viernes, 31 de julio de 2009
Luis Fortuño Burset: novela por entregas 3
El orden moral de una novela se desprende del universo moral de sus personajes, pero ¿qué ocurre en una novela cuyo personaje central carece de atributos? ¿Tiene dimensión moral un personaje sin cualidades, un espejismo, un producto soso y disminuido de la mirada de otros?
Galdós no me ilumina en este extremo. Ni sus espléndidos montajes ni la chispa irónica ocultan una visión estática de la moral. Para Galdós el comportamiento de la especie era un imperativo del determinismo biológico y el valor máximo no sobrepasaba la más chabacana sensatez. Habla un personaje de Fortunata y Jacinta: “Los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría”. Tal desconfianza del gesto declamatorio, del idealismo, de las ideas mismas, no le hace justicia al problema moral.
Para problemas morales, Dostoievski, novelista de ángeles, demonios y torturados.
De una parte podría estar el confesor de nuestro héroe Luis Fortuño Burset. Adjudiquémosle el papel del torturado. Digamos que su nombre es Martín, tiene setenta años, no es brillante ni se ha destacado en la curia romana. Se ve sí mismo como un hombre fiel a la disciplina eclesiástica. Intuye la estrechez de su vida, pero sospecha que el mundo en libertad sería un infierno. Fue capellán del ejército durante la guerra de Vietnam. Sus supervisores confían plenamente en él, de ahí que se le confiriese el honor de ser el guía espiritual del Primer Ejecutivo.
Digamos que el confesor del confesor es otro tipo de cura: joven, radiante, brillante. La sotana limpiecita contrasta con las sucias ropas talares del cura viejo. Pertenece a un grupo que responde directamente al servicio secreto del Vaticano, la Confrérie d' esperti in uso di crisi. En el arzobispado de San Juan, se reúne con el confesor del gobernador.
-Quiero pedir que se me releve del cargo de confesor de don Luis.
-¿Motivos?
-Razones de salud. Siempre he tenido el estomago delicado, pero me las arreglaba con un huevito pasado por agua y alguna sardinita. Desde que confieso al gobernador se me ha recrudecido esta molestia en el vientre, al grado de ocasionarme unos malestares terribles. Las pruebas de laboratorio salen negativas, pero me siento fatal.
-Entonces estás somatizando, padre Martín. Me extraña lo que dices, no conozco al gobernador, pero se me informa que es un joven devoto, padre ejemplar, esposo fiel, católico limpio al grado del aburrimiento. ¿Qué te molesta de ese hijo que te ha tocado en suerte?
-Es un mentiroso impenitente. No hay transparencia en sus propuestas. Y acá entre nosotros, mucho me temo que existe un secreto horrendo en su vida personal.
El cura joven deja de mirar al viejo para atender una llamada que ha puesto a vibrar su Blackberry. Es un text message de su superior, avisándole que pronto le asignarán otro caso. Ese sí es importante, tiene diez minutos para resolver la situación del padre Martín.
El padre Martín aprovecha la pausa para examinar al curita de pelo negrísimo y voz agradable. Se parece un poquito a don Luis. Al darse cuenta siente un escalofrío. Con expresión de ternura, el cura joven le clava la mirada de sus ojos orlados con sedosas pestañas.
-Padre, eres de la vieja escuela, sabes mejor que yo que hay pecados y pecados. No todos los pecados son mortales. La mentira no se equipara con el asesinato o la blasfemia. Hay pecados que exigen una gran compasión, una benevolencia particular del confesor. Entre ellos se distinguen los pecados de la carne y las mentiras piadosas bien intencionadas.
El viejo, como todos los viejos, tiene momentos de rebeldía. Se envalentona. Grita que no es digno mentir, que no pueden compararse las mentiras de un pordiosero con las mentiras del poderoso, que el gobernante debe ser ejemplo de su pueblo.
El cura joven no se inmuta.
-Padre, tranquilo, que aquí estamos chilling. Déjame leerte una cita que guardo en el Blackberry. Tengo citas para todas las ocasiones. Escucha esta de Milan Kundera, ese si tuvo que tallar con autoritarismos, hay que ser infinitamente flexibles con los políticos, después de todo rezamos siempre por ellos los domingos, en la misa. Óyeme: “La negociación secreta es desde siempre el terreno de juego de la verdadera política”.
Don Martín, pálido de semblante, insiste en que él no puede absolver a un gobernante embustero. Y añade, con algo de irritación:
- Padre, trataré de que me entienda. Si a usted le dijeran que eso que tiene en la mano es la cura del cáncer, y se lo dijeran con una pureza tal, con una suavidad tan irresistible que usted se lo cree, y una vez usted asiente se le ríen en la cara, ¿cómo reaccionaría?
-Padre, yo diría que hay que ser bien perverso para pretender convencer a alguien de que un Blackberry es la cura del cáncer.
-Pues eso mismo fue lo que hizo el buen cristiano de quien hablamos. Al día siguiente de ganar las elecciones -¡con 250,000 votos de ventaja!- olvidó las promesas electorales. Los empleos se convirtieron en desempleos, los alivios contributivos se convirtieron en impuestos adicionales, aumentó la deuda pública, quiere vender lo que queda del país, liquidó el Fideicomiso de las comunidades. Y él sabe lo que está haciendo, no puedo entrar en detalles, el secreto de confesión es un dogma, pero le aseguro que detrás de esa cara de ángel habita un ser impuro, un demonio menor, quizás, pero no menos dañino que el mismo Belcebú. Yo le he negado la absolución. Antes que perdonarlo, prefiero que me expulsen de la Iglesia.
La cosa se perfila como un encuentro entre Johnny Depp y Clint Eastwood, aunque desarmado el Clint y Johnny sólo con su Blackberry y de prisa, pues le quedan cinco minutos para vencer a su antagonista senil.
-Me siento incómodo en este papel de confesor de un hombre que podría ser mi padre. Escúcheme bien. Nada, y usted los sabe, nada del hombre es cierto, nada tiene que ver con la verdad, la verdad es una mentira. Todo lo humano es ficticio. En esa burbuja de falsedades vivimos y quien no lo reconozca es un inocente o un loco digno de compasión. Hay planes que no entendemos. Provienen de Dios y de sus vicarios, nuestros gobernantes. Si no lo aprendió usted en Vietnam mal lo veo.
El padre Martín siente que ha llegado el momento de hablar sin tapujos, incluso con cierta emoción.
-Los marines son unos brutos asesinos, de acuerdo, pero cuando agonizan son honestos. Luchan cuerpo a cuerpo. La sangre, la muerte, no son reality shows. Esos muchachos no engañan a nadie cuando mueren, en cambio nuestros gobernantes son vergonzosos. Ya no me oriento bien en este mundo de embusteros lite.
-Sí, lo veo un poco desorientado. Para usted la mentira es el pecado mortal más detestable. Cuidado, que quizás el hipócrita es usted. Permítame leerle otra cita que viene al caso. Es de un filósofo español. Fernando Savater. Savater le habla a Dios: “¿Estás seguro de que uno puede hablar sin mentir? Ya sabes lo que dijo Goethe, que tú nos concediste la palabra para que pudiéramos ocultar mejor nuestros pensamientos. Por lo menos el efecto ha sido ese: la palabra se utiliza para enmascarar, en parte o todo, lo que no se quiere decir.” Y otra, atribuida por Savater a Otto von Bismarck: “Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”.
El padre Martín no tiene muchas luces, pero se enfogona con esa afirmación de que en la guerra se miente. La muerte no es una mentira. Digamos que él también ha leído a Savater y recuerda otra cita del mismo ensayo. Dice:
-“El orden social requiere que la mentira sea sancionada y que sea aceptada la verdad. Las sociedades que no actúan contra la mentira avanzan más lentamente y tienen más dificultades para resolver sus problemas.”
Pero el joven ya no le hace caso. Acaba de recibir una llamada urgente. Barack Obama está interesado en ingresar a las filas de la Iglesia Católica, Apóstólica y Romana, impresionado por su encuentro con el Santo Padre Benedicto. Se requiere su presencia inmediata en la oficina oval. Al diablo con este viejo desaliñado. No hay tiempo para dorar píldoras.
- Bueno, pues no se hable más. Queda usted relevado del cargo. Era un honor, pero el libre albedrío es el pilar de la teología católica, aunque personalmente creo que ya podemos descartar esa falacia. Hay que agiornarse periódicamente. Los hombres son mortales, la iglesia es inmortal. Mire, hace unos días asistí a un seminario: La ética en la era post-darwiniana. Ese seminario debió celebrarse en 1960, cuando clonaron al primer hombre. !Y todavía estamos debatiendo con Darwin! En eso nos llevan la ventaja los fundamentalistas. Ellos no reconocen la teoría de la evolución, atacan a Darwin cuando ya Darwin no tiene vigencia alguna. Son geniales, han perfeccionado el arte de la mentira piadosa. Se lo digo yo, que soy un clon de tercera generación.
- Perdóneme padre, no entiendo lo que dice.
- Hay cosas en el cielo y en la tierra que usted no entenderá nunca, así que quédese en su mundo chiquito, de verdades innegables. Volverá usted a las Fuerzas Armadas. En Afganistán hacen falta capellanes.
El cura viejo se mira las manos. Se muerde las uñas. Recuerda las veces que ayudó a bien morir a los soldaditos jóvenes, pintándoles un cielo donde los esperaban sus mamás y sus novias, y las nubes eran de vainilla y todos los días se comía mantecado.
- No es para tanto- dice con un taco en la garganta-. Absuelvo a don Luisito de todas las mentiras que ha dicho y que dirá hasta el 31 de diciembre de 2009. ¿Está bien?
- Lo felicito, padre. Un hombre que ha visto tanto mal necesita recuperar el sentido de proporción. Le recomiendo que se divierta un poco. En vez de Afganistán, podríamos enviarlo un fin de semana a La Parguera. Pero antes, la penitencia: Escuchará cien veces el anuncio “Qué nos pasa, Puerto Rico”, con la efigie de Richard Carrión parpadeando al fondo. Luego cien veces la secuela, el anuncio que dice ahora sí, ya estamos saliendo de la crisis. Además escribirá un artículo para la serie periodística “Puerto Rico se levanta”.
El padre Martín, advierte la malignidad tras los lentes de contacto, es un clon, estoy rodeado de clones. Pero la locura dura un segundo, porque su confesor abre el paraguas en la calle del Cristo y de inmediato lo recoge un Mercedes Benz.
La labor de un confesor se parece a la de un novelista del realismo sucio. Ambos son peritos en basuras. Ambos escuchan, entienden o fingen entender.
La labor del confesor es ingrata. Ni hablar de la labor de la novelista. Son cronistas de barbaridades y su única recompensa es un fin de semana en el Parador Villa Parguera. Quizás idealizo a los confesores y a los novelistas del realismo sucio.
Escribió Dostoievski: “De manera abstracta todavía se puede amar al prójimo, y a veces incluso desde lejos, pero de cerca casi nunca”. Opinión trasnochada. Ahora lo abstracto no es lo que queda lejos. Ahora el prójimo es "lo abstracto".
sábado, 25 de julio de 2009
Luis Fortuño Burset: novela por entregas 2
El verdadero museo de la novela eterna es Fortunata y Jacinta, la enorme novela de Galdós. No había necesidad de terminarla pasado el umbral de las 1,000 páginas y los 1,000 personajes. Pudo haberse extendido como una ciudad de papel hasta la muerte de su autor, e incluso, si los escritores tuvieran herederos intelectuales encargados de continuar "la obra" -como la iglesia cuenta con sacerdotes custodios del dogma- alargarse después de su muerte. No sé por qué Galdós decidió ponerle punto final justo donde se lo puso.
Galdós inventó la forma de la novela eterna caminando por los barrios de Madrid. Cuando se le agotaba el numen se tiraba a la calle y volvía con la pesca del día para alimentar la nómina de personajes y escenarios. Por cierto, y ya que hablamos de nóminas, en aquel tiempo era diputado en las Cortes por el distrito de Guayama, Puerto Rico, y el trajín parlamentario, sumado a las cartas pedigüeñas de don Benito Polo, alcalde de Cayey, le aburrían a más no poder.
En la historia de la novela puertorriqueña hubo un autor capaz de escribir así, un monstruo desbordado: J.I. de Diego Padró. Si alguien merece el homenaje de los devotos de la novela interminable ese es De Diego Padró.
Reservemos por ahora ese modelo desmesurado. El pretexto para el segundo capítulo de mi novela Luis Fortuño Burset no será él, sino un maestro del barroco en molde de cuento: don Emilio S. Belaval, autor de “Leyenda”.
En la calle Sol de San Juan hay una mansión solariega hechizada por un monstruo. El capitán Solana, tataranieto de conquistadores, encuentra a la criatura entre los tesoros ancestrales. Cito generosamente la descripción del engendro de Belaval, en cuya fealdad maligna algún crítico ha visto otra versión del Chac Mool de Carlos Fuentes:
"La única pieza indescifrable del museo era un gigantesco muñeco, sentado sobre unas piernas enanas, que parecía escapado de un ensueño barbárico. Era imposible descubrir en él algún linaje mítico. El trazo humano lo aislaba de los mitos animales. Tal parecía que la furia eruptiva había destruido el molde mágico, en el mismo instante en que su fundidor empezaba a estampar su idolatría. Daba la sensación de un misterio interrumpido, de una profecía a medio revelar."
Confieso que ante el formidable monstruo de don Emilio me dan ganas de poner punto final a mi novela. Qué vergüenza esta bagatela, qué pérdida de tiempo fascinarse con un personaje sin cualidades.
Mentira. Aseveración insincera. Me gusta esta pérdida de tiempo. Pero para no rajarme aquí y ahora necesito una justificación literaria. La encuentro en el Decamerón, en la frivolidad de los narradores que huyeron al campo para escapar de la peste. Asediada por la epidemia de fiebre porcina malévolamente planificada por Dick Cheney para seguir dando el tumbe, no me muevo de Cayey y de esta grandiosa novela.
De vuelta al plan, pues. En otra mansión solariega de la calle Sol transcurrirá uno de los capítulos del folletín fortuñista. Los habitantes actuales de la mansión no creen en el espiritismo kardeciano que hasta mediados del siglo pasado convivió con la fiebre de progreso, pero en una ciudad como San Juan de Puerto Rico, fundada a principios del siglo 16, cuando la imprenta de Gutemberg era todavía un invento reciente, poseedora de un crematorio de brujas en el barrio de Culo Prieto, los espíritus son tan familiares como lo fueron para la generación de nuestros padres los encuentros en la barra de Isabel la Negra.
El dueño actual de la casa no ha leído a Belaval, sólo lee de vez en cuando los thrillers de John Grisham. Es abogado pragmático, pero sabe que se encuentra ante un monstruo y le han dicho que ese monstruo nació en Halloween, para colmo de señales ominosas. Quien así piensa es un muchacho cincuentón (sólo en Puerto Rico es posible ser un muchacho cincuentón). Al modelo “real” que lo inspiró se le conoce con el apodo de un animalito suculento y simpático, pero para escribir novelas en clave a la manera de los novelones del 19 no es necesario ser tan directos. Sabemos que Galdós distinguió entre los personajes acartonados de sus episodios nacionales y los gloriosos personajes -más vivos por no corresponder a un figurín histórico- de Fortunata, León Roch, Torquemada, doña Lupe, Papitos.
Esta novela, como las de Galdós mantendrá el contacto con el habla coloquial y el género chico de la parodia chismográfica, pero de manera oblicua. De modo que este personaje, que en mi novela será el hijo predilecto de un político prominente, se llamará el Delfín, en homenaje al apodo animal de su modelo histórico y al pinturero Juanito de la Cruz de Fortunata y Jacinta.
A quien le disguste tanto despliegue erudito le recuerdo que esto no es una novela. Es el plan de trabajo para una novela.
Bueno. El Delfín, un muchacho que ha sufrido y ocasionado decepciones, herido de escaramuzas teñidas de rechazo y traiciones, es una de las voces “jóvenes” del ala “derechista” del Partido Popular Democrático.
Para quien no sepa lo que es el Partido Popular Democrático, diremos que estar en el ala derecha de ese partido es como estar en el ala derecha de cualquier partido llamado popular y democrático. Pero olvidemos las alusiones pajareras. Este personaje es el Delfín. Confirmemos, además, que al Delfín le gustaría enfrentarse al héroe de nuestra novela, y arrebatarle la gobernación de la islita. Sin embargo, su ego es tan formidable que quiere estar seguro de no exponerlo a un fracaso.
Piensa: “que un huevo sin sal como Luisito sea capaz de ganar y gobernar, es inverosímil, pero si es, es porque es cierto”.
Mala mía, no pensemos en huevos, sino en metáforas marinas. Si una tortuguita como Luisito es capaz de ganar…
-Eppur si muove. Nos ganó por 250,000 votos.
Acaba de hablar el Delfín. Alguien le murmura al oído, es su consorte, la Delfina.
- Ay chica, esas son cosas de nenas, mira y que jugar a la ouija, a mí me gustaba el juego de la botella, pero la ouija.
¿Quiénes los acompañan? Dos jóvenes del ala derecha del partido. Uno es lindo, espejuelado y tartamudo. El otro es calvo y tartamudo. A los dos se les ocurre que sí, la ouija es cosa de nenas. Pero no es mala idea. En momentos de desesperación es mejor disparar a ciegas que no disparar. No tienen nada que perder con invocar a uno de los espiritistas más notables de un partido que contó en sus filas a muchos espiritistas.
De modo que a concentrarse, hasta que la ouija, en manos de la Delfina, empieza a vibrar. El Delfín, sin inmutarse, abre la boca.
- El partido está perdido si no logramos recuperar el centro -dice con voz pastosa y profunda.
- Cierto -contesta el espíritu-. Los populares dejaron que se cayera el centro espiritista de la casa de las Almas. Las veces que nos visitó el espíritu de don Antonio Barceló, el espíritu de Betances.
-No hablaba de ese centro, don Vicente, contesta el Delfín. (Qué voz linda tiene. Voz de hacendado viejo). -Hablaba del centro ideológico.
-Sutil concepto -escribe la Ouija letrada.
-Este es el pueblo más conservador del mundo. No nos gusta movernos ni a la derecha ni a la izquierda. La erección del pacto social fue y sigue siendo...
La ouija pierde la paciencia y escribe furiosamente, a saltos y como quien ha pisado un hormiguero.
-Lo que para ti es el centro yo lo llamo de otra manera. Era un término que Muñoz usaba mucho. La mogollita. Es que a Muñoz le encantaba el arroz blanco con huevos fritos a caballo y los mezclaba y a eso le llamaba la mogollita. A tu pacto social yo le tengo otro nombre, pero hay una dama presente.
El muchacho espejuelado, simpático, tartamudo y con un cuerpazo bárbaro pregunta respetuosamente.
-¿Seré yo, don Vicente?
- No creo, mijo. Los Charles Atlas no están de moda. Fíjate bien en ese muchacho Obama. Es un alfeñique. ¿Se acuerdan del anuncio de Charles Atlas, es un alfeñique? JA, JA, Luis no es musculoso. ¿No acaban ustedes de entender por qué ganó?
-Como no sea por la mata de pelo que tiene -dice el calvo.
-Ganó porque es más listo que todos ustedes juntos… JA, JA.
Y la palabra de don Vicente desapareció en medio de una nube de sándalo. Exhausta, la Delfina se derrumbó en un sillón isabelino.
-Entonces el candidato ideal.
-No les tengo miedo a esos individuos Luis Vega, Néstor y Charlie. No tienen la más minima posibilidad de convencer a nadie.
-El candidato perfecto...
-Tú, tu padre -tartamudean los dos con hipocresía.
El Delfín los mira y en su mirada hay destellos de una noble tristeza. Si con esto contamos ya perdimos, piensa. Reconoce que el espejuelado está bueno, en comparación con su propio cuerpo mofolongo, pero se quedó en 2008. Es verdad que el modelo Obama va por otra ruta. En cuanto a mí, ay infelice, ay mísero, mi padre me marcó, me impuso su estilo. Me quedé en los cincuenta del veinte.
Reconocer que se pertenece al pasado cuando nunca se fue del presente es un trago amargo.
Problema de la autora: ¿Me arriesgo a otorgar profundidad trágica a un personaje tan chato como el modelo real del Delfín? Creo que sí. Vamos a darle más densidad trágica al personaje literario que al modelo.
Así se ve él: Cincuenton, niño eterno rodeado de niños, con un partido derrotado por el partido de un títere como Rivera Schatz, un demente como Rosselló, un bambalán como Luisito Fortuño.
De manera que el Delfín se va creciendo como personaje en mi escritura nostálgica del siglo 19. Sagaz, mira a sus amigos. La Delfina va despertando del trance, pero los dos muchachos no entenderán jamás la circunstancia histórica. No han crecido a la sombra de un hombre sabio y estudioso. Ni puta idea tienen de las alas que hay que dar para engordar la pechuga de un partido popular y democrático.
Todos callan. Se ha metido un grillo en la sala. Chilla de manera ensordecedora. Sí, un grillo. Un coquí jamás.
El Delfín rompe el silencio.
-Creo que sé por qué Luis ganó por 250,000 votos, lo que no logró ni Muñoz en su mejor momento. No es por ser guapo en exceso, ni por ser boricua de pura cepa. Come ensaladas y ciruelas. JA, JA. Estudió en una universidad de segunda. JA, JA. Su esposa Lucé tampoco es una lumbrera, JA, JA.
Y así seguirá el Delfín, desvariando entre la amargura y la melancolía, definiendo la sesuda propuesta procesal, con todos los vericuetos concebibles, con lentitud prolija, con la gracia criolla de decir muy poco en un torrente de palabras. Horas después, ante sus comensales dormidos, caerá la voz pastosa de barítono con una claridad tal como la de Colón explicando su docta tesis del huevo.
No, nada de huevos. Se explica con la contundente elegancia de las verdades profundas:
-El candidato perfecto para asegurar el triunfo del Partido Popular Democrático, nuestro candidato, recuerden lo que les digo y en verdad en verdad lo afirmo, es nuestro enemigo de hoy. Mañana será nuestro hombre, el adalid de un nuevo pacto social. Mark my words, se llama Luis Fortuño Burset.
¿Acaso no debemos a Ricardo Piglia una insuperable descripción de la tragedia como desvío sangriento de una comedia de enredos?
“En la tragedia un sujeto recibe un mensaje que le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa interpretación”.
(Continuará)
lunes, 20 de julio de 2009
Luis Fortuño Burset: novela por entregas
I
No crean que les voy a regalar una novela. Una autora exitosa me comentó que los libros de cuentos, de poesía y, sobre todo, las colecciones de ensayos, pueden cederse a los editores sin exigir adelantos. Bastante ganas con que te los publiquen. Pero las novelas dejan chavitos y se escriben para tener con qué pintar la casa, comprar muebles nuevos, construir una piscina o darse un viajecito.
Lección aprendida. No les regalaré una novela, sino algo menos frívolo: el plan de una novela.
Será una novela impúdicamente larga como los novelones del siglo 19. Una novela por entregas, como los folletines de todos los tiempos. Qué escritores bárbaros Balzac, Galdós, Dickens. Destilaban mil páginas a vuelo de pluma y café mientras el cajista los apuraba. Envidioso el Cortázar.
Luis Fortuño Burset será una vuelta a la novela que nunca debimos perder. El personaje homónimo, que no me atrevo a llamar protagonista, le dará el nombre, como se lo dieron a las suyas Fortunata y Jacinta, Anna Karenina, Oliver Twist, Cecilia Valdés y, por supuesto, Póstumo, pero no será una novela psicológica sino un amplio mural social, una sinfonía de temas morales y éticos. En suma, una pausa entre miradas literarias al ombligo.
El Fortuño ficticio (??) le hará honor a un híbrido linaje: personaje galdosiano con un pie en las atrocidades del siglo 20. Tendrá la virtud de ser un hombre sin atributos. La envidiable cualidad de no ser alguien en firme. Tampoco se prestará dócilmente a la caricatura, como tantos gobernadores nuestros, desde Romualdo Palacios, el capitán general que enloqueció en Aibonito ebrio de orgías, hasta el tenista de las piernas hermosas y el primer Luigi. Muñoz Marín. El Luis de la novela deseada es un personaje en blanco. No tiene ojos porque te ve sino porque lo miras. La capacidad de reflejar, de refractar, de revelar dobleces y sandeces en los sentimientos que inspira, en las miradas que provoca.
La novela desplegará una galería de personajes secundarios. No serán tipos puertorriqueños, ni siquiera nuevos tipos puertorriqueños, pero tampoco se evadirá la fórmula caracterológica del costumbrismo. Por evadir tantas cosas prescritas y proscritas por los críticos aguafiestas se deja de gozar y a veces se desemboca en callejones sin salida. Callejones narrativos, que quede claro.
Luis Fortuño Burset, y él lo sabe mejor que nadie, es ante todo un personaje muy puertorriqueño. A ver por dónde empiezo.
En el siglo 19 los Fortuño, los Serrallés, los Fonalledas, los Wirshing e incluso los Martorell (terreno minado, salgo volando antes de que me cuelguen) fueron señores de casas no tan grandes, dueños de plantaciones cañeras. Sin dar un paso en falso mutaron del españolismo incondicional y fraudulento –en castellano no fornicaba ninguno– al engendro de ese blanquito chatarra, cabeza de guata, que ya es un tópico de la literatura nuestra. Con Estado Unidos comerciaban; España nunca les quitó las tarifas.
De las viejas costumbres de la botella de jerez, las coplas ripiosas y el despotismo fluyeron al son del Charleston, el fox trot y el Seis de Andino a los country clubs, a los senior proms, a los finishing schools, a los White Christmas parties. Como cualquier clase cerrada, cuyos miembros se casan entre primos cercanos y lejanos, puede haber una tara en la herencia genética del personaje, una minusvalía mental. Cuidado. Tomar esa ruta cerraría la novela de manera sórdida e inadecuada, denunciando degeneraciones. Fácil y peligroso ese andamiaje positivista construido sobre el resentimiento. Con rabia no se hace buena literatura, según Virginia Woolf y otros. (Tampoco despachemos a la ligera la mala literatura. Quizás es la única a nuestro alcance, y por qué no escribir así, a pata suelta, en estado de éxtasis animal. Queda al rescoldo. Hay una tara en la familia de Luis Fortuño Burset. Hay una madwoman in the attic, una tía que se desgració, un tío nacionalista o algo así. Uy.)
La trama se construirá con la mirada de los otros.Por ejemplo, de cómo sus schoolmates ven a Luis Fortuño Burset.
Lo conocen desde siempre, desde los Maristas donde estudió él y el College donde estudió su madre. No desdeñan el corte de pelo ni la sonrisa charming ni la intención seductora de la mirada tras los contacts, pero todavía les sorprende el éxito político del muchacho.
-La pusiste en la China, Luis.
Me gusta esa línea, aunque los descendientes de los Serrallés y los Fonalleda no hablan así. Pero es una expresión linda.
-Luigi, la pusiste en la China.
Varios de estos personajes, seguidores de cualquiera de los tres partidos políticos auspiciados con carne de presupuesto (expresión galdosiana si las hay) se sientan a conversar y a darse palos de Chivas Regal. No. De Irish Whisky de 19 años, para variar. La escena no transcurre en un bufete de abogados corporativos en Hato Rey. No. Será en una casa solariega de Ponce, o mejor en Jájome, porque hace demasiado calor para reunirse en Ponce.
-Que se cuide.
-Luigi es sharp, no lo menosprecien, con esa cara ha llegado lejos.
-Ganarle a Pedrito, wow.
-Tenía que ser así. Una pena.
-Aníbal era un mamey. No hacía falta celebrar elecciones. A waste of money.
-Que se cuide de Jennifer y el otro.
-Lacras de la democracia.
-Hay que dar del ala.
-Buffalo wings.
-He´s a good boy.
-¿Quién, Luigi?
Estos personajes traman algo, lo sé. Les preocupa la impredecible chusma parlamentaria. Antes era fácil comprar la voluntad de los senadores con un Rolex o una cuenta abierta en Augusto´s, pero ya no hay gente fina en el capitolio. Jennifer González y Thomas Rivera Schatz son de clase pobre, to put it mildly. Diamantes en bruto. ¿Cómo no temerle a Rivera Schatz si su apellido no aparece en la historia del siglo diecinueve de Cruz Monclova? Y cómo mata el inglés.
-Es un tipo cranky.
-Es un individuo temperamental, pero alguien tiene que hacer el dirty work.
Tienen claro que Fortuño´s job es gobernar sin que se note. ¿Quién mejor? Nunca se le ha oído un coño ni un fuck. Es igualito a Obama en la pasta. El país está clamando a Dios que se haga una cirugía profunda. Una nueva versión del plan Menem, una aplicación realmente dura del plan Bush. Menos ricos más ricos; más pobres menos pobres, ya que esa gente está acostumbrada a sobrevivir –that´s the problem– y siempre se las arreglan con el narcotráfico y los cupones. Si no los provocas no protestan y Luigi no provoca a nadie. Es una dama.
Una cirugía necesaria. Como cuando te arrancan los dientes para evitar que se te caigan y luego te ponen unos alambritos y te implantan dientes plásticos.
-Esta boca es nueva. A good deal. Me costó veinte mil.
-Buen precio.
-Hay que perder para ganar. Ya puedo comer steaks bien rare.
¿Acaso no escribió Ricardo Piglia, citando a Bertolt Brecht que sólo un comerciante puede hacer de la pérdida el principio de la reestructuración de todo un sistema? Lindos libros Formas breves y El último lector. Quién pudiera escribir libros como esos en vez de chapurrear novelas costumbristas.
(Continuará)
domingo, 19 de julio de 2009
Puerto Rico: el corazón abierto
El sastrecillo valiente del folklore mataba siete moscas de un solo golpe. Un cirujano puertorriqueño, especialista en intervenciones de corazón abierto, opera cuatro pacientes en un solo día. Muchos médicos han abandonado el país y él se ha quedado defendiendo la plaza. Su técnica es asombrosa. Ciertos filósofos afirmaban que el cuerpo es una máquina. El médico, sin ser adicto a la filosofía, ha perfeccionado en el quirófano la técnica de ensamblaje de automóviles inventada hace más de un siglo por Henry Ford. Mientras el cuarto paciente asimila la anestesia, el tercero se prepara para la incisión perfecta, el segundo muere a causa de una obstrucción intestinal y el primero comienza a recuperarse. Es tan veloz la figura del médico que a veces no se sabe dónde está, pero su asistente siempre se encuentra en una de las cuatro salas o a la salida, entregando facturas a los parientes de los enfermos.
viernes, 17 de julio de 2009
lunes, 6 de julio de 2009
El arte de Miguel Ángel Muñoz
(Miguel Ángel Muñoz. Quédate donde estás. Madrid: Páginas de Espuma, 2009)
Marta Aponte Alsina
Para un escritor como Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970), tan dedicado a la reivindicación del género cuento, el que propongamos que la distensión es una de las coordenadas de su poética puede parecer un contrasentido. No obstante, el maestro de la distensión en el cuento es ese Chéjov que ocupa un lugar destacado en sus afectos. En Chéjov la distensión emana de la lenta dosificación de lo ordinario, de la configuración de atmósferas que ocultan el horror tras un aura confortable, semejante a la que presagia ciertos episodios mórbidos, o a la iluminación que en algunos afortunados, se dice, antecede a la muerte.
A propósito de maestros, una pareja tutelar de cuentistas es la de Chéjov y Poe. En su país natal Poe no deja de ser tomado con un grano de sal. Hace unos meses, en el New Yorker, en la reseña de una nueva biografía y dos antologías publicadas en este año del bicentenario del nacimiento del autor, la crítica Jill Lepore se preguntaba si Poe (quien adoptó los moldes sensacionalistas de la literatura gótica para poder vender sus historias al tiempo que despreciaba los gustos burdos de la masa) era un genio perfecto o un perfecto farsante. En contraste, el aprecio a Chéjov parece trascender modas narrativas. No ha perdido gracia la seducción paulatina de sus mundos extraños que se despliegan con naturalidad y que, en lugar de cerrarse de manera efectista, se van apagando en la indeterminación.
En Miguel Ángel Muñoz la balanza se inclina del lado de Chéjov y sus émulos. Su empresa como narrador ha sido airear tradiciones del arte de narrar en ejercicios que van desde la parodia de narraciones seudo-históricas hasta la estética pop aplicada al retrato de situaciones actuales.
Muñoz ha publicado dos libros de cuentos: Quédate donde estás y El síndrome Chéjov (Páginas de Espuma, 2006). En “Antón Chejov, médico”, uno de los relatos de El síndrome se presenta al escritor como personaje de ficción. Hay escenas que irradian una calidez casi erótica, un erotismo casi místico, en el espacio de la casa consultorio y taller del escritor en Yalta. El relato se construye articulando niveles temporales y de sentido, a la manera de un juego de espejos, como si el cuento fuera lo que en efecto es, una cámara oscura que miniaturiza y apresa un trozo de realidad. La escena donde los actores han terminado una representación urgente de El tío Vania para que el dramaturgo pueda descansar encierra una poética del cuento como objeto, un objeto de palabras que impregna el aire con sensaciones reverberantes y plantea un enigma, a la vez que una iluminación:
Los actores, respetuosos pero con una euforia decepcionada, fueron despojándose de los añadidos –sombreros, corbatas, chaquetas ajustadas, vestidos incómodos- y se sentaron sobre la hierba, silenciosos. Chéjov los miró por última vez antes de acostarse y notó la enfermedad en su cuerpo, se vio a sí mismo patético, y se dijo que aunque al día siguiente ese matiz simbólico desapareciese y le permitiese apreciar los aspectos técnicos de lo que había presenciado aquella noche, en ese momento su obra, que en un mes vería en Moscú, revivida por los actores, exhibía para él una tristeza funeraria que no sabía si provenía del texto, de los rostros maquillados y deformados por la exposición a una iluminación natural y sombría, o si era simplemente la melancolía que emanaba de aquella naturaleza de Crimea, todavía desconocida para él. (pp. 98-99)
En otra escena, en la noche de la boda de Chéjov, el escritor enamorado (un hombre tan fino que Tolstoi, quien lo quería mucho, lo comparaba, según Carver, con una mujer) se retira no sin antes invitar a sus invitados a que prolonguen el placer del banquete, a que beban y bailen hasta el delirio, a que vivan hasta que no puedan ya tenerse en pie. Entonces el deleite vital de la lectura proviene, en todo caso, del bienestar de una fruición estética amparada en la generosidad del anfitrión.
Escribió Chéjov en una de sus cartas que el autor debe ser compasivo de pies a cabeza. Compasivo, es decir, ni dogmático, ni sensiblero, ni arrogante; distante sin frialdad interior. La humanidad puede ser cruel, mezquina y maligna, pero un autor, el cronista de esa especie desastrosa, no puede darse tales lujos. El tono compasivo de la escritura es inseparable de quien puede interpretar una enfermedad porque él mismo la padece.
En los cuentos de Quédate como estás se repite el motivo del escritor como personaje, así como las venturas y desventuras de la vida en pareja, incluso la dicción teatral de alguno (“Ropa de verano”) cuya ironía radica en los matices de una despedida en tono de monólogo amoroso. En materia de cuentos de escritores, sobresale una parábola kafkiana con Kafka y Jakob Brod, el hermano menor de Max, como personajes. Para tratar de salvarlo de la locura solitaria, Brod apuesta con Kafka a que el escritor no podrá sobrevivir en las condiciones carcelarias de una fantasía suya: una habitación cerrada, donde sin contacto alguno con el mundo exterior, salvo los alimentos que alguien le hará llegar por debajo de la puerta, pueda pasar la vida escribiendo, en completo silencio. Como en la evolución de otro praguense, Rilke, lo que madura en la soledad es la fusión entre el mundo de las criaturas despreciadas y la subjetividad del escritor (Rilke hablaba del escritor niño, “destinado a entrar y salir temerariamente de todo tipo de criaturas”). En todo caso este relato propone una dramatización del origen de La metamorfosis.
La fusión entre el escritor y los seres y las cosas (narcisismo especular que recuerda al poeta camaleónico de Keats, y al imperio de lo minúsculo en Bachelard) está presente en el cuento breve “Jabón de Marsella”, así como en varios relatos cortos, que también tienen por personajes a escritores: Salinger, de quien ya no se sabrá jamás si vive o ha muerto, pues vive como un muerto; Onetti, el macho que ama y abandona a dos primas, “sepultadas en el pozo de la pequeña historia de la literatura”; Carver, quien ante un ciervo muerto experimenta la epifanía que cristalizará en el bellísimo relato “Errand” inspirado en la muerte de Chéjov:
En los ojos del animal había una expresión que Carver intentó definir: no era rabia, ni rebelión ni, por supuesto, conciencia del final. Más bien recordaba el arrepentimiento que los niños muestran después de cometer una maldad, como si el animal fuese consciente de haber dado un paso en falso, de haber cometido un error fatal, después de tantas escaramuzas, de haber jugado al escondite durante varios años con las armas de los cazadores, y eso le hubiera conducido a aquella furgoneta que le transportaba con brusquedad sobre la grava y los socavones, hacia el pueblo, donde su cuerpo, troceado para carne y adorno, terminaría por desaparecer. (pp. 139-140)
La lectura de Cortázar sobresale en varios relatos, pero hay uno extraordinario, cuya óptica se corresponde mejor con la de Cristina Peri Rossi en La rebelión de los niños. Se trata de Los niños hundidos. En un hotel abandonado que se levanta en una costa desierta, desprendimiento de tantas posadas malditas que reinciden en el cine y la literatura -en las paredes de este hotel los pasillos están decoradas con fotos de actores- unos seres vigilantes parecen dedicarse a rescatar cadáveres de niños ahogados y a la devastadora tarea de notificar a los padres. En las aguas del sueño, las pesadillas de los huéspedes atrapados en el hotel se confunden con las aguas marinas, pobladas de niños muertos, compañeritos de la niñez o reflejos del niño propio. Es el reino de todos los niños asesinados, devorados por la condición misma de los cuerpos, el poder, el deseo y el horror en una trama hermética. En diálogo con Peri Rossi se ubicaría también un raro relato de aprendizaje, “El reino químico”.
“Vitruvio” sabe a ciencia ficción extraña, una ciencia ficción que parece cantar las alabanzas de la técnica y la ciencia en la esfera del consumo. Vitruvio, el teórico renacentista de las proporciones, el que inspiró al hombre de cuatro brazos dibujado por Da Vinci, es emblema de un monstruo que, al contrario de los de su especie, inspira amor. Se trata de otra metáfora del escritor, padre, marido y concursante crónico de esos generosos concursos auspiciados por las comunidades españolas. El hombre se “hace brazos”, como otros se hacen la barbilla o la nariz, es decir, se hace transplantar seis brazos adicionales y con ellos escribe portentosamente. Al final, en un encuentro con el escritor mutilado donante de dos de esos brazos, reaparece el linaje gótico de los monstruos y el inevitable parentesco entre escritura y violencia.
Casi siempre se lee sabiendo más que los personajes aunque estos sean Carver y Chéjov. Pero “Banda ancha”, el cuento final, cuyo tema es el acceso deslumbrado a la esfera de la Internet, plantea el recorrido en inocente ignorancia, lo que brinda matices de nobleza al vicioso deambular interminable entre una página y otra en busca de la página imposible, esa “que detalla todo, la que lo explica todo, la que, ahora sí, lo dice todo”.
“Quédate dónde estás”, el cuento que da nombre al volumen, reafirma el antagonismo amoroso entre el registro estético y la muerte. El protagonista, un joven aspirante a cineasta, pide a su amante que no se mueva. Quiere filmarla, es decir, rendir homenaje al instante, pero la cámara revela una mancha maligna. Como en “Las babas del diablo”, de Cortázar, el ojo de la cámara descubre el mal, en este caso una enfermedad aniquiladora del “tiempo florido” de la juventud.
El síndrome Chéjov y Quédate donde estás son los presentes de un narrador para quien publicar no ha sido un tanteo, sino la entrega de un fruto madurado con depuración autocrítica. Me atrevo a sugerir que Muñoz podría escribir un libro de estrategias narrativas que, como los tratados de ajedrez, nombre, describa e ilustre las formas de iniciar, elaborar y cerrar un relato. Conoce la tradición del cuento y la enriquce en su blog, que recoge muestras de todas las regiones donde se escriben relatos en español. Su escritura congrega materiales literarios, cinematográficos y vitales diversos, pero siempre regidos por esa humanidad que no es producto de la evasión ni del sentimentalismo, sino de una visión tan ecuánime como insobornable ante los desastres de la especie. En el prólogo a su primer libro, señalaba con juvenil apasionamiento el autor: “Ojalá el tiempo me dé la oportunidad, a lo largo de los años, de escribir más de cien relatos que me convenzan”. Sólo quien escribe con un deseo que raya en la fe podrá persistir en la ambiciosa intención de tomar cien veces la medida del tiempo.
Página de Miguel Ángel Muñoz:
Primeros párrafos
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