Hubiera terminado
la historia de la casa y de su heredera y guardiana sobre un fondo invariable
de azul celeste, en la fijeza de un libro más, esa especie comparable a las
cajas: ataúdes si enmohecen por olvido, musicales si se abren y suenan. Lástima
que las obras de amor sean frágiles. Terrible que las vidas memoriosas
sobrevivan a los lugares de sus recuerdos, o al resplandor fugaz de una
sensación cuyo origen ya no se piensa. En septiembre de 2017, un año y varios
meses después de nuestra conversación con Rosita, visité Aguirre, temiendo
encontrar los restos de casas despedazadas, la extinción definitiva del poblado,
y con él la base material en la cual se apoya la razón de ser de este libro, que
sin ella disminuye a relato de fantasmas desleídos. El huracán derrumbó alguna
pared de la casa grande, a la que pude subir por primera vez, sin que lo
impidiera la verja que la rodeaba. Me acompañaba Menta, una de las perras de
casa, y a las dos nos aburaron los mosquitos, pero el temor a la plaga no dañó
el asombro de estar en el terreno de la casa grande. Desde el promontorio donde
se encuentra, se traza una perspectiva de círculo perfecto, que une tierra y
mar, la bahía de Jobos, el manglar de Punta Pozuelo, el valle amplio que fue
cañaveral sobre telón de piemonte y cordillera. No entré en la casa. Los perros
de unos vecinos, dos animales imponentes de raza de guardianes, se nos
enfrentaron cuando bajábamos y pensé en una muerte dolorosa y sangrienta, pero
la ferocidad de los animales había quedado en desamparo, al igual que las casas
sin techo, cubiertas de ramas caídas. El baobab era un tronco enorme sin hojas.
No solo nos dejaron pasar, sino que huyeron con un alarido.
La casa de
Rosita, la casa abeja reina, tiene perforado el techo del espacio central,
donde se encontraban la sala y el comedor, cámaras de resonancia de miles de
pasos políglotas dispersados por el torbellino de las ráfagas a quién sabe qué
regiones del limbo. Ella tendrá que acostumbrarse a otros lugares, donde se
exige un acomodo a horarios y movimientos incomprensibles. Sobrevivió el
porsche acogedor de diferencias. Ojalá pudiera reconstruirse la abeja reina, con
un techo nuevo, podado de fantasmas, tanto los de los muertos de Aguirre como
los rastros de quienes usaron los muebles comprados en casas de antigüedades de
Nueva Ingaterra y transportados al trópico en barcos mareantes.
Antes de salir
de Aguirre me detuve a hablar con unos vecinos que recogían escombros. Según un
aguirreño de crianza y propietario de una residencia, el gobierno tendría que
revisar el reglamento de la zona hisórica que impide alterar las casas del
poblado y construir en hormigón. Diferir de su opinión hubiera sido casi obsceno,
como defender la calidad de los servicios de salud en un velorio. Callar me
hubiera parecido más respetuoso, pero irresponsable. Me atuve a comentar
anomalías. Tratándose de un poblado en ruinas, el daño no había sido total: paredes
pulverizadas, maderas desenclavadas, desencoladas, desfiguradas. Por razones
inexplicables para mí, le dije al aguirreño, algunas ruinas de casas
abandonadas habían resitido mejor que la casa grande y que la cuidada casa de
doña Rosita. Seguian siendo ruinas reconocibles. Además quedaba en pie la
casita contigua a las ruinas del cine. Aguirre conservaba las líneas borrosas
del poblado que resistió memorias y desastres. Ellos siguieron apilando
escombros. Ese día no visité las ruinas de la sala de máquinas de la central.