jueves, 11 de agosto de 2022

Raquel En Mallorca


 

La muerte feliz de William Carlos Williams / Marta Aponte Alsina

Librería La Biblioteca de Babel. Palma, miércoles 22 de junio de 2022

por Aránzasu Miró

 Estos días tan activos de periplo por España, escuchaba a Marta Aponte en una emisora de radio hablar del proceso de investigación que le ha llevado a escribir esta historia (feliz) de la madre de William Carlos Williams. Porque, nos guste o no, como 'madre de' es como yo la he encontrado en internet. Claro que me ha maravillado... esos ¿doscientos libros de y sobre William Carlos Williams que dice ha investigado, esa biografía que su hijo poeta le escribió... de la que parte la historia... lo veremos en el propio libro...

Y si me ha fascinado escuchar todo eso, más me fascina pensar que, a Marta Aponte, la ha traído hasta Mallorca un propósito que podría, de igual manera, concluir en un libro/homenaje semejante.

Dejemos que sea ella quien nos cuente qué la trae a Mallorca en este viaje trasatlántico que de Barcelona a Madrid la ha traído hasta Palma. Pero yo añado que si se materializa, como espero, en una novela, a tenor de la estela de la lectura de la que hoy nos convoca, podemos conseguir una buena versión de nuestra isla en la gran literatura. La esperamos.

Lo que Marta Aponte Alsina ha hecho con la historia de Raquel Hoheb en el libro que nos convoca, esa "La muerte feliz de William Carlos Williams", es mucho más que contar su historia.

Reivindicar su figura ya estaría bien; pero el libro, eso, lo supera en mucho.

No es su historia, ni su ciclo vital, ni la despedida de su vida: es una reflexión sobre el cambio, la tenacidad, la fuerza personal, y una reivindicación de valores de vida y de mujer que, en su vigor y autenticidad, sorprenden. Porque la obra, que se ubica de partida en el año 1949, nos sitúa en realidad a finales del siglo XIX, y con esta mujer sorprendente recorreremos el mundo para entenderlo, desde la visión de una mujer que quiere tomar las riendas de su vida, y que reflexiona sobre las decisiones que toma. Hasta llegar a ese mediado siglo XX, que para Raquel ha dejado de tener importancia. De la isla caribeña de que parte, al París de la Exposición Universal de 1878 (el París de las demoliciones y las anchas avenidas) donde se forma y se afianza, al nuevo mundo que le abre las puertas en Nueva York y donde se instala definitivamente en Rutheford, Nueva Jersey: la ciudad donde hace su vida de casada, donde nacen sus hijos, donde sus expectativas de mujer y artista se funden en la nada de la familia y el lugar que la acoge, y donde morirá ella misma, pero también su hijo, el poeta modernista que nos servirá de enlace para esta historia.

Una historia que es mucho más que eso, porque es también la semblanza, el ciclo vital de la propia autora: esta Marta Aponte que interpela y busca a su propia madre y sus orígenes en ese Puerto Rico que reivindica, el punto de partida y de referencias vitales de Raquel Hoheb Williams y de ella misma.

Pero si la historia tiene mucho interés, lo tiene todavía más la forma de contarla. ¡Qué moderna! ¡Qué fuerza expresiva!

Yo, de joven, quiero ser como ella, con esa expresión precisa, contenida, de frases cortas e impactantes, nada de subordinadas, que tiene tanto por decir y sabe ir y venir, haciendo poesía y obligándonos −obligándome al menos a mí− a anotar constantemente frases, reflexiones.

Es un libro lleno de referencias −sé que me pierdo muchísimas− en que esos tres mundos de civilización y cultura se despliegan ante nuestros ojos permitiéndonos entenderlos.

Marta planta a su protagonista, Raquel, ante los procesos de cambio que vivió París −la Comuna y la gran reforma de Hausmann, esa gran ciudad post-barricadas y de grandes avenidas−, ante el advenimiento de Nueva York como capital de un nuevo mundo y esa ciudad de Rutherford que jamás apreciará, con una esencia que ni a ella ni a nadie, en realidad, nos gusta reconocer:

«El equivalente existe en las calles de París, donde abundan los barrios bajos y pecaminosos, no me digas que no, le dijo George un día que se levantó sin tolerancia para los melindres de su mujer. Sí, le dijo ella, como quien tiene la respuesta lista a una pregunta que tardan mucho en hacerle, pero yo no los veía» (p. 118)

Una mujer que asume las decisiones que toma, desde una fortaleza que la escritora nos narra haciéndolas creíbles. No sé cuánta ficción hay en lo que cuenta de la historia de Raquel, y no me importa. Sobre todo, porque es creíble y porque me sirve para ver y, en particular, entender su mundo, ese mundo en proceso de cambio que, incluso estudiándolo, estamos acostumbrados a conocer desde la perspectiva del hombre, en masculino.

Recuerdo ahora, en mis lecturas sobre ese París en transformación, la aproximación inusual a la flâneur vista como mujer que hizo Anna Maria Iglesia en su La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019) con su caminar crítico desde la perspectiva femenina de la práctica urbana.

Ver el mundo en perspectiva de género también está bien y es un gran logro de esta novela. Porque nos situamos a finales del siglo XIX. Eso también lo hace, y de forma sorprendente y veraz, Marta Aponte.

Pero todavía mejor es esa hilazón de ciclos vitales. El hijo que asiste a la decrepitud (y muerte feliz, para él) de la madre; la mujer que entrelaza su realidad final con el proceso de la que fue su vida; y la búsqueda otra de la realidad maternal, cíclica y de raíz de Marta Aponte.

«Raquel acostumbraba el oído a los acentos  y movimientos de quienes se acercaban al pueblito como lo  había hecho ella, sin más premeditación que la de seguir al  hombre que le prometió matrimonio con una mirada de cielo frío en día claro. De cómo se transformó la muchacha traviesa con manos olorosas a trementina y aceite de linaza en madre de una familia de locos recluidos en las oscuras noches invernales y administradora del presupuesto doméstico, es una pregunta que ya no se hace en el cuartito donde su hijo la retiene.» (pp. 60-61)

La novela nos sitúa en un momento de actualidad, casi en círculo cíclico −dice Jacques−:

«El mundo perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al infinito» (p. 48).

La novela −ya digo−, nos sitúa en un círculo cíclico en que Raquel Hoheb ya no tiene voz, ni recuerdos, aunque sí sueños a modo de pesadillas, y su hijo se ocupa de atenderla para dejarla en manos de un asilo que le dulcifique su final. Ese final que alarga ese círculo que se cierra, ya que la novela toda se inscribe en el momento de ese día que van a venir a recogerla. A modo de coda, finalmente sabremos que ha llegado «La conciencia súbita del ciclo [que] le duele. Un golpe inesperado» (p. 186). Un homenaje desde su propio reconocimiento al reconocimiento de la madre: esa muerte feliz. Se cierran ciclos, se entienden procesos.

En veinticinco [25] capítulos la estructura cíclica tiene sus sorpresas, porque acaba donde empieza (ya digo, salvo esa pequeña coda añadida), pero en medio (capítulo 4), aparece ese otro ciclo entrelazado, el de Marta Aponte en busca de su propia madre, en busca de su abuela Fermina y de su madre isla, Puerto Rico. «Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina» (p. 33).

Entretanto, entenderemos la escritura de William Carlos Williams: «Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir» (p. 9). Así comienza esta novela, que ya augura ferocidades. «El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores» (p. 9).

Yo me demoraría en lecturas, aquí; pero solo quiero decir y decirles: léanla. Si les dejo con ganas de hacerlo, habré conseguido mi propósito.

«Escuchar y apuntar son hábitos» (p. 11) de escritor y poeta. Sabremos mucho sobre su manera de escribir, sus papeles en los bolsillos, su rechazo a la solemnidad de T.S. Eliot desde otra manera de hacer poesía, sus listados modernistas y punzantes. Mientras para Raquel, relación madre hijo como punto fuerte, «el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería» (p. 11).

«Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras» (p. 12). Hay amor, amor filial, y amor maternal, el reconocimiento de la mujer como madre: «La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos» (p. 12). El hijo la escribe, quiere escribirla, lo ha hecho, y nos lo cuenta en el capítulo 16 en particular, «testimonios hilvanados con bochinches» (p. 130), y esa es parte fundamental de la documentación de Marta Aponte, que escribe poesía de la poesía de la escritura de William Carlos Williams.

Esa estructura en que yo pienso servirme, a modo de plantilla, para reescribir otra historia, porque es increíble cómo entrelaza los ires y venires, los sentimientos de uno y otra. A mí, como lectora, me fascinan los libros que me incitan a escribir; que me propongan una plantilla para completar y rellenar, esto creo que no me había pasado nunca. Los párrafos concisos de Marta Aponte no permiten ninguna concesión a la holganza. Lo que aquí diríamos «Anem per feina»[1]. Palabras medidas y las justas.

William Carlos define a su madre: «Sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético» (p. 14).

Nos explicará la historia de la familia de uno y otro, y recalaremos en la infancia de Raquel. Cautivadora, su historia. Sus ciudades, donde «habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo» (p. 20). Mayagüez (capítulo 3), donde la llamaban, «con más pasmo que cariño, la zurrapa» (p. 22), donde se llena de referentes culturales y de vida interior. «Irás a París porque es tu patrimonio y porque eres artista» (p. 26) sentencia su madre Meline, y ella, con su «temperamento vivísimo, inteligencia notable» (p. 27), asume el reto y lo hace. Pinta, toca el piano, parte a París, se aleja de la pena: «No es frecuente que la madre te diga mírate en este espejo para que no me imites en la pena» (p. 32). Y lo hace. Diciéndose a sí misma: «Soy la dueña del mundo, la hija de mis padres» (p. 34), pero también se dice que «ser una insignificante mujer sin atributos no es tan grave» (p. 34).

París, su París, 1878, momento de la Exposición Universal en Trocadero, es fascinante.

«El año siguiente a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no podía compararse con la más austera sala parisina. [paréntesis] (El puerto de Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo contrario)». (p. 58)

Leedlo. París. Trocadero y sombreros.

Sabremos de su vida de casada (capítulo 7) antes y mientras París, y su retorno a Puerto Plata, y su noviazgo, y su ida tras él a Nueva York, donde él «venderá sus colecciones de sellos y se comprará una boca nueva» (p. 99). Y nunca más será aquel que la enamoró, ahora él y su madre y hermanos, esa Emily Dickinson tan cruelmente real, tan poéticamente incómoda.

Finalmente Nueva York con su puente de Brooklyn en construcción: «Así cualquiera hace una ciudad, la ciudad más fea y desvergonzada del mundo» (p. 116), y el Rutheford donde se encierra («en comparación con Rutherford, Mayagüez era una gran ciudad» (p. 118)), donde en 1883 nacerá su hijo William Carlos, el poeta, donde, «En el torbellino de polen y polvo, el futuro le parecía tan soso como los informes de ventas que George [su marido] dedicaría su vida a rellenar» (p. 120).

«Así creció William Carlos, junto a una teoría imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen.» (p. 154).

Así que por fin nos contará de la mujer pintora que fue Raquel Hoheb Williams, (capítulo 20), y esa delicia de qué es la pintura no tiene desperdicio:

«Fuera distracciones. Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de cosas que le llaman la atención. Responderá a la visión ordenadora de sus maestros. Pintar no es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni olores. Es pura imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por disolverse en lágrimas.» (pp. 156-157).

Y mucho más.

De la misma manera que la escritora, Aponte, nos recordará su proyecto: la escritora y su ciclo: «Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo» (p. 169). Así que hará relación entre momentos. Enlaces de ciclos.

De manera que nos llevará al final, al cierre de ciclos donde Raquel se retira de escena, a un asilo. Ese es el final de la historia. La coda es su muerte. «Es una muerte feliz, y es solo suya. (...) Impones esa alegría que no entiendo. ¿Por qué?» (p. 204).

De manera que, para concluir, solo añadiré la definición que William Carlos Williams hace de su madre: «Stern and frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.» (p. 29) Ese Stern and frivolous que me recuerda a mí a ese Sturm und drang tormenta y estrés (o sacudir y arrastrar). del romanticismo.

No sé si he desentrañado demasiado la novela. Solo quería incitar su lectura.

Gracias por escucharme.

 

Aránzazu Miró

Palma-Alaró, 22 de junio de 2022

Aránzasu Miró es historiadora del arte, periodista cultural, e investigadora en música y antropología urbana.Reside en Palma, Mallorca, Islas Baleares, España


[1] “Poner manos en la masa”, emprender.

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