William Sturgis
Hooper Lothrop cometió la infamia de morirse antes de tiempo. Nació el 19 de
junio de 1870 y falleció el 5 de abril de 1905, el mismo año, en los mismos
días de la huelga general de obreros y obreras de la industria de la
caña, que se extendió por todo el litoral de Puerto
Rico, de norte a sur. La causa de la muerte fue una apendicitis de la cual no
se recuperó tras una intervención quirúrgica realizada en Ponce. Una pena que
el William de este libro mío no sea el William auténtico. Es otro William, mi
personaje, el que se me presenta, toma asiento, se rasca la cabeza, cruza las
piernas frente a mí en una silla tan imaginaria como él. Dura, de espaldar parecido a un coral de abanico gigantesco. Su amargura no es tanto el efecto
de genes heredados, ni de la crianza dura y machista de Harvard y de su padre.
Es más bien el producto de un misterioso dolor abdominal que William alivia con
sal de Picot.
En 1899 el
padre de William escribió la biografía de William Henry Seward, miembro del
gabinete de Abraham Lincoln, para “American Statesmen”, una serie en
treinta y dos volúmenes publicada por la editorial Houghton Mifflin and Co. Además, editó
la autobiografía de su padre, Samuel Kirkland Lothrop, quien a su vez había
editado una memoria autobiográfica del suyo. La memoria de Samuel Kirkland Lothrop empieza así: “I have a decided
opinion that very good blood flows in my veins”. Era frecuente que el varón bostoniano de
familia dominante asumiera ante la historia de la ciudad y de la nación un
deber: escribir la biografía de hombres ilustres, con frecuencia la biografía
de su propio padre.
A William no
le dio tiempo de continuar la cadena de biografías familiares. Tampoco
escribieron sobre él sus hijos.
¿Escribirá
alguien la biografía del auténtico William Sturgis Hooper Lothrop? ¿La reclama ese heredero de biógrafos y
memorialistas? Su abuelo Samuel Kirkland fue un ameno escritor
costumbrista. Su prosa tenía la
vitalidad aromática de las frutas que en el trópico saben a invierno, como la
manzana y la pera; de las flores que empiezan a brotar tras el sueño de la
escarcha. Dejó escenas vivaces protagonizadas por señores que parecen salidos
de una página arrancada por Nathaniel Hawthorne a una página de Charles Dickens.
Describió la modesta casa de su tío John Lothrop Kirkland, uno de los
presidentes de Harvard University, hombre de trato distante. Samuel seguía el
plan de estudios que entonces hacían los sobrinos modestos de presidentes
modestos. Para facilitar a su sobrino Samuel el ingreso en la Universidad que
presidía, Kirkland contrató a un tutor joven estudioso y ensimismado,
que trascendería dejando en la sombra a su afable discípulo. Ralph Waldo Emerson, según este, no prestaba
mucha atención a las lecciones. Prefería leerle a Samuel sus propios ensayos y
poemas. Samuel, que llegaría a ser el principal ministro de la iglesia
Unitaria, misma que sería casi deshecha por las críticas de Emerson, escribió
para las futuras generaciones sobre la
poca fe que le inspiraba su maestro de latín.
En sus
memorias, el abuelo Samuel recupera estampas de la nación recién nacida. Cuenta
de sus visitas a una Casa Blanca que aún era un espacio doméstico, llevada con mentalidad
de familia extendida en pueblo chico. Apunta que las medias del descuidado John
Adams, vestido con pantalón blanco hasta poco más abajo de las rodillas, se le
rodaban hasta los tobillos. El presidente Andrew Jackson, hombre bárbaro de la bárbara
frontera, tenía buenos modales y una voz agradable. A propósito de fronteras, el abuelo Kirkland de
Samuel fue misionero en las tierras de los pueblos indígenas y también, ya se ha dicho, escribió
un libro de memorias:
La tradición
de la hagiografía paterna –los hechos del padre- parece haber sido uno de los
deberes del varón burgués bostoniano. La escritura de la biografía del padre, algo
tendrá que ver con la identidad de una sociedad que abre las puertas del mundo
a la vez que se encierra en su mundo. La biografía traza fronteras entre su protagonista y el resto del mundo. ¿Será que escribían para blanquear e idealizar su
historia, ellos, que iban sembrando empresas en al menos tres continentes?
¿Cómo puede ser de abolengo una cultura de apenas 200 años? ¿De dónde la
prematura nostalgia? ¿Por qué el vértigo ante el mundo que, con sus
intervenciones, iban abriendo desde la China hasta el Caribe, desde los barrios
pobres de Sicilia hasta las plantaciones de guano en el Perú? Los barcos de
Forbes y Perkins transportaban esclavos negros y culis chinos a Cuba y a Perú.
Alejandro Tapia escribió sobre los culis y la industria tabacalera como quien
se acerca al fondo de la depravación. No conoció Tapia, no hubiera sido
admitido, sin pasaporte y salvoconducto, a pesar de sus ojos azules, en el
salón donde el coronel Perkins, uno de los “merchant princes” de la ciudad,
celebraba la Navidad con sus hijos y nietos. O tal vez sí, si hubiera llevado
un informe de la hacienda Cortada, propiedad de los Cabrera, que al cabo de medio siglo
sería adquirida por los cuatro compradores de Aguirre.
Un
comentarista de la sociedad bostoniana, un hijo pródigo, dio nombre a la tradición de sumar biografías al panteón de
las primeras y mejores familias: Boston´s Graveyard Eulogy School. El hijo que
no tuviera talento literario contrataba a un escritor, o a un estudioso tedioso.
En ocasiones tocaba a los padres solicitar a un autor de peso que escribiera la
biografía de un hijo prematuramente muerto. Henry Adams dedicó un libro a
George Cabot Lodge, el poeta que izó la
bandera estadounidense en Ponce. Henry James escribió a regañadientes, pero con
decoro, la biografía de William Wetmore Story, un escultor irremediable. Pero
nadie escribió sobre William Sturgis Hooper Lothrop. Su muerte no mereció el
epitafio de una biografía. Ninguno de sus hijos escribió sobre él. Su muerte
fue vergonzosa, sucia, comido por gérmenes en un país salvaje. No fue digno de
su linaje, ni dejó escrito un diario de sus hazañas porque era todavía un niño
cuando cometió la infamia de morirse.
Lamento que
las menciones de la muerte de William en los documentos sean tan apresuradas.
En el informe del secretario de la clase graduando de 1890 publicado en 1915 se
informa: “In connection with his business he made many trips to Porto Rico and
other southern points. The firm of Lotrop, Luce and Company
succeeded the firm of DeFord and Company in 1904. After a severe attack of
appendicitis he was operated upon at Ponce but failed to recover”. En la página 85 del libro de su suegra, Louisa Crowninshield
se lee: “Sturgis Lothrop died in Porto Rico, April 5th, 1905. It
was a terrible blow to us all, as we had no idea he was even ill. Alice went there at once, but too late”. A más de un
siglo de distancia, cuando escribo esto, veo su muerte sin sombra escrita sobrepuesta
a un mar de acontecimientos igualmente olvidados por quienes como él y sus
socios se beneficiaron con las ganancias de la Central Aguirre. La enfermedad
de William coincidió con la primera gran huelga de los trabajadores de la caña
en la isla de Puerto Rico. La huelga comenzó en el norte y ya para abril se
extendía su llamarada por los cañaverales del sur. La plebe amarilla, los
descendientes de esclavos, los enfermos, las criaturas que vivían en chozas
indignas de animales, soltaron los machetes y azadas, y se unieron para pedir
un aumento de salario de unos centavos. Sin saber leer ni escribir, aprendieron
a escuchar algo más que el zumbido del sol en las orejas, que el débil llanto
de niños anémicos, que las tareas interminables de cocinar una miseria para el
varón de la casa. Empezaron a escuchar palabras y a reproducirlas como
periódicos parlantes. Nunca antes les habían visto las caras a tantos semejantes
de la montaña, de las islas, negros amarillos y amarillos negros. Eran tantos
que llenaron la plaza de las retretas, donde según cita Félix Córdova de las memorias
de un sindicalista, el domingo 16 de abril de 1905, cuando el cadáver de Lothrop
se pudría en las picadas aguas del Atlántico, o quizás cuando Alice aún no
había logrado completar los trámites para el traslado del cuerpo y, a la vista
del balcón de su casa, legiones de obreros harapientos y de mujeres descalzas
marchaban hacia la Plaza las Delicias. Provenían, cuenta Córdova de los barrios
de Ponce y de otros municipios y de las colonias que suplían cañas a la central
Aguirre. A eso de las 4:30 de la tarde la Policía arremetió a tiros y macanazos contra la multitud de trabajadores. Hirieron gravemente
a decenas de hombres, mujeres y niños. No he encontrado un registro con los
nombres de los muertos.
(Capítulo de mi libro inédito "3 Invernazo Aguirre")