Aquí hay
influencia francesa, y hasta holandesa, comentó, como si les leyera
el pensamiento. Pasó a explicarles las diferencias entre los encajes: Este que ven es un sol de Naranjito, una versión más
sencilla del sol de Maracaibo. Las mejores familias han
transmitido sus conocimientos ancestrales – fueron muchas las que huyeron a Puerto
Rico para escapar de los bárbaros comandados por Bolívar. Las labores de aguja
se enseñan en los asilos, en las escuelas públicas y en las particulares. Alice conoce
bien a la señora Francisca, dama ilustre que dirige la escuela pública
superior de una ciudad llamada Ponce. Abre el baúl, Sturgis. Estas señoras han
visto lo que el ingenio puede imaginar, pero no el prodigio. Esta pieza que
Alice les explicará, no tiene igual en la faz de la tierra. Abre el baúl,
Sturgis, pero no lo toques. Tus manazas no se hicieron para acariciar exquisiteces.
Tenía razón
Mary Crowninshield: las señoras no habían visto nada igual. El soporte del prodigio era un rectángulo de seda tornasolada que reflejaba tonos de azul,
desde el celeste hasta el marino, vacilante trasfondo que acogía hilos simuladores de la
sombra de un árbol de flores rojas como brasas, menudos puntos de cruz en
seda. La casa grande, sobre un promontorio
de hilos reticulados, reflejaba, por las capas de su hechura, las imposibles tonalidades
del blanco. El conjunto evocaba la central Aguirre, con su chimenea, mansión señorial bajo árbol de fuego, mar de las Antillas. Escamas de peces insinuaban el
humo nacarado; caracoles minúsculos, la arena de la costa. Para formar
las crines de los caballos que pastaban en la llanura junto a las casuchas, y el rabo del perro rubio, se habían empleado hilos
más gruesos que la seda, pero igualmente lustrosos. Sturgis donó los restos
de un recorte, dijo Alice, mirándolo con arrobamiento. Las damas no disimularon
su asombro ante la imprudencia de la muchacha que había puesto en manos
salvajes un mechón de la cabeza del marido. Las Forbes, las Leland, las
Cabot-Lodge, descendían de reverendos quemadores de brujas. El descuido de Mary
Crowninshield, el no haber advertido a su hija sobre las consecuencias, les
pareció lamentable. Cómo no me di cuenta, piensa Alice. Aquella mujer se
enamoró de mi Sturgis, Juana, la muy bruja.
Para las
labores de aguja hechas por las manos de las huérfanas y solteronas ponceñas
sí había un mercado excelente. No hay
temor que nuble el cielo de una buena ganancia. Doña Mary sacó de su bolsa la
ficha ganadora, unos planos muy bonitos. Los desplegó sobre
su falda antes de colocarlos en la mesa. Eran diseños de trajes adaptados a la
vida veraniega en las bulliciosas costas de Newport, o Martha´s Vineyard, patrones
para vestidos de algodón e hilo.
Son sencillos, los propone una amiga de Alice, la señora Carmen de
Infiesta. En los puños y alrededor del cuello y sobre el pecho llevarán encajes
bordados y tejidos por mujeres puertorriqueñas. Ya ordené uno para mí. A manera
de broche, en el cuello, añadiré una broma, un guiño, una exquisita miniatura.
Ya verán cuando lo estrene.
El presidente
McKinley mostraba interés en las servilletas y los manteles hechos en Puerto
Rico, concluía la señora, guardando el plano, antes que la
de Forbes lo tocara con sus dedos amarillentos. Unos años después, el
presidente Roosevelt, -con pareja imprudencia escribía libros o tomaba por asalto
promontorios dominados por pérfidos españoles degenerados y liberaba señoritas
desfallecidas- auspició el proyecto de los trabajos en aguja de las damas
ponceñas, encajes para cuellos y puños, tapetitos y manteles. Ordenó, cuenta
doña Mary en sus Reminiscences, un juego
de manteles y servilletas para la Casa Blanca: la auténtica Casa Blanca. El diseño mostraba
“a special design of an eagle, suggesting the United States insignia”. Puede que en algún depósito de Washington DC se conserven las
águilas de encaje. Según la cronista, la mantelería cosida en
la isla “became popular in Washington, and was purchased quite generally among
government officials”. Crowninshield tenía talento para el dibujo y sensibilidad de modista. Cuenta que se
vendían bien los trajes diseñados por ella, hechos en Puerto Rico. En su casa
de veraneo en Mattapoinset abrió “a sort of shop”. Un verano vendió $4,000 en
labores de aguja. Antes que el mundo llevara la indeleble marca de propiedad de
los descendientes de las Forbes y las Cabot-Lodge, Mary Crowninshield hizo pininos de empresaria
global : “One design I made for the Porto Rico work, for a centre-piece, proved
also very popular, especially with our family, as it had a crown with a shield
on it. I
met with one of these in England, at Sheen, Lady Wood´s house”. El negocio filantrópico prosperó hasta la muerte de
Sturgis, cuando el mundo de Alice se detuvo en una parada de rencor hacia la isla.