sábado, 16 de diciembre de 2017

La abeja reina






Hubiera terminado la historia de la casa y de su heredera y guardiana sobre un fondo invariable de azul celeste, en la fijeza de un libro más, esa especie comparable a las cajas: ataúdes si enmohecen por olvido, musicales si se abren y suenan. Lástima que las obras de amor sean frágiles. Terrible que las vidas memoriosas sobrevivan a los lugares de sus recuerdos, o al resplandor fugaz de una sensación cuyo origen ya no se piensa. En septiembre de 2017, un año y varios meses después de nuestra conversación con Rosita, visité Aguirre, temiendo encontrar los restos de casas despedazadas, la extinción definitiva del poblado, y con él la base material en la cual se apoya la razón de ser de este libro, que sin ella disminuye a relato de fantasmas desleídos. El huracán derrumbó alguna pared de la casa grande, a la que pude subir por primera vez, sin que lo impidiera la verja que la rodeaba. Me acompañaba Menta, una de las perras de casa, y a las dos nos aburaron los mosquitos, pero el temor a la plaga no dañó el asombro de estar en el terreno de la casa grande. Desde el promontorio donde se encuentra, se traza una perspectiva de círculo perfecto, que une tierra y mar, la bahía de Jobos, el manglar de Punta Pozuelo, el valle amplio que fue cañaveral sobre telón de piemonte y cordillera. No entré en la casa. Los perros de unos vecinos, dos animales imponentes de raza de guardianes, se nos enfrentaron cuando bajábamos y pensé en una muerte dolorosa y sangrienta, pero la ferocidad de los animales había quedado en desamparo, al igual que las casas sin techo, cubiertas de ramas caídas. El baobab era un tronco enorme sin hojas. No solo nos dejaron pasar, sino que huyeron con un alarido.
La casa de Rosita, la casa abeja reina, tiene perforado el techo del espacio central, donde se encontraban la sala y el comedor, cámaras de resonancia de miles de pasos políglotas dispersados por el torbellino de las ráfagas a quién sabe qué regiones del limbo. Ella tendrá que acostumbrarse a otros lugares, donde se exige un acomodo a horarios y movimientos incomprensibles. Sobrevivió el porsche acogedor de diferencias. Ojalá pudiera reconstruirse la abeja reina, con un techo nuevo, podado de fantasmas, tanto los de los muertos de Aguirre como los rastros de quienes usaron los muebles comprados en casas de antigüedades de Nueva Ingaterra y transportados al trópico en barcos mareantes.
Antes de salir de Aguirre me detuve a hablar con unos vecinos que recogían escombros. Según un aguirreño de crianza y propietario de una residencia, el gobierno tendría que revisar el reglamento de la zona hisórica que impide alterar las casas del poblado y construir en hormigón. Diferir de su opinión hubiera sido casi obsceno, como defender la calidad de los servicios de salud en un velorio. Callar me hubiera parecido más respetuoso, pero irresponsable. Me atuve a comentar anomalías. Tratándose de un poblado en ruinas, el daño no había sido total: paredes pulverizadas, maderas desenclavadas, desencoladas, desfiguradas. Por razones inexplicables para mí, le dije al aguirreño, algunas ruinas de casas abandonadas habían resitido mejor que la casa grande y que la cuidada casa de doña Rosita. Seguian siendo ruinas reconocibles. Además quedaba en pie la casita contigua a las ruinas del cine. Aguirre conservaba las líneas borrosas del poblado que resistió memorias y desastres. Ellos siguieron apilando escombros. Ese día no visité las ruinas de la sala de máquinas de la central.          





Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...