El escenario
de la isla desierta y los libros suele ser una ficción. En mi caso doy fe de
que el lugar existe y vivo en él, no tanto como morada interior sino que vivo
en él, realmente. En mi país sucedió algo que no acabamos de entender sus
pobladores, y que en menos de un trimestre ha dado lugar a un vaciamiento demográfico. Se conjetura que más
de 100,000 habitantes han abandonado la isla en ese plazo. La suerte de los
emigrantes sería materia rica para cualquier cantidad de investigaciones,
crónicas, ficciones o alucinaciones. Todavía no sabemos qué nos pasó, hablo en
serio. Durante meses no hemos tenido acceso a las imágenes visuales del país
mismo, las que se difundían, se dice aunque no me consta, en buena parte del
planeta. En nuestra casa pasamos tres meses sin energía eléctrica, pero la mitad
del país no verá la luz pronto. Carecer de energía eléctrica en una isla
construida sobre el artificio y la irresponsabilidad de la energía barata, que
nunca lo es, trastorna las comunicaciones, los cuidados de salud, los trámites
comerciales, el manejo de la casa, la distribución del agua, los semáforos, las
adicciones, las pequeñas ilusiones. A la luz de las linternas que nos envió un
pariente, porque en la isla desierta no había abastos, nos dimos a explorar la
biblioteca propia, que incluye libros salvados de un huracán anterior,
protegidos del agua y el viento, aunque no de las plagas tropicales que
angustiaban a Juan Ramón Jiménez.
A la habitante
de una isla desierta nadie tiene que revelarle que la vida es terrible. La violencia,
que es mucho más que el acto de violencia, salta a la vista. La soledad del
doble aislamiento –geográfico y político–es una cárcel. Por eso escojo libros que
me sitúen y excarcelen. Ojo, no lecturas escapistas, porque en la isla desierta
no caben simulaciones, sería insoportable una escapatoria falsa. En la isla
incomunicada la piel se afina. Se detectan al vuelo los libros farsantes. Las
ilusiones se deshacen, por algo está desierta esa isla.
Sigo
puntualmente el tema de las páginas rescatadas. Si me hubieran preguntado hace
un año me hubiera cantado incapaz de escoger. Ahora sí puedo hablar de lecturas
sopesadas en esos tres meses de lecturas a media luz. Cuando se han perdido las
coordenadas del orden se tiene el valor del juicio.
Hace décadas
leí Ana
Karenina y Guerra y paz en un curso universitario. La primera me fascinó y de
la segunda salté capítulos. Si bien me sigue fascinando Ana Karenina, la muerte de Ana me parece un desperdicio y ahora
escogería unas páginas de Guerra y paz.
Para la época de la primera lectura un amigo pedante me dijo que la grandeza de
esa novela enorme se cifra en un espacio minúsculo: el revoloteo de una mosca
en la cara de un cadáver. Di con la mosca en una de las escenas de la larga
agonía del príncipe Andrés. No solo hay en el personaje una toma de conciencia
de la particular textura de la muerte, sino que se abre toda una secuencia
comunicativa entre escalas del ser, y la obstinada mosca se iguala, como si no
fuera insignificante, al príncipe que empieza a vivir su cambio.
También salvaría
unas páginas de Nabokov. Disfruté a más no poder sus conferencias sobre literatura,
no obstante la ligereza con que despacha la literatura escrita por mujeres. En
su novelita corta, la finísima y paradójicamente truculenta Transparent Things, hay un capítulo dedicado a un lápiz. La existencia de un
objeto que hace décadas era común y quizás ahora no lo es tanto, encubre un
tesoro de materiales y referencias: el pino barato, el color lila sin brillo,
la madera sucia de la punta oscurecida, la pavorosa dispersión de las virutas
convertidas en polvo, el descubrimiento del grafito para lápices en el año del
nacimiento de Shakespeare, las manos de mujeres jóvenes y hombres viejos que
molieron y mezclaron el grafito con arcilla, el abuelo mexicano del pastor de
las ovejas en cuya grasa se hervía el relleno. Una erudición jocosa, una épica
de la humildad, que rescata al lápiz del olvido del carpintero que lo abandonó
en una gaveta, como si la belleza no fuera propiedad de algunas cosas
singulares, sino la desaparición de la pesadez que nos oculta la continuidad
entre todas las cosas.
A propósito de
lápices escogería una crónica con ficción de Virginia Woolf, Street Haunting, título que puede comunicar diversos sentidos: el recorrido
obsesivo de una calle encantada por
presencias fantasmales, pero cuyo móvil es quizás más extraño aún: la
disposición a recorrer medio Londres de entreguerras con la intención de
comprar un lápiz. Los enlaces que confluyen en un objeto como en un remolino, la
calidad inaprehensible de los seres vivos vs. la rigidez de las clasificaciones.
El ojo se detiene en la belleza, el subconsciente en las anomalías. Todo se
conecta, no obstante las múltiples escalas de la mirada.
A propósito de
esa escritura de enlaces y redes, salvaría todo lo que escribió W. G. Sebald,
pero ateniéndome al rigor de esta mesa escojo un pasaje de su imponente libro Los anillos
de Saturno. Es el pasaje donde el narrador se encuentra con un holandés y
ese señor le comenta que las grandes colecciones de arte de los museos y de las
galerías de las mansiones, tuvieron su origen en las enormes riquezas
acumuladas mediante la producción y el comercio del azúcar, es decir, en la
barbarie de la explotación esclavista.
Antes de
convertir mi isla desierta en un desconcierto de hojas de papel volando añado a
un autor de mi país: Luis Palés Matos. Hay que entender que en mi país la literatura
fue hasta hace poco, en el siglo 20, una literatura crítica, sí, pero también
de muro de las lamentaciones. En Palés se da la búsqueda vitalista de raíces en
las culturas de procedencia y resistencia de los negros y en sociedades secretas,
como la masonería. Ese deseo se ve atropellado por la mediocridad aldeana y la impotencia
de un pueblo que en voz del poeta se moría de nada, es decir, que no le daba
nada a su máquina de poesía. Su novela Litoral
publicada por entregas en una revista en la década de los cuarenta del siglo 20,
es un relato de aprendizaje. El capítulo que salvaría se llama “Cielo nocturno”.
Como en una ilustración de geometría fractal se repiten formas semejantes en diversas
escalas. La soledad del páramo punteado por el canto de grillos y ranas y la
apabullante sensación de su réplica en la bóveda estelar.
Creo que mis
páginas salvadas tienen que ver con los sobresaltos de la vida y la muerte.
Podrán leerse mientras seamos mortales, y acaso, perversamente, después, para
consumo de inteligencias artificiales hechas a imagen y semejanza nuestra. Los
lugares de la memoria, la violencia de las tachaduras, el deseo de
transformarse, de fugarse; la extraordinaria calidad de la vida ordinaria.
Nos han
sugerido relacionar las páginas rescatadas con el trabajo propio. Yo no soy
digna de ellas, pero como lectora que escribe me reconozco en esa corriente de
la literatura de redes y conexiones. Mi libro más reciente tiene que ver con un
tramo de carretera en el sur de Puerto Rico. Son nueve kilómetros muy
despojados a la vista, pero poblados por embelecos transparentes que sin
embargo atañen a la densidad de una historia centenaria, sometida al vaivén del
capricho más que a la gentileza de los extraños. La región ha sido asentamiento
de barracones de esclavos y de cementerios de esclavos, lugar de excavaciones
arqueológicas, sede de barrios populares y también arteria de industrias que a
mediados del siglo veinte fueron paradigmas de modernidad tecnológica. Cuando
Antonioni filmó El desierto rojo, la
isla también le daba la bienvenida a la más sucia fuente de energía. Años
después, cuando la Monsanto desplegó la bandera de la revolución verde, instaló
sus cultivos experimentales transgénicos alrededor de ese tramo de carretera
como también lo hicieron industrias farmacéuticas, grandes complejos
carcelarios y plantas generadoras de energía sucia, consumidoras de petróleo y
de carbón. La producción agrícola e industrial, como en aquel pasaje de Sebald,
ha alimentado grandes fortunas. Personas de todas partes coincidieron allí desde
la economía esclavista y luego durante la primera mitad del siglo 20, en el
apogeo de las centrales: gestualidades y prácticas cotidianas que convivieron
sin entenderse, para luego darse la espalda, tacharse y desconocerse.
Y es que la
isla desierta no es tan solo invisible: en todo caso la invisibilidad no parece
la primera causa de su abandono. Podría ser más bien el efecto de una tachadura,
de un olvido negligente. La isla desierta se asemeja al lápiz ya inútil olvidado
en una gaveta, al lápiz transparente. Sus habitantes presentes y ausentes formamos
parte de las grandes mayorías del mundo, un pueblo sobrante más, detritus de
guerras, explotaciones y experimentos.
Y sin embargo
existimos, sentimos, deseamos. Las páginas rescatadas han sido un estímulo para
reflexionar sobre la densidad de las cosas invisibilizadas, transparentes. Salvadas
esas páginas sumarias y gracias al privilegio de atestiguar cómo después del
huracán se va levantando con euforia, ruidosamente, la naturaleza de la isla, aprecio
la disponibilidad de las plantas y los animales a ser escuchados y sentidos, a
hacerse notar. Cito a Nabokov: “Reconocemos esa presencia gracias a algo que se
nos hace perfectamente claro, pero que no tiene nombre, y que es imposible
describir, como es imposible describirle una sonrisa a alguien que nunca ha
visto unos ojos sonrientes”.