lunes, 12 de enero de 2009
Fugas
Para no gastar el tiempo se acostaba con la ropa puesta. Este nene salió a mí, será músico, tiene el tiempo medido, bromeaba papá. Quizás, respondió mamá, si aprende a regalar el tiempo medido. Mamá creía que los músicos son la gente más generosa, miden el tiempo con sus propios cuerpos y para colmo lo regalan.
A él le parecía imposible medir y regalar el tiempo. Sólo entendía que por haber economizado tantas horas en su tiempo cabía todo, hasta algunas cosas viejas y enormes, como la mancha en la pared, que esa tarde se veía negra en contraste con la blancura de la carta. Aunque Isabel tratara de borrarla a fuerza de detergentes y capas de pintura la mancha trasparecía con la malicia de una diabólica cabeza de payaso cada vez que apartaban el sofá de su lugar bajo la ventana.
Alguien que se levanta vestido se mueve a sus anchas por el tiempo, y más él, que no había vuelto a la escuela desde la ausencia de mamá y papá y gustaba de juegos lentos, dependientes de una mínima flexión muscular. Le entretenía repasar la cartilla casi tanto como limpiar el instrumento de papá, muy bien guardado para que nadie lo encontrara.
También veía televisión de vez en cuando, sobre todo documentales que narraban excursiones a lugares extraños. Por ese medio, sin moverse del sofá, viajó a la ciudad sagrada de Benarés haciendo escala en la asombrosa Isla de Hierro, donde hay un árbol que en vez de frutas produce agua. También visitó un deslumbrante salitral en Uganda, lleno de cigüeñas carnívoras.
Despertaba de la siesta y con los ojos y oídos muy abiertos repasaba la cartilla de páginas sucias, maltratadas por su cariño de lector constante, de esos que se llevan el libro al baño y a la cama, que lo dejan caer y mancharse de chocolate, de grasa, de mugre. Pensando en las escenas de los documentales alteraba las imágenes gastadas, se imaginaba que las letras de la cartilla crecían y entonces se asomaba al balcón de la A gigantesca que iluminaba la palabra anillo. Un anillo como el del vendedor de pigmentos rojos que se mezclan con las cenizas de los muertos en la sagrada ciudad de Benarés.
Lo de las fugas empezó una noche, después de irse mamá, cuando él se estaba vistiendo. Se había bañado con la prisa de un atleta olímpico. Poniéndose la camiseta que había sido parte del uniforme escolar, lo sorprendió la sensación de una caricia. La tela de la camiseta estaba bastante gastada; apenas crecía, y si usaba la ropa del año anterior Isabel economizaba dinero. La viró al revés; leyó la etiqueta: “Hecha en México”. Al formar las palabras con los labios sintió una pesadez muy grande, como si fuera a reventarle la cabeza. Hacer lo que se dice hacer, como se hace una camiseta, en casa sólo hacía Isabel, cuando mezclaba los ingredientes de un arroz con salchichas o de unas galletas de chocolate. En cuanto a en, la idea de que una cosa estaba en otra era más evidente: él estaba en su cuarto, el cuarto en la casa, la casa en Puerto Nuevo, Puerto Nuevo en Puerto Rico, Puerto Rico en América, América en la Tierra, la Tierra en el Universo, el Universo quién sabe dónde.
México estaba en América, América en la Tierra, la Tierra en el Universo, el Universo quién sabe dónde. En México había gente con manos parecidas a las suyas, buenas para vestirse, rascarse, detenerse en ciertas partes agradecidas. En México había manos que le provocaron un desvanecimiento al ver con cuánto cansancio se alzaban sobre una mesa cubierta por un mantel de flores antes de depositar el alimento en otras manos que hasta entonces habían acariciado los dobleces de una camiseta como la suya, con una simpatía abierta, en saludo a otras manos invisibles. Todo eso se le reveló por dentro, como si la sangre bajo la piel tuviera ojos, sólo con tocar la camiseta, a la que cobró, desde ese día, un afecto temeroso.
Un hilo suelto en la trama de la camiseta le marcó el camino hacia una enorme caldera en medio de un bosque. En la caldera hervía un tinte rojo. El rojo era uno de los colores de su propio cuerpo. Tenía un lunar rojo entre los dedos índice y corazón de la mano derecha, su sangre era roja. Nunca había pensado que estuviera hecho de lo mismo que estaban hechas las cosas más distantes, que nada tenían que ver entre sí y mucho menos con él.
De todas sus partes la más fascinante era la sangre. Había visto su sangre por primera vez como la ven todos los niños, una caída, y en medio del terror de mamá y de las acusaciones de torpe y majadero que le lanzaba papá notó que mientras más trataban de detener el flujo que corría por la rodilla mugrienta más sangre le brotaba, como si estuviera vaciándose.
Un documental sobre los grandes descubrimientos científicos le sugirió que la sangre era de la misma calidad que el agua de la ducha, que su liquidez se repetía en el refresco de limón y que Maneco, el cartero, también portaba de la cabeza a los pies un pequeño universo ambulante de sangre. No le quedó más remedio que gastar un par de minutos golpeándose la cabeza contra la pared. Trató de comprender el misterio y quedó igual. Pero no quedó igual. Nadie que se dé cuenta de que es igual a todo puede quedar igual.
Ya no distingue bien dónde termina él y empiezan las cosas. Le basta con fijarse en un poro abierto por el agua caliente o en una gota de sudor para seguir el hilo, hasta que se cansa de no encontrar un final, porque todo final es un comienzo. Imposible medir las cosas, mucho menos posible medir el tiempo por donde pasan las cosas y menos aún regalar lo que no se tiene ni se entiende. Nunca sería músico. Tan incómodo razonamiento lo sumía en una morriña de la cual sólo lo sacaban las galletas de chocolate de Isabel, tan torpe y majadera.
En Isabel no pensaba mucho. Bastante tenía con seguir los hilos que sobresalían de su propio cuerpo. Además la mujer no permitía acercamientos a quien no fuera Maneco o los protagonistas de sus telenovelas. Lo peor de la pobreza es tener que vivir en esta casa donde mi hermana se desgració, no resistió aquella travesura del muy payaso, a quién se le ocurre jugar a la ruleta china, o como se llame, era un desgraciado, nunca sirvió para nada. Maneco no le sostuvo la mirada a la vieja, se fue con su universo de líquidos a la próxima casa. Los carteros toman café en muchas casas.
Y así hasta hoy, cuando Maneco trajo la carta. Isabel la leyó suspirando y apretándose las manos, una expresión de actriz de telenovelas, sólo esto me faltaba, a mi edad tener que bregar con esa loca como si no bastara con la carga de este muchacho voluntarioso.
No era para tanto. Mantenía en orden su cuarto, fregaba, regaba las matas y si no podía sacar la basura era porque el pensamiento de que algunas cosas nacen para ser basura no le cabía en la cabeza.
Además de ayudar a Isabel en casi todo lo que a la vieja se le antojaba, le reservaba una sorpresa: cuando ella dormía la siesta él apartaba el sofá de la pared y gastaba un poco de tiempo observando la mancha con los ojos muy abiertos.
Esa tarde, atento al hilo tendido entre la pared y la carta abandonada sobre el televisor, hizo un gran descubrimiento. La sangre imborrable es la medida del tiempo, no tiene fin desde que el mundo es mundo; discurre entre vivos y muertos cuando, harta de fijeza, busca la compañía de una sangre idéntica para fugarse.
Todo empezó con el instrumento de papá, bien guardado en una bolsa plástica con diseño de flores amarillas, enterrada en un agujero arenoso y húmedo, bajo una loseta. Es gris como las aguas del Ganges que bordean la ciudad sagrada de Benarés.
De pronto, interrumpiendo el juego, Isabel despierta ferozmente de la siesta. Prepárate que hoy llega tu madre. Van a cerrar el manicomio, tendremos que vivir los tres de la pensión del desgraciado, le gritó desde el baño, sin darle aún la cara.
Qué fea es, parece una cigüeña carnívora del lago de Uganda, pensó ante el espanto de Isabel boquiabierta y muda en el hueco de la puerta, quizás valga la pena esperar a que llegue mamá, ella sabrá qué hacer con la sangre de papá, ella traerá sus propios hilos enredadores.
Claro que antes le hablaré, se dijo volteando rítmicamente el tambor del revólver. Mira, mamá, solito. Mira, mamá, sin ti. Mira mamá, ya soy músico. Toma, mamá, te regalo el tiempo medido, un montón de horas sobrantes.
(Del libro Fúgate)
martes, 6 de enero de 2009
Papi de Reyes
Era la mañana de Los Tres Reyes Magos…
No tenía nada para regalarle a su primera hija, de apenas un mes de nacida…
No; así no podía ser el primer día de Reyes de su pequeña…
Fueron los Reyes quienes le regalaron su primer instrumento de cuerdas…
Quienes llenaron su mente de fantasías cuando era apenas un pequeño…
Pero había ganado poco en esa Navidad…
Su escasa educación, un poco de nivel elemental, no le permitía aspirar a un empleo remunerado, con un salario seguro… Aquella caja amarilla y marrón, llamada escuela, llena de palabras desconocidas, de miradas interrogantes y expresiones abrasivas, no le había permitido utilizar todo su conocimiento ancestral sobre el campo y las estaciones… No le dio espacio para desarrollar su talento de rimar e improvisar al ritmo de un cuatro o un tiple… Sólo le entregaba palabras extranjeras, enredadas, absurdas e incapaces de recorrer y describir aquellos barrios, aquellas gentes, aquellas costumbres… Y así lo espantó, inmisericorde, de su patio…
Sin la escuela, sus manos llenas de dedos improvisados -que apenas tenían fuerzas para recorrer, toscos, la guitarra con desvelo- sólo parecían aptas para las faenas arduas de la construcción o del desmonte…
Y no tenía con qué agasajar a su pequeña primogénita…
No tenía con qué comprarle el primer regalo de Reyes a su niña…
Por eso, desolado, subió al monte aquella mañana.
Con sus manos amplias, la frente sudada y los ojos llorosos, desenterró frutos de la tierra, cubiertos de suelo…
Depués bajó al pueblo y procuró vender aquel tesoro bronceado, rescatado de la tierra.
Ya de tarde, llegó con un pequeño regalo: apenas un pequeño angelito de vidrio, arrodillado. Lo envolvió con esmero y lo acercó a la cunita de su hijita bebé…
Tres décadas más tarde, aquel joven, que ya se ha hecho viejo, ofrece el mismo regalo, el mismo tipo de regalo, a niñitos desconocidos… a niños pacientes de cáncer, como su única nieta.
Esta vez no ha tenido que subir al monte a buscar ñames, ni bajar al pueblo a vender el producto. Esta vez ofrece su propio fruto, que ha nacido muy profundo, no de la Tierra, sino, de adentro de su ser…
Maduradas por el dolor y la pobreza, abonadas por el sol de la luz de su familia, y endulzadas con las voces tibias de su esposa, nacen dentro de él la música… las canciones… la voz…
Las mismas alas que lo transportaran de joven a visitar países lejanos y lo sacaran de su campo cuando era un chiquillo, ahora le nacdn del alma en forma de décimas, de seises, de plenas, de aguinaldos… y las ofrece, como plegarias, a los niños enfermos.
Les ofrenda canciones que van, secretamente, acompañadas de peticiones de salud y de vigor.
Esta vez no subió solo al monte. Subió al cuarto piso de oncología del Hospital San Jorge, acompañado de su familia, de su esposa, de sus hijas, de sus nietos y de su pequeña nietita, de sus vecinos del barrio La Mesa, de muchos amigos y allegados y, por qué no, de desconocidos que poco a poco fueron uniéndosele para llevar ese regalo, esa ofrenda.
Es el mismo regalo. Sí, aunque algo cambiado, es el mismo regalo.
Continúa siendo eso, un angelito…
Un angelito musical que se anida, como una nota de esperanza, en esas pequeñas almas y, arrodillado, latiendo dentro de esos diminutos corazones, y desde el corazón de sus padres, trata de florecer en salud… y pide transformarse en un poco más de vida, en una segunda oportunidad de correr, de sentir el mar, de bañarse en la brisa, de reír, de disfrutar… de cantar…
jueves, 1 de enero de 2009
Las propuestas de Javier Sáez de Ibarra
Propuesta imposible (cuentos)
Javier Sáez de Ibarra
Madrid: Páginas de Espuma, 2008
Abre la puerta, descubre otras puertas, las abre. Una de ellas podría ser la entrada a un parque donde un niño se pregunta cómo percibirán el universo los peces del estanque. Otra podría llevar al estanque donde transcurre la vida misteriosa de los peces. Otra quizás nos descubra al acompañante del niño, un hombre que, acorralado por una obsesión, no ve más que una puerta cerrada.
Hace treinta años Jean Baudrillard llevó al límite la intuición de Walter Benjamin sobre la pérdida de valor de la experiencia, minimizando el gran trauma del final del siglo veinte a un efecto de la evolución tecnológica: la decadencia de referentes fuertes. Entre los estertores de muerte de lo real y lo racional comenzaba la edad de la simulación. Ya no se era parte de la marcha de la historia. Por el contrario, se vivía en una “nebulosa, atravesada por corrientes pero vacía de referencias”.
La encerrona paranoica prospera en la simulación virtual del lenguaje humano por sus modelos: máquina, mapa, espejo, programa. Una de las propuestas imposibles del libro de cuentos de Javier Sáez de Ibarra parece ser la de un lenguaje que, desde las entrañas del monstruo, se resiste rabiosamente a la nebulosa del simulacro. El autor construye su propuesta en espacios cerrados y hasta cierto punto controlados. Las múltiples prisiones de la identidad se aíslan, como si respondieran a las condiciones de un experimento: un atasco, el cerebro de un enfermo de Alzheimer, el territorio minado de las relaciones familiares, el escenario de una catástrofe sin nombre o la sinrazón de un espectáculo peligroso y absurdo. En todos los casos, y a pesar de los lugares banales, el sujeto de la propuesta es un hombre “encarnado”, cuya materialidad se opone al nihilismo exangüe o militante.
Las estructuras narrativas, como los escenarios desarraigados, provienen de modelos reconocibles: la ciencia ficción, el policial, el cine, el thriller sicológico, incluso la parodia humorística. En contraste, el lenguaje de estos relatos es siempre un salto mortal, un más allá del límite de la palabra y de los géneros que se simulan. Desde esa capacidad para “narrar lo incontrolado e incontrolable del hombre dentro de un esquema controlado y cuidado” (Raúl Brasca) Sáez de Ibarra se atreve a proponernos un desvelo de las cosas, un cuerpo a cuerpo con los grandes temas de la existencia.
Quizás el eje central -como en toda narrativa que se atreve a forzar los límites del lenguaje- es el tiempo. En el cuento “Propuestas sin posible” se eliminan las relaciones causales entre varias escenas incomparables entre sí, cuya aproximación en la página plantea un enigma. Sin arriesgar una interpretación cabe sugerir que se trata de encerronas brevemente atisbadas por la iluminación fugaz que sugiere la escena final: “Una señora mayor que recuerda el nombre de un vecino al que maltrataban con sus juegos infantiles, al ver cómo una misma memoria lo borró y se lo ha traído… comprende entonces”. (9)
El cuento policial “Resolución”, cifrado en la figura paterna y los conflictos entre la ley y el deseo, despliega un lenguaje de una precisión visual implacable en una trama cuyos desdoblamientos -así como los diálogos truncos y arrancados de contexto- recuerdan la gramática del cine. Es una escritura de la elipsis, de la voz desperdigada y socavada. De pronto el narrador se suma a las voces de los personajes como si fuera un fragmento de vida más. Se corre el riesgo de sofocar y hasta sabotear la tensión que distingue al policial tradicional al detener la “acción” para explicar dos métodos tranquilizantes. El primero es pensar intensamente hasta convencerse de que en realidad no existe nada, es decir, nada que no sea esa sensación total de ser nada, de estar fuera del tiempo: no hay movimiento, luego no hay tiempo, por tanto, nada sucede. El otro: “Se trata de que adelantemos el reloj de la mente unas horas o varios días, tantos como se quiera; no es difícil. Entonces uno percibe que la gravedad de ese momento se disuelve, tiene que disolverse con el suave empuje del tiempo”. (18)
Estas libertades destructoras de la verosimilitud realista hacen pensar en una poética de la escritura como traducción, es decir, como generación de textos fronterizos, que jamás podrán ser transparentes y unívocos. Entre los personajes de estos relatos se distinguen las criaturas simples y paradójicamente sabias para quienes el lenguaje es siempre un descubrimiento, la invención personal de seres en trance de aprenderlo u olvidarlo: los niños y los ancianos desmemoriados. Cierta belleza brutal se refleja en la construcción de unas tramas que parecen erigirse como arquitecturas extrañas conforme a las artes de una composición musical o multimediática: repeticiones, contrapuntos, poesía concreta. No obstante el canto, no dejan de ser cuentos, esas criaturas que emanan de la capacidad de ver, y que añoró en su diario Alejandra Pizarnik.
En “Suceso”, la aparición en “el pueblo más esquinado de Almería” de largas filas de hombres negros vestidos con sombreros y abrigos reinterpreta la pesadilla de los replicantes de Blade Runner. El contraste entre el happening delirante y la ingenuidad del narrador en un escenario casi folklórico, de comedia de costumbres, matiza con humor un relato abierto. También tiene ecos de ciencia ficción el magistral montaje de una catástrofe en “Como una historia de amor” cuyo protagonista en fuga lucha por salvar a su familia de la avalancha de una muchedumbre amorfa. En “La vida parece” un hombre se enfrenta a su hijo recién nacido pensando que la criatura podría ser un “robot de última generación” sin nadie darse cuenta, pues “nadie sabe, en realidad, si otro vive”. Más allá del enigma teológico, este curioso relato puede leerse como una reescritura del tema del monstruo asociado con los procesos reproductivos, y que aquí se manifiesta desde otra propuesta imposible: la histeria masculina.
Lo que no medra en estas narraciones, -donde sí hay espacio para la broma y la ternura sin sentimentalismo- es la frialdad. “Donde está” -uno de los relatos de infancia más hermosos que he leído desde “A Christmas Memory”, de Truman Capote- narra una epifanía que irrumpe en la sordidez, al tiempo que ennoblece la memoria como vivencia individual “entre el recuerdo y lo que después es sabido o imaginado”. “Vamos a ver a Dios”: así entiende el narrador la promesa del padre, cumplida en el ambiente de una feria callejera. Nos cruzamos de nuevo con el resabio de la exploración teológica, sólo que aquí la ley del padre tiene un aire generoso y apunta a una poética que es también una ética: “Mi padre decidía acelerando la marcha o cambiando el rumbo. Así se acostumbra el hijo a discriminar lo que merece la atención de lo que no. Así se le enseña a apresurar las decisiones y separar en porciones el inasible tiempo”. (85)
Más que un libro, Propuesta imposible es un viaje contra la corriente inasible, tan incitante -para cerrar en clave de humor este recorrido brevísimo de unos textos fuertes- como el cruce del Niágara en bicicleta. En la nota de contraportada del libro se recomienda a los lectores:
Lea estos cuentos, preferentemente, durante la noche. Cuando la jornada para el trabajo, el engaño y los crímenes ha concluido. Trate de no leer más de uno o dos cada vez; han necesitado años para formarse. En un relato, como en un poema, la brevedad se ha llenado de alusiones y misterio; permítase un tiempo de respiro en el que abrirse a la contemplación de la literatura.
La riqueza de las propuestas de Javier Sáez de Ibarra merece mucho más que estos apuntes, pero el libro trascenderá por la estremecedora verdad de sus enigmas. Volveremos a visitarlo como se regresa a los lugares inolvidables que pasan la prueba del tiempo.
Marta Aponte Alsina
31 de diciembre de 2008
Primeros párrafos
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