viernes, 30 de marzo de 2018

Hojas de papel volando




El escenario de la isla desierta y los libros suele ser una ficción. En mi caso doy fe de que el lugar existe y vivo en él, no tanto como morada interior sino que vivo en él, realmente. En mi país sucedió algo que no acabamos de entender sus pobladores, y que en menos de un trimestre ha dado lugar a  un vaciamiento demográfico. Se conjetura que más de 100,000 habitantes han abandonado la isla en ese plazo. La suerte de los emigrantes sería materia rica para cualquier cantidad de investigaciones, crónicas, ficciones o alucinaciones. Todavía no sabemos qué nos pasó, hablo en serio. Durante meses no hemos tenido acceso a las imágenes visuales del país mismo, las que se difundían, se dice aunque no me consta, en buena parte del planeta. En nuestra casa pasamos tres meses sin energía eléctrica, pero la mitad del país no verá la luz pronto. Carecer de energía eléctrica en una isla construida sobre el artificio y la irresponsabilidad de la energía barata, que nunca lo es, trastorna las comunicaciones, los cuidados de salud, los trámites comerciales, el manejo de la casa, la distribución del agua, los semáforos, las adicciones, las pequeñas ilusiones. A la luz de las linternas que nos envió un pariente, porque en la isla desierta no había abastos, nos dimos a explorar la biblioteca propia, que incluye libros salvados de un huracán anterior, protegidos del agua y el viento, aunque no de las plagas tropicales que angustiaban a Juan Ramón Jiménez.
A la habitante de una isla desierta nadie tiene que revelarle que la vida es terrible. La violencia, que es mucho más que el acto de violencia, salta a la vista. La soledad del doble aislamiento –geográfico y político–es una cárcel. Por eso escojo libros que me sitúen y excarcelen. Ojo, no lecturas escapistas, porque en la isla desierta no caben simulaciones, sería insoportable una escapatoria falsa. En la isla incomunicada la piel se afina. Se detectan al vuelo los libros farsantes. Las ilusiones se deshacen, por algo está desierta esa isla.
Sigo puntualmente el tema de las páginas rescatadas. Si me hubieran preguntado hace un año me hubiera cantado incapaz de escoger. Ahora sí puedo hablar de lecturas sopesadas en esos tres meses de lecturas a media luz. Cuando se han perdido las coordenadas del orden se tiene el valor del juicio.
Hace décadas leí  Ana Karenina y Guerra y paz en un curso universitario. La primera me fascinó y de la segunda salté capítulos. Si bien me sigue fascinando Ana Karenina, la muerte de Ana me parece un desperdicio y ahora escogería unas páginas de Guerra y paz. Para la época de la primera lectura un amigo pedante me dijo que la grandeza de esa novela enorme se cifra en un espacio minúsculo: el revoloteo de una mosca en la cara de un cadáver. Di con la mosca en una de las escenas de la larga agonía del príncipe Andrés. No solo hay en el personaje una toma de conciencia de la particular textura de la muerte, sino que se abre toda una secuencia comunicativa entre escalas del ser, y la obstinada mosca se iguala, como si no fuera insignificante, al príncipe que empieza a vivir su cambio.
También salvaría unas páginas de Nabokov. Disfruté a más no poder sus conferencias sobre literatura, no obstante la ligereza con que despacha la literatura escrita por mujeres. En su novelita corta, la finísima y paradójicamente truculenta Transparent Things, hay un capítulo dedicado a un lápiz. La existencia de un objeto que hace décadas era común y quizás ahora no lo es tanto, encubre un tesoro de materiales y referencias: el pino barato, el color lila sin brillo, la madera sucia de la punta oscurecida, la pavorosa dispersión de las virutas convertidas en polvo, el descubrimiento del grafito para lápices en el año del nacimiento de Shakespeare, las manos de mujeres jóvenes y hombres viejos que molieron y mezclaron el grafito con arcilla, el abuelo mexicano del pastor de las ovejas en cuya grasa se hervía el relleno. Una erudición jocosa, una épica de la humildad, que rescata al lápiz del olvido del carpintero que lo abandonó en una gaveta, como si la belleza no fuera propiedad de algunas cosas singulares, sino la desaparición de la pesadez que nos oculta la continuidad entre todas las cosas.
A propósito de lápices escogería una crónica con ficción de Virginia Woolf, Street Haunting, título que puede comunicar diversos sentidos: el recorrido obsesivo de una  calle encantada por presencias fantasmales, pero cuyo móvil es quizás más extraño aún: la disposición a recorrer medio Londres de entreguerras con la intención de comprar un lápiz. Los enlaces que confluyen en un objeto como en un remolino, la calidad inaprehensible de los seres vivos vs. la rigidez de las clasificaciones. El ojo se detiene en la belleza, el subconsciente en las anomalías. Todo se conecta, no obstante las múltiples escalas de la mirada.
A propósito de esa escritura de enlaces y redes, salvaría todo lo que escribió W. G. Sebald, pero ateniéndome al rigor de esta mesa escojo un pasaje de su imponente libro Los anillos de Saturno. Es el pasaje donde el narrador se encuentra con un holandés y ese señor le comenta que las grandes colecciones de arte de los museos y de las galerías de las mansiones, tuvieron su origen en las enormes riquezas acumuladas mediante la producción y el comercio del azúcar, es decir, en la barbarie de la explotación esclavista.
Antes de convertir mi isla desierta en un desconcierto de hojas de papel volando añado a un autor de mi país: Luis Palés Matos. Hay que entender que en mi país la literatura fue hasta hace poco, en el siglo 20, una literatura crítica, sí, pero también de muro de las lamentaciones. En Palés se da la búsqueda vitalista de raíces en las culturas de procedencia y resistencia de los negros y en sociedades secretas, como la masonería. Ese deseo se ve atropellado por la mediocridad aldeana y la impotencia de un pueblo que en voz del poeta se moría de nada, es decir, que no le daba nada a su máquina de poesía. Su novela Litoral publicada por entregas en una revista en la década de los cuarenta del siglo 20, es un relato de aprendizaje. El capítulo que salvaría se llama “Cielo nocturno”. Como en una ilustración de geometría fractal se repiten formas semejantes en diversas escalas. La soledad del páramo punteado por el canto de grillos y ranas y la apabullante sensación de su réplica en la bóveda estelar.
Creo que mis páginas salvadas tienen que ver con los sobresaltos de la vida y la muerte. Podrán leerse mientras seamos mortales, y acaso, perversamente, después, para consumo de inteligencias artificiales hechas a imagen y semejanza nuestra. Los lugares de la memoria, la violencia de las tachaduras, el deseo de transformarse, de fugarse; la extraordinaria calidad de la vida ordinaria.
Nos han sugerido relacionar las páginas rescatadas con el trabajo propio. Yo no soy digna de ellas, pero como lectora que escribe me reconozco en esa corriente de la literatura de redes y conexiones. Mi libro más reciente tiene que ver con un tramo de carretera en el sur de Puerto Rico. Son nueve kilómetros muy despojados a la vista, pero poblados por embelecos transparentes que sin embargo atañen a la densidad de una historia centenaria, sometida al vaivén del capricho más que a la gentileza de los extraños. La región ha sido asentamiento de barracones de esclavos y de cementerios de esclavos, lugar de excavaciones arqueológicas, sede de barrios populares y también arteria de industrias que a mediados del siglo veinte fueron paradigmas de modernidad tecnológica. Cuando Antonioni filmó El desierto rojo, la isla también le daba la bienvenida a la más sucia fuente de energía. Años después, cuando la Monsanto desplegó la bandera de la revolución verde, instaló sus cultivos experimentales transgénicos alrededor de ese tramo de carretera como también lo hicieron industrias farmacéuticas, grandes complejos carcelarios y plantas generadoras de energía sucia, consumidoras de petróleo y de carbón. La producción agrícola e industrial, como en aquel pasaje de Sebald, ha alimentado grandes fortunas. Personas de todas partes coincidieron allí desde la economía esclavista y luego durante la primera mitad del siglo 20, en el apogeo de las centrales: gestualidades y prácticas cotidianas que convivieron sin entenderse, para luego darse la espalda, tacharse y desconocerse.
Y es que la isla desierta no es tan solo invisible: en todo caso la invisibilidad no parece la primera causa de su abandono. Podría ser más bien el efecto de una tachadura, de un olvido negligente. La isla desierta se asemeja al lápiz ya inútil olvidado en una gaveta, al lápiz transparente. Sus habitantes presentes y ausentes formamos parte de las grandes mayorías del mundo, un pueblo sobrante más, detritus de guerras, explotaciones y experimentos.
Y sin embargo existimos, sentimos, deseamos. Las páginas rescatadas han sido un estímulo para reflexionar sobre la densidad de las cosas invisibilizadas, transparentes. Salvadas esas páginas sumarias y gracias al privilegio de atestiguar cómo después del huracán se va levantando con euforia, ruidosamente, la naturaleza de la isla, aprecio la disponibilidad de las plantas y los animales a ser escuchados y sentidos, a hacerse notar. Cito a Nabokov: “Reconocemos esa presencia gracias a algo que se nos hace perfectamente claro, pero que no tiene nombre, y que es imposible describir, como es imposible describirle una sonrisa a alguien que nunca ha visto unos ojos sonrientes”.


martes, 20 de marzo de 2018

"Mangle rojo": un libro de Sabrina Ramos Rubén




Esta isla no es un país, es un paisaje. La frase, que se atribuye a Antonio Martorell,  podría ser el lema de buena parte de la poesía del primer siglo y medio de la literatura puertorriqueña. La naturaleza imaginada desde una subjetividad exterior, la conversión de la isla en cuerpo distante y deseado, llena la poesía de José Gautier Benítez. Ese cuerpo visto desde lejos es comparable a un litoral de arenas purísimas.
En la poesía de Luis Palés Matos el litoral se oscurece en paisaje interior, se trastorna en atmósferas fétidas, descompuestas, malsanas. En la de Julia de Burgos se dejan atrás las orillas de la forma y el mar ocupa el espacio infinito del amor y de la muerte.
Proyección, reflejo, deseo insatisfecho: en esos paisajes poéticos se marca una distancia, a la vez que un encierro angustioso de la voz humana. En contraste, la sensibilidad del último medio siglo marcó un alejamiento de la oposición binaria entre naturaleza y cultura. Casi se diría que la naturaleza como baúl de imágenes dio paso a la noción de un mundo maldito por las marcas de la especie, un mundo de paisajes artificiales del fin de los tiempos. La voz poética ya no puede situarse con privilegios ante una naturaleza pasiva.
La sensibilidad actual revierte la tendencia del pensamiento humanista a situar al hombre en el centro del mundo y a justificar su dominio de otras especies. La jerarquía del señor de las cosas y sus soledades y distancias, muta en continuidades y participaciones; sugiere homologías, metamorfosis, equivalencias, entre la observadora y su lugar en el mundo. Esa actitud, que nos parece propia del ecologismo, tiene antecedentes en el animismo de los mitos antiguos.
Como diseño de palabras, el libro de Sabrina me ha sugerido la entrada. Está armado como si sus partes fueran estaciones de un solo poema largo. En ese espacio la  subjetividad es mutante y palpitante. Entre cuerpo humano y cuerpo del paisaje, la distancia es mínima. El cuerpo, tan disuelto en sus fronteras, podría ser un cuerpo animal, o una formación geológica, o un papel anfibio. Río y cañada, sequía: “El sol desvistió el cauce del río”. Naturaleza y cuerpo, sequía y ausencia, estrías, grietas, zonas yermas.
Quizás por la biografía de la autora, mi compueblana, me parecen familiares los escenarios de Mangle rojo (La secta de los perros, 2017). Pienso en la costa del sur, entre Guayama y Salinas, que se ve desde alguna altura cayeyana. Es la región pintada en palabras por un poeta mayor, Luis Palés Matos. El paisaje de ese litoral del sur está presente a lo largo de los escritos de Palés; representado como solar morboso, estéril, enfermo, palúdico. “Sal, aridez, cansancio”. La tierra estéril y madrastra.
El ámbito de Mangle rojo es un delicado y sobrio saludo a ese desolado paisaje palesiano. Que la autora haya pensado en el haiku, una forma japonesa, y no sé si directamente en Palés, es un indicio de la humana desconexión y de cómo se potencian los puntos de vista y las formas diversas cuando se aproximan. En Palés también hay alguna japonería, escrita en endecasílabos, así como en la topografía de Mangle rojo hay esterilidad y desamor.
Se han publicado  estudios fascinantes sobre la vida de los árboles, misteriosos y asombrosos. Los árboles inmóviles dotados de sistemas de comunicación a largas distancias; los árboles longevos que responden a una escala del tiempo incomprensible. Para muchos pueblos sin archivos ni escritos, el bosque del manglar es una figura tan poderosa como las manzanas del paraíso para los pueblos de las escrituras;  una vegetación enmarañada que con sus criaderos de insectos y animales defensores se oponía al paso de los aventureros, a la colonización y a la economía capitalista de extracción. Al día de hoy sigue siendo fuente de ingresos y alimentación para algunos pueblos pobres. En torno al mangle rojo la densidad metafórica aumenta. Es singular  la figura de un árbol anfibio, una especie polimorfa que además de ser el hábitat de otras especies, de portar sustancias curativas y de germinar plántulas en las vainas de sus semillas, detiene la erosión y añade espesor a la costa. Es resistente.
Y así se decide que el libro sea tan frágil y poroso, tan firme y tan viajero como las semillas del árbol múltiple. De pronto es el cuerpo reproductor o el vientre vacío. De pronto una memoria, una estampa de ese páramo desolador y con ella como una especie de medallón o talismán, la visión de una mujer “que vive con sus hijos junto al mar”.  En otro paisaje, en el río seco, recala un anfibio de papel en el cauce ceniciento.  El tú a quien se dirigen varios de los poemas es pelirrojo como las raíces de la planta, y, sobre todo, una figura capaz de contar cuentos de lugares exóticos, como el de los pescadores del lago de Malawi, un país sin acceso al mar. Por el cuento entra el anecdotario familiar y la sensación de que la familia extendida es una familia de seres expulsados. Los migrantes sirios, espantados de su tierra, como los migrantes boricuas, también convergen en el libro, paisaje de pasajes.
(Como apunte marginal, vaya aquí un recuerdo de temas afines en la pintura: el mangle majestuoso de Myrna Báez; la Manglaria de Rafael Trelles y Francisco Font; el hombre que sueña en azul, pero es negro y verde, de Arnaldo Roche Rabell.)
El tú pelirrojo y cuentero del libro de Sabrina interpreta el comportamiento de los pájaros. Solo le asiste su cuerpo y le basta para hacer y desbaratar nidos, liar cigarrillos y tejer redes, es decir, relatos. Eso es resistencia. El recuerdo es resistencia. Cuánto más cuando no se distinguen los cuerpos en función de jerarquías,  y los cuerpos humanos y sus frutos solo son. La unidad de Mangle rojo radica en ese terreno suelto y mojado de analogías y símiles que se agrupan en la imagen del árbol como casa resistente. Una casa marcada por las estaciones de la vida y la  muerte. Una casa mutilada en sus raíces, y, sin embargo, viva. Es una casa muy material y espectral, como las casas aparentemente desocupadas. En esa casa árbol que es el libro, las palabras se juntan en cadenas o guirnaldas de poemas, en una continuidad donde solo uno de los textos lleva título, y algunos manchan la parte superior de la página, y otros comienzan o están diagramados a la mitad, como olas en movimiento, que reflejan una rica escala cromática: zapatos, labios, y pavimentos azules; grietas, luz y polillas grises; pestañas naranja, barba bermellón o cinabrio; troncos negros.
El libro es un espacio melancólico y, sin embargo, vibrante, un escenario para la representación de la pérdida y la despedida serena de seres y sentires muertos.
Hay un poema crudo, casi un relato breve, una imagen cotidiana en las vivencias de un pueblo saturado de violencia, que lee así:
¿Como entender el cadáver repentino en una /caja/alumbrado por luces fluorescentes?/¿La respuesta está en los sábalos diurnos con/bocas enormes/hambrientas de hojas y pan?/Quizás en la casa de la mujer que vive con sus/hijos frente al mar/o en el seco tronco/ de grietas abiertas/ por la sal.
El cuento de la mujer del mar es aquí una imagen expresiva de la espera, del amparo y la dependencia, y asimismo de la franja de participación con lo otro, donde radica tanto el peligro de perder la vida como la esperanza de prolongarla. Más que la personificación del mundo natural quizás se representa la metamorfosis del cuerpo en agua salada, en luto lento, vegetativo. El tono de sobriedad y distanciamiento como montura de imágenes poderosas es lo que me queda de varias lecturas de este libro engañosamente breve. Cada palabra carga otras palabras, cada denotación abre otras redes, y la pesca de palabras continúa en el interior de las cuevas, en los ríos cubiertos de brea, en las gargantas de las viejas que cantan boleros, en la muerte que quiebra talones, en la voz enmascarada del yo que escribe para ver y para verse, y escribe así: “En mí lo más cercano a la ceguera es la ausencia de las palabras. “


sábado, 17 de marzo de 2018

Parcelera






El 24 de marzo de 1936 Miss Enriqueta Vázquez, con dirección de remitente en el 108 W. 91 Street de la ciudad de Nueva York, envió una carta escrita en inglés a los propietarios de la Hacienda Aguirre. A Miss Vázquez le interesaba saber los nombres de los últimos dueños de una plantación que había sido propiedad de su padre y de la única hermana de éste, la esposa de un abogado español llamado, según ella, Modesto Lafuente. Mencionaba la posibilidad de que Aguirre hubiera sido vendida por el esposo de alguna de las hijas del matrimonio de su tía, es decir, por una de sus primas.
Para reclamar linajes de hispanidad Miss Vázquez escribía en inglés. La  correspondencia en inglés cruzada entre criollos trae a la memoria todo un clima de veneraciones “hispánicas” en Estados Unidos: la creación de departamentos de “hispanic studies” en ciertas universidades, la fundación de la Hispanic Society no muy lejos de la zona donde residía Enriqueta, la ideología panamericanista como  potenciadora del entendimiento entre Norte y Sur. Incluso el domicilio de Enriqueta Vázquez refleja la expresión material de su identidad “hispanic”. Es un edificio de estilo neorenacentista diseñado en 1927, nueve años antes de la fecha en que se escribió la carta, por la firma de arquitectos Gronenberg y Leuchtag.  Todavía está en pie. Se anuncia como “boutique bulding” de nueve pisos y 38 unidades.
Le respondió Marcelo Obén, administrador de Aguire, con una carta escrita también en inglés. En ella informaba los nombres de los firmantes del documento de compraventa del 10 de febrero de 1899. Miss Vázquez le contestó con una segunda carta donde consta el testimonio de oídas de la solitaria descendiente de una familia española o criolla, que había sido propietaria de terrenos en la isla, el paisaje en hilachas de los afectos de una vieja, tejido con los retazos de imprecisas grandezas.
Enriqueta tenía una escritura lenta y grande; recta, trazada con la regla de una postura señorial y letras iniciales adornadas con rabitos. Según ella el Edgardo Vázquez mencionado por Obén y firmante de la escritura era hermano de su padre, pero solo por el lado materno, lo que no explica la coincidencia de apellidos paternos. Como quien va sugiriendo la presencia de algo turbio en la transacción realizada por Edgardo Vázquez, comparte una anécdota: “Also I would like to further state that in 1903, or thereabouts, I visited Guayama and found the family of Mr. Edgardo Vázquez in evident penury, which seems incomprehensible in view of your statement. But I do not know the year of his mayorship, a still unverified information. Reconsidering, I am led to believe that he and the other gentlemen held powers of attorney conveyed from Spain, the family absenting themselves due to the change in government.”[1]Parientas pauperizadas, a semejanza de las mujeres de las mejores familias que despertaron la caritativa simpatía de Alice Bacon.
¿Quién fue el padre de Enriqueta, a quien ella no menciona por nombre, aunque reclama que había sido el dueño de Aguirre, una propiedad íntegra e indivisible? Todo indica que fue Enrique Vázquez y Aguilar, el hermano de Antonia Decia, heredero de un predio adyacente a los terrenos de su hermana. El predio hipotecado pasó de un hacendado a otro –fue propiedad de Amorós Hermanos, A. Hartman y Co., Gerardo Cautiño Vázquez y Gaspar Palmer. Tras numerosos trámites de hipotecas y saldos llegó a ser propiedad de Ignacio Rodríguez Lafuente, esposo de Antonia Decia y cuñado del padre de Miss Vázquez. Si lo anterior coincide con las escrituras de compra y venta de Aguirre, queda en el aire la identidad de Edgardo Vázquez y Aguilar, el tercer firmante de la escritura de venta a Henry DeFord. ¿Pariente de Antonia Decia y Enrique, no mencionado antes en las escrituras, y que Enriqueta relaciona con el lado materno, con el título de Alcalde de Guayama y con la miseria de su familia?
La confusión más sugerente de Miss Enriqueta la lleva a reclamar un parentesco político con el historiador y poeta español Modesto Lafuente. Sin embargo, el Lafuente que aparece en los documentos era, vale repetir, Ignacio Rodríguez Lafuente, casado con Antonia Decia y padre de Ignacio Rodríguez Vázquez, el abogado joven que firmó las escrituras de venta a Henry DeFord en representación suya y de sus hermanos y hermanas menores de edad. El mismo Ignacio Rodríguez Vázquez a quien doña Enriqueta no conocía a pesar de ser su primo hermano.
De cómo se coló en la trama de Aguirre la figura del historiador y periodista español Modesto Lafuente quizás se explica por el clima de los tiempos, aunque tampoco hay que descartar la posibilidad de un parentesco que Enriqueta Vázquez reclama con donaire: “Of course you surely know that the historian Modesto Lafuente has a niche in annals of literature,” le escribe a Obén, intuyendo que el destinatario solo sabe algunas cosas sobre el cultivo de la caña y que en lo tocante a linajes era cerrado de entendimiento. Marcelo Obén no debe haberse ofendido por la airosa ironía de la vieja, porque le importaba un pepino no haberse enterado de la fama añeja del historiador Modesto Lafuente, a quien ella confundía con Ignacio Rodríguez Lafuente, su tío político. Valdría la pena seguirle la pista al hilo de doña Enriqueta, pero Obén no tenía tiempo para leer ni un pasaje de la Historia general de España, país achacoso. Él era el administrador nativo de Aguirre, todo un destino. Si se escribiera la biografía novelada de Obén, habría que contarla al ritmo de la evolución de la compañía donde trabajó desde joven. Ya en 1919 Charles Crehore, el compañero de clase de William Sturgis, que aparece involucrado en transacciones de compraventa de los terrenos desde 1905, el año de la muerte de William, le otorgó un poder de representación a Marcelo Obén en una transacción de venta de terrenos a Luce and Company, Sociedad en Comandita.
Marcelo Obén tuvo la gentileza de despachar a Miss Enriqueta Vázquez con una carta donde comentaba que no se podía hablar con precisión de Aguirre, pues había más de un sector con ese nombre, y que las transacciones eran más de una. La multiplicación de los sectores llamados Aguirre provoca el asombrado sarcasmo de Enriqueta: “You wish to call my attention to the fact that there are other Aguirre plantations”. Da lástima pensar en la vieja que llega a Puerto Rico en busca de parientes, y quizás de las glorias de su padre y encuentra unas mujeres empobrecidas que no le dan pistas sobre la identidad de sus primos, los hijos e hijas de Antonia Decia, la  heredera de Aguirre. Dudo que Obén se tomara la molestia de contestar a su fantasiosa segunda carta, y no solo por desinterés, sino por astucia leguleya. Es normal que la imaginación de una vieja interesada en el estudio de una herencia paterna despierte la suspicacia de un administrador malicioso. Con todo, no se puede negar la cortesía de su escueta respuesta a la primera carta. Obén reconoció que Enriqueta era una doña.
El administrador de Aguirre no tuvo la misma deferencia con otra vieja apellidada Vázquez, sin la letra grande, recta y aplomada de doña Enriqueta. La segunda vieja no sabía escribir, y aún así había heredado un pedacito de terreno en los predios de Aguirre, el cantito de tierra que quizás añoraba la señorita Enriqueta cuando azotaba sus ventanas la ventisca de los inviernos neoyorquinos. La segunda vieja, Juana Vázquez, no sabía de letras ni de historiadores. El documento que lleva su nombre no lo escribió ella, aunque los detalles suenen a su voz. Además de firmar con una equis la obligaron a dejar las flacas huellas de sus dedos pulgares, identificados como tales: pulgar izq. y pulgar der. Ese documento no puede resumirse.  Hay que leerlo:[2]
Yo, JUANA VÁZQUEZ, bajo el más formal y solemne juramento, digo:
Que soy mayor de edad, soltera y vecina de la finca Aguirre de Salinas, P. R.
Que hace mucho tiempo heredé de mi padre, Ricardo Vázquez, una casa forrada y techada de zinc en la finca Aguirre, propiedad de Luce & Co., S. en C., cuya casa la construyó mi citado padre con el consentimiento de los dueños de dicha finca Aguirre y además heredé y posteriormente sembré, cerca de dicha casa, una finca de guineos y otras matitas y unos árboles que hay allí sembrados.
He decidido vender dichas siembras, plantaciones y árboles y desbaratar la referida casa y llevarme los materiales de la misma, lo que hice en el día de hoy, por lo que hago constar por el presente documento que vendo, cedo, enajeno y traspaso a Luce & Co., S. en C., la referida finquita de matas, plantaciones y árboles de todas clases sin excepción de clase alguna que puedan existir en el referido sitio de la finca Aguirre y que me pertenecieran por herencia o por haberlos yo misma sembrado, contrato de compraventa que efectúo por la suma de $100.00 (cien dólares), cantidad que recibo en este acto del Sr. Marcelo J. Obén, en buena moneda de curso legal americana, actuando dicho señor en representación de Luce & Co. , S. en C.,  por cuya suma le otorgo la más formal, eficaz y cumplida carta de pago conocida en derecho, comprometiéndome a jamás edificar casa alguna o sembrar cosa alguna en dicha finca de Aguirre o en cualquier otra finca propiedad de o arrendada a Luce & Co., S. en C., ya que reconozco que dicha entidad no quiere ni desea que terceras personas edifiquen casas o hagan siembras de clase alguna en su finca.

Y para que así conste, juro y firmo este documento en Aguirre, P. R., hoy día 5 de diciembre de 1945.




[1] “También quisiera indicar que en 1903, aproximadamente, visité Guayama y encontré a la familia del Sr. Edgardo Vázquez viviendo en la miseria, lo que me parece incomprensible a la luz de lo que usted informa. Pero desconozco el año en que fue Alcalde (de Guayama) un dato pendiente de verificación. Pensándolo bien, me inclino a creer que él y los demás caballeros tenían poderes suministrados desde España, adonde se había mudado la familia debido al cambio de gobierno.” La carta original está depositada en el Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico.
[2] El documento original firmado por doña Juana, así como las cartas de doña Enriqueta Vázquez, están depositadas en el fondo de la Central Aguirre, en el Archivo de Arquitectura y Construcción de la Facultad de Arquitectura, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...