Hay aventuras del Rey que no he
contado, escribiría el Hans que escribo yo, Julia, la mujer escrita
El Rey no encontraba en esas
notas las misteriosas claves que él mismo deseaba desconociéndolas. Löhrer, un
hombre maduro, se vio en la posición de Scheherazada, la cuentera real, a
partir de informes de otros viajeros a lugares que no pudo visitar. Informaba sobre Afganistán, una de las regiones ancestrales del opio,
en una descripción que revela el estado de esa región maldita por la codicia:
“Las estribaciones de Hindu Kish, hacia el sur, se asemejan en algo a nuestro
amado paisaje alpino. A ambos lados de la pendiente hay aldeas de gentes
amistosas construidas en terrazas. Ahí se cultiva un vino excelente, de
reputación en todo el mundo. Los albaricoques, las almendras y una cantidad
innumerable de frutos diversos crecen silvestres. El valle que se extiende
hacia Kabul es, gracias a la protección de las montañas nevadas, un paisaje de
praderas y jardines… ¡Imagínese lo que podría hacerse con tal lugar bajo un
régimen organizado!”
El Rey le preguntaba qué decían
sus fuentes sobre las siembras de opio, flores rojas al viento, resinas que son
un regalo de la madre tierra, y Löhrer confirmaba que, en efecto, que en aquelloa valles y en esas terrazas se encontraban tierras propias para la siembra. Pero
que no olvidara el Rey las cualidades, las primeras causas de un reino: que el
Rey quedara protegido como en un inexpugnable tablero de ajedrez del capricho
de las estaciones y de los desvaríos de la naturaleza, de la maldad y la
ambición de los hombres y de todo género de necesidades.
Löhrer rindió otros informes
sobre lugares en Brasil, las islas del Pacífico, Persia, Noruega, evaluando sus
perspectivas como emplazamiento del nuevo reino de Lohengrin sobre la tierra.
Así se fue conformando la admirable repetición de las 1001 noches que el astuto
Löhrer le trasladaba al Rey, mientras este aspiraba la pipa de kif, o ingería dosis
extraordinarias de láudano que hubieran matado a un hombre frágil. Desde luego,
habría que comprar tierras, hacer trámites con los consulados alemanes, algo
que no debe preocupar a un monarca, para eso están los funcionarios y las
influencias, insistía machaconamente Löhrer, mientras el rey jugaba con fuegos
artificiales.
Pero en verdad no había un lugar en el mundo que
no estuviera bajo alguna bandera, que no fuera propiedad de alguien. Incluso
las tierras realengas requerirían la intervención de consulados alemanes ante
monarcas parientes y amigables para que permitieran el asentamiento del nuevo
reino.
Estas nuevas al fin parecieron
cerrar el ciclo de Ludwig. La patria chica era detestable con sus paisajes
pintorescos y sus pueriles castillos de piedra. Olvídalo todo Löhrer y retírate
a jugar con tus nietos. Se te están cayendo los dientes, le dijo una noche, con
una sonrisa que dejó al descubierto sus
propios dientes podridos.
Lo que se desconoce es que el
rey, con la duplicidad de sus facultades reales, desconfiaba de sus edecanes,
ministros e incluso del docto archivero que le inventaba cuentos geográficos.
De manera que se le ocurrieron otros emisarios cuando empezó a aburrirle el relato del
viejo Löhrer. En otras palabras, le fue infiel a su propio deseo materializado
en el docto, persistente y simple Löhrer.
El emisario fui yo,
Hans, el jardinerito cojo; un premio a mi cómica inteligencia y
conocimiento íntimo de las plantas. Me destinó a un punto que quizás la
imaginación de Löhrer visitó en una de sus escalas, el Caribe, un mar con mil
islas. A mi encomienda, además de encontrar el lugar del
reino, se sumaba otra aspiración del Rey, que odiaba a su madre vulgar y detestaba las
guerras, y que ya se hastiaba de una idea que acabara con el dolor de la
violencia. Una planta que desarmara legiones de soldados agresores, acobardados,
carne sin nombre, un arma que acabara con todas las guerras.
(Fragmento de Los botánicos alemanes, novela a punto de parto, escrita por Marta y sus auxiliares).
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