jueves, 31 de julio de 2008
Sexto sueño
Por Cristina Rivera Garza
[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]
El libro, que responde al nombre de Sexto sueño, anduvo un par de meses, precisamente, en el sexto sueño. Me lo había llevado conmigo de viaje hacia la costa oeste pero, entre una cosa y otra, seguramente por la fascinación que sobre mí siempre ha ejercido el Pacífico, lo perdí. Se lo comuniqué a su autora; le dije a Marta Aponte Alsina con mucho de pena y otro tanto de remordimiento que había querido escribir algunos comentarios sobre su más reciente novela pero que, por desgracia, el libro se me había ido al sexto sueño. El comentario, a ella, la hizo reír y también la hizo considerar la posibilidad de escribir un cuento (al menos eso me dijo). Yo, por mi parte, anduve pensando con mesurada testarudez en el libro, tanteando la posibilidad de escribir algo sobre ese libro alucinante sólo con base en los recuerdos que se negaban a irse, en el eco refinado de algunas de sus frases, en la estructura explícitamente piramidal del relato, pero no logré decidirme. Lo último que le dije a Marta Aponte Alsina acerca de su libro fue, sin embargo, que estaba segura de que regresaría. Algo que no se va de la cabeza, imaginé, no tiene de otra más que regresar. De una o de otra manera, en el momento menos pensado, sé que encontrará su camino de regreso. Eso dije. Pasaron los días (porque lo propio de los días es pasar) y hoy, mientras colocaba libros y otras pocas pertenencias en un par de cajas de cartón con dirección a la próxima casa, lo encontré. Porque, como bien dice Aponte Alsina del sexto sueño, “No se deja buscar, pero se encuentra”.
En efecto, el libro salió, azul y exacto, de un sobre amarillo, tamaño carta. Salió como un recién nacido de ese lugar del vientre que es el extravío. Recordaba, por supuesto, que una de las definiciones del sexto sueño era aquel estado nebuloso, propicio para la escritura, que se encontraba después del quinto sueño (un lugar ya de por sí bastante alejado de la realidad). En la novela, esto también lo recordaba con suma claridad, una abuela acusaba a su nieta, la protagonista de nombre Violeta Cruz, de encontrarse en el quinto sueño, sólo para que la nieta retobara con flagrante complicidad y estirándose con placer que no estaba en el quinto, sino en el sexto sueño. Allá. Lo que no recordaba, no había manera, era que Marta Aponte había escrito hacia final de la novela que “Si el sexto sueño fuera un lugar sería tu casa, lector cómplice”. Heme aquí, pues.
“Soy cortadora de hombres y compositora de boleros”, dice Violeta Cruz de sí misma en las primeras páginas de esta novela. Tan directa como mordaz, tan sucinta como punzante, la anatomista de profesión avanza en su tarea con la exactitud del escalpelo: “traer del más allá uno de los seiscientos cadáveres que disec[ó] en [su] carrera”. Elegido a través de un método tan aleatorio (una serie de números aparecidos en una sesión espiritista) como del que se había servido el ahora cadáver para seleccionar a su víctima (un niño al que asesinaría con saña en el así llamado “crimen del siglo” a inicios del XX y en Chicago), Nathan Leopold se convierte en la ausencia que convocará a las palabras para producir, paso a paso, su vida. Resucitar es un verbo atroz. Se trata, en efecto, del sonado caso de aquel hombre que, junto con Richard Loeb, por aquel entonces ambos estudiantes de la Universidad de Chicago, recibiría una condena de por vida por asesinato, más noventa y nueve años por secuestro. Se trata del mismo hombre que, después de sobrellevar 33 años de prisión, decidió trasladarse, de entre todos los lugares de los Estados Unidos, a Puerto Rico, la isla donde según confirman documentos varios se casó con una florista y cultivó la filantropía hasta el día de su muerte en 1971. El tema, que ya ha fascinado a autores de tan variada estirpe como Alfred Hitchcock o Richard Wright, se transforma en un verdadero tour de force en la prosa lúcida y feroz de la puertorriqueña Marta Aponte Alsina. En la caja china de su propio abismo, con un sentido del humor que son en realidad muchos, “[e]n el sexto sueño los muertos se pasean por el cuerpo de los vivos. O, para expresarlo en palabras demasiado claras: se siente vivir a la muerte”. Esto, francamente, es cierto.
En el epígrafe de María Zambrano que precede a la novela, hay una referencia explícita al momento que persigue la novela: se trata del instante último, del segundo imperecedero en el que se deshace “ese nudo que une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la vida”. Y, para contar eso, ¿se le atrapa o se le deja ir? “Una novela no se descuartiza como un cadáver”, asegura la novela de Marta Aponte Alsina. “Se construye como las pirámides, escribió Flaubert”, añade, segura de sí misma. Sólida. Pero esta novela piramidal que es en realidad un sueño que está más allá del quinto, está narrada (al menos en una de sus instancias) por alguien que corta (aunque cortar no de derecho a contar). De capítulos breves y saltos en el tiempo, con súbitos cambios entre la primera y la segunda y la tercera persona, metanarrativa a ratos, autoimprecadora en otros, la novela es un cadáver descuartizado sobre una mesa que parece una pirámide. Cómplice lector: “Los muertos son amantes caprichosos”, eso también es cierto. En algún momento de la novela, justo después de que la doctora Cruz ha conocido a un hombre muy hermoso, la novela declara que “los hombres son vasos frágiles”. La misma novela ha dicho antes lo mismo, en voz del Resucitado, acerca de las mujeres. La idea del recipiente. Y ese vaso que, de acuerdo con Rilke, se rompe, como todo, dentro de las venas. Un estrépito. Así apareció Sexto sueño desde las entrañas de un sobre amarillo, tamaño carta, todavía con el aroma del Pacífico. Así se queda.
Maria Aponte Alsina, Sexto Sueño (Madrid: Veintisiete Letras, 2007)
sábado, 26 de julio de 2008
Inventario de las obras del artista (4)
Apología del sofrito
(Del naufragio de Angélica furiosa)
Foto: Marién Vélez
No se trata, por Dios, de arte folklórico, según piensa el mediocre de Abelardo Cabrera, mi vecino, el mediquito rebanador de callos. Quien tan pocas luces trajo al mundo confundiría la piedra filosofal con un cálculo del riñón. Tampoco es arte sagrado. Soy alquimista, pero no me nubla el entendimiento la parafernalia de aquellos divinos locos ni dejan de divertirme las mierdas que echaban en la retorta para asegurar, con el aire apestado y el caldo de los sesos rezumante de excremento, que habían creado oro.
El verdadero reino de este mundo está en el caldero de Ramona. Centro de la Tierra, Santo Grial del Pimiento, semilla metálica que al germinar nos devuelves a las sendas familiares, arrullados por el canto de vida y esperanza del asopao más sustancioso, capaz de resucitar al cadáver más muerto. Tan prieto como el carbón de su culo, donde el aceite rubio chisporroteante recibe el rayo de sol del ají campanero, el llanto subterráneo de la cebolla, la media luna oculta del ajo enemigo. El tomate enano es una variante solar que aleccionó a los italianos seductores. La poderosa hoja de la paz es el cilantro del monte, que aquí en mis campos llaman recao, porque posiblemente acompañaba las cartas que se enviaban a los parientes pueblerinos, escritas en un castellano arcaico, de rasgos como rizos. A este maridaje de esencias rindo pleitesía en una tela para la que fabriqué pigmentos preciosos con esencias terrenales y corporales. El efecto es semejante al de la pared de una cueva subterránea. El pimiento de Weston pasado por un pilón haitiano para honra eterna de la musa.
Periódicamente renuevo los fluidos, imitando el gesto del sumo sacerdote egipcio cuando reponía los bálsamos conservadores de las momias sorprendentes.
(Angélica furiosa, 1994)
(Del naufragio de Angélica furiosa)
Foto: Marién Vélez
No se trata, por Dios, de arte folklórico, según piensa el mediocre de Abelardo Cabrera, mi vecino, el mediquito rebanador de callos. Quien tan pocas luces trajo al mundo confundiría la piedra filosofal con un cálculo del riñón. Tampoco es arte sagrado. Soy alquimista, pero no me nubla el entendimiento la parafernalia de aquellos divinos locos ni dejan de divertirme las mierdas que echaban en la retorta para asegurar, con el aire apestado y el caldo de los sesos rezumante de excremento, que habían creado oro.
El verdadero reino de este mundo está en el caldero de Ramona. Centro de la Tierra, Santo Grial del Pimiento, semilla metálica que al germinar nos devuelves a las sendas familiares, arrullados por el canto de vida y esperanza del asopao más sustancioso, capaz de resucitar al cadáver más muerto. Tan prieto como el carbón de su culo, donde el aceite rubio chisporroteante recibe el rayo de sol del ají campanero, el llanto subterráneo de la cebolla, la media luna oculta del ajo enemigo. El tomate enano es una variante solar que aleccionó a los italianos seductores. La poderosa hoja de la paz es el cilantro del monte, que aquí en mis campos llaman recao, porque posiblemente acompañaba las cartas que se enviaban a los parientes pueblerinos, escritas en un castellano arcaico, de rasgos como rizos. A este maridaje de esencias rindo pleitesía en una tela para la que fabriqué pigmentos preciosos con esencias terrenales y corporales. El efecto es semejante al de la pared de una cueva subterránea. El pimiento de Weston pasado por un pilón haitiano para honra eterna de la musa.
Periódicamente renuevo los fluidos, imitando el gesto del sumo sacerdote egipcio cuando reponía los bálsamos conservadores de las momias sorprendentes.
(Angélica furiosa, 1994)
martes, 22 de julio de 2008
Lenguas indígenas de América, en peligro de desaparecer
Alondra Flores • La Jornada
(Foto: Marién Vélez)
La mayoría de las lenguas indígenas de América se encuentra en riesgo de desaparecer en el corto o largo plazos, alertó Francisco Barriga, director de Lingüística del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH, México). Para enfrentar ese problema y en una acción emergente de rescate y promoción de la diversidad cultural, se realizará el primer Encuentro de Lenguas en Peligro, en el que especialistas discutirán esta problemática que amenaza desde Alaska hasta Tierra del Fuego, anunció el funcionario del instituto.
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), 50 por ciento de las aproximadamente 6 mil 700 lenguas que se hablan en el mundo están en peligro de desaparecer, 96 por ciento de ellas sólo son utilizadas por 4 por ciento de la población y por término medio cada dos semanas desaparece una lengua.
Cosmovisión e identidad
En el continente americano todavía subsisten entre 625 y 950 lenguas autóctonas, donde México es el país con mayor número de hablantes.
Sin embargo, a pesar de este dato aparentemente halagador, la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas detalla 20 lenguas originarias en peligro de desaparecer en este país, que se ubican principalmente en el norte en los estados de Baja California, Sonora y Chihuahua; otro grupo en el centro de la República, en los estados de México, Morelos, Puebla y Tlaxcala, además de Chiapas, Oaxaca y Veracruz.
De entre las cifras, destacan la lengua ko’lew, del pueblo kiliwa, en Baja California, pues sólo hay 52 hablantes que se ubican en una comunidad; el m’ti-pa, de los cochimí, con 82 hablantes, también en Baja California, y el Ixil, en Campeche y Quintana Roo, con 90 hablantes en dos comunidades.
Ante la inminente extinción, es paradójico que el grupo tlahuica, cuya lengua es el pjiekek’joo, que significa “Lo que yo soy, lo que yo hablo”, con la cual se comunican ya sólo 466 indígenas en el estado de México, en un ejemplo de que una lengua no sólo es una serie de palabras que denominan cosas y conceptos sino que reflejan una cosmovisión e identidad, por lo que su pérdida es irreparable para la humanidad.
Igual de contradictorio, otra lengua en peligro, la runixa ngiigua, en Oaxaca, significa “Los que hablan el idioma”, y la ranjzo uza, en Guanajuato, que significa “La comunidad que habla la lengua”.
En el encuentro, que se desarrollará en el contexto de la versión 20 de la Feria Internacional del Libro de Antropología e Historia, que se efectuará del 18 al 28 de septiembre, participarán los lingüistas William Merrill, del Instituto Smithsoniano; José Luis Moctezuma y Fidencio Briceño, investigadores del INAH; Carlos Montemayor, escritor, traductor y colaborador de La Jornada; Juan Diego Quesada, de la Universidad de Costa Rica, y Ana Fernández Garay, de la Universidad de Buenos Aires, entre otros.
lunes, 21 de julio de 2008
Rutas
Foto: Frank Vélez Quiñones
Comparados con el hambre son como una lágrima en el mar. Se los tragó sin masticarlos. Los destrozaron los jugos gástricos. No encontraron nada más en el estómago.
El que vuela rompe entrañas pero no puede desentrañar la casa. La casa es rectangular.
Las paredes denegridas cubiertas por caracoles pequeños. Caracoles ciegos.
Siguió haciendo círculos en el aire.
Ahora llega otro. Este otro es de la tierra. Ojos color miel de trigo.
Le sirvo leche. La leche de vaca tan parecida a la leche de perra y a la leche de gata y a la leche de rata y a la leche de mujer, todas las leches, la leche.
Esta casa es un punto en su ruta. No puedo desentrañar esa ruta.
Es el día de los picos, los pelos, las verdes.
Volamos, caminamos, bailamos. Alguien nos ve.
sábado, 19 de julio de 2008
Tierra de nadie
(De Fúgate, 2005. Foto: Marién Vélez)
Despertaba con el corazón galopante. La gente asimila horrores, pero ella no. Eran tantos que apenas lograba mantenerlos a raya durante el día, amparándose en la redacción de informes impecables, pero nunca de noche, cuando nadie vigila las fronteras de una persona. De entrada descartó el suicidio. Aborrecía el escándalo, además no estaba segura de la desaparición de las pesadillas con la muerte. En sus viajes de ida y vuelta al mundo desgarrado del insomnio se le fue ocurriendo una cura radical, un remedio insuperable para llenarse de paz y buen dormir: olvidarlo todo, menos cinco cosas, una por cada continente. De su memoria dilatada saldrían las alturas de Guatemala, los barrios de Dublín, las colinas de Ruanda, las calles arruinadas de Bagdad. En su memoria reducida cabrían las menudencias más absurdas. De Asia Menor retendría unos versos atribuidos a la fantástica al-Khansa, una mujer improbable; de Oceanía la palabra Atnwengerrp; de Europa la mitad de un toro que había visto colgando en un mercado primitivo. Del continente propio guardaría varias escenas polvorientas de una visita al país de su madre. Casas pintadas de rosa y verde. Cabras, canales de riego. En la esquina, una frase musical: la canción de mis recueerdooos.
Antes de borrar el mundo, Carmen Goldblum aceptó la última misión de su carrera. Su jefe no la presionó, ella misma había insistido en emprender el viaje final, quién sabe si con la intención de estrenar placeres solitarios en uno de los escenarios de sus pesadillas.
Lo de los placeres solitarios era un capricho. Cuando llegó a su destino se dio el lujo de estrenar dos: admirar la viscosidad de su piel en el pliegue del codo; observar a través de la ventana de la caseta un paisaje de cartilla infantil: un árbol monstruoso, un niño sentado bajo una tela marrón estirada sobre cuatro varas de la misma altura, un viejo que custodiaba la frágil estructura, vestido con pantalones hasta la rodilla, camisa morada y sandalias. Desde el amanecer se habían acercado al niño y al viejo unos pocos hombres, muchas mujeres y hormigueros de infantes esqueléticos en una fila cerrada que levantaba una nube roja, pero a las doce sólo quedaban unos cuantos refugiados. Imposible fijarse en las colinas que el sol castigaba, todo dormía en la luz cegadora, menos las moscas.
Carmen usaba binoculares sin depender demasiado de ellos. Confiaba más en los olores, en los sonidos y los silencios. Siguió redactando el informe, una mano sobre el teclado de la laptop y la otra empeñada en espantar moscas y evitar que se le asentara la mugre en la cara sudorosa.
“Al Programa llegó la noticia de una actividad anormal entre la frontera de Kenia y Tanzania, en una franja larga y estrecha, que es tierra de nadie, una zona de amortiguamiento, cercana a un campamento de refugiados. Hace unos meses, un habitante del territorio sin dueño solicitó ingreso en la Organización de las Naciones Unidas, exponiendo un solo móvil para el reclamo: si la tierra de nadie fuera un país, al menos tendría de su parte el peso de la realidad. Mi misión consiste en evaluar la solvencia de ese posible país.”
Qué lenguaje Carmen. Por suerte pronto te dedicarás a sembrar lirios y a pintarte las uñas de los pies.
Pensando en uñas pintadas sintió un vacío en el estómago. A esa hora su única hija estaría vendiendo esmaltes de uñas, en una tienda desoladoramente enorme, en un centro comercial de New Jersey. Se llamaba Alicia y no aspiraba a fundar un país; sólo atendía un puesto de cosméticos, de sábado a miércoles, entre las diez de la mañana y las tres de la tarde. Carmen no la había entendido nunca, ni siquiera cuando siendo una madre soltera la llevaba en el vientre. En contraste con el misterio que le oponía su propia carne, sabía muchas cosas sobre los mercados del mundo.
Cuando era niña y tía Ramona la llevaba al mercado sabatino improvisado en Union Square, Carmen se preguntaba cómo los vendedores podían desprenderse de sus tomates y cebollas, sin saber que aquellos frutos no eran producto de cuidados amorosos, sino de las secreciones impersonales de máquinas y abonos. La otra tía, la hermana del padre, la llevaba a los mercados cercanos a Princeton, donde vivía con su marido, un físico nuclear. En las ferias princetonianas se vendían cebollas, antigüedades, candiles, retratos de tías anónimas. Tanto le intrigó la venta de cebollas mezcladas con recuerdos familiares, que se hizo especialista en mercados.
Carmen llevaba los retratos de sus tías en un relicario, en una cadena colgada al cuello. No hubiera sido capaz de venderlos, no podía darse el lujo de prescindir de aquellas minucias; no la bendecían la armonía genética ni los códigos secretos de la complicidad familiar, ese pie efervescente de quienes se enfrentan a la locura y organizan el horror armados de un puñado de recuerdos infantiles.
Se levantó. Hacía demasiado calor para escribir. Le gustaba contrarrestar los ardores del sol con la ingestión de bebidas abrasadoras. Derramó agua hervida sobre una bolsita de orange pekoe, abrió una silla plegadiza bajo el toldo de la entrada de la caseta y se sentó, taza en mano, pensando en Bob Schiller. No había pasado una semana desde el encuentro en la terraza del hotel donde la arqueología del África victoriana revoloteaba en las notas transparentes del instrumento musical de la región, la mbira.
Bob era un “old Africa hand”, etiqueta de rancia ingenuidad imperialista. Alto, escapado de un cuento de Hemingway, se emborrachaba con ginebra entre iniciativas burocráticas de la Fundación Ford. Carmen era de baja estatura, una herencia de ambos padres, el judío neoyorquino y la puertorriqueña de Santa Isabel. Ante el cuerpazo de Bob, que al cabo de dos tragos se calentaba como un inmenso B-52, le costó atenerse fríamente a lo que el “old Africa hand” narraba con su voz profunda, sutilmente irónica. Sí, en Nairobi se sabía de las pretensiones del viejo de tierra de nadie, su loca ambición de fundar un país, sus quilates de comerciante, aunque Bob ignoraba lo que allí se vendía. Había visto el tinglado del anciano y el niño en ocasión de una visita a los campamentos de refugiados, en la ruta del lago. “Es una región bellísima, tengo que llevarte”, dijo.
Ella no le comunicó que ya había solicitado los servicios de un guía nativo, cuya solemnidad contrastaba con la montura amarilla de sus gafas oscuras, el mismo que la ayudó a armar la caseta en la ribera del lago, a unos pasos de la frontera, y después partió prometiendo regresar a los dos días. Cuando el guía la dejó sola Carmen se distrajo en la tarde silenciosa. Con la emoción de quien palpa una realidad que sólo ha conocido a través de los libros, se había enfrentado al fenómeno de la franja larga y estrecha, al viejo y al niño, al árbol monstruoso, a la fila miserable.
Notó que el viejo recibía objetos de manos de los refugiados, los metía en la cavidad abierta en el tronco del árbol y autorizaba la entrada de los donantes. Entonces las mujeres y los hombres, doblándose hasta la cintura, se escurrían bajo la tela marrón, se sentaban junto al niño y le hablaban al oído.
La cavidad en el tronco del árbol parecía un dibujo anatómico, un tajo practicado desde la barbilla hasta el diafragma. Aunque estaba lleno de obsequios, siempre había lugar para uno más. La mugre de aquellos presentes impregnaba la carta que había llegado a las Naciones Unidas. Tenía la textura borrosa de un billete de país pobre, gastado como un puñado de tierra, y fue bajando de niveles en la metódica ruta del abandono, cuyo punto de partida era la Secretaría General, hasta el escritorio de la especialista en mercados más antigua del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. La firmaba Francis Moloi, Veterano de Cien Guerras y Presidente de Tierra de Nadie.
Iré, le dijo Carmen a su jefe. Él comentó que no era necesario, sin apartar los ojos de la pantalla donde revisaba las subastas de antigüedades en e-Bay, estás a punto de jubilarte, haz como yo. Además la petición era absurda, merecedora de la regla del limbo, la que condenaba los asuntos descabellados a un perpetuo movimiento de decisiones pendientes. Iré, será mi último viaje, había insistido Carmen, y salió de inmediato, porque tenía una maleta hecha con la ropa necesaria, incluso un traje de gala.
El recuerdo de su traje de gala le infundió una rara energía. Decidió alterar sus métodos habituales. En vez de espiar por los binoculares o solicitar formalmente una entrevista, llegaría como una clienta más, sumada a las legiones de niños esqueléticos.
Apagó el abanico; se desnudó. Se olió los sobacos, los limpió con toallas desechables. Escogió un sombrero de alas anchas y unas sandalias adornadas con flores para enmarcar el vestido de gala, un traje de algodón con estampado de lirios rojos.
Pareces un jardín, se dijo mirándose en el espejo de mano. Cruzó la frontera sin asombrar al guardia que se había acostumbrado a la mujer madura y bajita, alojada en una caseta identificada con la bandera de las Naciones Unidas, donde tomaba el té como una inglesa.
Ya olía los cuerpos, ya sentía el murmullo de las sangres, ya estaba muy cerca, cuando notó que el viejo usaba espejuelos redondos con montura de metal. Iluso. Si el caso se planteara ante la Asamblea General de las Naciones Unidas podría interesar a algún periodista dotado de imaginación para urdir una nueva utopía desechable. Sobre Tierra de Nadie descenderían los placeres del capitalismo seductor, derribarían el árbol para edificar un MacDonalds, construirían con el polvo rojo un mall largo y estrecho, establecerían fundaciones y agencias caritativas y Francis Moloi extinguiría sus días largos de millonario exiliado jugando a la ruleta en Las Vegas.
Había pocos cuerpos en la fila. Madres niñas; hijos niños que no parecían niños sino aperitivos para la muerte. Le avivaron el recuerdo con un reflujo nauseabundo. Había presenciado incontables escenas parecidas. Pisando los talones de las guerras llegan las reconstrucciones, anunciadas por toda suerte de iniciativas humanitarias. Escoltada por técnicos y asistentes de la Cruz Roja, entraba Carmen en las aldeas, en los pueblos, en las ciudades recién masacradas por hombres de gafas oscuras, armados de machetes o armas de fuego. El silencio de aquellos asentamientos que habían pasado sin remedio de la vida a la destrucción dolía tanto como los pasos de los niños que no dejan ni un suspiro en prueba de su tránsito por la piel de la tierra. Los cadáveres enamorados de las moscas exigían la clemencia de un entierro.
En su memoria Carmen se desvía hacia una capilla de puertas abiertas. Sobre el altar, un sacerdote en descomposición, incompleto. Un brazo encajado en un florero de alabastro saluda graciosamente en dirección al púlpito, donde la cabeza boquiabierta se ilumina con una vela pascual prensada entre los dientes erosionados.
La escena del sacerdote desmembrado cifraba una minúscula versión de otra matanza en un país donde la cifra de habitantes muertos superaba la de los vivos. En aquel país no vio un cadáver completo, sólo brazos arrancados de sus omoplatos, cráneos apilados como cocos, ojos extirpados de sus cuencas y estrellados en la tierra arisca, lenguas apacibles, riñones que parecían desechos de la sección de carnes congeladas de un supermercado. No había sido una matanza premeditada, quizás por eso los verdugos descuartizaban los cadáveres de sus vecinos, para borrar la hostilidad de sus miradas, el recuerdo de sus voces. A la analista le tocó poner un poco de orden en el ojo de las atrocidades. Se convirtió en una máquina de contar cantos de cuerpos que luego se enterraban en fosas comunes excavadas con máquinas. Recordaba el comentario cínico del médico que la asistía, qué desperdicio, tantos riñones, hígados y corazones trasplantables.
La madre que la seguía en la fila tenía deformes los dedos de los pies. Dejó que ella y su hijo se adelantaran. Antes de desvanecerse en el horizonte, la mujer se desahogó en los oídos de la criatura que seguía inmóvil, sentada bajo el toldo.
Cuando llegó el turno de Carmen, el viejo la saludó, ceremonioso. Francis Moloi lucía un diente de oro cuya permanencia denotaba la astucia de un sobreviviente. Su dialecto híbrido se le metió en la conciencia con la pesadez de un sedante.
–Ya era tiempo de que llegara, antes de que la guerra nos devore. La veo en sus ojos, usted la trae en los ojos, en la ropa, en los dientes. Despójese de ese perfume sangriento. Cuéntele todo. Deje algo en prenda para que sus recuerdos se queden aquí y no la sigan. Cuando termine la guerra, esa guerra que no la deja dormir, vuelva por ellos.
Así que eso venden en este mercado, pensó Carmen.
Desde el tronco abierto, los objetos pobres, los pedazos pulidos de vidrio, los restos de biblias quemadas, los tapones de cantimploras, le hablaron con limpieza. Sin darse cuenta de lo que hacía, se quitó el sombrero, metió dentro el relicario con los retratos de sus tías y abandonó las prendas en manos del viejo sobreviviente. De inmediato dobló la cabeza y entró en el espacio de las confesiones, sintiendo en la garganta la inminencia de un desahogo.
De vuelta a casa, mientras enterraba bulbos de lirios en el jardincito del Bronx o preparaba la cena de Acción de Gracias sin perder la esperanza de que Alicia la visitara, recordaría el desenfreno de su corazón al momento del acercamiento. El pozo de las confesiones no era un niño, a pesar de su tamaño, ni un pigmeo, con todo y sus arrugas, ni una criatura espacial, no obstante su palidez verdosa. Olía como la desaparición de ciertos insectos que mueren liberando el espíritu ponzoñoso. Carmen le habló sin respirar, furiosamente, mientras él o ella, que a pesar de su gracia no era muchacho ni muchacha, trazaba letras claras y redondas en la penúltima página de un cuaderno forrado con una tela sucia.
Antes de cruzar la frontera Carmen se despidió del relicario de las tías. Al día siguiente el guía taciturno vendría a buscarla, pero no se daría cuenta de su estado. Y es que nadie se fija en nadie, en ninguna parte. Nadie lee entre las líneas de los informes ni espía los silencios.
Francis Moloi sabía que para sobrevivir bastan cinco recuerdos y un lugar donde guardar el resto, pero no entendía de mercados, carecía de la malicia de un corredor de valores, o quizás, en un momento de tregua, se dejó ilusionar. Para protegerlo de su inocencia y amparar la tierra donde había dejado un buen caudal de atrocidades, a Carmen se le ocurrió mentir en su informe. Entre la siembra de bulbos y el corte del pavo vuelve a verse en la caseta, encendiendo la laptop, escribiendo tres oraciones, enviándolas: “No hay un país más frágil que esta Tierra de Nadie. No recomiendo su admisión. Sin embargo, aunque carezca de recursos para unirse al concierto de las naciones civilizadas, es acreedora al rango de pueblo pendiente”.
Qué dicha sembrar lirios y pensar que pronto recuperará el sueño tranquilo, cuando logre rasparse el polvo de la última pesadilla. Porque, en honor a la verdad, de nada le han servido las sesiones con la psiquiatra, de nada las curas radicales del olvido. Sigue atormentándola un sueño. A veces, ante la monotonía de sus noches de una sola pesadilla, echa de menos la multitud de despojos acumulados en una vida transeúnte por los mercados del mundo.
En su única pesadilla, Carmen se reconoce como una de las huéspedes del árbol monstruoso. Conversa con Alicia y las tías, hablan un solo lenguaje indefinible. Incautas, juran que la felicidad es aquel diálogo entre mujeres discordantes, alentado por la amistad de Francis Moloi, todo un banquero de la pobreza. Y, en efecto, así sería si el paraíso fuera como lo pinta la esperanza.
En el sueño, las mujeres se repliegan de pronto, abrazándose. Les sorprende que alguien se acerque, anticipan la repetición de un evento desagradable. No entienden el gesto del hombre de gafas oscuras, pero siempre gritan cuando el árbol recibe una ráfaga de disparos.
Qué raro, piensa Carmen. Éste ya no es el árbol de los obsequios. ¿Qué pasó?, pregunta. Alguien comenta que el mundo anda mal, que la especie humana se extingue, que afortunadamente es domingo, hace frío y no hay nadie en la calle. Entonces la despierta el silencio. Cuela café, revisa el catálogo de una compañía que vende bulbos de lirios, trata de alejar un temblor de añoranza. Abre las páginas del periódico en la sección de viajes, repara en la imagen de unas casas pintadas de rosado y verde, bajo la sombra de un árbol que refresca la figura de un vendedor de cocos, sólo que en lugar del negro folclórico se trata de un hombre blanco y altísimo, con la mirada oculta por unas gafas oscuras, sentado junto a una mesa de cuya superficie sobresale una hoja cortante para mondar las cáscaras.
Cierra el periódico, no recuerda el nombre del hombre. Se oye musitar unas palabras: la canción de mis recuerdos. Sólo eso, cinco palabras y un largo día de placeres solitarios.
miércoles, 16 de julio de 2008
Que no me vengan con paraísos
Lucyblell
(Juan Carlos Quiñones)
Ten paz. Ya estás aquí. Este es tu lugar final. Yo puedo decir tus palabras, como una cotorra, o puedo hacerme cargo. De tus palabras. Observa: tú dices suéltame. Yo digo suéltame y adquiere un significado mayor. Tú quieres que yo te suelte de esas amarras y yo quiero que tu me sueltes de estas amarras de lenguaje y esto es enfermo. Tú no me ayudas y yo casi no te ayudo. Calla. Haz el silencio ahora. Luego llegará el héroe que te salve o no. Nuestra relación es desigual. Asimétrica, diríamos si fuéramos dos. Tú estás amarrada, a la vida por ahora y a esta cama por ahora. Yo te prometo una flor violeta y la muerte, que son lo mismo. Escucha, que para esto y tu flor estoy:
(lo que hace una mano, ayudada por otra)
Un cuerpo es el invento de una mano, y ya una mano es la metonimia de un cuerpo. Una mano se mueve y ¡zas! aparece una escritura, o un tajo o sí, también un cuerpo que tiene entre sus pertenencias naturales una mano. Una caricia es el recorrido de la piel que hace una mano por ese territorio incógnito que es un cuerpo, que lleva una mano a rastras como la cola de un animal terrestre dialogando con el mar. Esto es un mar.
Lo indistinto. Donde todo se mueve y todo es todo y no hay que ser ni x ni y. De ahí, de ese mar, hay que sacar por la cola al animal profundo, resistente, que se indigna contra la fuerza de la indisolución. Sí, es una lucha. A muerte a veces. Mi lucha.
La caricia es un modo de la cartografía. La caricia recorre un territorio Más allá, mucho más allá de la seducción y el deseo. Esta palabra última no se repetirá, debido a su indigna facilidad. Igual lo es el tajo, el beso, el lenguaje. ¡Qué ciencia es esta!
Ahí está. ¿Lo ves oculto detrás de la neblina del lenguaje? ¿Lo ubicas más apartado del mundanal ruido? ¿Lo percibes? Un animal profundo. Una fuga que se escapa zas, dejando atrás la huella de una mano. Una mano que se cierra. Siempre. Sobre algo. Siempre se cierra sobre algo. Feuerbach, opacado por los vendavales de una teoría que se inventó como se fabrica un cuchillo. Un cuchillo, una bomba atómica tiene un destino inicial, siempre inocente. Ese destino siempre es radicalmente aburrido. Luego se tuerce la película y el cuchillo, la bomba atómica entra en el cuerpo equivocado. Un peluche, un cuchillo, el cuello de un cisne. El aire.
Mueren mil japoneses. Hiroshima, mon amour.
Mueres tú.
Dos inventos.
Existe un pasaje en Marx (¡tantos pasajes, tantos pasadizos, como culpar al pobre marx por hacer a regañadientes literatura!) en el que habla de un cuchillo. El está hablando con Feuerbach, y lo sabe. Un cuchillo no es lenguaje, pero es un objeto nombrable. Una mano no es el lenguaje pero sin mano no hay lenguaje, sin lenguaje no hay mano para nombrarla.
Matar no requiere de lenguaje. Es un gesto justo, preciso, por más torpe que sea, como una violación que siempre lleva al fracaso pero se dice, uno dice, él, ella dice, ya. Ahí está. No hubo lenguaje de intermedio.
Solo lo humano tiene la capacidad y la confusa disposición de asir el aire. O el agua. Solo lo humano ase el agua, hace el agua en la hechura de una capacidad que tiene un nombre inútil, como todos los nombres. Ahí, entre las manos, escurriéndose, anda el lenguaje. Escribe, cabrón, escríbeme.
Ahí está míralo, ese cuerpo pidiendo cuchillo, pidiendo mano, pidiendo lenguaje. Me enloquece. ¿Eso es un objeto? Un objeto es una piedra rodeada de agua. Lo distinto nadando en lo indistinto. Hagamos.
Hazme, con tu muerte de lo distinto a lo indistinto, como un ritual.
Yo no te entiendo. No entiendo tu silencio. Otra vez.
Calla. Nadie aquí ni en ningún sitio sabe tu nombre. Amarrado él, amarrada tú.
¿Qué hago contigo?
(Foto: Frank Vélez Quiñones)
martes, 15 de julio de 2008
Otra mirada a Vampiresas
Por Rita Llanes Vigil
(Aponte Alsina, Marta. Vampiresas. Guaynabo: Santillana, Inc. 2004. 119 págs.)
“Los libros fueron mi escapatoria, mi salida,
mi refugio, mi familia más entrañable.
Todavía lo son. Empecé a escribir siendo
apenas una niña, eran borradores caóticos,
desordenados, pero era, no obstante,
la escritura de una lectora omnívora.”
Marta Aponte Alsina
No es lo mismo decir vampiresa que vampira, sin embargo la escritora Marta Aponte Alsina, en su nouvelle Vampiresas alterna ambos términos en un juego de palabras que van desde la seducción a lo antropófago: el victimario seduce, afilia a la presa bajo la promesa de una alianza beneficiosa que los unirá por siempre en un pacto de sangre y lascivia. Para entrar al círculo de estas hordas, basta aceptar las reglas: dejarse desangrar por amor y así prolongar una vida de siglos; porque es posible que los muertos, de este modo, conserven la vida y puedan seguir siendo inmortales.
Pero no hay que engañarse con lo que esta nouvelle parece ser y no es. El mundo fantástico que transcribe la autora es una metáfora sobre la realidad existencial que vive el Puerto Rico de hoy, siglo XXI, frente al más desafiante orden de todos los tiempos: la globalización. Escrita en un lenguaje sencillo con mucho humor negro y solapadas ironías de recias connotaciones críticas. El tono bajo y sanano, mofa la fácil lectura en una apariencia de novelita rosa, según la autora misma la describe, al narrar una historia romántica salpicada de elementos góticos-urbano. La trama, enfatizada en una óptica femenina con tenues matices de presencia masculina, crea un yin-yang caribeño donde la vida se diluye en una existencia aletargada, bajo el peso de la inercia y las motivaciones superfluas dentro de una sociedad de consumo que no se reconoce tercermundista. El narrador omnisciente describe a la protagonista, Laura Damiani, como una niña vieja. Ella es una joven universitaria de la generación Y, que ha perdido las ganas de buscar y vive en el abandono de una “vejez cool” (pág.9). La aceptación de la mediocridad y las contradicciones revalida un entorno fragmentado dónde habitan los personajes y comparten el mismo nivel de inmadurez emocional e indiferencia.
El personaje de Laurita, vive resistiendo a su manera el mundo que le ha tocado vivir sin querer pero en una constante y despreocupada evasiva hacia el cambio. El obsesivo pasatiempo de la cría de canarios que libera a capricho, acto que su madre Leonor considera escandaloso, transcribe un modo de violentar el espacio cómodo en que se encuentra Leonor y sus deseos reprimidos. En esencia, las aves, son el símbolo de la diáspora puertorriqueña y a su vez una señal interna de ansía libertadora pero con la singularidad de que ella no es alentada hacia la emancipación, sino frenada por la fuerza invisible del dominio pusilánime de una madre desmoralizante. Aunque las circunstancias le sugieran dar un salto en el vacío para volar, en su mundo, ella ha dejado de buscar alternativas, opta por claudicar y someterse al status quo.
Laurita, ante una incomprensible revelación, decide emprender una aventura e irse de viaje. En la agencias de pasajes se cruza con un joven que despierta sus hambres dormidas de lujuria y sexo. Ante este panorama, cambia de planes y decide explorar el entorno de Miramar: lugar dónde lleva una insípida existencia junto a su madre. Pide entonces empleo a su tía y de este modo, como posesa mensajera de Ariel, se dirige al primer encuentro de tres imponentes-vampiresas-vampiras. En el encargo de entregas, sigue una ruta que la lleva a tres puntos distintos de la isla: de Miramar a Coamo, y de allí a Yauco, para al cabo, regresar al punto de partida; un recorrido triángular siniestro de acertijos e incógnitas fantásticas, que la llevan al designio de extrañas criaturas chupa vidas y al encuentro “feliz” de un simulacro de cambio de “vida” retribuido por un amor inmortal.
Vampiresas es una narración llena de símbolos y sucesos de actualidad; una parodia sobre nuestra relación con la metrópoli; las actitudes de un pueblo que ciñe una contradictoria identidad ante el desequilibrio; el retrato caricaturesco del servilismo político nativo, siempre dispuesto a negociar acuerdos que inmovilicen al país en una eterna juvenil dependencia y vieja colonia cool. ¿Son acaso la tríada de vampiresas, conocedoras de los más ocultos secretos de Laurita, vacas sagradas que obstaculizan nuestro desenlace como nación? Son las chupa talentos que subsisten como los vampiros, que seducen bajo sus propios términos desde tres plataformas de pensamientos distintos al dictamen de las órdenes de un imperial vampiro, que perpetúe el poder sobre esta “islita”.
En el cierre Marta Aponte Alsina nos deja una interrogante implícita: la historia se repetirá bajo otra propuesta similar si no nos movemos con voluntad a los cambios que exija el nuevo siglo. Condenados a que la historia se repita, se presenta un relevo joven, frente al mismo apartamento de Miramar, con una nueva “carta palpitante” (pág.119) en las manos, similar a la que una vez, 103 años atrás, Laura llevó con igual misiva-misión al llamado de una vocación que la condujo a un destino de muerte suspendida. El estado inmortal de un muerto en vida solo es posible en el mundo fantástico de unas seductoras vampiras cuyas vidas-muertes discurren aletargadas chupando sangre de otro para perpetuarse. Como si fuera un sello apocalíptico el viejo pacto seguirá latente, promete la repetición de un ciclo sin cambios, que solo estará en sus manos entregar.
La narrativa de esta escritora es el recaudo de muchos años de experimentación que continúa cultivando con aguda inteligencia, curiosidad y asombro. Antes de publicar, fue ojos y oídos en el mundo cultural y editorial del país. Tiene en su haber varios merecidos premios. Publica el primer libro en el 1994, Angélica furiosa. Después le sigue El cuarto rey mago (1996), la antología de cuentos La casa de la loca y otros relatos (2001), Vampiresas (2004), Fúgate (2005) y Sexto sueño (2008).
Una vez Aponte Alsina suelta el texto, lo lanza, lo deja en plena libertad de ser y dejar que el lector haga, se eleve tan lejos y alto como desee: el texto es solo ese pequeño impulso ante la indecisión de quién se arroja primero. Vampiresas es el espejo que devuelve la imagen de una idiosincrasia; es una invitación a reflexionar y madurar; a ir tras la búsqueda de soluciones concretas como una nación adulta. Con Vampiresas, Marta Aponte Alsina nos ha precipitado al vacío para que vayamos al encuentro de lo que deseamos: un vuelo como corresponde
domingo, 13 de julio de 2008
Inventario de las obras del artista (3)
ADANADA (el tapiz de Penélope; vever haitiano)
El ARTISTA es una mujer, ya lo dijo el cubano de Rokken. Esta obra es mi chef d´. El ARTISTA la perfecciona con cada suspiro. Al atardecer destruye el trabajo del día y en cada despertar recomienza el ascenso. Cuarenta años de trabajo y destrucción encarna esta metáfora del conocimiento que la humanidad aterrada vislumbra y de inmediato olvida. Sólo le atormenta pensar que su muerte pondrá fin a la búsqueda infructuosa. Por eso exhorta al criminal que habita en el alma del joven artista a convertirse en homicida del viejo, a devorar su corazón y escupir la víscera sangrienta sobre las lentejuelas del lienzo.
(Angélica furiosa, 1994)
sábado, 12 de julio de 2008
Inventario de las obras del artista (2)
FLAMBOYÁN YGDRASIL
No es un árbol, sino cada uno de los árboles en llamas: árbol del bien y el mal, caja de música, bronquios, genealogía, ángel caído, ciega obediencia al mandato milenario, mano, ascenso, descenso, barco encallado en la altura, tambor de la tempestad, tortuga vertical, fábrica.
Para expresar las variaciones del árbol, Concepción recarga su paleta con el blanco de los ríos. Luz que al estallar en las rocas enfanga las alas de las aves viajeras.
La verbena, planta litúrgica de los romanos, es el árbol pentecostal de las hormigas.
(De Angélica furiosa, 1994)
jueves, 10 de julio de 2008
Inventario de las obras del artista (1)
(Del naufragio de Angélica furiosa)
A escondidas leía vorazmente. Los Papas elogiaban su incultura, pero él sacrificaba ratos de ocio e incluso acortaba estancias en la fábrica analéptica del sueño para dedicarse a leer. Influencias que no ha compartido, excepto con su compadre, el viejo verde galán de putas, y ahora con la niña querida.
Papeles amigos: Darío, Poe, Hyeronimus Bosch, Nietzsche, Tapia, Flammarion, Michelet, Oscar Lamourt Valentín, Teophrastus Von Bombast.
Elena, la rusa de ojos verdes. Madame.
En el haz de luz de tus pupilas la erudición soterrada.
INVENTARIO DE LAS OBRAS DEL ARTISTA
Dios creó al mundo en seis días.
Concepción creó al mundo en siete princesas.
Siete, léanlo bien, sólo en apariencia.
Cuando escribe estas líneas, su trabajo manifiesta la plenitud cenital de un amanecer majestuoso que derrama tesoros incógnitos en una playa virgen del humano contacto. Aunque no dejan de evolucionar ya pueden describirse, claro está que engañosamente, a la manera de un infame catálogo de museo.
LA MONSERRATE: Dibujo que data de la prehistoria del ARTISTA. La intención de esta obra primeriza –abrir la cartera del abuelo con el obsequio de una imagen sagrada- le hizo pensar alguna vez en quemarla. Pero intuyó que no obstante la bajeza del propósito, la tela retenía los efluvios íntimos de la diosa, antigua y omnipotente como jamás lo fue el dios macho de los mercaderes. La virgen negra que en una mano sostiene al niño y en la otra un globo es SOFÍA. Sólo espera el hálito fecundante del CREADOR para, mediante el acclivitas profundo, recuperar la unidad del origen. Antes de calmar el hambre del niño con la leche que le mana generosa, la negra asumió las dieciocho asanas de la maternidad, reflejadas en la expresión facial y los ademanes corporales que el ARTISTA sigue variando con la desesperación del niño que ha perdido el camino de regreso. También ha cambiado en infinitud de ocasiones el color del manto de la virgen. La versión actual es más fiel a la primera que a las posteriores, pero eso no debe interpretarse en el torvo sentido de que, agotada su paleta, piense el ARTISTA en volver a empezar, y mucho menos por el principio. (!!Continuará!!)
(Marta, Angélica furiosa, Sopa de Letras, 1994)
miércoles, 9 de julio de 2008
Una pizca de sal
“Cada segundo nos aleja como si fuéramos dos barcos que viajan despacio, en direcciones opuestas. El tiempo se estira cuando queda poco”, dijo una semana antes de morir. Lloré, le eché a culpa a los polvos del Sahara. Mi cuerpo sano no intuía la atrocidad del dolor: entre el llanto y la pérdida cabe el universo.
lunes, 7 de julio de 2008
La isla secreta: policiales
Muna Lee publicó cinco novelas policiales en colaboración con Maurice Guinnes: Death Follows a Formula (1935), The Sentry Box Murder (1935), Murder at 28.10 (1936), Death in the Glass (1937) y Sinister Crag (1938).
Puede sugerirse que el inicio de la novela policial escrita en Puerto Rico se debe a una poeta nacida en Mississippi, primera esposa de Luis Muñoz Marín, primer gobernador electo por votación popular, y a un hombre de negocios inglés, yerno de Bailey K. Ashford, concuñado de un hermano de otra Lee, Consuelo Lee Tapia de Corretjer, nieta de Alejandro Tapia y Rvera, traductor de Edgar Allan Poe.
La acción de dos de las novelas escritas por Lee y Guinness, publicadas con el seudónimo de Newton Gayle, transcurre en Puerto Rico…
(Del ensayo “La figura del intérprete”, de Marta Aponte Alsina, publicado en Frente a la torre, Silvia Álvarez Curbelo y Carmen Rafucci, editoras, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2005, p. 92)
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