Hoy Raquel pinta. La han
despertado el desgaste de las olas, el bramido del viento y, de pronto, la
calma silenciosa. Cuando el viento amaina y las olas se ablandan da gusto
clavar el caballete en la arena, colocar un paraguas sobre un aditamento inventado
por George y abrir la cajita de colores. La luz del norte no ofrece los matices
contrastantes de Mayagüez y Puerto Plata. El mar frío de Connecticut se aleja
del Caribe como se distinguen entre sí parientes lejanos. La luz del norte se
acerca más a los desvelos de la mujer dispuesta a no dejarse dominar por la
desolación de una costa sin árboles. Además todas las luces son otras en el mundo
de los quinqués, el único que le interesa habitar. De algún modo evidente en
su lógica, pero insostenible en la
dimensión de los elementos, hasta el fuego que brota de los objetos
naturales es otro desde la invención de la luz eléctrica. Los fantasmas huían
de las ciudades saturadas de artificio para refugiarse en las tinieblas
enmarañadas del litoral. Allí las hogueras se mantenían en el lugar del
misterio. Respetaban esa luz otra que se iba haciendo imperceptible no solo a
causa de la ceguera de la vejez sino porque todo lo digno de ser visto se iba
dando a la fuga.
Abre la caja de
pinturas. Ha decidido trabajar al óleo, omitiendo el paso habitual del boceto
en acuarela. Se ha enfrentado a la costa
de West Haven en días menos acogedores que este. Hoy no cederá al desaliento.
Cumplirá el mandato del dibujo como dominio de la imagen sobresaliente, la que
se impone asesinando formas más débiles. La mano recordará cómo ejecutar la
matanza, cómo entregarse al placer de la caza. No hay piedad que valga en los
principios del arte. Después pintará directamente sobre la tela. Es de
fabricación industrial, sin la calidad de las más duraderas y absorbentes, pero
servirá. La brisa es leve; no cabe esperar ventiscas arenosas que arruinen el
trabajo aunque a veces le parece que el final menos triste de una obra
imperfecta lo decide la naturaleza.
La tela rectangular
tiene el tamaño de la tabla grande que usa Florence para picar los vegetales
insípidos de sus ensaladas. El comienzo es siempre el mismo: la perfección de
las capas iniciales recomendadas por sus maestros. Si en París ese fondo servía
para reflejar la luz, West Haven que se diera por satisfecha. Para empezar,
embadurnar la tela con una pobre réplica de la “salsa roja” traslúcida que en
la versión aprendida en el taller de Duran se componía de materiales que ha
olvidado para siempre. Sobre esa base aplicará una capa de blanco plomo. A
falta de los elementos originales, que no tiene a mano ni recuerda, mezcla en la
paleta una porción de ocre, miajas de azul cobalto y rojo laca.
Mientras se seca la
pintura el olor le trae el recuerdo de excursiones felices. Se enfrenta al
horizonte. En aquel día que fue un hoy, la línea está muy marcada. Es cierto
que expresa la relación del cuerpo que lo observa con todas las cosas. Ezra
Pound, el amigo loco del hijo poeta, en una conversación que la historia
literaria no recoge (justo en el lugar donde Raquel ha hincado las tres patas
del caballete, años antes de este día en que pinta), durante el paseo de rigor
tras un almuerzo pesado de los que servían en la casa, dio un salto mientras
apuntaba al horizonte con el dedo índice. Según Pound allí descansaba el
espinazo de un dragón dormido. En el lomo del dragón se tocan el yin y el yang.
Fuera distracciones.
Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de cosas que le llaman
la atención. Hoy responderá a la visión ordenadora de sus maestros. Pintar no
es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni olores. Es pura
imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por disolverse en
malos humores. No permitirá la entrada de los monstruos deformes que
atormentaban a Ludovico. Adora la forma cabal de las cosas. Sabe que el primer
trazo será una invocación al resto de los elementos. El primer trazo, como la
luz que se ve por vez primera, rige la inclusión y el orden de los siguientes.
Se pasa por la
frente el pañuelo que lleva sobre los hombros, se abanica con la pamela. El
infinito mar es, bien lo sabe aunque sus parientes no la entiendan, el
ramillete de manzanas silvestres colgadas de un clavo, las que pintó hace años.
Mira a su alrededor con la intención de ver solo lo que quepa en una tabla de
picar vegetales. Impone a la mirada el método que aprendió por cuenta propia.
El misterio de la pintura no es tan oscuro. Se trata de acumular puntos que
ante el espectador se resuelvan en una impresión única, como si lo infinito
pudiera contenerse en la serie de esos puntos, en la línea del rayo que
zigzaguea antes de fulminar. Como aquella sensación que George no quiso
explicarle ni nombrarle, la que alguna vez sintió estremecida por sus caricias,
el tonto de George, tan púdico. El mar es manzanas silvestres y olas que rompen
a lo lejos rizando de blanco las honduras. A los pies de la pintora, haciendo
juego con el gris de sus zapatos, el mar es un trozo de raíz más liviana que
una pluma de pelícano, gastada por las mareas, picada de agujeritos que se repiten
en la arena cuando se evaporan las espumas burbujeantes. En este litoral de
West Haven un puñado de arena tiene múltiples tonos (desde el gris que es a su
vez colección de negros y blancos, hasta el nacarado de los caracoles que el
tiempo desgasta) tantos, que intentar abarcarlos sería tan inútil como reducir
las corrientes a la quietud de un agujerito. El agujerito también es
inabarcable.
El infinito mar, un
grano de arena.