domingo, 20 de febrero de 2011

La patria líquida



Esta no será una conferencia magistral; ni siquiera será una conferencia; sólo unos apuntes sobre la tradición como conciencia del lugar desde el cual se escribe, y de cómo, así entendida, la tradición es la condición misma de la escritura. O dicho de otro modo, sobre la tradición definida como la obra de incontables lectores, en su mayoría anónimos, que van creando un medio donde puede prender la escritura. Visto aún de otra manera, será un relato sobre las cualidades de una lectora que a veces escribe. Como la historia tradicional que es, empieza por el principio. El principio es una frase de mi abuelo paterno. Una frase cómica y contundente: “El tiburón que a mí me coma tiene que salir por la ducha”.

Una frase que expresa tanto el temor al entorno geográfico como la satisfacción con el cerrado ambiente doméstico. Eso, y algo más: una mentalidad lógica basada en la exclusión de los contrarios: la tierra como negación del mar, la naturaleza como enemiga de la técnica; cada cosa en su lugar y cada quien en su sitio. En esa frase repercuten temas que llenaban las páginas de los periódicos de los años cincuenta. La mitad de la población volando hacia Nueva York tras breves escalas en alguna barriada de la capital, el aparatoso accidente aéreo de un viernes santo, el tiburón o la tintorera de la plena de Canario y el grabado de Homar, que lo mismo podía comerse a un americano que a un jíbaro aventurero.

No obstante sus aprensiones de jíbaro pueblerino, el abuelo no era un hombre inmóvil. Había sido chofer en la base militar que ocupaba los terrenos de lo que hoy es la Universidad de Puerto Rico en Cayey, pero la gran aventura de su vida fue conducir la guagua de pasajeros que hacía el trayecto entre Cayey y Guayama por la carretera de la altura de Jájome. Aquel hombre al parecer timorato, que no era amante del mar, no se percataba de que su vida era más arriesgada que la de un capitán de navío. O me imagino que sí se daba cuenta, pero no lo decía. Como conductor de la guagua que transportaba personas, frutos y animales, sorteando hermosos precipicios que inducían al vértigo, nunca tuvo un accidente.

Estas escenas de los sedentario y lo monótono (Palés) marcaron mi entrada en una vida hecha en buena medida de lecturas. El ambiente doméstico me provocaba apego y rechazo. El tiburón y la tintorera exóticos tenían que colarse por otros conductos no menos exóticos y esos eran el cine, la televisión, los muñequitos del domingo, o una revista de modas como Vogue, que traía ilustraciones de las pinturas de los expresionistas abstractos. Y uno que otro libro, antes de la típica enciclopedia infantil. La lectura reparaba las limitaciones del miedo y la estrechez.

Si alguien me pidiera una definición inmediata de la patria yo pensaría en las voces de mis parientes, gente de pueblo con sus resistencias y lealtades profundas, familiares que quizás no entendieron los gestos del nacionalismo épico, pero que fueron irrompibles. Parientes de otras gentes que no pudieron darse el lujo del miedo, los emigrantes. Primero a San Juan a las márgenes del caño, a construir casitas en los manglares. Gente acostumbrada a construir sobre el agua, a caminar sobre el agua. Esa obra de la precariedad, la innovación y la liquidez es la que asocio con mi tradición de lectura y escritura, y con mi biblioteca.

Nosotros, ustedes y yo, todavía compartimos una tradición humanista, esos libros inevitables que son moneda común. Podrán variar los grados de conocimiento, podrá haber expulsiones airadas y nuevas inclusiones, pero el tema del canon y sus coartadas sigue siendo, de algún modo, palpitante. Según Ricardo Rojas, al canon conviene añadir o quitar libros, no intentar sustituirlo por otro canon. Esa actitud puede interpretarse como una componenda con el poder, pues el concepto mismo de canon como invención de las academias y académicos autoritarios ha sido cuestionado hasta el hartazgo. El canon como lo concibió un Harold Bloom es un coto cerrado. Fuera de ese puñado de libros escogido desde el Olimpo queda buena parte de lo que se ha escrito en el mundo.

Sin embargo, impugnar la validez de unas jerarquías de libros consagrados no disminuye la necesidad de leerlos. Si los lectores son, además, escritores, celebrar el desconocimiento de enormes parcelas de lo escrito para arar las tierras vírgenes de la parcela propia es una ingenuidad. Si escribimos, no podemos decir, a la manera de mi abuelo, “el libro que me dé en la cabeza tiene que salir por la ducha”. Tampoco hay que dejarse comer en fervoroso silencio. Al canon –y a sus adiciones, ya en la escala de las literaturas nacionales– se adjunta la biblioteca personal: una larga lista de títulos que se asimilan y se olvidan, un monstruoso edificio construido desordenadamente o con múltiples cambios de orden.

Hay modelos de este desorden de la lectura creadora en el Caribe, donde el contrapunto de libertad con rigor ha sido una fuerza creadora. Las literaturas de otras regiones pueden, incluso, cultivar la ilusión de alimentarse de sus propias carnes. Para decirlo en las palabras de Sergio Chejfec, un autor argentino de nombre muy argentino: “la literatura argentina es una especie de sindicato imaginario, o más bien una secta. Los afiliados mantienen vínculos más o menos secretos y más perdurables de lo que muchos creen o asumen”. Nadie en Argentina puede decir con seriedad que es el primero que escribe policiales o la primera que escribe ciencia ficción. Nadie puede disfrazarse, digo disfrazarse seriamente convencido de la realidad de su disfraz, de Adán o Eva en el paraíso.

En el Caribe, que fuera una de las regiones más cosmopolitas del mundo, según Federico de Onís, la conciencia del lugar desde el cual se escribe ha sido más brumosa. Los vínculos con la literatura del Caribe en un contexto comparatista, que tan de moda estuvieron en los años ochenta del siglo pasado, han sido sustituidos por otros encuadres, por coordenadas virtuales en la Internet, que se han sumado a las geográficas e históricas; por las voces de la literatura feminista, los iconos de la cultura pop, y la escritura de las minorías oprimidas. Pero ese desplazamiento de fronteras, esos saltos de sensibilidad, tampoco significan que podamos plantearnos la escritura como Evas y Adanes en el paraíso. Son varios y variables los espacios de enunciación, los lugares desde los cuales se escribe. La escritura actual, en todas partes, tiene más de un ombligo, de ahí su desconcertante riqueza. No obstante, las transformaciones radicales no lo serían si estuvieran totalmente alejadas del peso de la historia, que no ha llegado a su fin; en todo caso, el tiempo vuela, se ha hecho más ágil y liviano, y la historia, entendida como reflexión, conciencia y narración del tiempo, finaliza y recomienza a cada instante.

La posición del Caribe como lugar donde se ensayó la realidad movediza que vivimos, tanto en sus hibridaciones culturales como en las migraciones y experimentos militares y económicos, fue advertida en un libro visionario de Antonio Benítez Rojo: La isla que se repite. Entre tantas vueltas, acaso convenga echar otra mirada a los vínculos geográficos y culturales que años atrás propusieron los estudios caribeños. Me parece que un paradigma cercano sigue siendo Lezama Lima y su método de lectura. Tras la fachada grandilocuente del habanero hay mucho humor, mucha ironía y gula intelectual. Esa asimilación y reconversión gregaria de trozos de tradiciones distantes da pie para establecer nexos, como los que permitían a mi abuela colarse en el salón de la dama de las camelias, o en las cuevas flamencas de Genoveva de Brabante, armada de quién sabe qué correspondencias arbitrarias. Allá mi abuelo si se perdía la entrada del tiburón. Bastante tenía él, hombre de una mentalidad lógica basada en la exclusión de contrarios, con las historias de los jíbaros de la carretera.

Mencionaré algunos ejemplos de esa fascinante lectura líquida, de esa que parte y vuelve por otros conductos, con ejemplares nuevos.

Cuando se estudia con generosidad la tradición del otro, la propia se ilumina como una casa abierta. Recuerdo, por ejemplo, una conferencia que dictó Ángela Hernández en la Universidad de Puerto Rico sobre la amistad entre Salomé Ureña de Henríquez, la madre de Pedro Henríquez Ureña, el maestro de Jorge Luis Borges, y Eugenio María de Hostos. Al escucharla, Hostos dejaba de ser un óleo retocado, el objeto de veneraciones adustas, y se manifestaba como hombre contemporáneo. Amplísimo, además, pues la corriente de los Henríquez Ureña pasa por el río La Plata y regresa al Caribe, a la casa donde Salomé leía y escribía. Otro ejemplo de generosidad intelectual es el trabajo de la venezolana María Teresa Vera Rojas, que bajo los auspicios de la Universidad de Barcelona prepara una edición de los artículos de Clotilde Betances, la sobrina nieta puertorriqueña de Ramón Emeterio. Y la escritura del recién fallecido martiniqués Edouard Glissant, que no sólo extendió las aguas y los vientos de la travesía atlántica hasta el sur de Estados Unidos, sino que le dedicó un libro a William Faulkner, un blanco descendiente de familia esclavista, e incorporó las ambigüedades del escritor sureño a una tradición de frontera y conflicto, que traspasa calificativos nacionales y maniqueísmos e incorpora a escritores como Carpentier, Toni Morrison y García Márquez.

La imagen de la patria líquida se duplica en los versos de Julia de Burgos y en “La muñeca menor” de Rosario Ferré. Y en la primera novela de autor puertorriqueño, La antigua sirena, de Alejandro Tapia, ambientada en Venecia, ciudad reapropiada por Rodríguez Juliá en La noche oscura del niño Avilés y por la misma Rosario en su relato “Las dos Venecias”. Y en Juan Antonio Ramos cuando escribe parodias de los clásicos desde la vena sedienta de un adicto, varado en la incomprensión, pero despierto.

Estos ejemplos de lecturas generosas y arriesgadas no ocultan el hecho de una regla común entre los letrados puertorriqueños: sacarnos un ojo para dejar ciego al vecino. Se cierra la pluma por miedo al monstruo del otro.
Aquí, y también allá, se reclama en cada cambio generacional el derecho de pernada. Entiendo que se diga que toda la literatura puertorriqueña hasta el sol de hoy es tachable, y me parece divertido que se coloquen las letras patrias en buena compañía en el limbo, pues generalmente se añade que tampoco se ha escrito nada valioso en España desde el Quijote, por lo que quedan ninguneados, por no decir censurados, todo Palés, todo Galdós, toda Pardo Bazán, y medio milenio de poesía española junto a las cien mejores poesías líricas puertorriqueñas. Pero para que este posturing fuera convincente como artefacto explosivo anarquista o neo-vanguardista sería necesario haber armado bien la bomba. Que se haya preguntado el armador de la bomba, por ejemplo, por qué La llamarada comienza con una mención de Nietzsche o que haya intentado traspasar la masa monumental que es En babia; que haya leído los Cuentos de la plaza fuerte de Belaval y las fabulaciones de Marigloria Palma y Violeta López Suria; que se haya gozado Fortunata y Jacinta como la desvergonzada orgía de palabras que es.

La actitud opuesta a la del armador de bombas que aniquila lo que no se ha molestado en leer es dejar en paz a los muertos; la del canon inconmovible y momificado, la de depositar guirnaldas de aniversario en monumentos y enquistar en los currículos escolares métodos de lectura desabridos. Ese dejar en paz a los muertos es más nefasto que el posturing, a la hora de formar lectores y escritores conscientes. Por lo menos el performance bárbaro de tachar sin molestarse en leer provoca reacciones furibundas o entusiastas, o encalla en el ninguneo rencoroso. La palabra hueca sólo adormece.

Hay otras formas más lúdicas, más líquidas de leer lo viejo y lo contemporáneo, para no hablar de clásicos y modernos. Hay formas astutas de lidiar con la pesada carga del canon. Una de ellas es la reescritura, y un registro de la reescritura es “corregir” al maestro.

Eso hizo escritor argentino llamado Pablo Katchadjian, quien publicó un libro titulado El aleph engordado. Es un texto de 50 páginas que amplía con palabras e ilustraciones el de Borges sin eliminar las palabras del original, que quedan sepultadas entre rollos de grasa: adjetivos, adverbios, situaciones pedestres. Va el primer párrafo:

“La candente y húmeda mañana de febrero en que Beatriz Viterbo finalmente murió, después de una imperiosa y extensa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo ni tampoco al abandono y la indiferencia, noté que las horribles carteleras de fierro y plástico de la Plaza Constitución, junto a la boca del subterráneo, habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios mentolados; o sí, sé o supe cuáles, pero recuerdo haberme esforzado por despreciar el sonido irritante de la marca; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella, Beatriz, y que ese cambio era el primero de una serie infinita de cambios que acabarían por destruirme también a mí. Tenía ya, un poco debido al calor y otro poco a mi nerviosismo, el cuello de la camisa completamente húmedo; me saqué la corbata y, como ofreciéndole el gesto al fantasma de Beatriz, la tiré a la basura; inmediatamente me arrepentí y estuve a punto de meter la mano en el cesto para rescatarla. “

Leyéndo “El aleph engordado” te mueres de la risa, toma, Borges, por ser tan Figura Ineludible del Panteón Universal de las Letras Obligatorias. A medida que avanza la lectura, confirmas que Borges, quien tuvo la astucia de pensarse a sí mismo como personaje, es un contendiente poderoso. Era un maestro del mismo juego de la parodia y el plagio que aquí se impone, y de la lúdica y líquida lectura de los clásicos, una liquidez más corrosiva que una bomba. Finalmente agradeces esa ventana abierta, iluminadora como la que abrió Ángela en su conferencia, como la reapropiación que hizo Glissant de Faulkner. Esa mutilación de un texto bellísimo, y tan palpitante desde la muerte como Beatriz Viterbo, es una traición a la tradición que honra.

Porque, repito, si aburrido es eso de ser Adanes y Evas en el paraíso -aunque Colón con su mirada empresarial haya ubicado el paraíso cerca de aquí- más aburrido, sin duda, es dejar en paz a los escritores “muertos”. Sobre todo cuando el cruce de lecturas es potencialmente riquísimo. Para escribir la historia del Caribe, según Fernando Picó, habría que sumar conocimientos a la erudición de un Braudel. Si por la corriente Lezama se accede a “la espuma del tuetano quevediano y al oro de Góngora” amigados “en el soterramiento popular” (palabras suyas, desde luego), la marejada Julia de Burgos nos arrastra a las playas arcaicas de las identidades monstruosas y las poéticas marinas de Glissant y Walcott esbozan una filosofía de la historia de los desposeídos de la Historia.

En síntesis: aquí, y también allá, debe ser posible plantearse líquida y lúdicamente, las guerras de la tradición, el enigma de la biblioteca personal y la enumeración de los lugares –siempre más de uno- desde los cuales se escribe.

Más opiniones simples:

Una escritora es una lectora que a veces, y no siempre en el más feliz de los casos, escribe.

El oficio de un escritor es más interesante que su personaje mediático.

Una escritora puede armar una bomba y descomponer el engranaje de la tradición para armar su biblioteca, pero lo hará en el corazón de la biblioteca.

Una escritora encontrará el reto mayor cuando se atreva a invocar a sus muertos y a lidiar con ellos.

Un escritor experimentará fugazmente el éxtasis cada vez que lea y escriba como la primera vez.

Una escritora debe proponerse, al menos periódicamente, comprender la forma de la biblioteca que sus lecturas han ido construyendo.

Un escritor está siempre peleándose con la injusticia. Por eso le conviene ser justo con los personajes que detesta, y duro consigo mismo y con los suyos.

Leer es el oficio de los escritores y, también, de vez en cuando, cerrar el libro de turno y pasearse por la playa; y mojarse.

Marta Aponte Alsina
octubre de 2010

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