martes, 12 de mayo de 2009
sábado, 9 de mayo de 2009
Un lector en la isla del fin del mundo
Marta Aponte Alsina
Alejandro Tapia fue el primer autor puertorriqueño conciente de serlo, el menos amateur en un país dotado de una singular y equívoca distinción. Puerto Rico, una de las primeras colonias fundadas durante la expansión imperial renacentista, la última colonia española en el Nuevo Mundo, sigue siendo un territorio inmóvil en la telaraña del Destino Manifiesto. Es verdad que de la isla salieron Hostos y Betances, y que otro país fue posible en la imaginación de los desterrados. Sin embargo, mientras el siglo de las revoluciones americanas de independencia se coronaba de palabra y obra con uno de los inventores de la modernidad en lengua española, José Martí -de quien aprendería Darío, más que una cadencia, el caudal memorioso de las culturas del libro- nuestro siglo diecinueve cierra con un poema de Muñoz Rivera dedicado al hombre feliz que no ha visto más río que el de su patria.
Sirve de emblema de la ciudad letrada cubana un linaje de poetas. En el oriente cafetalero, en una sola familia, nacieron José María Heredia, el “poeta nacional” y José María de Heredia, el “poeta afrancesado”. Opuestos que coinciden e incitan a pensar en los caminos sorprendentes de las culturas del Caribe; en el alcance insospechado de las tramas que por la región circulan sin morderse la cola ni alcanzar la puntada de remate. Heredia “el afrancesado”, de paso, fue prototipo de lo que Edward Said llamó, a propósito justamente de escritores del Caribe inglés, el “voyage in”: un autor nacido en un país periférico cuya obra invade y transforma el canon de Occidente, si bien en el caso de Heredia no por vía de la resistencia y la influencia crítica, sino de la asimilación.
Heredia fue discípulo de otro isleño nacido también en una colonia: Leconte de L´isle, hijo predilecto de la Isla Reunión, autor de Poemas bárbaros, un abigarrado cúmulo de paisajes orientalistas donde emergen como en un espejismo ciudades que cobijan antros de violencia y guaridas de gigantes dormidos. Rubén Darío copiará unos versos de los Poemas bárbaros como lema de su entrada en la ciudad de Nueva York, a la que llama “el corazón del bárbaro”, escondrijo de hombres encerrados en “torres de piedra, de hierro y de cristal”.
Tapia, Heredia, Leconte de L´isle y desde luego Martí y Darío, todos ellos fueron lectores apasionados de Víctor Hugo, el más idolatrado escritor metropolitano del siglo diecinueve. Para muestra de afectos, unas palabras de José Martí: “Parecía una visión. Parecía una nube de plata. Parecía un mensaje de la altura. Parecía el cortejo de un monarca, -monarca de monarquía desconocida en la tierra. Era Víctor Hugo.” [1]
Conmueve que esa comunidad de lectores, imposible en el plano de la vida breve, ocurra en el territorio de las novelas de Hugo. A la luz artificial de la lectura, se cruzan rutas distantes. Mientras el cubano Heredia sienta plaza de primer discípulo de una escuela poética que será un centro de poder en Francia y cuyos ritmos regresarán al español gracias al oído de Rubén Darío, Tapia será el primer escritor obstinado, deseoso de gloria y condenado a la escritura como siembra en el desierto de un territorio invisible, para usar el concepto explorado por Eduardo Lalo.
Víctor Hugo publicó su primera novela siendo casi un niño. Han D´islande, entre otras intrigas, cuenta las leyendas de un monstruo habitante de las tundras islándicas. Se publicó en 1823, tres años antes del nacimiento de Tapia. Comenta el mismo Tapia en sus Memorias la pobre oferta de librerías de San Juan, en las primeras décadas del siglo diecinueve. Pero en las bibliotecas particulares de las familias ilustradas se encontraban otros libros, “pasto del alma, delicias del espíritu” (Gracián), entre ellos, además de los enciclopedistas prohibidos, los novelones de Scott y de Hugo. Tapia apenas describe los años que empleó “en hablar con los muertos”, respirando el aire polvoriento de la biblioteca de la familia Andino. El eco de esa biblioteca reaparece en la de Domingo Delmonte, a quien conoció en Madrid durante su primer exilio. Recordar esos lugares es ir en busca de un lector que vivió en una de las islas del fin del mundo y que se hizo libre entre los libros.
La lectura de las novelas de Hugo, del Macías de Larra y del Gil Blas de Lesage es la trama oculta de La leyenda de los veinte años, una novelita publicada por Tapia en 1874, en la imprenta sanjuanera de González. Por entonces le ocupaban varias obras más sustanciales: la histórica Cofresí y las excéntricas Póstumo el transmigrado y Póstumo el envirginiado, además de La sataniada. Quizás esta novelita, escrita al margen de trabajos de gran aliento, descorre la intimidad del taller de un escritor cuya huella personal sólo se capta, y ello hasta donde la discreción lo permite, en sus Memorias.
En su superficie, la escritura de Tapia responde a las formas historicistas y sentimentales de una corriente popular que Peter Brooke ha llamado “la imaginación melodramática”. La superficie es una cifra, una respuesta soterrada a la censura política.[2] En la bárbara situación colonial los libros eran artículos prohibidos. Escribir en la colonia suponía, además, una diglosia: de un lado las hablas del país, -producto de siglos de aislamiento, hibridación, mestizaje y comercio clandestino- del otro la tradición canónica de la metrópoli. De modo que el escritor tenía por fuerza que enfrentarse, al construir su poética o sistema literario, al peso de la historia y a los mecanismos que sostienen al sistema imperial. Comenta Derek Walcott, refiriéndose a una realidad contemporánea cuya complejidad, no obstante, se manifiesta de cierta manera en nuestro escritor colonial del siglo diecinueve: “Esta vergüenza, el deslumbramiento ante la Historia, posee a los escritores del tercer mundo, para quienes el lenguaje es una forma de esclavitud. Rabiosamente deseosos de una identidad propia, solo respetan la incoherencia y la nostalgia”.[3] Tapia investigó, es un hecho, otra Historia del país en las crónicas que publicó en la Biblioteca histórica, sentando así la orientación de su propia poética.
En La leyenda de los veinte años pugnan la libertad de la imaginación y el peso de la Historia en escenarios narrativos forjados por la voluntad del escritor lector. La novelita narra los líos amorosos de Eduardo, un muchacho que nunca ha salido de la isla y que hierve con la ardiente pasión de sus instintos eróticos y sus lecturas. La trama de peripecias, a la usanza de una comedia de errores e infidelidades, acarrea materiales literarios, a la vez que elementos del género de la crónica, además de cierto distanciamiento metatextual, como si el narrador se viera a sí mismo en el acto de escribir. La edad del protagonista, su diferencia respecto a la edad del narrador, sientan el tono entre cariñoso y paternal, incluso en la dedicatoria a José Julián Acosta, amigo de infancia de Tapia. El personaje se caracteriza, ante todo, como lector: “Así pues, no existe calle, plaza ni espacio en la ciudad y sus contornos, de que no ha salido nunca, que no le recuerden algún pasaje o lugar de sus lecturas”. [4] Un lector, por cierto, de Victor Hugo:
Eduardo está en aquella época feliz. Vive en una ciudad pequeña, pero a su edad todas son bellas y populosas. Más aún: no hay novela de su tiempo, que al devorarla él con ávida mente, no quede localizada por su imaginación en la ciudad nativa. Siendo ésta la de San Juan, Puerto Rico, no hay lugar en ella que, aunque de la manera más absurda, no imagine como teatro de algunas de las escenas que en las referidas novelas se representan. Así el castillo del Cañuelo es para su mente el famoso de Munckolm que tanto figurara en Han de Islandia; en la Catedral cree ver a Claudio Frollo deslizándose durante la noche por su atrio solitario, y a Cuasimodo en lo alto de la torre buscando en las tinieblas, con su ojo único, la sombra de Esmeralda. [5]
El paisaje también mimetiza los lugares sagrados de los poetas “laquistas”, cuando Eduardo lee desde su orilla, el misterio de las aguas: “La serena bahía con sus manglares verdes y las selvas en lontananza represéntale, ya los lagos de Suiza, que se figura muy risueños, ya el sombrío Támesis, cuando el manto de la noche empieza a cubrirlo”. [6] En ocasiones la voz del narrador traza matices lúdicos, cercanos a la sátira, pues sabe que la imaginación, cuando coloca a Puerto Rico en el centro de una geografía prescrita y cultivada en otra parte, incurre en un absurdo. Puerto Rico, en su radical insularismo, en la profunda humillación de un régimen político donde quien detenta el poder puede hacer de todo impunemente, no es un país. Sólo, a duras penas, un paisaje, o más bien, la construcción delirante de un paisaje.
Pascale Casanova en su estudio sobre la constitución de las literaturas nacionales, sugiere que “la politización en forma nacional o nacionalista -en cierto modo, por tanto, la “nacionalización”- es uno de los rasgos constitutivos de las pequeñas literaturas” y a propósito cita a Milan Kundera: “Una pequeña nación se parece a una gran familia, y le gusta llamarse así”. [7] Dicho de otro modo, la ausencia de poderes políticos se compensa, a veces patéticamente, desde las barricadas del nacionalismo literario.
En contraste, en las metrópolis, “los espacios literarios nacionales se construyen en estrecho vínculo con el espacio político de la nación que, a cambio, construyen a edificar”, [8] armando un cuerpo de instituciones académicas, eclesiásticas y políticas. Así se canoniza, se momifica, se levantan monumentos a una memoria siempre cuestionable. Casanova pone por ejemplo a París y la literatura francesa que, durante el siglo diecinueve y parte del veinte fueron centros de irradiación, tanto de estéticas vanguardistas como académicas; portadores del derecho a canonizar por decreto, hacia su propio interior y hacia afuera, a dispensar la “inmortalidad” que concedieron, con sendos espaldarazos, a autores como Heredia y Leconte de L´isle.
No se podía pedir a España que “consagrara” al raro escritor de su última colonia. España era la periferia exótica de la Europa moderna; para Victor Hugo, uno de los afluentes de la corte de los milagros que el novelista sitúa en los bajos fondos de París. Cuando Betances publicaba que “España no puede dar lo que no tiene” no hacía propaganda. Quizás por eso el Eduardo de Tapia es un lector afrancesado. Su imaginación desbocada trueca los reinos africanos de Cangrejos por la simetría de Versalles, las líneas de defensa de Puerta de Tierra por los caminos de Auteuil. Curiosas también las trasposiciones que realiza su imaginación de lector novelero. El Han de Islanda de Hugo es un monstruo de semblante humano, un demonio formidable, un bandido que siembra el terror en sus comarcas. ¿De dónde esta visión nórdica de lo bárbaro? En un paisaje polar semejante empieza la historia de Frankenstein; el frío también conserva cadáveres. Han de Islandia, según Hugo, es el libro de un autor tan joven como el protagonista de la novela de Tapia, que parece hacerle eco en sus devaneos sentimentales.[9]
Convertido, al final de la novela de Hugo, en un patriota, Han destruye el castillo de Munckholm, incendiándose con él en muestra de un odio ejemplar a los hombres. Para el Eduardo de Tapia, el fortín de El Cañuelo, se manifestaba como un reflejo tropical del sombrío castillo de Munckholm. Puesto que el bandido ocupaba los márgenes de la cultura, el Cañuelo podía ser visto, en noches tormentosas, desde el otro lado de la bahía, como un equivalente a escala de Munckholm sin que la pequeñez del fortín boricua representara una afrenta a los criterios del buen gusto.
Por otra parte, la catedral de Notre Dame, a juicio del narrador de Nuestra señora de París, es uno de los lugares sagrados de su ciudad, es decir, de su nación. La barbarie podrá apasionar a un Victor Hugo nostálgico de los orígenes, pero para él, Notre Dame, a pesar de las profanaciones sufridas, era mucho más que la suma de sus piedras.
En la catedral de la isla de Tapia, mora algún cadáver ilustre. Ahí yacen los restos del Conquistador Juan Ponce y los despojos de Bernardo de Balbuena, el poeta barroco, y en el atrio se representaban los bailes ancestrales de los negros. Pero la historia del país no satisface el apetito del lector concebido por Tapia. En lugar del fantasma de Balbuena, se desliza el de Claudio Frollo; en lugar de los metálicos golpes disonantes de la armadura de Ponce, se oyen las pisadas desiguales del campanero Cuasimodo. Eduardo se apropia de los monstruos de Hugo y los empequeñece a la escala de la catedral isleña. Los enaniza, como veremos, desde la atmósfera del aplatanamiento que es la tórrida zona profana donde medra el régimen colonial. Sobre todo si el lector es un personaje que desde su lugar invisible reclama esa garra sagrada, la autonomía imaginaria.
La reducción al absurdo que produce el situar a personajes de la “literatura universal” en una de las islas del fin del mundo esboza un atrevimiento escondido bajo el tono de parodia y olvido de “lo propio”. Entre los personajes que así se trasladan no sólo figura Claudio Frollo, el letrado enloquecido por el deseo, sino el monstruo aferrado a sus campanas con quien se comparaba Tapia al describir su apego a la isla. Curioso espejo este, extraño destino que un lector le depara al monstruo de la catedral que fuera ejemplo del “arte magnífico de los vándalos”. [10]
Comenta Franco Moretti, en torno al manejo del espacio en la novela histórica, que en las de Walter Scott, así como en Nuestra señora de París puede leerse una continuidad entre el espacio y la metáfora.[11] Quizás porque su ciudad no es una verdadera capital, sino el escenario de sus tedios, cuando el aspirante a poeta de La leyenda de los veinte años la recorre a medianoche no lo asedia el terror que asalta al poeta de Victor Hugo enfrentado a la sordidez de los barrios, sino el aburrimiento de la plaza de Santiago y la calle de Norzagaray. Caminando junto a la muralla va pensando en el vasto mar “que me separa del mundo”.
Si algún subtexto hay en esta novela, ese es el contraste entre la cultura vegetativa del país y los lugares comunes de una Europa leída desde las lánguidas estaciones del trópico. La imagen de la isla se configura en sus sensualidades. En un almuerzo campestre, tres de los personajes, sentados a la mesa, conversan mientras degustan un almuerzo híbrido:
La antigua criada Ma Francisca les sirvió el almuerzo que, no por llamarse criollo, dejaba de ser europeo; pues junto a la hayaca del Guaïre y del mofongo a la puertorriqueña, incitaban el apetito otros platos más exóticos. El buen vino no podía faltar. [12]
Cordialidad perfumada con el humo de las “espiras vagorosas y aromáticas de la hoja de Comerío”. En la molicie de esa estética resultaría incomprensible que un cigarro no fuera un cigarro
La complicidad del diálogo entre los criollos y el militar español pone en escena un mecanismo comparable al código que Susana Zanetti, en su libro La dorada garra de la lectura, lectoras y lectores de novela en América Latina, ha llamado un pacto de lectura y escritura “que remite al pacto colonial español”. Entre la complaciente voluptuosidad de la colonia y la morbidez mediterránea no hay, se sugiere, diferencias de fondo, al menos en la lascivia que provocan.[13]
La ciudad invisible se apropia de los espacios del gran melodrama (el cementerio, la plaza desierta, las calles sonámbulas) y les rebaja el tono. Las sagradas claves nacionales que Hugo hubiera situado en la “sinfonía en piedra” de la catedral de Notre Dame se trasladan al paisaje. El paisaje es el país; metonimia, como en Gautier, de mujer y fronda.
El credo de la voluptuosidad, como toda coartada, formaliza un ritual de encuentros. Es la utopía consoladora de la naturaleza como Arcadia, pero una Arcadia cautiva, que se sabe falsa, como si la corrupción de la complicidad entre el imperio y el colonizado que denuncia Walcott, la complacencia ante la estética de la villa miseria colonial, pudiera excusarse tras cierta displicencia juguetona. Las mujeres despechadas llevan la peor parte en La leyenda. Sólo una prevalece: la “octerona” Carolina, “la de la mano de fuego satánico” que se cuela de cierta manera en los escenarios del poder. Los negros son personajes secundarios: cocinan, trabajan, se ríen de las ocurrencias del blanquito en el idílico hogar del señor que todavía no se desprende de la embriaguez del paisaje, de la voz blanda que seduce y aplatana.
No obstante su marginalidad, esta trama urdida por un lector en una isla del fin del mundo es, como todas las obras construidas a partir de la lectura de otras obras, un ejemplo del arte liberador de la reapropiación. Trasladar, desarraigar para resembrar; reducir en el sentido culinario de la cocción que concentra el sabor de los alimentos. Para el protagonista lector de la Leyenda, los pueblos no mueren de nada mientras puedan robarse el fuego de las ficciones para levantar castillos en el aire.
El último lector estará siempre más allá de los discursos institucionales y académicos. Tapia, Martí, Heredia, fueron a su vez leídos por Nilita Vientós, otra isleña apasionada lectora de Hugo, quien de niña, tras una lectura de Los miserables, decidió estudiar derecho con la intención de promulgar leyes que convirtieran las cárceles en escuelas.
¿Dónde están, ahora, ese lector, esa lectora, que, a la manera del Eduardo de Tapia se crean capaces de poner los monumentos literarios en su sitio, es decir, de reducirlos a escalas más humanas, como hechiceros de la magia simpática? ¿Será ese lector el vengador de las literaturas pequeñas? Felizmente el término de la lectura describe una red múltiple e interminable. Las mismas condiciones que parecen condenar a muerte al lector incuban una proliferación epidémica de lectores que esbozarán sus propias lecturas excéntricas.
Por eso concluyo con la manifestación de una esperanza, que dista de ser una certeza: Esperemos que esos lectores de la futuridad (Lezama) emprendan lo que Tapia y sus personajes no pudieron hacer: reducir al absurdo, desde los márgenes, a sus reductores.
[1] Martí, José. “Francia”. En Europa, volumen 14 de las Obras completas. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, p. 494.
[2] Ver Aponte Alsina Marta. “Póstumo interrogado”. En Tapia ayer y hoy. Santurce: Universidad del Sagrado Corazón, páginas 43 a 70.
[3] Walcott, Derek. “The Muse of History”. En What the Twilight Says: Essays.
[4] Tapia y Rivera, Alejandro. La leyenda de los veinte años. México: Editorial Orión, 1967, p. 97.
[5] Ibid., p. 97.
[6] Ibid., p. 98.
[7] Casanova, Pascale. La república mundial de las letras. Barcelona: Editorial Anagrama, 2001, páginas 249 y 251.
[8] Ibid., p. 119.
[9] Han D´Islande. Versión electrónica del texto original incluida en el Proyecto Gutemberg: http://www.gutenberg.org/
[10] Ibid., p. 96.
[11] Hugo. Nuestra señora de París, Op. Cit., p. 73.
[12] Tapia. La leyenda de los veinte años, Op. Cit, p. 160.
[13] Solé, José María. La tierra del breve pie: los viajeros contemplan a la mujer española. Madrid: Veintisiete Letras, 2007, p. 171.
Primeros párrafos
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