Hace unos días caminaba por la playa tomando fotos, con cierta ansiedad, porque el cuerpo me dice que es más inteligente hacerse parte de un lugar que interponerle una cámara. Entonces la camarita se averió. El personaje de El polaco, nouvelle de Pía Bouzas (Buenos Aires, 1968) sufre un percance similar, si bien en un contexto que promete experiencias heroicas: escalar la pared alta y plana de un pico en la cercanía del El Bolsón, en la región patagónica que ha deslumbrado a los más dispares viajeros, entre ellos Eugenio María de Hostos, el pintor Rugendas y Bruce Chatwin, teórico practicante del nomadismo. El narrador de El polaco es un muchacho de clase trabajadora, a quien su novia desprecia por soñador, y que, deslumbrado por las fotos vistas en las páginas esmaltadas de una publicación sobre alpinismo, contrae la descabellada ambición de aspirar a una salida gloriosa de su clase alzándose con la fama de fotógrafo artístico. Sus dos compañeros de aventura –la vida para la aventura, la narración de una gran expedición y sus nimias frustraciones es la cifra de este relato– aspiran a llegar a la cima porque sí, suprema vivencia de la vida gloriosa.
El
polaco es, ya se ha dicho, un relato de aventuras
de esos que parecen imposibles en esta era tecnologizada de reality shows,
donde ya nada ni nadie es invisible, ni los países ni la gente; todo lo hacemos
frente a un espectador. Quien sabe que
vive ante una cámara – o que sostiene una cámara– renuncia a aventurarse, se conforma con parasitar
en el vientre más craso. El
polaco representa, en sus códigos
expresivos, la tensión de los jóvenes desperdiciados y las prisiones del
lenguaje. Al principio domina la musicalidad misteriosa de la jerga de la calle, esa
que solo alcanza a metaforizar la vida a flor de brea de los barrios. A medida que el personaje se adentra en el bosque se apropia de un
lenguaje más cercano a la letra escrita y a sus límites: “Acá
estás dentro del bosque, oscuro la mayor parte del día. Bosque profundo, denso,
sin un alma… Al rato nos concentrábamos y seguíamos en silencio”.
Con estos elementos se construye un relato vivaz
que, como es propio de los buenos de aventuras, completa la narración de
exterioridades con una inmersión en la intimidad del ojo que contempla. No
comentaré el final, para no aguar la fiesta. Solo esta señal de la conciencia
de la transformación, para la que faltan palabras, pero cuyos límites la
palabra comunica: “Es difícil hablar. Tengo que inventarme una nueva. Ellos
tampoco dicen todo. Hay una parte de la experiencia que se la devora el
silencio. Queda encriptada en alguna fisura profunda. A veces sube hasta la
superficie, pita como un géiser en la madrugada. Pero es fugaz. Así como brota
se calma, vuelve a las profundidades”.
Cuando leo ficciones como El polaco confirmo que todavía es
posible escribir con libertad de pensamiento y paciencia en un mercado literario
saturado por el formalismo manierista del reality show y de las series televisadas
en general, el cine ahogado de sangre artificial e idiotez y la fofa cultura
pop. Libertad y paciencia para la literatura como artefacto material del ser
vivo que empleó un tiempo precioso en recoger y registrar sus conmociones. Esa
vitalidad, que puede incluso sentirse, aunque sea desperdiciada, en autores
nihilistas, como la energía que se gasta en el exceso, es la marca del animal
de palabra que somos. Para mí, que ya me acerco a mis despedidas, es importante
sentirla en las nuevas escrituras, como en este lúcido relato de Pía Bouzas.
PD. El
polaco se publicó en 2013 por un
colectivo de autores dedicado a difundir la nueva literatura rioplatense. www.exposicióndela actual.blogspot.com.ar