La
sopa de almácigo sazonada con la miniatura inclasificable abría otra puerta y
violentaba los confines de su vida anterior. Apreciaba a plenitud la calidad de
los dos caldos, cada uno en las antípodas del otro: el tenebroso jugo de los
Alpes bávaros y el exceso sabatino de la pensión de aquella ciudad de brujos.
Pero el paladar de Hans era virgen. Él no lo sabía hasta que probó el caldo que
se obtiene de la dulce corteza hervida del almácigo. Algo le habían dicho esa
mañana sus compañeros de pensión sobre las virtudes de la corteza del almácigo,
cuando anuncio su expedición a Las Planadas, pero eran unos charlatanes;
podrían estar muriéndose de aburrimiento, y quejarse muy solapadamente de los
españoles, y alimentar conjuras que con él no compartían, pero nunca, nunca,
dejaban el relajo. El chiste, la broma, la maledicencia. En fin, el relajo.
Hans
le da vueltas a la noria del recuerdo inmediato, y repite. El almácigo es la
esencia de un medallón. ¿Was? El tronco es rojo, pero tras una corteza que se
despelleja la piel es verde.
Morir
lejos de la tierra donde se nace, cómo será ese sentimiento, me pregunto yo,
Julia, que no salgo de aquí. Quizás un presagio del paraíso o del infierno.
Quizás un adelanto de la próxima vida. Hans Adalbert no pensaba en esas cosas,
un explorador que se cree moribundo no tiene tiempo. Pero las sentía, como
sienten los perros el trance de la agonía.
El
sabor real de la sopa de almácigo sazonada con aquella especie no evocaba ni
por cortesía de la imaginación las enjundias de la sopa de gallina, no obstante
los huevos azules encontrados como piezas de porcelana preciosa entre los
matojos de la sierra. Huevos sucios más perfectos en su ronca geometría que las colecciones del rey de Baviera.
(De Los botánicos alemanes, novela).
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