jueves, 13 de agosto de 2009
Luis Fortuño Burset: novela por entregas 4
Arturo Pérez Reverte no es un parricida. Su literatura de exploradores y espadachines significa un regreso casi reverente a los territorios del padre del folletín gordo, el incansable Dumas. Además, según la Real Academia de la Lengua Española, tiene estatura de venerable. Ocupa en la RAE la silla donde asentó sus posaderas don Benito Pérez Galdós, diputado cunero por Guayama, Puerto Rico.
Pérez Reverte no, es pues, un parricida, pero sí ha sido y sigue siendo, cuando le ha dado la gana, un maestro en la basta retórica de la parresía. La parresía es el arte de la franqueza injuriosa que el injuriado recibe como una caricia. Pocos lo manejan con la saña de Pérez Reverte, diestro en pasar de la dureza al insulto excremental: un alquimista al revés.
Una vez -y dos son tres- el presidente del Instituto de Literatura Puertorriqueña y el presidente de la Gran Universidad Lelolai Privada (GULP) invitaron al tremebundo académico – suya es la custodia de la letra T mayúscula en la Academia de la Madre Patria- a leer en Puerto Rico una conferencia magistral sobre el tema de su elección.
El presidente de la GULP, que es contable, cree firmemente que al enseñar cualquier tema hay que exponer tres versiones del mismo: una a favor, otra en contra y ninguna de las anteriores. Es por eso que, sin encomendarse a nadie, y puesto que era él quien pagaba los honorarios de Pérez Reverte, invitó al presidente del Senado de Puerto Rico, Thomas Rivera Schatz, para que respondiera al discurso del académico español. Entre el presidente de la Gran Universidad Lelolai Privada y el presidente del Instituto de Literatura se repartirían la defensa de la nada.
Ya en la mesa de los conferenciantes, picado por la organización del acto, que tomó como una emboscada, Pérez Reverte, cundido, para colmo, de malas pulgas y mal dormir, decidió repetir sin modificaciones su diatriba contra los diputados españoles. Rivera Schatz, que había escrito para la ocasión una composición de dos páginas titulada “cómo pasé las vacaciones” y que lee sólo los periódicos y eso para informarse sobre las carreras de caballos, se iba poniendo blanco como una tiza oyendo las injurias del académico:
“Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel.
Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que
están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener,
algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es
madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la
protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos.”
Rivera Schatz no puede contenerse. Se levanta de la mesa y amenaza con el micrófono a Pérez Reverte.
-Canto e zángano, a ti quién te da derecho a venir a insultar a los servidores públicos de este país y llevarte una purruchá de chavos. Todavía te gustan los dólares, verdad so europeo. Seguro que te contrató una de esas mujeres machúas de la Cámara de Representantes. Yo pensaba que los escritores eran gente tranquila, de palabras bonitas, pero tú eres un boquisucio y un títere. Si quieres guerra, la tendrás, Pérez Reverte, so sabandija.
Pérez Reverte, que antes de ser académico fue corresponsal de guerra, estaba a punto de echarse a reír o de defecarse en la progenitora bávara de nuestro senador, pero la hostilidad de su semblante mudó en expresión beatífica.
–¿Qué dices, qué palabra usaste hijo de la mala leche?
–¿Cómo, so extranjero apestoso? Vete a bañar.
–Oí mal, bribón, o usaste la palabra sabandija.
–Sí sabandija, cucaracha, polilla, populote, cobarde, gatillero a sueldo, fumador de tabaco malo, mira, se te nota el sudor en los sobacos, sufre, sucio.
–Infeliz, me has hecho un regalo con tu ignorancia.
–El regalo te lo habrá hecho tu madre.
–No, senador, usted es una especie en vías de extinción, un español de pelo en pecho, un ultramarino de otros tiempos. Si supiera cuánto me interesa esa palabra.
–¿Cuál? ¿Títere, sabandija, güevón o maldita sea tu estampa? Tengo otras para tipos como tú y Luisito Fortuño, embustero, mamao, mongo, vente si eres macho, que lo dudo, vamos pa fuera.
Pérez Reverté estudió la situación. Pensó: este patán tiene dos guardaespaldas. Mejor me voy a la piscina del hotel, donde siempre se pesca algo, así sin despedirme.
Y se fue como llegó, pisando los talones del chofer del Presidente de la Gran Universidad Lelolai Privada.
Él español se hizo sal y agua, pero ni presidente de la GULP ni el presidente del Instituto de Literatura Puertorriqueña pudieron evadir a los guardaespaldas de Rivera Schatz, que los redujeron por la fuerza y los arrastraron hasta los baños, al son de bimblines y medallitas. Ya estaban a punto del waterboarding cuando apareció Rivera Schatz y los perdonó con creces, como el buen cristiano que profesa ser.
Esa tarde, en la piscina del hotel, Pérez Reverte narraba su aventura reciente a una chica muy maja.
–Estoy haciendo un estudio etimológico de la palabra sabandija, una voz en vías de extinción, de origen incierto, y cada vez que la oigo, me excito. Pardiez, no me divertía tanto desde que Alatriste atravesó a veinte negrazos de un solo golpe a bordo de la polacra Trafalgar.
–Sa-ban-dijjja –murmuró la otra al oído del bronceado académico.
Piensan algunos retóricos que el insulto es un género literario. Lo han empleado escritores puertorriqueños para calificar a otros escritores puertorriqueños, vivos y muertos; vano empeño. El insulto entre escritores turba nuestro apacible devenir y cuando algo se sale de cauce se le aplica el tratamiento predilecto del boricua: dejarte hablando solo, ningunearte, apagarte el fuego.
De nuestro pintoresco presidente del Senado podríamos aprender el poder de las palabras insultantes. Impresiona el desajuste entre la estatura del injuriante y la crudeza de su lenguaje. De ese distanciamiento (el brechtiano verfrendung) proviene la eficacia de las porquerías que libremente defeca su boca, y que contra toda expectativa, le han ganado miles de adeptos y servidores. También habría que estudiar a fondo la afición de nuestro diputado a la hermosa palabra sabandija, cuya amplia resonancia de ala de murciélago evoca una danza renacentista, al dios de los metales, y los desmanes de una reina en el desierto, para no hablar de los dijes de un pirata militarizado con bigotito y mano al aire, que para desgracia nuestra no se parece mucho a Johhny Depp.
(Continuará)
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