La muerte feliz de William
Carlos Williams / Marta Aponte Alsina
Librería La Biblioteca de Babel.
Palma, miércoles 22 de junio de 2022
por Aránzasu Miró
Y si me ha fascinado escuchar todo
eso, más me fascina pensar que, a Marta Aponte, la ha traído hasta Mallorca un
propósito que podría, de igual manera, concluir en un libro/homenaje semejante.
Dejemos que sea ella quien nos cuente
qué la trae a Mallorca en este viaje trasatlántico que de Barcelona a Madrid la
ha traído hasta Palma. Pero yo añado que si se materializa, como espero, en una
novela, a tenor de la estela de la lectura de la que hoy nos convoca, podemos
conseguir una buena versión de nuestra isla en la gran literatura. La
esperamos.
Lo que Marta Aponte Alsina ha hecho
con la historia de Raquel Hoheb en el libro que nos convoca, esa "La
muerte feliz de William Carlos Williams", es mucho más que contar su
historia.
Reivindicar su figura ya estaría
bien; pero el libro, eso, lo supera en mucho.
No es su historia, ni su ciclo vital,
ni la despedida de su vida: es una reflexión sobre el cambio, la tenacidad, la
fuerza personal, y una reivindicación de valores de vida y de mujer que, en su
vigor y autenticidad, sorprenden. Porque la obra, que se ubica de partida en el
año 1949, nos sitúa en realidad a finales del siglo XIX, y con esta mujer
sorprendente recorreremos el mundo para entenderlo, desde la visión de una
mujer que quiere tomar las riendas de su vida, y que reflexiona sobre las
decisiones que toma. Hasta llegar a ese mediado siglo XX, que para Raquel ha
dejado de tener importancia. De la isla caribeña de que parte, al París de la
Exposición Universal de 1878 (el París de las demoliciones y las anchas
avenidas) donde se forma y se afianza, al nuevo mundo que le abre las puertas
en Nueva York y donde se instala definitivamente en Rutheford, Nueva Jersey: la
ciudad donde hace su vida de casada, donde nacen sus hijos, donde sus expectativas
de mujer y artista se funden en la nada de la familia y el lugar que la acoge,
y donde morirá ella misma, pero también su hijo, el poeta modernista que nos
servirá de enlace para esta historia.
Una historia que es mucho más que
eso, porque es también la semblanza, el ciclo vital de la propia autora: esta
Marta Aponte que interpela y busca a su propia madre y sus orígenes en ese
Puerto Rico que reivindica, el punto de partida y de referencias vitales de
Raquel Hoheb Williams y de ella misma.
Pero si la historia tiene mucho
interés, lo tiene todavía más la forma de contarla. ¡Qué moderna! ¡Qué fuerza
expresiva!
Yo, de joven, quiero ser como ella,
con esa expresión precisa, contenida, de frases cortas e impactantes, nada de
subordinadas, que tiene tanto por decir y sabe ir y venir, haciendo poesía y
obligándonos −obligándome al menos a mí− a anotar constantemente frases,
reflexiones.
Es un libro lleno de referencias −sé
que me pierdo muchísimas− en que esos tres mundos de civilización y cultura se
despliegan ante nuestros ojos permitiéndonos entenderlos.
Marta planta a su protagonista,
Raquel, ante los procesos de cambio que vivió París −la Comuna y la gran
reforma de Hausmann, esa gran ciudad post-barricadas y de grandes avenidas−,
ante el advenimiento de Nueva York como capital de un nuevo mundo y esa ciudad
de Rutherford que jamás apreciará, con una esencia que ni a ella ni a nadie, en
realidad, nos gusta reconocer:
«El equivalente
existe en las calles de París, donde abundan los barrios bajos y pecaminosos,
no me digas que no, le dijo George un día que se levantó sin tolerancia para
los melindres de su mujer. Sí, le dijo ella, como quien tiene la respuesta
lista a una pregunta que tardan mucho en hacerle, pero yo no los veía» (p. 118)
Una mujer que asume las decisiones
que toma, desde una fortaleza que la escritora nos narra haciéndolas creíbles.
No sé cuánta ficción hay en lo que cuenta de la historia de Raquel, y no me
importa. Sobre todo, porque es creíble y porque me sirve para ver y, en
particular, entender su mundo, ese mundo en proceso de cambio que, incluso
estudiándolo, estamos acostumbrados a conocer desde la perspectiva del hombre,
en masculino.
Recuerdo ahora, en mis lecturas sobre
ese París en transformación, la aproximación inusual a la flâneur vista
como mujer que hizo Anna Maria Iglesia en su La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019) con su caminar crítico desde la
perspectiva femenina de la práctica urbana.
Ver el mundo en perspectiva de género
también está bien y es un gran logro de esta novela. Porque nos situamos a
finales del siglo XIX. Eso también lo hace, y de forma sorprendente y veraz,
Marta Aponte.
Pero todavía mejor es esa hilazón de
ciclos vitales. El hijo que asiste a la decrepitud (y muerte feliz, para él) de
la madre; la mujer que entrelaza su realidad final con el proceso de la que fue
su vida; y la búsqueda otra de la realidad maternal, cíclica y de raíz de Marta
Aponte.
«Raquel
acostumbraba el oído a los acentos y
movimientos de quienes se acercaban al pueblito como lo había hecho ella, sin más premeditación que la
de seguir al hombre que le prometió
matrimonio con una mirada de cielo frío en día claro. De cómo se transformó la
muchacha traviesa con manos olorosas a trementina y aceite de linaza en madre
de una familia de locos recluidos en las oscuras noches invernales y
administradora del presupuesto doméstico, es una pregunta que ya no se hace en
el cuartito donde su hijo la retiene.» (pp. 60-61)
La novela nos sitúa en un momento de
actualidad, casi en círculo cíclico −dice Jacques−:
«El mundo
perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura
tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero
cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al
infinito» (p. 48).
La novela −ya digo−, nos sitúa en un
círculo cíclico en que Raquel Hoheb ya no tiene voz, ni recuerdos, aunque sí
sueños a modo de pesadillas, y su hijo se ocupa de atenderla para dejarla en
manos de un asilo que le dulcifique su final. Ese final que alarga ese círculo
que se cierra, ya que la novela toda se inscribe en el momento de ese día que
van a venir a recogerla. A modo de coda, finalmente sabremos que ha llegado «La
conciencia súbita del ciclo [que] le duele. Un golpe inesperado» (p. 186). Un
homenaje desde su propio reconocimiento al reconocimiento de la madre: esa
muerte feliz. Se cierran ciclos, se entienden procesos.
En veinticinco [25] capítulos la
estructura cíclica tiene sus sorpresas, porque acaba donde empieza (ya digo,
salvo esa pequeña coda añadida), pero en medio (capítulo 4), aparece ese otro
ciclo entrelazado, el de Marta Aponte en busca de su propia madre, en busca de
su abuela Fermina y de su madre isla, Puerto Rico. «Resido en una isla pequeña
de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde
nació y murió mi abuela Fermina» (p. 33).
Entretanto, entenderemos la escritura
de William Carlos Williams: «Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de
la máquina de escribir» (p. 9). Así comienza esta novela, que ya augura
ferocidades. «El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores» (p.
9).
Yo me demoraría en lecturas, aquí;
pero solo quiero decir y decirles: léanla. Si les dejo con ganas de hacerlo,
habré conseguido mi propósito.
«Escuchar y apuntar son hábitos» (p.
11) de escritor y poeta. Sabremos mucho sobre su manera de escribir, sus
papeles en los bolsillos, su rechazo a la solemnidad de T.S. Eliot desde otra
manera de hacer poesía, sus listados modernistas y punzantes. Mientras para
Raquel, relación madre hijo como punto fuerte, «el mundo, salvo París y algunos
parajes de Mayagüez, era una porquería» (p. 11).
«Él sabe de palabras, él no cesa de
intentar consolarla con palabras» (p. 12). Hay amor, amor filial, y amor
maternal, el reconocimiento de la mujer como madre: «La madre sabe que los
hijos no son del padre, sino suyos» (p. 12). El hijo la escribe, quiere
escribirla, lo ha hecho, y nos lo cuenta en el capítulo 16 en particular,
«testimonios hilvanados con bochinches» (p. 130), y esa es parte fundamental de
la documentación de Marta Aponte, que escribe poesía de la poesía de la
escritura de William Carlos Williams.
Esa estructura en que yo pienso
servirme, a modo de plantilla, para reescribir otra historia, porque es
increíble cómo entrelaza los ires y venires, los sentimientos de uno y otra. A
mí, como lectora, me fascinan los libros que me incitan a escribir; que me
propongan una plantilla para completar y rellenar, esto creo que no me había
pasado nunca. Los párrafos concisos de Marta Aponte no permiten ninguna
concesión a la holganza. Lo que aquí diríamos «Anem per feina»[1]. Palabras
medidas y las justas.
William Carlos define a su madre:
«Sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más
cercano al contacto poético» (p. 14).
Nos explicará la historia de la
familia de uno y otro, y recalaremos en la infancia de Raquel. Cautivadora, su
historia. Sus ciudades, donde «habría que estar en las ciudades de Raquel como
quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo» (p. 20). Mayagüez
(capítulo 3), donde la llamaban, «con más pasmo que cariño, la zurrapa» (p. 22),
donde se llena de referentes culturales y de vida interior. «Irás a París
porque es tu patrimonio y porque eres artista» (p. 26) sentencia su madre
Meline, y ella, con su «temperamento vivísimo, inteligencia notable» (p. 27),
asume el reto y lo hace. Pinta, toca el piano, parte a París, se aleja de la
pena: «No es frecuente que la madre te diga mírate en este espejo para que no
me imites en la pena» (p. 32). Y lo hace. Diciéndose a sí misma: «Soy la dueña
del mundo, la hija de mis padres» (p. 34), pero también se dice que «ser una
insignificante mujer sin atributos no es tan grave» (p. 34).
París, su París, 1878, momento de la
Exposición Universal en Trocadero, es fascinante.
«El año siguiente
a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo
lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me
impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la
invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no
podía compararse con la más austera sala parisina. [paréntesis] (El puerto de
Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo
contrario)». (p. 58)
Leedlo. París. Trocadero y sombreros.
Sabremos de su vida de casada
(capítulo 7) antes y mientras París, y su retorno a Puerto Plata, y su
noviazgo, y su ida tras él a Nueva York, donde él «venderá sus colecciones de
sellos y se comprará una boca nueva» (p. 99). Y nunca más será aquel que la
enamoró, ahora él y su madre y hermanos, esa Emily Dickinson tan cruelmente
real, tan poéticamente incómoda.
Finalmente Nueva York con su puente
de Brooklyn en construcción: «Así cualquiera hace una ciudad, la ciudad más fea
y desvergonzada del mundo» (p. 116), y el Rutheford donde se encierra («en
comparación con Rutherford, Mayagüez era una gran ciudad» (p. 118)), donde en
1883 nacerá su hijo William Carlos, el poeta, donde, «En el torbellino de polen
y polvo, el futuro le parecía tan soso como los informes de ventas que George
[su marido] dedicaría su vida a rellenar» (p. 120).
«Así creció William
Carlos, junto a una teoría imposible de una madre pintora que no podía trazar
una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus
balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen.»
(p. 154).
Así que por fin nos contará de la
mujer pintora que fue Raquel Hoheb Williams, (capítulo 20), y esa delicia de
qué es la pintura no tiene desperdicio:
«Fuera
distracciones. Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de
cosas que le llaman la atención. Responderá a la visión ordenadora de sus
maestros. Pintar no es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni
olores. Es pura imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por
disolverse en lágrimas.» (pp. 156-157).
Y mucho más.
De la misma manera que la escritora,
Aponte, nos recordará su proyecto: la escritora y su ciclo: «Hace poco desperté
sabiendo que le debo un recuerdo» (p. 169). Así que hará relación entre
momentos. Enlaces de ciclos.
De manera que nos llevará al final,
al cierre de ciclos donde Raquel se retira de escena, a un asilo. Ese es el
final de la historia. La coda es su muerte. «Es una muerte feliz, y es solo
suya. (...) Impones esa alegría que no entiendo. ¿Por qué?» (p. 204).
De manera que, para concluir, solo
añadiré la definición que William Carlos Williams hace de su madre: «Stern and
frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la
personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.» (p.
29) Ese Stern and frivolous que me recuerda a mí a ese Sturm und drang
tormenta y estrés (o sacudir y arrastrar). del romanticismo.
No sé si he desentrañado demasiado la
novela. Solo quería incitar su lectura.
Gracias por escucharme.
Aránzazu Miró
Palma-Alaró, 22 de junio de 2022
[1] “Poner manos en la masa”, emprender.
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