No acostumbro recibir mensajes del más allá. No creo en el más allá. No puede haberlo porque la muerte cabal es imposible, por razones puramente biológicas. Aunque no tuve hijos, los de mi hermana sobreviviente son casi idénticos en el orden genético al pobre carapacho que lleva mi nombre. De modo que lo único que desaparecerá cuando estire la pata será esta conciencia precaria atrapada en un cuerpo achacoso. No se perderá gran cosa.
Sin embargo, los viejos espiritistas me estremecieron. Empiezo a entender por qué.
Claro que sé quienes son Anselmo y Carla. Él era mi hermano, a ella la quise siempre.
Carla, mi mujer. Todavía resiento la separación inesperada, precedida de unos síntomas inocuos, un dolorcito en el costado cuando se levantaba de arrancar las hojas secas de los geranios, el reflejo de un tumor maligno que descubrimos porque insistí en el médico sabiendo que no podía darme el lujo de perderla. La culpa es mía. Hubiera vivido más si no me hubiera dado con ponerla en manos del muy carnicero.
En el hospital sufría tanto que ya no soportaba que la tocaran, pero no quería irse.
–Háblele –me dijo la enfermera. Abrí la boca y dejé que la lengua improvisara sin apelar a la razón. Le recité unos poemas de la poetisa amiga de papá. Hizo una mueca. Le dije que cuando volviera a casa encontraría los geranios florecidos. Grito espantoso. Entonces le conté que su tamarindo cuajaba unas vainitas del tamaño de granos de arroz y liberó dos lágrimas finas y dejó de respirar. Le cerré los ojos, estrellé contra el piso el vaso del agua con que había humedecido sus labios. Dejé que se pudrieran los geranios.
Quizás su muerte la salvó de un dolor infinito. Carla se crió aquí, en la calle Las Iglesias de Santurce, esta vía sin salida, un retazo de aldea rodeado de autopistas, solares baldíos, negocios abandonados, ruinas invadidas por árboles viejos, muros revestidos de arbolitos enanos que hunden sus raíces en las paredes derrumbadas. No hubiera tolerado el desalojo. Las casitas de los pobres estorban por más brillo que se les saque. Me imagino a los blanquitos que ocuparán los nuevos edificios observando desde sus amplias terrazas un techo mohoso, con asco, ellos, los que no pueden vivir fuera de sus casas refrigeradas. Me imagino a la madre que los parió y los maldigo.
En contraste con el aire de abandono que ha provocado la partida de los vecinos – casi todos vendieron sus casitas– nuestra casa se ve como nueva. Está pintada de amarillo. La retoco en marzo y en noviembre, aunque no lo necesite, y también repaso con pintura los bordes de las aceras, la piedra del jardincito y el tronco del úcar. Me gusta que las cosas brillen, es una manía que tengo, la aventura del desorden se la dejo a los poetas.
Al rato de irse los viejos añadí un poco de jalea a una tostada y trabajé en el vivero. Es un espacio destinado a las plantas y al Ford que ya no manejo, ni me ocupo en mantener, pues dedico mis atenciones solitarias al cuidado de los bonsai. Carla, una negra corpulenta, me decía bonsaicito y es verdad que si fuera por mi estatura tendría que compararme con los verdores que corto y obligo manejando pinzas, tijeras, prensas, tenazas y alambres. Los animales me gustan más que las personas, pero menos que las plantas enanas.
Soy el creador de dos flamboyanes, cinco limoncitos, una docena de trinitarias y un roble de treinta años, más pequeño que un niño chiquito, todos pasables, pero mi obra maestra es el tamarindo de Carla, recién transplantado a una jarra rectangular color café con leche. Hice dos, uno para mí y el otro para ella. El de Carla tiene las flores más claras, el mío el tronco arrugado y un lecho de musgo
Tuve tres ocupaciones: querer a Carla, entregar cartas y reducir árboles. En los ratos libres leía los restos de la biblioteca de papá, desde Aristóteles hasta Zola con un vistazo ocasional a los estatutos. Ahora, cuando me acosa la frustración de una vida gastada en tan pocas experiencias, me recupero diciéndome que abandonados a la naturalezas mis arbolitos ya habrían muerto. Construyo utopías para hormigas, repúblicas prósperas para microinsectos, raíces de corteza suave hinchadas como manos reumáticas, sometidas al rigor del corte, a salvo del desamparo. “La forma de un bonsai se descubre entre el instinto y el pensamiento”. Esa frase (único fruto de mis meditaciones) le gustó tanto a Carla que la anotó en el calendario de la cocina el último día que pasó en casa.
Hay personas que les platican, yo no. Hablo poco, me acostumbré a escuchar a Carla, que era más inteligente que yo. Algo me dice que Anselmo hubiera tenido mejor pinta y más labia, no en balde es el preferido de la familia y de las viejas momias de la Casa de las Almas.
Anselmo nació muerto. No puede ser un espíritu, no llegó a respirar. O acaso nunca dejó de ser un espíritu, me es indiferente la distinción. Lo cierto es que sin aventurarse a nacer tuvo padres y abuelos que jamás lo olvidaron; a mí, su gemelo, me hicieron sentir que si no me hubiera tardado tanto en encontrar la salida de la cueva, quizás él viviría.
Ando siempre de prisa y ocupado. Incluso en mi jubilación no dejo de moverme. El poco tiempo que me queda lo he destinado a las visitas mensuales al médico, al pago de las facturas de luz y agua, al diálogo matutino con el cartero que me ha sustituido en la ruta, al cuidado de los bonsai, a la siesta después de almorzar sardinas con papas rociadas con aceite de oliva, al paseo a las cuatro de la tarde. Cuando Asunción está le alabo los olores que salen de su cocina. Rechazo sus invitaciones, le río los chistes, ella me ríe los míos, con ella es fácil reír. Después recorro las calles elevadas de Santurce hasta el cansancio. Antes de volver a casa despacho seis cervezas en el billar. A veces me dan ganas de tocar la puerta de Asunción.
De modo que me sorprendió que el eco de las palabras leídas por el viejo me dieran la bienvenida todas las noches, a la vuelta del billar, cuando, eructando los vapores de la cerveza, subía la cuerda del reloj de péndulo, una antigüedad colocada junto al librero de tomos encuadernados que reconstruye un rincón de la oficina de mi padre. Las oí claritito, como si el viejo hubiera dejado su eco…
Manuel, dont let me die
Antes no era feliz, pero al menos me quedaba el consuelo del orden. Aunque valiente orden el que se disolvió de pronto, en la noche brutal de las pesadillas. Sufrí espantosamente hasta que el teatro de los esperpentos provocados por las palabras de Dionisio se me fue haciendo habitual e incluso cómico. Soñaba con el feto de Anselmo y el coño de Carla como si fueran dos muñecos de carnaval, cuando no me perseguían los versos de la amante del desorden o alguna frase de Stendhal traducida al inglés, declamada por Dionisio el aeropagita. Kardec salmodiaba unas líneas del código napoleónico. Malditas sean las pesadillas cultas. Era como vivir con una espina alojada en la garganta, de esas que en el mejor de los casos se disuelven antes de engendrar tumores.
O los engendran, como el que apareció en mi vida conciente. Un olvido de la noche.
Lo encontré una mañana, cuando regresaba de la oficina del médico. Tenía las hojas finas. Olía a salitre, no sé cómo pudo prosperar enquistado en la pared de la casa abandonada. Sorprende que los amantes de la naturaleza, enemigos de coartar el crecimiento salvaje de los árboles, sean indiferentes a los que subsisten abandonados en las paredes de las casas en ruinas.
Me lo traje con un pedazo de la pared y le corté una de las ramas principales para que pareciera un árbol hendido por un rayo. Entonces, sin pensarlo mucho, le acodé una ramita de mi tamarindo grave y arrugado, un experimento atrevido de mezcla de especies, pero nada nuevo para mí, ya que sin alardes he logrado injertos magistrales. Con un alambre fino le doblé las ramas flexibles hasta hacerlas rozar las piedritas del suelo y añadí a la criatura, que ya presagiaba en su porte la morriña de una planta sufrida, una dosis de hormonas. Exhausto, como si hubiera tenido que podar una especie gigantesca, dediqué un buen rato a admirar la sombra que proyectan los bonsai más viejos, los que cuido desde antes de conocer a Carla, los enanos que consumieron la tercera parte de mi vida.
La noche del trasplante bajó la temperatura. Dormí como un animal, tanto que desperté con dolor en el cuello y una plácida sensación de descanso. Al afeitarme me sorprendió la tersura de mi cara en el espejo. Salí al patio y comprobé que la tierra estaba húmeda. El tamarindo de Carla había perdido unas hojas, lo coloqué más cerca de la verja del lado de Asunción, por donde no sopla el viento. El toldo que protege a las plantas del sol se veía triste, necesitaba una limpieza. Examiné la herida del arbolito nuevo y para no deprimirme rechacé la idea de que no me alcanzaría el tiempo para impartir los sucesivos cortes y trasplantes encaminados a su forma definitiva.
Eché una siesta sin almorzar. Me despertaron los truenos y la lluvia que entraba por la ventana. Saludé a las manchas familiares del techo, los nudos de la madera y la resina reseca de las paredes. Pensé que si la isla se hunde las plantas me sobrevivirán hasta que alguien se haga cargo de ellas. Si yo sobrevivo a la isla, las llevaré conmigo, como los antiguos cargaban las efigies en miniatura de sus ancestros. Amamantándome con esa imagen consoladora volví a dormirme.
Desperté alborotado por el olor de la cocina de Asunción. Sentí hambre en un lugar olvidado del cuerpo. Ante el espejo solté una carcajada. Un pelo negro en una cabeza de canas. Desde luego que sin espejuelos y enfrentado a un vidrio opaco es imposible percibir una imagen exacta. Tampoco me hice muchas ilusiones con la erección. Abrí la nevera y sólo encontré el frasco de jalea.
Había dejado de llover. Me puse los tennis de caminante. Una mirada al espejo antes de salir reveló al Maneco de siempre: el cuerpo de alfeñique, los labios fruncidos.
Caminé riéndome solo, pensando en la magia simpática, en la ilusión de que la herida del arbolito era una puerta que se me abría a otro tiempo, largo, risueño y oscuro, oculto en las entrañas del espejo. Mentiras piadosas. Si el pobre sobrevive al trauma del injerto, llegará a formar su propio nudo en el tiempo, ese que se revela cuando el corte de una rama nos deja adivinar el ritmo y la dirección de su renacimiento.
Las puertas de la Casa de las Almas estaban abiertas. Por una de ellas se asomó la mensajera de Dionisio, armada con unas tijeras, una regadera y una sonrisa interminable. No me reconoció o se hizo la loca. Me dio la espalda. Se puso a cortar las ramas secas de las trinitarias y a rociar las plantas.
Vi las casas del vecindario, saludé a los viejos que todavía se arraciman en algunos balcones. Desde aquí no se ve el mar, pero se siente. Si de mí dependiera sólo salvaría esta loma.
A la vuelta del paseo me atreví a tocar la puerta de Asunción.
Trato de no recordar mi vida sin ella.
– Anselmo Manuel– me dijo hace unos días, tu hermano también se llamaba Anselmo. ¿Tenía otro nombre?
–Manuel. Se llama Manuel Anselmo -dije –. Para qué desperdiciar un nombre. Él no nació y su nombre me tocó a mí.
Me ríe los chistes. Yo le río los suyos. Es una ilusión, claro. Viajamos en barcos que se alejan en direcciones opuestas. Ya no me asusta tocar a su puerta. Dejo que ella me recorte y me pinte el pelo. Le cuento mis pesadillas y ella me lee en Hola los chismes de la duquesa de Alba. Devoro sus alimentos. No me importa saber si su amor es una perversidad, un gesto de misericordia o una obra de arte.