La vida pasa arrimada al borde de los
caminos, espiándoles el movimiento, sin transiciones, escondiéndose, torciéndose
hacia un mundo interior precario. Eso me dicen las casas campestres en Puerto
Rico, que con sus fachadas enrejadas, silencios y misterios, se construyen, sobre todo las
modestas, muy cerca de las carreteras.
Hacer un mapa precisa de una
misteriosa operación mental. El deseado cuerpo del camino se disuelve en la
ejecución del mapa. Sería imposible un mapa que con sus nódulos, redes de vías
y códigos de colores reprodujera el mundo en escala estrictamente equivalente.
Semejante mapa ocuparía todo el planeta, pero torpemente. No comprendería todo
el planeta, no sería jamás el doble exacto del planeta. Un mapa no es una equivalencia del mundo, sino
el esbozo de algunas relaciones entre un número limitado de cosas, percibidas
por una inteligencia más limitada aún.
Incluso desprendiéndose de toda
proyección en el tiempo, es decir, sacrificando las voces del pasado que
todavía percibe en sus claves el oído afinado, no es posible abarcar ni en un
mapa ni en un libro la realidad múltiple de un espacio transitado: el pavimento
y sus componentes, las criaturas minúsculas invisibles, los granos de polvo, las
piedras incontables, la vegetación en cada brizna, los tonos de voz sordos, los
colores de las casas y cada variación en las manchas que la lluvia y el sol han
prestado a esos colores, la curiosidad afable de las cabras, las actividades
económicas, desde el trajín de cada día hasta la ruta de las mercancías que
fluyen de grandes distancias, cada objeto de cada casa de cada una de las
barriadas, cada olor, cada escándalo, cada canción disuelta en el aire y la
basura.
Se han escrito libros donde se
vertebran regiones a lo largo del eje de una ruta. En esas cartografías
letradas, el viajero, la viajera, escogen, saltan, asocian. La libertad de
asociar y de asociarse sirve para nombrar un principio del derecho ciudadano de
la modernidad, así como la misteriosa virtud de concebir relaciones de afinidad
y oposición entre las cosas, según las deslindan las afinidades y los
prejuicios de la observadora. Pude haber escrito un ensayo, o una colección de
ensayos, o una novela episódica, donde cada segmento del tramo de la carretera
correspondiera a un capítulo igual a los demás en extensión, con el mismo
número de páginas y observaciones. Pude haber escrito un poema descoyuntado,
porque no soy poeta, pero se puede escribir el poema de una carretera, como
Juan Laurentino Ortiz escribió un inmenso poema dedicado al río Paraná. Pude
haberme propuesto no escribir una línea hasta haber recorrido a pie, más de una
vez, el tramo de nueve kilómetros. Pero perdí la lección de la línea, que
hubiera sido menos mía, menos convencional, y me detuve.
No me resigno a esa pérdida. Quizás por eso escribo un epílogo con el
resumen del libro que no fue: un mapa apalabrado de un tramo de la carretera PR
3, conocida como el antiguo camino real, que se une a otros para formar una
ruta de circunvalación que va desde Salinas hasta el norte de la isla. Ese
tramo de la PR3, unos nueve kilómetros, debe ser uno de los caminos más
antiguos de Puerto Rico, trazado ya por los primeros pueblos, entre los puertos
y los manglares, entre las Salinas y Guayama, formando un triángulo con el
Coamo de los baños termales. Se pregunta una quién hace y nombra los caminos en
un territorio cuyos pobladores más antiguos según la huella arqueológica
recorrían las aguas del mar cuando las sandalias de Cristo levantaban el polvo
en los desiertos. Qué voluntades y deseos forman los caminos, cómo nos alejamos
de ellos. Qué es cobrar un sentido de pertenencia al lugar de nacimiento y, casi a la par, sentir la necesidad de huir de él; cómo sucede la fuga necesaria de la
casa, la expulsión al mundo. Cómo se trazan los caminos antes de incorporarse a
los mapas oficiales, a fuerza de ser las rutas más usadas sin permiso. Escojo
la salida 83 de la autopista que lleva un apellido notorio: Monsanto. Me desvío
hacia la carretera 7707, cuya densidad es atosigante, aunque el nombre traiga
recuerdos musicales: carretera Johnny Albino. A lo largo de esa carretera y sus
desvíos se alínean instalaciones sombrías.
(Foto: posiblemente el camino de entrada a Aguirre c. 1916, fotografiado por Samuel Kirkland Lothrop.)