(Un pasaje de Vampiresas, 2004)
En el cine del barrio exhibían Amelie.
Pensó sin entusiasmo que no le molestaría verla otra vez, medio pendeja pero
una de las películas más realistas que había disfrutado en su vida. Como una
estrella de mar moribunda en la playa, entre el edificio del cine y otro
inmueble rectangular de vidrio y cemento, respiraba serenamente una casa de
aleros anchos y columnas con lamparitas incrustadas, cuya vida espléndida y
misteriosa bullía detrás de las ventanas siempre cerradas. En el jardín, disminuido
para ampliar la acera desierta, un árbol de reina de las flores mudaba las
hojas. Tras los vitrales de la sala parpadeaba una luz, tan atrayente como las
iluminaciones del cine vecino.
Vieja de 23 años, le intrigaban
las casas decrépitas. Si le hubieran alquilado un cuartito en aquella mansión donde parecían confluir los cristales rotos en el tiempo de otras casas destruidas, habría abandonado a Leonor
sin importarle que fuera al encuentro de la calle de su destino. Después de
organizarle un funeral con incienso y cantos arrojaría al mar las cenizas de
aquella madre desquiciada, en un sitio de belleza singular, como la playa
Medialuna.
Andando, andando, renovó la
comunicación con su barrio del alma, revivió el constante asombro de que en
Miramar cada edificio se levantara en medio de un brutal aislamiento, a solas
en el mundo, como quien nace con vocación de enemigo en una zona de guerra. Y
qué. Para gozar bastaban las aceras anchas y vacías, porque ni siquiera la
fealdad y el desorden apagaban el recuerdo de una belleza anterior, de cuando
no tenía nombre aquella duna enorme perfumada de salitre, flotante sobre la
oscuridad del salvaje Atlántico.
Donde cada edificio es un loco
que habla solo, cada edificio tiene su encanto. Pasó frente a la capillita de
la próxima esquina, morada de palomas en campanario esquinado de gárgolas. Los
dragones boquiabiertos, que en las películas de horror alargan los pescuezos
sobre un fondo de rayos y centellas, se veían muy cómodos en la capillita de
Miramar, cerrada siempre, como si alguien la hubiera dibujado para ilustrar una
novela de Walter Scott y luego se olvidara de ella, regalándole una página al
viento salitroso. Un vitral de Cristo en el huerto de los olivos y una
virgencita de yeso vigilaban el jardincito abandonado de la capilla, donde
florecían con dificultad las yerbas malas. Muy cerca, al servicio de las
parejas recién casadas en la capillita, el hotel Las Américas también había
sido construido con cierto romanticismo misterioso en torno a un patio interior
cubierto, del cual arrancaban pisos sucesivos, cada uno con falso artesonado de
intensos arabescos.
Para completar la muestra de
lujos olvidados y modas egoístas bastaba con otro edificio arbitrario, el panal
modernista que llevaba el absurdo nombre de “Departamento de Justicia”. Con un
cuidado parecido al del inquilino que acaba de mudarse a un apartamento y
revisa los objetos abandonados por el inquilino anterior, Laurita subió por la
calle Olimpo, que no era más que una cuestita a pesar de las alusiones tonantes
del nombre, hasta que junto a un feísimo parquecito de bolsillo, encontró el
edificio de seis pisos, con ventanas sombreadas por aleros cubiertos de tejas.
En comparación con los
edificios locos de Miramar a éste no le faltaba armonía. Verdad era que el
diseño de las losetas del pasillo de entrada era tan enredado que resultaría
difícil pisarlas y evitar el estrés, y que en la fachada un grafiti
proclamaba, en letras color violeta, “yo soy anormal”. Además, quedaban pocos
apartamentos habitados, a juzgar por los buzones rotos. Pero el conjunto
retenía la estructura de un cuerpo perfectamente encantador, cinco pisos
concebidos en intervalos de ternura por un arquitecto enamorado de las
proporciones perfectas.
En la ventana principal del
piso más alto se veía una silueta. Laurita se escurrió entre las planchas de zinc que clausuraban la
entrada y subió por la escalera en la punta de los pies, evitando pisar la
mierda petrificada de gatos y otras materias desconocidas. En el descanso del
último piso, antes del tramo que llevaba a la azotea, se detuvo ante una puerta
carcomida, en cuya superficie, pintadas por la misma mano que había trazado el
grafiti, se leían las palabras Adela Patiño, prima donna.
Quizás la razón de que su tía
mantuviera un negocio como Ariel –porque ya quién iguala las ganancias de
Federal Express y otras empresas multinacionales– era la presencia permanente y
estimulante del azar. Siempre había un objeto que alguien mandaba con la
intención de que lo recibiera alguien, pero aparte de eso las variaciones se
multiplicaban infinitamente. Esa mañana le había llevado un ramo de tulipanes
amarillos a la criada de un cónsul europeo de parte de un entrenador de gallos
de pelea, seguido de la entrega de una bolsa llena de cajas de donas a un niño
con cara de melón, pero las vibraciones peculiares del sobre oblongo, enviado
por Paula González, pintora de Coamo, a Adela Patiño, residente en Miramar, no venían mal para quitarse de la mente al
mancebo de la agencia.
Primero se abrió la puerta, con
un chirrido de bisagras mohosas seguido de un revuelo de cadenas gruesas que
revientan, saltan y caen, entre un ruidoso y metálico aleteo de polvo en el
umbral donde, para coronar el estruendo, se recortó, sobre el fondo negro del
apartamento, la figura de una anciana de sonrisa abierta y ojos brillantes.
Asombraba la extensión de los
bordes de la cara, daban gracia las mejillas largas, la quijada de media luna,
sin descontar los rasgos acorralados y comprimidos en el centro: ojitos
sombreados por cejas espesas pintadas como a la fuerza con tinta china, la boca
fruncida, la naricita epidérmica.
Por lo visto lo primero que la
vieja hacía cada mañana era dibujarse una cara. De inicio la línea del lápiz
labial, demasiado anaranjada y juvenil; luego la sombra azul de los ojos, cuyos
iris se perdían en el globo blanco, duplicando la apariencia oval del contorno.
Se ha hecho estirones, pensó Laurita, cuando pudo recuperarse del espanto, en
el próximo perderá los ojos.