domingo, 17 de julio de 2022

Presentación de "La muerte feliz de William Carlos Williams" de Marta Aponte

 



por Viviana Paletta

Marta Aponte Alsina es natural de Cayey, tierra de montaña y brumas en la isla de Puerto Rico. Estudió Literatura Comparada en Río Piedras y posteriormente completó dos grados de maestría, uno en Planificación Regional en la Universidad de California y otro en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Ha sido directora de la división de Publicaciones del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha publicado diversos ensayos de crítica literaria así como editado y prologado libros de referencia como, entre otros, la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por la Biblioteca Ayacucho, y Escrituras en contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña (en colaboración con Juan Gelpí y Malena Rodríguez). Pero si hoy tenemos el enorme honor de su presencia aquí es porque es una de las narradoras contemporáneas más sobresalientes de la lengua castellana. Desde la edición de su primera novela, Angélica furiosa, en 1994, no ha dejado de crecer literariamente. Cada cuento, cada novela supone un hallazgo de una imaginación visionaria que se recrea en una rigurosa investigación histórica, a partir de datos secundarios, personajes aledaños, de menor enjundia o de improbable biografía, dejados de la mano de la Historia con mayúscula, y que, en su portentosa escritura, tan poética como certera, se transforman en un prodigio de la materia y el pensamiento.

Solo la experiencia de haber leído profundamente a Marta Aponte, sus novelas, sus relatos, sus artículos, todo lo que he podido, todo lo que ha estado a mi alcance, en libros, revistas, blogs, ya supondría una distinción para acompañarla hoy. Pero además está el hecho de que Marta es mi amiga: un poderoso hilo de conversación nos une a través de muchos años, una madeja de afecto, de palabras y lecturas que se empezó a ovillar allá cuando culminaba el siglo XX, cuando empezamos a intercambiar correos electrónicos que solapaban largas cartas, que pusieron en la mesa proyectos de vida y de escritura. En 2007 tuve ocasión de editar una soberbia novela suya, Sexto sueño, que fue distinguida con el Premio Nacional otorgado por el PEN Club ese año. La misma aborda las peripecias de una anatomista (y compositora de boleros) que intenta reconstruir los hechos de la vida de un criminal de Chicago, que termina sus días, tras treinta años de prisión, exiliado en Puerto Rico, donde se dedica a embalsamar pájaros.  Un modo de construir la narración que ha ido afinando, creciendo, desarrollando a lo largo de estos años. Una estela en este mosaico poliédrico que conforman sus obras.

Siguieron los intercambios vitales, las circunstancias de cada una, allá y acá, el diálogo sin interrupción. En 2014 apareció Raquel Hobeb, madre de William Carlos Williams y el personaje que hoy nos convoca, en la vida de Marta. Y tuve la emoción de compartir en una fructífera, interesante, jugosa comunicación a partir de las distintas versiones que me fue enviando y que han culminado en esta novela, más que feliz, prodigiosa, que es La muerte feliz de William Carlos Williams.

Y vuelvo a los derroteros de mi lectura, pidiendo disculpas por este desvío tan personal y señero que es la maestra Marta en mi vida, ya que nunca me guardo de criticar las presentaciones donde el acompañante del autor se explaya en anécdotas personales que solo le interesan a sí mismo. Para que me lo recuerden en otra ocasión.

Abre las páginas de esta novela una escena dolorosa; el poeta William Carlos se debate en la última noche que comparte casa con su anciana madre, Raquel, desquiciada, enferma, ya que la trasladarán a un geriátrico; una mujer que supo ser «severa y frívola» en la hiriente opinión de su hijo; que ha ocupado el antiguo desván reservado para la escritura poética del médico en sus horas libres. Un lugar ajeno al trasiego cotidiano y luminoso del día; un espacio habitado por los recuerdos, por los sueños incumplidos. Y uno pronuncia “desván” y se confabula la memoria de las novelas góticas y sus fantasmas que acechan en las buhardillas polvorientas, lúgubres, en especial reservadas a las mujeres indómitas, que no se someten al papel hogareño que les señala la sociedad, y una imagen asalta por sobre otras, porque proviene también del Caribe: la puerta prohibida de Jane Eyre, que ocultaba prisionera a la primera esposa del señor Rochester, una bella joven de Martinica, hija de un terrateniente, que se debate prisionera en su locura. Jean Rhys, en El ancho mar de los Sargazos hizo saltar los goznes de esa puerta.

Aunque hay un elemento insobornable en la figura de Raquel, no hay maldad aquí, hay resignación de un hijo que ha cuidado de su madre hasta que su mala salud ya no lo permite, un anciano que atiende a una anciana, a la que no ha llegado a comprender jamás, ajena, extraña. Esta es la escena inicial que dará pie a la reconstrucción de una vida particular, casi anónima, de una jovencita nacida en Mayagüez que soñaba con ser artista a pesar de su pobreza, que alcanzó a lucir su incipiente talento pictórico en la academia parisina gracias al esfuerzo familiar, que se dedicó al espiritismo, una práctica muy corriente en el Caribe del XIX, y que, debido a su matrimonio con un viajante de perfumes, se tuvo que trasladar a Rutherford, en Nueva Jersey, un pequeño pueblo de una gran nación a la que nunca dejó de desdeñar.  Para ella, conocida la importancia y la vitalidad que tuvo la ciudad de Mayagüez en aquellos tiempos de traficantes y revolucionarios, y tras callejear por París, supuso enterrarse en vida, «una vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena»; ella que decía: «Seré una gran artista o moriré de rabia».

Esta peripecia vital de la madre del gran poeta William Carlos Williams, de la que nada sabíamos ni siquiera sospechábamos, se vuelve en manos de Marta un explosivo contra la desmemoria que nos aqueja individual y colectivamente, a las personas y a los pueblos. Porque, como se afirma en la novela, «el arte triunfa cuando las cosas desaparecen».

Adivinamos el profundo desencuentro que hubo entre madre e hijo, entre sus dos culturas: «Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños»; a pesar de ello, se afirma del poeta, y como no es para menos, su pasión por la materialidad de la lengua, de la creación: «Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es (…). Anota las voces de cuanto le rodea: de las casa de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias (…) pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético».

Y nos lleva a una pregunta que considero fundamental de esta novela y del resto de la obra de creación de Marta, ¿qué es un patrimonio, sea familiar o artístico? ¿Qué se deja finalmente cuando se desaparece tras tanta errancia? ¿Qué papel tiene la imaginación en la permanencia, en la reconstrucción de la memoria?

La novela pone el foco en lo olvidado, lo anodino, lo vencido. En París, adonde llega «lista, alegre, menuda de  pies, pero pobre», embelesada de literatura, de arte, de revistas de moda que lee de cuando en cuando en Puerto Rico, queda el olor a pólvora y barricada, los cascotes manchados de sangre de la Comuna, «el poema épico de los pobres», que van a asfaltar el suelo de los nuevos bulevares, esa «perspectiva infinita,  abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma». También se detiene en los ejércitos de hambrientos migrantes que ofrecen la fuerza bruta de su trabajo a Estados Unidos para la construcción de edificios, vías, puentes, por donde rodará el vertiginoso capitalismo que no se atiene a los seres y sus culturas, que las deglute y las invisibiliza, las ningunea. Albañiles y cocineras que se vuelven espíritus errantes por las grandes urbes.

Pero una huella fantasmal, soterrada, mantiene esa presencia, el testimonio de la cultura, la experiencia y los saberes originarios. Se afirma en la novela: «Algo no muere en la dispersión de esa memoria». Y aquí está una de las decisiones clave de la narradora, más que creativa, ética, ¿cómo hablar de lo que no se ha documentado, lo que no tiene monumento, menciones, registro? Y descuella en su respuesta la herramienta apabullante de la imaginación, una bien representativa del trópico, «donde se disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas porque no hay nada más».

Dos párrafos más destacaré (aunque podrían ser cientos; algún crítico estos días señaló que terminó la novela con todas las páginas marcadas destacando frases): «El lugar desde el cual se escribe es siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. (…) Quizá esa tensión entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la escritura». Y más palmario si cabe: «Era el destino que se bifurcaba, de pronto; el camino de vuelta a un sitio desaparecido que siempre se obstinaría en recuperar (…). Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo».

Esta frase final no puede ocultar su genealogía con la archifamosa pronunciada por Flaubert. Acá podría transformarse en «Raquel soy yo», o «William Carlos Williams soy yo»; a ambos, madre e hijo, los distinguió la relación con las voces; la de los muertos, en el caso de la médium Raquel, que prefería inventar colores; la de las calles, sus pacientes, sus vecinos, sus contemporáneos, en el caso de William Carlos. Recuerdos propios y ajenos, reales, posibles, fantaseados, pero que hacen a la construcción de una memoria y de una obra de arte. El poeta William se encuentra en una ocasión, en un viaje a Puerto Rico, frente a la casa vacía de su madre, una ausencia cuajada  de voces, de imágenes, de presencias espectrales que se niegan a acallarse, a desaparecer, que se vuelven palabra poética.

Y aquí nos alcanza la otra decisión fundamental, sostén de este edificio portentoso de la novela para mí. Hay un breve asomo en la página 33 («Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina») pero tenemos que aguardar al capítulo coronado por el número 22, que será el dedicado a la genealogía particular de la autora, cuando acomete el dato biográfico real de Marta, la peripecia de las mujeres de su familia, su abuela, su madre, las que compartieron espacios, circunstancias, acaso sueños y frustraciones como los de Raquel; enlaza la ficción con los datos históricos con su vida personal, cómo inciden esas presencias anteriores en su escritura narrativa; que al igual que el poeta, aunque no las haya transcrito bien, aunque haya desvío en la memoria, vacilaciones, traspiés, oscuridades, chispazos, esas presencias están, ese mestizaje de voces y tiempos nos transforman y nos dan la palabra momentáneamente hasta que lleguen los venideros, que seguirán esa rueda de memoria y recreación y utopía. «Las hojas liberan el pensamiento de las raíces oscuras». Ojalá todas las ficciones, los cuentos y las memorias reales o imaginadas, se desplegaran con esta lucidez que tiene Marta, con su escritura grácil, irónica, deslenguada o afectuosa, demoledora, hipnótica. Un talento inaudito que no dejo de celebrar. 

 

Viviana Paletta

Librería Juan Rulfo, Madrid

21 de junio de 2022

 


domingo, 3 de julio de 2022

El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa




Leo esta novela buscando comparables. Se dice que es un libro excepcional, acaso único, en la literatura de Sinaloa, la región natal del autor. No lo sé. Pero sí creo que los años transcurridos desde 2005 han sido quizás los más sangrientos en la violenta historia de México, y que hay regiones de ese querido e inmenso país donde ya ni siquiera rige la ley del narco. Esas coordenadas infernales, sin embargo, no carecen de antecedentes en la escritura de la identidad y la violencia en unos lienzos narrativos que pueden ser mínimos, como los libros de Juan Rulfo, o situados en panoramas históricos y míticos, como en Cambio de piel, de Fuentes. 

A la manera de Rulfo, en El libro de nuestras ausencias las voces componen un personaje colectivo. No hay lugar para la transformación de personajes, ni espacio para crisis individuales, como en Cambio de piel. Ante las cifras de la matanza y el peso de los muertos, se levanta un caótico cuerpo colectivo.

 A diferencia del libro de cuentos anterior del autor, Eduardo Ruiz Sosa, aquí no siempre se narra la violencia más atroz directamente. Más bien hablan los muertos y sus seguidores; habla el pasado abierto e incesante, como herida abierta. Las voces que claman desde el desconcierto son cabezas tronchadas, regidas si acaso por el deseo de encontrar a sus muertos. El tono y el ritmo narrativos, escrito como para leer en voz alta, me recuerda la frase distendida y limpia de Garcia Márquez. Ese fraseo ancho favorece la lectura de un libro inmenso.

Es inevitable un eterno retorno de lo invisible en una cultura que ha intentado aplastar, sin lograrlo, la memoria de los pueblos que la habitaron y la habitan, pues la estructura de castas y clases que fragmenta cualquier discurso de nación parece impedirlo. Quizás ante ese campo de batalla constante, se explica la fuerza enorme de las literaturas de México. No creo que tenga comparables en la historia de la novela hispanoamericana. Pero hay diferencias, y de ahí lo que significa, para mí, lo que suma a mi juicio, esta novela de Eduardo Ruiz Sosa,

Habrá que leerla como lo que sin duda es. En ella la violencia no es alarde efectista sino cuerpo normal; lo anormal es nuestra mentira: la convivencia en una deseada paz social. Tampoco hay miradas distantes a la violencia. Su autor, que fue animador cultural, vivió muy de cerca ese baile de la muerte: las matanzas, las desapariciones, la búsqueda de desaparecidos; las madres husmeando los cadáveres de sus hijos sin la asistencia del reconocimiento global y la publicidad que fortaleció al maravilloso movimiento de las abuelas de la Plaza de Mayo. Si la muerte y lo fantasmal marcan tan profundamente cada latido de los corazones dolientes, por dónde la tregua, por dónde reponerse de esa lujuria de sangre.

El libro de nuestras ausencias apuesta a la representación. En un principio sus personajes son actores y actrices que buscan a una actriz principal de su compañía, desaparecida sin dejar rastros. Mientras buscan, como quien va pensando una puesta en escena, descubren lugares adecuados que podrían servir como escenarios para la representación. En ese lugar de la geografía del mundo la gente huye, respirar cuesta, llevar la cuenta de tantos muertos es tarea titánica y absurda. Pero en las ruinas, como en un edificio que tuviera muchas funciones antes de convertirse en una prisión, queda en el vacío el rastro de  cuerpos ausentes, como si el caudal de sangres y cuerpos fuera imposible de borrar, y por lo tanto, legible y elocuente.

Esta es una gran novela. Trascendida la época en que podíamos escribir todos los lugres comunes de la violencia sin mancharnos las manos, El libro de nuestras ausencias ocupa el espacio que resta para una literatura sin hipocresía. Tampoco nos priva de la palabra y el remedio. Me parece que le devuelve a la literatura una de sus potencias olvidadas, pues hay que ser muy valiente para no callarse ya; para intuir que queda mucho por decir en tiempos de crueldad:

“Decía Marte Argüello que el recuerdo del barrio de la infancia

Y las inundaciones le entregó la posibilidad, la forma, de cambiar el cuerpo sin modificar la carne

O no era cambiar el cuerpo:

Si la prisión era un organismo, lo que había que transformarle era el sentimiento

Que se pueda pensar otra cosa aquí, decía Marte.”

 Sí, una poética, pero también un programa político para tomar y entender las ruinas que vamos dejando y heredando.

La representación en esos teatros que se construyen en ruinas, y que se va desdibujando, dejando rastros de voz; la construcción de ese teatro de sombras, como exacerbando los escenarios de Diamela Eltit, esa puesta en escena de los preparativos de una puesta en escena que permita “pensar otra cosa aquí”, es el método de El libro de nuestras ausencias. 

Me parece que a pesar de todo su patetismo y excesiva humanidad, la literatura salva, porque representa y conserva. Así se libera, como un cuerpo que sobrevive a la matanza. En suma, la representación no es real. Solo se puede contar la irrealidad de lo monstruoso, pero es necesario contarla.

(El libro de nuestras ausencias, Candaya 2022)

Marta Aponte Alsina, Cayey, 2 de julio de 2022

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...