domingo, 25 de junio de 2017

Miramar






(Un pasaje de Vampiresas, 2004)

En el cine del barrio exhibían Amelie. Pensó sin entusiasmo que no le molestaría verla otra vez, medio pendeja pero una de las películas más realistas que había disfrutado en su vida. Como una estrella de mar moribunda en la playa, entre el edificio del cine y otro inmueble rectangular de vidrio y cemento, respiraba serenamente una casa de aleros anchos y columnas con lamparitas incrustadas, cuya vida espléndida y misteriosa bullía detrás de las ventanas siempre cerradas. En el jardín, disminuido para ampliar la acera desierta, un árbol de reina de las flores mudaba las hojas. Tras los vitrales de la sala parpadeaba una luz, tan atrayente como las iluminaciones del cine vecino.
Vieja de 23 años, le intrigaban las casas decrépitas. Si le hubieran alquilado un cuartito en aquella mansión donde parecían confluir los cristales rotos en el tiempo de otras casas destruidas,  habría abandonado a Leonor sin importarle que fuera al encuentro de la calle de su destino. Después de organizarle un funeral con incienso y cantos arrojaría al mar las cenizas de aquella madre desquiciada, en un sitio de belleza singular, como la playa Medialuna.
Andando, andando, renovó la comunicación con su barrio del alma, revivió el constante asombro de que en Miramar cada edificio se levantara en medio de un brutal aislamiento, a solas en el mundo, como quien nace con vocación de enemigo en una zona de guerra. Y qué. Para gozar bastaban las aceras anchas y vacías, porque ni siquiera la fealdad y el desorden apagaban el recuerdo de una belleza anterior, de cuando no tenía nombre aquella duna enorme perfumada de salitre, flotante sobre la oscuridad del salvaje Atlántico.


Donde cada edificio es un loco que habla solo, cada edificio tiene su encanto. Pasó frente a la capillita de la próxima esquina, morada de palomas en campanario esquinado de gárgolas. Los dragones boquiabiertos, que en las películas de horror alargan los pescuezos sobre un fondo de rayos y centellas, se veían muy cómodos en la capillita de Miramar, cerrada siempre, como si alguien la hubiera dibujado para ilustrar una novela de Walter Scott y luego se olvidara de ella, regalándole una página al viento salitroso. Un vitral de Cristo en el huerto de los olivos y una virgencita de yeso vigilaban el jardincito abandonado de la capilla, donde florecían con dificultad las yerbas malas. Muy cerca, al servicio de las parejas recién casadas en la capillita, el hotel Las Américas también había sido construido con cierto romanticismo misterioso en torno a un patio interior cubierto, del cual arrancaban pisos sucesivos, cada uno con falso artesonado de intensos arabescos.
Para completar la muestra de lujos olvidados y modas egoístas bastaba con otro edificio arbitrario, el panal modernista que llevaba el absurdo nombre de “Departamento de Justicia”. Con un cuidado parecido al del inquilino que acaba de mudarse a un apartamento y revisa los objetos abandonados por el inquilino anterior, Laurita subió por la calle Olimpo, que no era más que una cuestita a pesar de las alusiones tonantes del nombre, hasta que junto a un feísimo parquecito de bolsillo, encontró el edificio de seis pisos, con ventanas sombreadas por aleros cubiertos de tejas.
En comparación con los edificios locos de Miramar a éste no le faltaba armonía. Verdad era que el diseño de las losetas del pasillo de entrada era tan enredado que resultaría difícil pisarlas y evitar el estrés, y que en la fachada un grafiti proclamaba, en letras color violeta, “yo soy anormal”. Además, quedaban pocos apartamentos habitados, a juzgar por los buzones rotos. Pero el conjunto retenía la estructura de un cuerpo perfectamente encantador, cinco pisos concebidos en intervalos de ternura por un arquitecto enamorado de las proporciones perfectas.
En la ventana principal del piso más alto se veía una silueta. Laurita se escurrió entre las planchas de zinc que clausuraban la entrada y subió por la escalera en la punta de los pies, evitando pisar la mierda petrificada de gatos y otras materias desconocidas. En el descanso del último piso, antes del tramo que llevaba a la azotea, se detuvo ante una puerta carcomida, en cuya superficie, pintadas por la misma mano que había trazado el grafiti, se leían las palabras Adela Patiño, prima donna.


Quizás la razón de que su tía mantuviera un negocio como Ariel –porque ya quién iguala las ganancias de Federal Express y otras empresas multinacionales– era la presencia permanente y estimulante del azar. Siempre había un objeto que alguien mandaba con la intención de que lo recibiera alguien, pero aparte de eso las variaciones se multiplicaban infinitamente. Esa mañana le había llevado un ramo de tulipanes amarillos a la criada de un cónsul europeo de parte de un entrenador de gallos de pelea, seguido de la entrega de una bolsa llena de cajas de donas a un niño con cara de melón, pero las vibraciones peculiares del sobre oblongo, enviado por Paula González, pintora de Coamo, a Adela Patiño, residente en Miramar, no venían mal  para quitarse de la mente al mancebo de la agencia.
Primero se abrió la puerta, con un chirrido de bisagras mohosas seguido de un revuelo de cadenas gruesas que revientan, saltan y caen, entre un ruidoso y metálico aleteo de polvo en el umbral donde, para coronar el estruendo, se recortó, sobre el fondo negro del apartamento, la figura de una anciana de sonrisa abierta y ojos brillantes.
Asombraba la extensión de los bordes de la cara, daban gracia las mejillas largas, la quijada de media luna, sin descontar los rasgos acorralados y comprimidos en el centro: ojitos sombreados por cejas espesas pintadas como a la fuerza con tinta china, la boca fruncida, la naricita epidérmica.
Por lo visto lo primero que la vieja hacía cada mañana era dibujarse una cara. De inicio la línea del lápiz labial, demasiado anaranjada y juvenil; luego la sombra azul de los ojos, cuyos iris se perdían en el globo blanco, duplicando la apariencia oval del contorno. Se ha hecho estirones, pensó Laurita, cuando pudo recuperarse del espanto, en el próximo perderá los ojos.

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...