la aventura de lo real. En un mundo belicoso parece más sensato el altruísmo que el atrincheramiento. No el consenso sino algo más profundo: sin la habilidad para interesarse en la vida del otro pierde interés la vida propia.
En una de sus últimas entrevistas decía Benítez Rojo, acerca de la porosidad de las culturas del Caribe: “Todas las posibilidades narrativas son nuestras. Somos herederos de todas las formas narrativas del mundo.” De acuerdo, hay que practicar el arte de mantener abiertos los caminos con el cuerpo y con el cuento. Si una corriente importante de la arquitectura actual se adhiere al nomadismo y cultiva la idea de que caminar es un quehacer estético, ¿por qué renegar de los cuentos de camino como quien se desprende de un zapato viejo, por qué no reconocer la vitalidad de las historias que nos entran por el oído, en las oficinas, en los aviones, en el camino líquido de los ríos?
Esa vitalidad crece en los bordes de caminos sorprendentes y nos toma por asalto, como el mapa del mundo al revés, la versión australiana del planeta, que tiene en el centro la isla continente, al Sudán en el lugar donde acostumbramos ver a París, y a Tierra del Fuego hacia el norte, como el pico de un ave voladora que apresara en sus garras a Alaska.
Ahora bien, si fuera cierto que somos herederos de todas las tradiciones narrativas, que tenemos derecho al eclecticismo como estética, cabría preguntarse lo siguiente: ¿será posible hacer cultura con tantos fragmentos, o sólo una versión chatarra de la burundanga, el estertor deseante de una región que nunca fue viable, el fantasma de una sociedad que no nació? Empiezo a despedirme volviendo al tono personal del comienzo. Nací a mediados del pasado siglo, cargo el recuerdo de las voces umbilicales y la memoria de la letra ajena en la ruta del adentro-afuera. He tratado de afincarme en mi país de modo excéntrico, con el oído puesto en otra parte. Lamentablemente las personas hechas de historia, es decir, las formadas en el caldo de cultivo de los relatos sociales y familiares, hemos perdido la gracia de legar la esperanza, de contagiar a las personas más jóvenes la fascinación del camino de los cuentos y los cuentos de camino.
Y, sin embargo, a pesar del abandono de sus mayores, hay que admirar las intuiciones de la generación que ya agotó las letras del alfabeto. Ante los cotos cerrados de una cultura que es global sólo de nombre, reaparecen en sus imaginarios las figuras nómadas. Me cuenta un amigo sobre el movimiento de fuente abierta, una consigna de los libertarios cibernéticos. Desde luego, lo que algunos interpretan como la más reprochable piratería, para otros es un movimiento con patente de corso para liberar las vías de acceso al conocimiento. Los nuevos solares comunitarios contrarrestan el consenso del nuevo mundo feliz vitoreado por el capital, esa vida buena para la degradación ambiental y la degradación de salarios, donde los spas del mundo gitano que luego fue comunista ya no acogen a los jerarcas del Partido sino a los millonarios achacosos.
Poetrica se llama el cadáver exquisito inventado por la artista brasileña Giselle Beiguelman. Beiguelman transforma en signos gráficos o poemas visuales los mensajes que de todas partes le envían por internet y los proyecta en un monumental tablero electrónico en una esquina de Sao Paulo. Otro joven, Thierry Pétit, el contrabajista de la orquesta sinfónica de Montpellier, partió hace unos años de Palavas, al sur de Francia, e hizo el tour solitario del Atlántico, con escalas en Guadalupe, Montserrat, Barbados, San Vicente. En cada isla dejaba los aires musicales que traía en la memoria y recogía los cantos infantiles locales para diseminarlos por el camino, a la manera de un Colón post imperialista y multilingüe. Después hizo lo propio en las escuelas del sur de Francia, con las melodías occitanas, en un trayecto que él mismo llama deportivo, musical y pedagógico. Deportivos y pedagógicos son los pasos de otro joven, el militante ambientalista Tito Kayak, el mismo que coronó a la Estatua de la Libertad, en el puerto de Nueva York, con la bandera de Puerto Rico. Performer del asombro, súper héroe de cómic contra el imperio. Hace unos meses intentó bajar del asta la bandera de las Naciones Unidas en la sede de la organización y colocar la de Puerto Rico. Está vivo, aunque a un paso de la cárcel, y no es poco el mérito de estar vivo de esa manera.
Me parece que hacen bien los nuevos caminantes en no perder el hilo de los cuentos, de las canciones y las palabras, en no perder la clave del movimiento. En asimilar, reexportar y establecer conexiones, desde un punto intransferible, en una línea melódica afinada en la frecuencia de sus ancestros y descendientes.
Para nosotros los antillanos clave es sinónimo de ritmo. Tiene clave esa patria lineal donde fluyen las historias y ocurren los intercambios. Quien no pierde la clave es capaz de afinar el oído y el paso a lo largo del camino, en combinaciones variadas de volumen y velocidad, intensidad y memoria. Con esos instrumentos corporales un viejo poeta recorrió el mundo sin abandonar su isla. En su humilde línea abierta se cruzaron muchos caminos: “Dadme esa esponja y tendré el mar/ el mar en overol azul/ abotonado de islas/ y remendado de continentes/ luchando por salir de su agujero/ con los brazos tendidos empujando las costas”.
Marta Aponte Alsina
Rosario, Argentina
23 de septiembre de 2005
Éramos personajes de fábula sin saberlo, como ignorábamos el abolengo azteca de aquellas mujeres fantasmales. Tejiendo redes entre la brumosa memoria de la tierra y los caminos que van a dar a la mar, la carretera formaba un pasadizo que unía al pueblito microscópico con el mundo. En un planeta que ya se había desmembrado bajo los efectos de las primeras explosiones atómicas, la carretera, premoderna en sus formas de vida, representaba imágenes universales y de algún modo conciliadoras. Y es que todas las rutas, aun las más recónditas, por más primitiva que parezca su ingeniería, son afluentes de rutas mayores, a la vez que grandes arterias de redes más pequeñas, extendidas por territorios propios y ajenos, y a través de todas ellas fluyen los cuentos, sin limitaciones de época y contexto.
Los humanos cargamos cuentos. Ese equipaje es quizás el último rasgo esencial de la especie.
La cadencia narrativa segmenta el tiempo en formas asimilables, hechas a la medida del cuerpo. La comunicación entre el cuerpo personal y un cuerpo mayor de historias compartidas evoca el tiempo de los mitos. Una cautivadora declinación de ese tiempo mítico se expresa en los songlines de los pueblos australianos. El songline, o línea cantada, traza el territorio de un clan: es una patria lineal. Para que esa patria lineal exista, debe contar con no menos de cuatro salidas. De modo que cada caminante es cuatro veces otro y él mismo, custodio de un tramo del camino, de una cadencia musical que lleva en la memoria. Cada quien reproduce una línea melódica afinada en la tónica de sus semejantes, ancestros y descendientes, y la intercambia con caminantes de otros pueblos. El conjunto de líneas trazadas o caminos cantados compone una partitura que es el universo, y se recrea constantemente. El mundo no existiría sin ese memorioso juego de pies.
Cuando Angélica Gorodischer, bajo lo auspicios de la Fundacion OSDE, me invitó a conversar con ustedes (“podés hablar de lo que te dé la gana. Algo que ya tengas, que no te dé trabajo, esas cosas”), vi la oportunidad de compartir las primeras reflexiones en torno a un soñado libro sobre caminos, esos que desaparecen desde el instante de su trazo, como palabras habladas, y que se ramifican y reaparecen inesperadamente. En la exploración del tema, descubrí que el Paraná es un camino líquido, un remolino de cuentos de isleros, y que en Rosario la loca del pueblo anduvo disfrazada de Reina Victoria. También encontré, en uno de los libros más hermosos y hospitalarios que he leído, El río sin orillas, de Juan José Saer, al que me dirigió Marta Alicia Ortiz, que el río tiene una dimensión mitogeneradora, apuntalada en la razón del escritor que experimentó, por primera vez, “el sabor del mundo, dulce y amargo”, en estas regiones. De la zona fluvial habló también el puertorriqueño Eugenio María de Hostos, de “los edenes del Delta y ... la cadena interminable de islas que encuentran (en) las aguas del Uruguay y (el) Paraná, la mansión venturosa de una vasta población”.
Hostos escribió varios artículos sobre esta ciudad de Rosario, “grande”, según él, “para tener la independencia que se pierde en círculos de población muy reducidos, pero suficientemente pequeña para girar sin dificultad y sin obstáculos” en un círculo de afectos. Antes que en Rosario, el puertorriqueño había hecho escala en otro lugar consentido por la imaginación, el estrecho de Magallanes, cuando viajaba de Santiago de Chile a la Argentina en 1873, abordo del vapor Ibis, en plena guerra contra indios. En su viaje al sur, el exiliado Hostos se compenetró con los indios de las pampas y las regiones patagónicas, que por entonces perdían sus patrias. Adelantándose a Martí, se confunde con lo que no entiende, se deja vencer por lo que le atemoriza, admira al “hombre natural”, y dictamina que la guerra de exterminio desatada contra los aborígenes era “ triste y pequeña”. De la Patagonia sobrecogedora de Hostos a los lugares del pintor Rugendas, caribeño de Ausburgo por derecho de sus paisajes tropicales, discurre el viaje, contado por César Aira, al vacío espantoso de los Andes, con sus sendas que parecen “camino de salida de todos los puntos a la vez”, donde el artista se siente “espectador de sí mismo”.
El nómada espectador de sí mismo también ronda los caminos accidentados del Caribe, las guaridas del pirata, la llorona, y la loca.
Piratas hay en todas las escrituras marinas. El doméstico cíclope confundió a los hombres de Odiseo con lo que eran, piratas. Sin embargo, a pesar del lustre de los piratas griegos y malayos y de la viuda de Cheng , es en el Mar Caribe donde más brillan los mitos de piratas de corazón maleable, tanto que sus antiguos perseguidores han tenido que devorarlos en ceremonia caníbal y hoy navegan en los circuitos imaginarios de Disney. Aquellos seres irreverentes se jugaban la vida en el tablero de los imperios, donde las islitas (sucesivamente españolas, inglesas, francesas, y holandesas, cambiaron de dueño tantas veces que sus residentes inventaron el creole, una sabrosa de olla de lenguas, para esconderse de todos) pasaban de la condición de tierras de nadie a ser ungidas, por proclama de algún demente oportunista, como extensiones de las cortes de Versalles o Westminster.
El pirata Roberto Cofresí cometió el error de burlarse de las banderas imperiales: “atrapaba buques mercantes con banderas extranjeras, lo que provocó protestas de varias naciones ante el colonizador español”. Para él las banderas eran accesorios de una puesta en escena. Se apropiaba de tesoros ajenos e identidades portátiles. Imposible adivinar que cuando sacaba la tricolor para acercarse a una nave francesa, Jean Duval, la amante martiniquesa de Baudelaire, leía a Emma Bovary en el acto de leer, mientras esta última acariciaba un mapa de París y se decía que aquella ciudad era un océano. Tenía razón, en la ciudad abundaban los piratas que de vez en cuando escondían sus garras mercantilistas, afiladas en los caminos de las plantaciones.
Las fisiologías nacionales que condicionaron la invención de una mirada hoy evocan el sopor eterno de las criaturas en salmuera del boticario y los tesoros del pirata. Transportadas a escalas de disolución, sugieren que, por el contrario, el Caribe fue siempre una de las regiones más abiertas e inficionadas del mundo.
Las islas se confunden en el folklore con las once mil vírgenes, que después de sufrir toda clase de pérdidas prefirieron la guerra al matrimonio. Seguramente no eran tan vírgenes y murieron luchando porque el hogar les parecía menos apetecible que la aventura. Tampoco era virgen un archipiélago donde hacía siglos se había hundido todo un continente cuyas leyendas daban cuenta a los antiguos griegos de la antigüedad del mundo y de la inminente extinción de la especie. Pero la empresa colombina debía subrayar su propia singularidad, la originalidad del empeño y la ingenuidad del mundo nuevo, además de sembrar el terror a los caníbales y patagones como quien protege un tesoro anteponiéndole el dragón de una leyenda.
Ingenua o pícara, la caribeña, para sentir que de algún modo le pertenece su patria lineal, procura conocer las cuatro salidas y las numerosas entradas. Tal vez le falte, sin embargo, una conciencia de cuán exóticas e irreales son las cosas que toma como propias. La mesa de disección de Lautreamont bien podría ser el lugar de encuentro de ciertas figuras que naufragan indiscriminadamente en las costas caribeñas: polvos del Sahara, supermarkets y sirenas. Antes de la peluca y la casaca ya existían la peluca y la casaca, o al menos el manto de piel y el casco vikingo, el comercio amplio y azaroso.
Y sin embargo, la isla pequeña, cercana a nuestra escala humana, ejerce una poderosa fascinación. En una isla todo es deseo de escapar, pero ese movimiento no se desprende de cierto temor a romper los cordones umbilicales. Ese deseo que anida en su contrario -tierra adentro y mar abierto- el miedo a dejar de ser, el llamado a ser otro, marca los pasos de la migración y el exilio. En mi país las familias campesinas enterraban los ombligos que se les caían a los niños para que al correr del tiempo los angelitos no salieran andariegos. El ombligo enterrado es también un signo de los destinos, la raíz nocturna y terrestre de las culturas sepultadas que se niegan a morir por la fuerza, como sugiere el novelista guayanés Wilson Harris.
A fines del siglo pasado, Antonio Benítez Rojo, escritor habanero en cuya vida se manifestaron los signos del Caribe migratorio, publicó un libro que copiaba los motivos de la entonces floreciente teoría del Caos: La isla que se repite.
Para Benítez Rojo las naciones del Caribe honran los vocablos del desorden: “generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, fragmentación, inestabilidad, recíproco aislamiento, desarraigo, complejidad cultural, dispersa historiografía, contingencia, provisionalidad”. Conglomerados germinados en el holocausto de los pueblos indígenas y la trata negrera transitaron de la sociabilidad belicosa de corsarios, piratas y una extendida cimarronería contrabandista, a economías esclavistas de plantación. Sociedades obsesionadas con la pureza de sangre, sobrevivientes en un sentimiento anárquico e indócil de la vida. Esa especie de patria líquida, librada al vaivén de los imperios, es progenitora, sin embargo, de un legado cuyo hilo unificador consiste en la transformación de fenómenos tan abominables como la esclavitud y las guerras de conquista en estancias de belleza. La belleza como un precipitado de la crueldad puede parecer, para evocar a Adorno, detestable por sí misma. Pero en tanto expresión de un deseo libertario, de una alegría insumergible, constituye un arma contra el espanto y la inhumanidad. De ahí que el Caribe se extienda tan ampliamente como la cartografía bulliciosa de sus imagineros, en mapas cuyas líneas demarcadoras movedizas no sólo han fondeado en el sur de Estados Unidos y los litorales de Centro y Sudamérica, sino que se replican de algún modo en los negros espejos del Missisippi y atraviesan las calles del Harlem neoyorquino, donde el jamaiquino Marcus Garvey inspiró todo un renacimiento.
Lejos de resistirse a la asimilación por vía del insularismo, es decir, lejos de atrincherarse en las entrañas de lo “propio”, la lectura de Benítez Rojo evoca la antropofagia ritual de los Caribes. En una de sus últimas entrevistas afirmaba que las culturas antillanas traman “un complejo sistema cultural que no sólo se limita a recibir y articular componentes del exterior, sino que también los exporta después de reprocesarlos”. Dejarse devorar con astucia parece una forma de devorar al “enemigo”, si se le digiere bien. La eventualidad de tantos banquetes de pobres se desprende de cierta manera de ser, que él ubicaba en un sustrato mitogenerador compuesto de sentidos ancestrales.
En la figura del escritor o la escritora de las islas, las capas de identidades se sobreponen obsesivamente. En su libro de memorias The enigma of arrival el novelista VS Naipaul, hijo de emigrantes de la India nacido en la isla de Trinidad, deplora la educación abstracta que lo preparó para no ser Naipaul, que le sembró el deseo de imitar las novelas de ambiente “metropolitano”, que calcaran la personalidad de escritores por el estilo de Somerset Maugham. Naipaul describe la transformación dolorosa del colonizado que con los materiales de la inferioridad y la lengua del colonizador, se construye una voz y transforma una tradición literaria tan distante de la literatura colonial como de la literatura étnica. No pudo superar la frustración provocada por el desfase entre cultura literaria y vida, entre el hombre y el escritor, hasta que recuperó la atmósfera y las voces de una calle de su infancia. Con el distanciamiento de quien nunca podrá sentirse a gusto en el país natal, reconoce, sin embargo, que la isla le ha regalado el mundo, porque en su escritura se propuso vincularla con el mundo.
Cuando logra recuperar por medio de la palabra los sabores de la infancia, se vuelve asimismo capaz de apropiarse de territorios ajenos, en actitud de asombro, intensidad y timidez. Asistido por estas tres virtudes provincianas, el asombro, la intensidad y la timidez, se adentra en el deseado mercado cultural británico y lo reconstruye a su manera, a partir de las migajas caídas de la mesa del amo. En su libro Naipaul traza una cartografía de la ceguera y la represión, el camino tortuoso de un escritor caribeño de la diáspora que invade el paisaje de una cultura libresca y explora desde una soledad absoluta los personajes y las claves históricas de la isla mayor. Esa devolución de la mirada, desde esta orilla caribeña y latinoamericana, a los autores del “primer mundo”, nos confirma el profundo extrañamiento del nómada, la hipertrofia imaginativa del desposeído.
El poeta de la isla barloventeña de Santa Lucía, Derek Walcott, reanduvo los caminos del pintor Camille Pisarro, nacido en la isla caribeña de St. Thomas, desde la veladura de su propio caos. En una escena del poema El sabueso de Tiepolo, Pissarro visita el Louvre, y siente que nada de lo visto le pertenece, no sólo por haber sido excluido de la Historia, sino porque sus ojos, curados en la luz blanca del trópico, apenas le permiten apropiarse de una pincelada que matiza la cadera de un perro en un óleo. Un fragmento que el pintor incorpora y enriquece a tal grado, que le basta para robarse las luces de Pontoise, región que no existiría en el imaginario del arte sin él. La hazaña de Pisarro se contagia con la generosidad de un virus. La voz poética eleva a los impresionistas al rango de “bastardos de la academia, negros oriundos de colonias bárbaras”.
La negritud de los impresionistas es visible para quien lee el afuera desde un adentro versado en los caminos del otro. Por ejemplo, Wilson Harris interpreta las novelas de William Faulkner a través del lente de la cultura del vodú. El crítico se comporta al modo de un actor que tuviera la potestad de dar vida a las letras como quien resucita cadáveres en una ceremonia. Por su parte, el poeta, narrador y ensayista martiniqués Edouard Glissant se acercó a Faulkner de una manera más académica. En el camino hacia la casa solariega del novelista en Misissippi, compara la figura del poeta francomartiniqués St. John Perse con la del sureño Faulkner. Ambos autores recrean el espacio mítico de la plantación, ocupan “los bordes de una casta”. En un mundo a punto de desplomarse se encandilan ante el espacio del otro. Escritores, según Glissant, situados en una frontera, en el límite entre dos imposibilidades.
Para una criatura del Caribe es de algún modo inevitable la vocación del tránsfuga que se desplaza en mares de identidades, sorteando fronteras de manera oportunista, porque la ley de la isla que se repite se hunde en la injusticia y por lo tanto es justo desobedecerla. Los caminos reales siempre han sido trazados desde afuera. Las denuncias y las maldiciones se ocultan detrás de la duplicidad de la máscara, en la reapropiación como farsa, en la lucha persistente por la existencia.
En este escenario, la loca del pueblo poco tiene que ver con la Antoinette encerrada en el desván por Charlotte Bronte. Negra callejera, nada es más libre, ni más angustioso, que su ruta trazada por la necesidad material de mantenerse a un paso de la muerte, o por la más imperiosa de que el universo no se derrumbe. La que llora por sus hijos, por un amor engañoso, por una herida abierta, es madre simbólica y oscura de una serie de pueblos. No hay en la historia universal de la infamia un horror mayor que el de la trata esclavista, los incontables tormentos que narró James en su libro Los jacobinos negros, expresión de una violencia feroz, de mutilaciones y vicios que configuraron, con el exterminio de los pueblos indígenas, el primer genocidio de la historia moderna. Desnuda de protecciones, a la loca que recuerda su origen sólo le queda maldecir a los que se ríen de ella, infundirles terror, imitarlos para devolverles el escarnio. También le resta la estrategia narrativa de una Jean Rhys, que la lanzó a envenenarle el agua a las Bronte, o el discurso matricida de la genial escritora de la isla de Antigua, Jamaica Kincaid.
Por los explosivos caminos del nómada, el pirata, la loca y el esclavo, circularon unos relatos que para sobrevivir tuvieron que esconderse. Me parece oportuno recordar esa tradición ocultista, simuladora, sobreviviente, ante la red de caminos donde a principios de siglo se juega la suerte de las historias. En un mundo en guerra languidecen los ámbitos palpitantes, los cuentos de camino que llevamos en la sangre.
Este año se cumplen 53 de la publicación de “El guardagujas”, del tapatío Juan José Arreola. El duende que lo cuenta parece un sueño del pasado del relato, de cuando Adelita se iba con otro en un tren militar. A inicios de la década desarrollista de los cincuenta, adicta al guión del progreso escrito por los países insaciables, consumidor de una tecnología oscura, el receptor codifica su impenetrabilidad con un nudo gordiano que obra a semejanza de una protección. Algo digno había en la ley inextricable de aquellos trenes: era impredecible y por lo tanto indomeñable. Alentar lo impredecible, reconstruir la capacidad de repetir lo que ya ha sido dicho. Nuestros son el oído insaciable, el talismán del humor contra el poder y el distanciamiento ante el país que nacimos para contar.
Una de las lecciones del artista colonial que no se siente a gusto en ningún lado, se encuentra en la libre apropiación de los territorios ajenos. Un escritor de la diáspora caribeña puede relacionar la obsesión de un personaje de Paul Auster que fotografía cientos de veces la misma esquina de Brooklyn con las obsesiones maximalistas de la épica de Carlos Argentino Daneri, el primo amante de Beatriz Viterbo. Ha pisado la esquina de Brooklyn y además conoce la extraña sensación de capturar un mundo lejano e infinito desde un espacio mínimo con los instrumentos más primitivos, como en el verso del puertorriqueño Luis Palés Matos: “Dadme esa esponja y tendré el mar”. Se da el lujo de proclamar caribeños a Martin Luther King, a Gauguin, a Charlotte Bronte. No se prohíbe nada, algo que no entiende quien no venga de una sociedad condenada a las prisiones del insularismo y la pequeñez. Puede escribir en español, dotando a la lengua materna de una eficacia defensiva. Es el caso de Pedro López Adorno, transplantado a Nueva York cuando tenía once años. La obra de Pedro, de una calidad asombrosa, se construye a partir de un conocimiento laborioso de sus posibilidades expresivas. El puertorriqueño de la diáspora también puede escribir en inglés, como el incomparable poeta Pedro Pietri.
Ahora bien, ¿cómo pensar una nación o un archipiélago de naciones, que en buena medida está en otra parte, reprocesada, además, como remedo de disneylandia, shopping center y escala en la ruta del narcotráfico? Reneguemos de la globalización de embuste, pero no dejemos de imaginar un territorio expandido que rebase el “realismo de lo local”. Néstor García Canclini, estudioso de las culturas híbridas, citando a Etienne Balibar, señala que: “Lo imaginario puede ser el campo de lo ilusorio, pero asimismo, es el lugar donde uno se cuenta historias, lo cual quiere decir que se tiene la potencia de inventar historias”.
Los caminos de la globalización han engendrado sus bicéfalos caballos de Troya. Las rutas de la migración componen una nueva identidad caribeña, lo que significa, de igual modo, un revuelo en los bordes del imperio; la construcción, en un solar baldío de Manhattan, de una casita de barrio; la recreación de una gallera en un sótano; bailes dominicales en un centro cultural del Bronx; un desfile carnavalesco a lo largo de la Quinta Avenida neoyorquina. La casita de barrio es tan artificiosa como una carroza de carnaval, pero a pesar del guiño no deja de trastornar los órdenes hegemónicos, de imponerse con un gesto risueño ante miradas hostiles o curiosas.
Según García Canclini lo diferente, lo que no es reducible al mercado, se descarateriza. Desde luego, no desaparece. En un mundo partido por la mitad sería terrible negarse a la aventura de lo real. En un mundo belicoso parece más sensato el altruísmo que el atrincheramiento. No el consenso sino algo más profundo: sin la habilidad para interesarse en la vida del otro pierde interés la vida propia.
En una de sus últimas entrevistas decía Benítez Rojo, acerca de la porosidad de las culturas del Caribe: “Todas las posibilidades narrativas son nuestras. Somos herederos de todas las formas narrativas del mundo.” De acuerdo, hay que practicar el arte de mantener abiertos los caminos con el cuerpo y con el cuento. Si una corriente importante de la arquitectura actual se adhiere al nomadismo y cultiva la idea de que caminar es un quehacer estético, ¿por qué renegar de los cuentos de camino como quien se desprende de un zapato viejo, por qué no reconocer la vitalidad de las historias que nos entran por el oído, en las oficinas, en los aviones, en el camino líquido de los ríos?
Esa vitalidad crece en los bordes de caminos sorprendentes y nos toma por asalto, como el mapa del mundo al revés, la versión australiana del planeta, que tiene en el centro la isla continente, al Sudán en el lugar donde acostumbramos ver a París, y a Tierra del Fuego hacia el norte, como el pico de un ave voladora que apresara en sus garras a Alaska.
Ahora bien, si fuera cierto que somos herederos de todas las tradiciones narrativas, que tenemos derecho al eclecticismo como estética, cabría preguntarse lo siguiente: ¿será posible hacer cultura con tantos fragmentos, o sólo una versión chatarra de la burundanga, el estertor deseante de una región que nunca fue viable, el fantasma de una sociedad que no nació? Empiezo a despedirme volviendo al tono personal del comienzo. Nací a mediados del pasado siglo, cargo el recuerdo de las voces umbilicales y la memoria de la letra ajena en la ruta del adentro-afuera. He tratado de afincarme en mi país de modo excéntrico, con el oído puesto en otra parte. Lamentablemente las personas hechas de historia, es decir, las formadas en el caldo de cultivo de los relatos sociales y familiares, hemos perdido la gracia de legar la esperanza, de contagiar a las personas más jóvenes la fascinación del camino de los cuentos y los cuentos de camino.
Y, sin embargo, a pesar del abandono de sus mayores, hay que admirar las intuiciones de la generación que ya agotó las letras del alfabeto. Ante los cotos cerrados de una cultura que es global sólo de nombre, reaparecen en sus imaginarios las figuras nómadas. Me cuenta un amigo sobre el movimiento de fuente abierta, una consigna de los libertarios cibernéticos. Desde luego, lo que algunos interpretan como la más reprochable piratería, para otros es un movimiento con patente de corso para liberar las vías de acceso al conocimiento. Los nuevos solares comunitarios contrarrestan el consenso del nuevo mundo feliz vitoreado por el capital, esa vida buena para la degradación ambiental y la degradación de salarios, donde los spas del mundo gitano que luego fue comunista ya no acogen a los jerarcas del Partido sino a los millonarios achacosos.
Poetrica se llama el cadáver exquisito inventado por la artista brasileña Giselle Beiguelman. Beiguelman transforma en signos gráficos o poemas visuales los mensajes que de todas partes le envían por internet y los proyecta en un monumental tablero electrónico en una esquina de Sao Paulo. Otro joven, Thierry Pétit, el contrabajista de la orquesta sinfónica de Montpellier, partió hace unos años de Palavas, al sur de Francia, e hizo el tour solitario del Atlántico, con escalas en Guadalupe, Montserrat, Barbados, San Vicente. En cada isla dejaba los aires musicales que traía en la memoria y recogía los cantos infantiles locales para diseminarlos por el camino, a la manera de un Colón post imperialista y multilingüe. Después hizo lo propio en las escuelas del sur de Francia, con las melodías occitanas, en un trayecto que él mismo llama deportivo, musical y pedagógico. Deportivos y pedagógicos son los pasos de otro joven, el militante ambientalista Tito Kayak, el mismo que coronó a la Estatua de la Libertad, en el puerto de Nueva York, con la bandera de Puerto Rico. Performer del asombro, súper héroe de cómic contra el imperio. Hace unos meses intentó bajar del asta la bandera de las Naciones Unidas en la sede de la organización y colocar la de Puerto Rico. Está vivo, aunque a un paso de la cárcel, y no es poco el mérito de estar vivo de esa manera.
Me parece que hacen bien los nuevos caminantes en no perder el hilo de los cuentos, de las canciones y las palabras, en no perder la clave del movimiento. En asimilar, reexportar y establecer conexiones, desde un punto intransferible, en una línea melódica afinada en la frecuencia de sus ancestros y descendientes.
Para nosotros los antillanos clave es sinónimo de ritmo. Tiene clave esa patria lineal donde fluyen las historias y ocurren los intercambios. Quien no pierde la clave es capaz de afinar el oído y el paso a lo largo del camino, en combinaciones variadas de volumen y velocidad, intensidad y memoria. Con esos instrumentos corporales un viejo poeta recorrió el mundo sin abandonar su isla. En su humilde línea abierta se cruzaron muchos caminos: “Dadme esa esponja y tendré el mar/ el mar en overol azul/ abotonado de islas/ y remendado de continentes/ luchando por salir de su agujero/ con los brazos tendidos empujando las costas”.
Marta Aponte Alsina
Rosario, Argentina
23 de septiembre de 2005
lunes, 14 de abril de 2008
El salto visible
Ya.
Primera entrada. Hoy, 14 de abril de 2008, a las seis y siete minutos de la tarde, hora de ... Caracas?
Escribe frente a una ventana de hojas de vidrio. La montaña existe sólo para ella. Cuando ella falte será el último día del mundo. Los árboles de la cima figuran las agallas del dragón que copula con el firmamento, conjugando los desamparos del espacio con el fuego subterráneo. Del otro lado alguien como tú mira una montaña que existe sólo para ella. Faulkner. Old Man.
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