miércoles, 31 de enero de 2018

Epílogo con mapa






La vida pasa arrimada al borde de los caminos, espiándoles el movimiento, sin transiciones, escondiéndose, torciéndose hacia un mundo interior precario. Eso me dicen las casas campestres en Puerto Rico, que con sus fachadas enrejadas, silencios y  misterios, se construyen, sobre todo las modestas, muy cerca de las carreteras.
Hacer un mapa precisa de una misteriosa operación mental. El deseado cuerpo del camino se disuelve en la ejecución del mapa. Sería imposible un mapa que con sus nódulos, redes de vías y códigos de colores reprodujera el mundo en escala estrictamente equivalente. Semejante mapa ocuparía todo el planeta, pero torpemente. No comprendería todo el planeta, no sería jamás el doble exacto del planeta.  Un mapa no es una equivalencia del mundo, sino el esbozo de algunas relaciones entre un número limitado de cosas, percibidas por una inteligencia más limitada aún. 
Incluso desprendiéndose de toda proyección en el tiempo, es decir, sacrificando las voces del pasado que todavía percibe en sus claves el oído afinado, no es posible abarcar ni en un mapa ni en un libro la realidad múltiple de un espacio transitado: el pavimento y sus componentes, las criaturas minúsculas invisibles, los granos de polvo, las piedras incontables, la vegetación en cada brizna, los tonos de voz sordos, los colores de las casas y cada variación en las manchas que la lluvia y el sol han prestado a esos colores, la curiosidad afable de las cabras, las actividades económicas, desde el trajín de cada día hasta la ruta de las mercancías que fluyen de grandes distancias, cada objeto de cada casa de cada una de las barriadas, cada olor, cada escándalo, cada canción disuelta en el aire y la basura.
Se han escrito libros donde se vertebran regiones a lo largo del eje de una ruta. En esas cartografías letradas, el viajero, la viajera, escogen, saltan, asocian. La libertad de asociar y de asociarse sirve para nombrar un principio del derecho ciudadano de la modernidad, así como la misteriosa virtud de concebir relaciones de afinidad y oposición entre las cosas, según las deslindan las afinidades y los prejuicios de la observadora. Pude haber escrito un ensayo, o una colección de ensayos, o una novela episódica, donde cada segmento del tramo de la carretera correspondiera a un capítulo igual a los demás en extensión, con el mismo número de páginas y observaciones. Pude haber escrito un poema descoyuntado, porque no soy poeta, pero se puede escribir el poema de una carretera, como Juan Laurentino Ortiz escribió un inmenso poema dedicado al río Paraná. Pude haberme propuesto no escribir una línea hasta haber recorrido a pie, más de una vez, el tramo de nueve kilómetros. Pero perdí la lección de la línea, que hubiera sido menos mía, menos convencional, y me detuve.
No me resigno a esa pérdida.  Quizás por eso escribo un epílogo con el resumen del libro que no fue: un mapa apalabrado de un tramo de la carretera PR 3, conocida como el antiguo camino real, que se une a otros para formar una ruta de circunvalación que va desde Salinas hasta el norte de la isla. Ese tramo de la PR3, unos nueve kilómetros, debe ser uno de los caminos más antiguos de Puerto Rico, trazado ya por los primeros pueblos, entre los puertos y los manglares, entre las Salinas y Guayama, formando un triángulo con el Coamo de los baños termales. Se pregunta una quién hace y nombra los caminos en un territorio cuyos pobladores más antiguos según la huella arqueológica recorrían las aguas del mar cuando las sandalias de Cristo levantaban el polvo en los desiertos. Qué voluntades y deseos forman los caminos, cómo nos alejamos de ellos. Qué es cobrar un sentido de pertenencia al lugar de nacimiento y, casi a la par, sentir la necesidad de huir de él; cómo sucede la fuga necesaria de la casa, la expulsión al mundo. Cómo se trazan los caminos antes de incorporarse a los mapas oficiales, a fuerza de ser las rutas más usadas sin permiso. Escojo la salida 83 de la autopista que lleva un apellido notorio: Monsanto. Me desvío hacia la carretera 7707, cuya densidad es atosigante, aunque el nombre traiga recuerdos musicales: carretera Johnny Albino. A lo largo de esa carretera y sus desvíos se alínean instalaciones sombrías.  
(Foto: posiblemente el camino de entrada a Aguirre c. 1916, fotografiado por Samuel Kirkland Lothrop.) 

miércoles, 10 de enero de 2018

Final





El género musical más antiguo afincado en los llanos de Aguirre y sus alrededores, de Guayama a Jobos y Salinas, debe ser la bomba. En réplica a los tambores, la gestualidad de la danza, las voces y las letras se dio una cultura del adorno en el vestir, del buen porte y el éxtasis. Fue música de esclavos insumisos, que rescataron de la mercancía que eran sus cuerpos la compatibilidad de la alegría con el derecho a no dejarse morir. Fue y sigue siendo, además, una cultura de fuerte, y poco estudiada, impronta femenina. A esa genealogía ha dedicado sus anhelos de investigadora Melanie Maldonado.
Melanie vive en Nueva York. Forma parte de lo que a falta de una palabra más cercana a la particular experiencia puertorriqueña hemos llamado “la diáspora”, ese exilio nuestro que desde otra atmósfera le ha sumado varias islas al archipiélago boricua. La dedicación a los estudios bomberos de investigadores como Melanie, y antes que ella Emanuel Dufrasne, Ángel Quintero et alii, es ejemplo de cómo ocurren la desaparición y la resurrección de especies culturales.
Mi tramo de la carretera 3, sus sectores y barrios se ha ido vaciando al son de la caída de bases económicas que se movían en el tablero de los mercados globales. Sus gentes fueron expulsadas al exilio, llevando en sus equipajes los instrumentos y algunas claves de los saberes antiguos. Un ejemplo de esa fuga de expresiones es la ruta de la bomba, el campo de investigaciones de Melanie, y también de la poeta e intérprete Julie Laporte.
Julie sentía la bomba y se preguntaba por qué en los sectores populares del Sur no se transmitía la enseñanza de la constelación de roles que componen el género, legado de padres y madres a hijas e hijos. Una explicación remite al sangramiento de poblaciones. En el Sur guayamés y salinense las recesiones de la base económica provocan, dice Julie “que la gente comience a irse, que se embarquen”. Los que quedan simplemente sobreviven. Algo semejante ocurrió en Ponce: “los hijos de Archi no están”. Esa huida al Norte, que parece interminable, tiene su contrapeso: el relativo auge reciente de la bomba y sus escuelas puede atribuirse al trabajo constante de grupos y musicólogos residentes, reflejado entre grupos de comunidades residentes en Estados Unidos.
Además de ser cantadora principal y colaboradora de los grupos Bomba del Sur y Escuela de Bomba de Ponce, Julie forma parte de un colectivo recién fundado: Umoya. Julie aclara que la palabra proviene del swahili y signfica Unidad. Al amparo de esa corriente se han enlazado dieciséis personas que pertenecen a varios de los grupos de bomba, conjuntos y escuelas, que se multiplican en el archipiélago. El colectivo se dedica a la investigación para ir construyendo un archivo de saberes y cartografiando manifestaciones del género bomba: variaciones, orígenes, intérpretes, anécdotas que, apreciables como los depósitos de cualquier ateneo del mundo, pero abandonados a su suerte, silvestres como los tesoros del pobre, irán publicando en una plataforma digital. “Aprender es la piedra angular de lo que hacemos”, dice la maestra Julie, que cultiva el oído y la voz, y compone letras, y añade a los fines de Umoya el documentar las actividades de sus propios miembros.
El campo geográfico acotado por Laporte para sus investigaciones coincide con los límites que me propuse traducir a letras en más de un libro sobre la carretera 3. Este,  el primero de una seria que tal vez no será, ya busca un cierre. Uno de los grandes polos del legado topográfico que apenas se menciona en este libro es el antiguo barrio llamado Jobos. Según Julie, el barrio se divide en dos: Puente de Jobos y Puerto de Jobos, por uso y costumbre de los vecinos. En ese sector ha entrevistado a bomberas y bomberos y sus parientes, entre ellas la indispensable historiadora comunitaria, por determinación de un consenso tácito, Marta Almodóvar, maestra del clan o “raza” de los Villodas. Laporte ha encontrado que las historias se validan entre ellas, y que hay relaciones que abarcan toda la región, desde Arroyo hasta Ponce. “No se puede investigar la historia de la bomba sin descubrir nuestra historia como pueblo”, dice Laporte, abriendo todo un campo de reflexiones sobre cada palabra: historia, bomba, pueblo, descubrir.
La diáspora que abrió un vacío también potenció el redescubrimiento, dice Julie, sin escrituras, con eslabones rotos y anécdotas. ¿Que significa buscar raíces, forjar identidades? “El encuentro con otras culturas nos motiva a expresar la nuestra.” Además se descubren rasgos comunes, las hibridizaciones que caracterizan a los géneros musicales vivos, dominantes, cuando se encuentran con los músicos afroamericanos, cubanos, africanos.
Se enciende la chispa de una discusión interminable sobre el fervor de recoger las señales que alguien dejó en los márgenes de un país destrozado y ver qué puede hacerse con ellas. Bomba y cuerpo; gestualidad, mimesis y memoria; ganchos desarraigados que encuentran parentelas y prenden en otra parte. De pronto, cuando escribo esto, a fines de 2017, se nota un vacío, una carencia, añoranzas de un tiempo de luchas y respuestas, conciencia de las muertes, traspaso de deberes. Son las estaciones de la historia. El abismo sin mapas de un presente sin provisiones. ¿Será así la muerte, una galería de espejos cubiertos con paños negros?

La gente deja monumentos que quizás se recojan en papeles, pero que en todo caso quedan escritos en los cuerpos de sus gestores. Esos cuerpos desaparecen a diario. El mercado de la información para consolidar la tristeza del lucro ha cruzado fronteras impensables, aunque las versiones del capital hoy se parezcan en tono y oportunismo a las de los científicos políticos y economistas que alumbraron el camino para la misión del hombre blanco en el trópico, Lothrop, Dumaresq, Luce y DeFord. De modo que los cuerpos de los resistentes, donde está inscrita la historia sin bibliotecas, e incluso las crónicas pueblerinas y este libro, desaparecerán. Es así, pero no importa, porque los cuerpos desaparecerán como la flor en sus semillas, y el aliento de mapas nuevos será inevitable cuando una mujer curiosa o un niño preguntón se acerquen a un edificio vacío, a los cimientos de una casa quemada, a los restos de una bibioteca y se pregunten: ¿qué es esto, qué fue, qué pasó aquí?






Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...