por Viviana Paletta
Marta Aponte Alsina es natural de Cayey, tierra de montaña y brumas en la isla de Puerto Rico. Estudió Literatura Comparada en Río Piedras y posteriormente completó dos grados de maestría, uno en Planificación Regional en la Universidad de California y otro en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Ha sido directora de la división de Publicaciones del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha publicado diversos ensayos de crítica literaria así como editado y prologado libros de referencia como, entre otros, la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por la Biblioteca Ayacucho, y Escrituras en contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña (en colaboración con Juan Gelpí y Malena Rodríguez). Pero si hoy tenemos el enorme honor de su presencia aquí es porque es una de las narradoras contemporáneas más sobresalientes de la lengua castellana. Desde la edición de su primera novela, Angélica furiosa, en 1994, no ha dejado de crecer literariamente. Cada cuento, cada novela supone un hallazgo de una imaginación visionaria que se recrea en una rigurosa investigación histórica, a partir de datos secundarios, personajes aledaños, de menor enjundia o de improbable biografía, dejados de la mano de la Historia con mayúscula, y que, en su portentosa escritura, tan poética como certera, se transforman en un prodigio de la materia y el pensamiento.
Solo la experiencia de haber leído profundamente a
Marta Aponte, sus novelas, sus relatos, sus artículos, todo lo que he podido,
todo lo que ha estado a mi alcance, en libros, revistas, blogs, ya supondría
una distinción para acompañarla hoy. Pero además está el hecho de que Marta es
mi amiga: un poderoso hilo de conversación nos une a través de muchos años, una
madeja de afecto, de palabras y lecturas que se empezó a ovillar allá cuando
culminaba el siglo XX, cuando
empezamos a intercambiar correos electrónicos que solapaban largas cartas, que
pusieron en la mesa proyectos de vida y de escritura. En 2007 tuve ocasión de
editar una soberbia novela suya, Sexto
sueño, que fue distinguida con el Premio
Nacional otorgado por el PEN Club ese año. La misma aborda las peripecias de
una anatomista (y compositora de boleros) que intenta reconstruir los hechos de
la vida de un criminal de Chicago, que termina sus días, tras treinta años de
prisión, exiliado en Puerto Rico, donde se dedica a embalsamar pájaros. Un modo de construir la narración que ha ido
afinando, creciendo, desarrollando a lo largo de estos años. Una estela en este
mosaico poliédrico que conforman sus obras.
Siguieron los intercambios
vitales, las circunstancias de cada una, allá y acá, el diálogo sin
interrupción. En 2014 apareció Raquel Hobeb, madre de William Carlos Williams y
el personaje que hoy nos convoca, en la vida de Marta. Y tuve la emoción de
compartir en una fructífera, interesante, jugosa comunicación a partir de las
distintas versiones que me fue enviando y que han culminado en esta novela, más
que feliz, prodigiosa, que es La muerte
feliz de William Carlos Williams.
Y vuelvo a los derroteros de mi
lectura, pidiendo disculpas por este desvío tan personal y señero que es la
maestra Marta en mi vida, ya que nunca me guardo de criticar las presentaciones
donde el acompañante del autor se explaya en anécdotas personales que solo le
interesan a sí mismo. Para que me lo recuerden en otra ocasión.
Abre las páginas de esta novela una escena
dolorosa; el poeta William Carlos se debate en la última noche que comparte
casa con su anciana madre, Raquel, desquiciada, enferma, ya que la trasladarán
a un geriátrico; una mujer que supo ser «severa y frívola» en la hiriente
opinión de su hijo; que ha ocupado el antiguo desván reservado para la
escritura poética del médico en sus horas libres. Un lugar ajeno al trasiego
cotidiano y luminoso del día; un espacio habitado por los recuerdos, por los
sueños incumplidos. Y uno pronuncia “desván” y se confabula la memoria de las
novelas góticas y sus fantasmas que acechan en las buhardillas polvorientas,
lúgubres, en especial reservadas a las mujeres indómitas, que no se someten al
papel hogareño que les señala la sociedad, y una imagen asalta por sobre otras,
porque proviene también del Caribe: la puerta prohibida de Jane Eyre, que ocultaba prisionera a la primera esposa del señor
Rochester, una bella joven de Martinica, hija de un terrateniente, que se
debate prisionera en su locura. Jean Rhys, en El ancho mar de los Sargazos hizo saltar los goznes de esa puerta.
Aunque hay un elemento insobornable en la
figura de Raquel, no hay maldad aquí, hay resignación de un hijo que ha cuidado
de su madre hasta que su mala salud ya no lo permite, un anciano que atiende a
una anciana, a la que no ha llegado a comprender jamás, ajena, extraña. Esta es
la escena inicial que dará pie a la reconstrucción de una vida particular, casi
anónima, de una jovencita nacida en Mayagüez que soñaba con ser artista a pesar
de su pobreza, que alcanzó a lucir su incipiente talento pictórico en la
academia parisina gracias al esfuerzo familiar, que se dedicó al espiritismo,
una práctica muy corriente en el Caribe del XIX, y que, debido a su matrimonio
con un viajante de perfumes, se tuvo que trasladar a Rutherford, en Nueva
Jersey, un pequeño pueblo de una gran nación a la que nunca dejó de desdeñar. Para ella, conocida la importancia y la
vitalidad que tuvo la ciudad de Mayagüez en aquellos tiempos de traficantes y
revolucionarios, y tras callejear por París, supuso enterrarse en vida, «una
vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena»; ella que decía:
«Seré una gran artista o moriré de rabia».
Esta peripecia vital de la madre del gran
poeta William Carlos Williams, de la que nada sabíamos ni siquiera
sospechábamos, se vuelve en manos de Marta un explosivo contra la desmemoria que
nos aqueja individual y colectivamente, a las personas y a los pueblos. Porque,
como se afirma en la novela, «el arte triunfa cuando las cosas desaparecen».
Adivinamos el profundo desencuentro que hubo entre
madre e hijo, entre sus dos culturas: «Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con
la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de
vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños»; a pesar
de ello, se afirma del poeta, y como no es para menos, su pasión por la
materialidad de la lengua, de la creación: «Persigue una poesía que no se
contenta con ser lo radicalmente hermosa que es (…). Anota las voces de cuanto
le rodea: de las casa de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos,
olores e infamias (…) pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado
por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético».
Y nos lleva a una pregunta que considero
fundamental de esta novela y del resto de la obra de creación de Marta, ¿qué es
un patrimonio, sea familiar o artístico? ¿Qué se deja finalmente cuando se
desaparece tras tanta errancia? ¿Qué papel tiene la imaginación en la
permanencia, en la reconstrucción de la memoria?
La novela pone el foco en lo olvidado, lo
anodino, lo vencido. En París, adonde llega «lista, alegre, menuda de pies, pero pobre», embelesada de literatura,
de arte, de revistas de moda que lee de cuando en cuando en Puerto Rico, queda
el olor a pólvora y barricada, los cascotes manchados de sangre de la Comuna,
«el poema épico de los pobres», que van a asfaltar el suelo de los nuevos
bulevares, esa «perspectiva infinita,
abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una
violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma». También se detiene en los
ejércitos de hambrientos migrantes que ofrecen la fuerza bruta de su trabajo a
Estados Unidos para la construcción de edificios, vías, puentes, por donde rodará
el vertiginoso capitalismo que no se atiene a los seres y sus culturas, que las
deglute y las invisibiliza, las ningunea. Albañiles y cocineras que se vuelven
espíritus errantes por las grandes urbes.
Pero una huella fantasmal, soterrada,
mantiene esa presencia, el testimonio de la cultura, la experiencia y los
saberes originarios. Se afirma en la novela: «Algo no muere en la dispersión de
esa memoria». Y aquí está una de las decisiones clave de la narradora, más que
creativa, ética, ¿cómo hablar de lo que no se ha documentado, lo que no tiene
monumento, menciones, registro? Y descuella en su respuesta la herramienta
apabullante de la imaginación, una bien representativa del trópico, «donde se
disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas
porque no hay nada más».
Dos párrafos más destacaré (aunque podrían
ser cientos; algún crítico estos días señaló que terminó la novela con todas
las páginas marcadas destacando frases): «El lugar desde el cual se escribe es
siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. (…) Quizá esa tensión
entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la
escritura». Y más palmario si cabe: «Era el destino que se bifurcaba, de
pronto; el camino de vuelta a un sitio desaparecido que siempre se obstinaría
en recuperar (…). Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de
sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo».
Esta frase final no puede ocultar su
genealogía con la archifamosa pronunciada por Flaubert. Acá podría
transformarse en «Raquel soy yo», o «William Carlos Williams soy yo»; a ambos,
madre e hijo, los distinguió la relación con las voces; la de los muertos, en
el caso de la médium Raquel, que prefería inventar colores; la de las calles,
sus pacientes, sus vecinos, sus contemporáneos, en el caso de William Carlos.
Recuerdos propios y ajenos, reales, posibles, fantaseados, pero que hacen a la
construcción de una memoria y de una obra de arte. El poeta William se
encuentra en una ocasión, en un viaje a Puerto Rico, frente a la casa vacía de
su madre, una ausencia cuajada de voces,
de imágenes, de presencias espectrales que se niegan a acallarse, a desaparecer,
que se vuelven palabra poética.
Y aquí nos alcanza la otra decisión
fundamental, sostén de este edificio portentoso de la novela para mí. Hay un
breve asomo en la página 33 («Resido en una isla pequeña de nombre optimista.
La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela
Fermina») pero tenemos que aguardar al capítulo coronado por el número 22, que será
el dedicado a la genealogía particular de la autora, cuando acomete el dato
biográfico real de Marta, la peripecia de las mujeres de su familia, su abuela,
su madre, las que compartieron espacios, circunstancias, acaso sueños y
frustraciones como los de Raquel; enlaza la ficción con los datos históricos
con su vida personal, cómo inciden esas presencias anteriores en su escritura narrativa;
que al igual que el poeta, aunque no las haya transcrito bien, aunque haya
desvío en la memoria, vacilaciones, traspiés, oscuridades, chispazos, esas
presencias están, ese mestizaje de voces y tiempos nos transforman y nos dan la
palabra momentáneamente hasta que lleguen los venideros, que seguirán esa rueda
de memoria y recreación y utopía. «Las hojas liberan el pensamiento de las
raíces oscuras». Ojalá todas las ficciones, los cuentos y las memorias reales o
imaginadas, se desplegaran con esta lucidez que tiene Marta, con su escritura grácil, irónica, deslenguada o
afectuosa, demoledora, hipnótica. Un talento inaudito que no dejo de
celebrar.
Viviana Paletta
Librería
Juan Rulfo, Madrid
21 de
junio de 2022
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