domingo, 27 de mayo de 2018

When I was an American (WASP)




Enrique Vivoni Farage escribió un ensayo que comienza con una memoria breve de su niñez en Aguirre: “Americanisation south of the border: the architecture of Central Aguirre Sugar Company”.[1] En esos párrafos describe los rituales de vivero de especies exóticas en el sector de los americanos, que a veces se cruzaba con el de los profesionales nativos de piel blanca. Los hijos de los obreros asistían a la escuela Woodrow Wilson. Los hijos de los americanos y de los puertorriqueños profesionales a la Aguirre Private School, al menos para la fecha de las memorias de Vivoni. Las maestras de Aguirre Private School eran norteamericanas. En esa escuela los niños actuaban en obras de teatro en inglés para conmemorar Halloween y la Navidad. Aprendían villancicos y canciones populares de la época –“I´m dreaming of a White Christmas”– fantaseando navidades blancas bajo la nieve negra de la central.

Le comento que yo también fui una niña con pretensiones de americanita. Vivimos una temporada en la base militar Fort Buchanan, en uno de una serie de apartamentos en hilera, de dos pisos, intachablemente blancos, con un patio común donde jugábamos como en el espejo de otro mundo. Fue hacia 1950, antes de que Ana, nuestra madre, viera los anuncios de las casitas de urbanización y se enamorara de una minúscula de balcón con arcos y alero adornado con tejas. Nos mudamos, pero alguna vez volvimos a la base militar a celebrar la navidad nevada. Yo tomaba prestados libros de la biblioteca, por supuesto en inglés. Leí las más olvidadas biografías de los más impertinentes personajes, hombres incapaces de imaginarme: el dramaturgo Eugene O´Neill, el comediante Joe E. Brown. También Little Women, Little Men, Jo´s Boys, la serie entera, y me asimilé a un paisaje folklórico de Nueva Inglaterra que en esa región de Estados Unidos se evoca en el muzak de las tiendas por departamentos, en el reino ideal de los villancicos y las postales navideñas.






Desde la memoria personal, el ensayo de Vivoni analiza el perfil arquitectónico del poblado de compañía, que se distinguía del “company town” construido en el continente por la intención de que se sintieran a gusto los funcionarios estadounidenses y sus familias. Érase, pues, el deseo de un poblado de tarjeta postal más que un calco de zonas realmente existentes en las regiones industriales del norte. La autosuficiencia, el rigor del diseño, el orden subordinado de los sectores, marcaba, además, una diferencia respecto al mundo extramuros, demostrando acaso que en el poblado se podía vivir “mejor que en la isla”, prescindiendo de intercambios con las autoridades del entorno. El eje de aquel gobierno propio era la producción, desde luego, y la central contaba con una planta generatriz propia que nutría de energía eléctrica no solo las maquinarias del molino, sino su propio sector residencial, e incluso vendía energía sobrante a zonas de la isla que existían más allá de sus guardarrayas. Un experimento sobre la capacidad del hombre blanco para vivir en el trópico sin transformarse, ni ejercer una violencia bárbara, confiado en el arraigo universal de las criaturas de su cultura popular, muñecos de nieve, chimeneas en main street, muérdago colgante, medias como cuernos de la abundancia, henchidas de dulces y juguetes.


  
Aquella navidad blanca era una proyección de “White America”, la purificación de una mitología que se exportó a las salas de cine de buena parte del planeta. Orson Welles capturó sus imágenes como fósiles en ambar en The Magnificent Ambersons. Otra película, White Christmas difundió la quimera de un ruralismo encantador. Una Navidad negra  hubiera sido inconcebible, si bien el más hermoso disco de canciones de época fue uno de villancicos interpretados por Nat King Cole, un negro retinto a quien maquillaban de blanco para que su belleza no ofendiera al público televidente. En Aguirre pasaban temporadas técnicos asiáticos. No he preguntado si pasaban temporadas estadounidenses negros. La otra gran fiesta, además de Halloween, era Thanksgiving, cuya conmemoración en una colonia de pieles oscuras es de fondo alucinante, aunque en los afectos de tantos boricuas apenas represente una ocasión más para devorar animales.



El “company town” tuvo otro antecedente estético en los paisajes idealizados de las plantaciones del sur, reconstruido para consumo de masas en los galantes encuadres “ante bellum” de Lo que el viento se llevó. La distribución del espacio en zonas residenciales, vías de comunicación y áreas recreativas entre los dos sectores principales, Aguirre y Montesoria, se dispuso conforme a una intención que Vivoni describe como serendipia de lo pintoresco (“serendipity of the picturesque”). En el sector Montesoria el trazado de las manzanas corresponde a una cuadrícula ortogonal, de clara función controladora. En el sector de los señores, la vegetación, la curva y el juego de elevaciones evocan una iconografía bucólica, el paraíso mínimo de incontables pinturas paisajistas que decoraban paredes de palacios y de residencias burguesas. Excluyendo las bases militares que se impusieron con la violencia de las expropiaciones, la intención de vivir como quien habita en una obra de arte, expresando formas sociales superiores, facultadas para la extracción de riquezas, fue, acaso, lo más cercano a la escritura en el paisaje de un país alterno: el modelo para un Puerto Rico asimilado, productivo, en paz, orden y progreso.


[1]Publicado en Prospero´s Isles, The Presence of the Caribbean in the American Imaginary. Diane Accaria-Zavala y Rodolfo Popelnik, editores. Oxford, Malaysia: Warwick University Caribbean Studies, 2004.

lunes, 21 de mayo de 2018

Sambolín o la estética de la felicidad



Golpear una pelota con un palo, correr, saltar para atraparla en el aire; alguien habrá visto en la monótona geometría del béisbol el deseo de que el cuerpo anclado en tierra se desprenda del polvo. El sueño de Nelson Sambolín fue llegar a  primera base de grandes ligas. No se pierde el rumbo aunque el campo de juego, la superficie de la danza, mude en papel, muro o tablón.
Con Sambolín comparto un desayuno frugal y los relatos de su infancia en El Coquí, que fue desde tiempos de España un suburbio de la hacienda Aguirre y  hoy se relaciona con la decrépita central a la inversa, como si fuera un modesto centro vital y Aguirre su periferia empobrecida. El Coquí era otro cuando los padres de Sambolín emigraron de Yauco, una familia de jíbaros de tez clara que encontraron otra patria chica en el barrio ancestral de negros libres, descendientes de esclavos de la isla y de las islas, pues a Aguirre llegaban jornaleros de las Antillas menores. Les atraía la fama de la central necesitada de mano de obra. El padre consiguió trabajo en los campos y en la fase de los tachos. Era un hombre silencioso. La madre tenía un negocio de quincallera ambulante. La venta a domicilio era empresa reñida y dura en aquella época de pequeños comerciantes que recorrían las calles de los pueblos y los caminos de los campos llevando su mercancía a las plazas y de puerta en puerta. Tanto el padre como la madre eran analfabetos. La madre se defendía en su negocio de vender a crédito porque, según Sambolín, que la acompañaba en sus rutas de venta, tenía una inteligencia fuera de liga.
El niño Sambolín la seguía los sábados desde El Coquí hasta Aguirre. La señora cargaba su mercancía en maletas: cortes de tela, zippers, botones, ropa de hombre y de mujer. Ella también cosía. Iba a las casas e incluso a las piezas de caña. Llevaba sus cuentas de memoria. La competencia era otra vendedora, doña Queta, la madre del comediante Víctor Santos. La señora Sambolín objetaba que siendo doña Queta de Guayama le invadiera su territorio. Con el tiempo la quincalla ambulante se centró en la misma casa, en una tienda de dulces y misceláneos.


El Coquí es y era barrio de gente pobre. Se es pobre cuando se levanta una casa frágil y con ella una manera de convivir que no tolera simulaciones. En un barrio de pobres la gente se conoce las debilidades. En un barrio de pobres la crueldad y las luchas de poder se expresan en los implacables apodos que se regalan a los habitantes y que jamás se despegan. Los siquiatras venden etiquetas del manual de la APA: bipolar, esquizofrénico, paranoico, border line personality. Los apodos se hacían más a la medida: el mudo, el negro, el chino, el sapo. En un barrio de pobres la violencia tiene un freno y una respuesta en el reconocimiento del otro, porque nadie es invisible. En aquel tiempo, además, animaba el barrio una cultura de la marginalidad ligada a la cercanía de una base militar y a la trashumancia de las poblaciones de obreros migrantes que trabajaban por temporadas en Aguirre. Había cafetines, había prostitución, había mucha vida de calle. Incluso había un teatro que se ha mantenido con dificultad y actividades esporádicas hasta el presente. El teatro se desdoblaba en cine, escenario de espectáculos y peleas de boxeo. Sambolín recuerda a un boxeador legendario, Pedro Mangual, que además fue líder sindicalista y tío de Cheo Espada, otro boxeador campeón mundial.
Un núcleo de vida sabrosa era la plaza del poblado. En la infancia de Sambolín se conocía con el nombre de plaza de las cabras. Entre 1952 y 1953 llegó la luz eléctrica. Se reunían a jugar bajo el poste de luz, atraídos por una fascinación invariable, dice Sambolín, desde que las comunidades prehistóricas se reunían alrededor de las fogatas. Bajo el chorro de luz jugaban hasta que los padres decían ya basta, centella, si por ti fuera pasarías el día brincando, ensuciando el único pantalón limpio que tienes. El pantalón del uniforme escolar, ese sí tenía filo. Los niños y las niñas de El Coquí asistían a la Segunda Unidad Rural.
Cuenta Sambolín que en 2009 se celebró el centenario del barrio. Cree recordar que antes el sector se conocía como La Zanja o Los Zanjones. Yo he visto en un mapa militar de 1884 que ya existía un caserío en el lugar. Se identificaba como Barrio Aguirre, con nueve casitas situadas a ambos lados del llamado camino real.
Para el artista Sambolín, Aguirre era segregación y El Coquí, calle. En ambos espacios y en el pueblo de Salinas ocurrió su formación. Se da cuenta de que ha hecho el trabajo de un artista desde niño sin saberlo. Se pregunta por qué y cómo llegaban a su casa los periódicos donde descubrió el laberinto de las letras, de tamaños y formas diversas, que además de indicar fonemas establecían jerarquías, navegando entre las fotografías y los trazos ágiles de los muñequitos. Observar esas imágenes fue su primera escuela; la dureza de los titulares escandalosos, la pequeñez de los calces de las fotografías, el arte publicitario con sus viñetas correspondientes a las temporadas comerciales. En Sambolín queda mucho del niño que decoraba los bordes de las pizarras – en la escuela J. D. H. Luce, diseñada por el arquitecto criollo Rafael Carmoega, dice - con imágenes correspondientes a las fechas conmemorativas del año escolar. El arte se hizo negocio a petición de los compañeros de clase, que le pagaban centavos para que les adornara las carpetas de los proyectos asignados. De las letras le llegó su primera profesión: rotulista. En Guayama compraba tintas Pelikan: verdes, azules, rojas, amarillas, negras. Pintaba, por encargo de los pequeños propietarios de El Coquí, los letreros de los comercios. Mientras estudiaba en la escuela superior consiguió un trabajo diseñando letras para anuncios de neón. También hacía las letras de los paños verdes que se usan en las picas durante las fiestas patronales. 


De algún modo su trabajo artístico responde, piensa, al desarrollo social y político contemporáneo, vinculado al desarrollo del capitalismo en Puerto Rico. En su trabajo y en su persona la huella de los años formativos en su barrio y en el batey de Aguirre se ha extendido sin desvanecerse. El arte que le salía de la práctica y los estudios en la Universidad de Puerto Rico, a la que debe, dice, las largas horas empeñadas en producir cientos de trabajos como cartelista del Programa de Actividades Culturales, no se desprende de sus escuelas y lugares. Pratt, Nueva York, San Juan, el Coquí, Salinas. La defensa del lugar se fortalecía ante el prejuicio que en contra de los habitantes de El Coquí mostraban algunos salinenses hacia aquel “barrio de títeres”. Del trauma del menosprecio salió un hombre con suerte de haber nacido en esa comunidad donde la gente “vivían juntos de verdad”, con sus calles animadas por toda una galería de pregoneros y marchantes, escenas como las que después vio en Puerto Príncipe, Haití.

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viernes, 11 de mayo de 2018

Piel que piensa: las crónicas de Beatriz Llenín Figueroa




por Marta Aponte Alsina

A mediados de octubre de 2017 le envié por correo a Beatriz una tarjeta con impresiones sobre el manuscrito de Puerto islas: crónicas, crisis, amor. Para la misma fecha, el querido amigo Nelson Rivera me envió una carta a mí. La carta de Nelson tardó más de un mes en llegar a Cayey desde Río Piedras, quizás porque antes hizo escala en Memphis, Tennesse. Sí, en Memphis, Tennesse, Dixieland, Estados Unidos. La tarjeta que le envié a Beatriz debe haber emprendido una ruta comparable, pues llegó a la deslumbrante luz de Cabo Rojo el 7 de noviembre.
Los caminos obligatorios que siguieron esos papeles para llegar a destino delatan  al hacedor del rumbo y el tiempo de nuestros afectos. La importancia de contar muertas y narrar vidas la conocen los pueblos desde siempre, pero por aquel tiempo de las cartas perdidas averiguar la situación de los amigos era un deseo comparable al de la pobre que ve desde la calle una mesa servida de manjares. Todavía a la oficialidad le parece un capricho el deber de contar los muertos del 20 de septiembre y sus días cercanos. Más les importa gestionar migajas de la mesa imperial.
Bueno, lo que viene al caso es que recibí una carta de Beatriz donde acusaba recibo de la mía con un mensaje escrito como para resucitar muertas a fuerza de elegancia. Cito tres oraciones: “Mi tan querida Marta. Me has hecho recordar cuánto amo la obsolescencia. Haber recibido ayer tu tarjeta con el invaluable gesto de escribir a mano y enviar por correo tu comentario sobre el manuscrito, me ha provocado una alegría y una conmoción profundas. “
Muchos reciclajes fértiles podrían brotar del amor a la obsolescencia. Y mucha fertilidad de pensamiento y corazón del género de la crónica. Según un crítico, hay que insistir sobre la actualidad de la crónica “más que nunca… sobre todo porque la Historia avanza como un tanque y cada presente reclama sus testigos, sus intérpretes, sus cronistas.” Y cita el crítico a José Martí, quien con su estilo de orfebre comparaba las crónicas con “pequeñas obras fúlgidas”.
Opina Jorge Carrión, que así se llama el crítico citado, lo siguiente: “… el (cronista) observador debe mantener cierta distancia respecto al otro. La identificación, que es parcial, debe ser conscientemente parcial” (Mejor que ficción: crónicas ejemplares,  Anagrama, 2012). No leo esa distancia en los escritos de Puerto islas: crónicas, crisis, amor (Editora Educación Emergente, 2018). Porque en el fondo, o la superficie, la distancia entre el ojo y lo que el ojo observa es una ilusión. La paridad equitativa de las visiones es otra. Al juego de la vida cada quien llega con un papel asignado por la cultura, la economía, la pobreza, la clase, el género, los privilegios, las imágenes, el lenguaje, las luces y sonidos del lugar natal. La cronista de Puerto islas se sitúa muy cerca, es decir, como personaje que toma partido mientras lee y escribe lo observado con intensidad, denunciando arbitrariedades normalizadas.  
Sobre la tendencia humana a normalizar lo atroz, a propósito de otro contexto, el paradigmático de los campos de concentración nazis, escribió Jean Améry: “La estructura de poder del estado se alzaba sobre el prisionero de manera monstruosa e insuperable, una realidad de la que no podía escapar, y que, por lo tanto, llegaba a parecerle razonable… En el metálico esplendor de su totalidad, el estado se manifestaba como un estado en el cual la idea iba convirtiéndose en la realidad.”    
En las crónicas más eficaces se advierte una voluntad de liberar la realidad de su metálica coraza de mentiras, piadosas o infames. Además, en toda crónica subyace la cuestión de escala, o de cuán  amplio, exótico o cotidiano se muestre el encuadre de lo representado; cuán puntual o cuán abierta la lectura de ese espacio. En Puerto islas hay una invitación a limpiar la mirada, a deshumanizarse, soltando el lastre de superioridad que la escala humana instala en su dominio sobre la tierra, los seres y las cosas. Sus crónicas se mueven por pasadizos comunicantes; así, en movimiento, la cronista se da la gracia de anotar, observar, dejar constancia de la correspondencia de las partes con un todo a partir de un espacio minúsculo. “A veces recorro las ínfimas calles de mi ínfima esquina de este ínfimo país en este ínfimo planeta con la sensación de trasvasar caminos de memoria mineral. Las geólogas que estudian los árboles nos explican datos del pasado remoto en función de los aros –espirales– de los troncos. Cada uno de los trocitos del tronco contiene las partículas de la vida y de la muerte en el planeta; cada uno de los trocitos del tronco grita ecos milenarios; cada uno de los trocitos del tronco, tan aparentemente duro y sólido, carga consigo el agua que todo lo conecta. Así también es nuestra carne y cada superficie densa que palpita. Habría que vivir cada presente con la pasión de esa conciencia. Y, en el nuestro de crisis, habría que tener como imperativo la poesía del planeta para la elaboración de cualquier plan estratégico”.

Larga duración, largo aliento 
Aplicando al detalle cercano el lente descomunal de la historia geológica, la mirada se apoya en una fuerza poderosa: la transformación del conocimiento en alimento de la imaginación. Y se afinca en eso que la antropóloga y musicóloga Ana Ochoa Gautier ha llamado una red linfática: la inmersión en una familiaridad donde todo se relaciona, y que a Occidente le ha costado intentar recuperar en el pensamiento ecologista.
En ese cuerpo del conocimiento devorado se va construyendo una subjetividad que intenta alejarse del cinismo y la frivolidad frecuentes en la crítica; de cierta inclinación a observar del cuello hacia arriba, abriendo abismos insalvables entre letrados y gente “del montón”, tan abismales como las brechas entre exploradores blancos y nativos. En Puerto islas la construcción de la voz de la cronista es fluctuante y unitiva; conscientemente política. Pasa por el cuerpo que escribe. Un libro de crónicas corazonadas, aunque no crónicas del corazón, aunque también. Son crónicas de la precariedad; de una vida en la precariedad. Desde luego, y por ahora, en nuestra precariedad, todavía queda la posibilidad de publicar.

De regalos y hologramas
En las crónicas se narran intercambios diversos. El regalo que se recibe del otro, de la otra suele ser pequeño e impulsivo;  una pizca de sensibilidad con la cual, sin embargo, la cronista construye montañas. El mecánico comprensivo. El vendedor que no te cobra el IVU. Lugares utópicos de la cronista son el taller, el campamento de universitarios y universitarias en huelga. Feminismo. Activismo Queer. La revista digital Ahora La Turba.
Uno de los caminos para situar el cuerpo, que es el instrumento de la cronista, parte de reconocerse en la continuidad de la vida. El método de las utopías pasa por esa aspiración a lo unitivo. Hubo, hace casi medio siglo, una corriente futurista ecléctica en Occidente, con presencia en las ciencias duras y residuos de misticismo “New Age”: el llamado paradigma holográfico. Pocas recordarán qué es un holograma y no hace falta. Cito dos propuestas afines, a propósito de un territorio aún indescifrable: “El cerebro es un holograma que interpreta un universo holográfico (Marilyn Ferguson). “La fragmentariedad es una ilusión de la mente: el verdadero estado de las cosas es una totalidad indivisible”. (David Bohm).
Dichas intuiciones, o propuestas, de un físico y una poeta, tienen antecedentes mitológicos. En Puerto islas la aspiración unitiva se relaciona muy directamente con la poesía y las poéticas caribeñas, y tiene que ver con un lugar sin límites, con el mar y con la luz y con una calidad indivisible, pero exenta de centros estables tanto como de esas jerarquías imperialistas que a veces, en raras ocasiones, asombran, y que no dejan de ser fascinantes, como la regla que decidió que la carta de Nelson Rivera pasara por el correo de Memphis antes de llegar a Cayey.


Ese lugar sin límites supone una relación con la luz. En un ensayo de Beatriz sobre Edouard Glissant leo: “La posibilidad de pensar, de imaginar y crear en los términos y escalas que son las nuestras (la pequeñez y el archipiélago) se ve socavada, si no del todo entorpecida, a diario. De modo que la lucha en pos de libertad y auto determinación en lo político, social y económico tiene que librarse en el plano de nuestra imaginación conceptual si es que pretende triunfar en el plano material”.
En otro ensayo, éste sobre el libro El sabueso de Tiepolo, de Derek Walcott, Beatriz se centró en la representación de la luz, indispensable para que podamos ver, pero de suyo invisible. Y leyó, en el poema de Walcott, un contraste entre la luz del hemisferio norte y la luz cenital del trópico, donde los objetos y los ánimos se encienden. Y usó una palabra feíta para hablar del lugar donde se coloca el cuerpo  testimonial de la cronista. La palabra es cronotopo, y se refiere o significa algo así como las representaciones verbales del tiempo y el espacio en una unidad creada por la luz. La luz del archipiélago Caribe, que difumina los bordes de las cosas, que por su calidad misma diluye fronteras, que alumbra un mar que no debería explotarse, da pie para una poética de la mirada otra. La mirada, el cuerpo de la cronista, que es el instrumento sensible de rastreo, persigue rutas que escapan de las categorías secas y excluyentes. Además, es un haz unificador, y es presente.
Desde el título mismo del libro se pregona la visión de pequeñez acogedora, de la naturaleza abierta de las islas, en contraste con las fronteras políticas imponentes y excluyentes que las separan. Ese elogio de lo pequeño merece rescatarse como discurso en poesía y en convivencia, ante el daño que han hecho a la naturaleza los discursos de la isla continente y la falsa grandeza de sus modelos económicos y de gobierno. Aunque las islas sean pródigas, nuestra mirada no suele serlo porque no se educó para percibir el espacio que nos tocó en suerte. La lujuriante naturaleza, que hubiera dicho una autora de otra época, nos rebasa.

El fantasma de la crónica
Ya voy saliendo, es tanto, lo que habría que comentar sobre el libro, y apenas escogí un rinconcito que ya se estira demasiado. Antes de concluir comparto un pensamiento. Un fantasma recorre las ondas digitales y llena páginas impresas: la crónica. Relatos del momento, urgentes, escritos con difícil serenidad. Escenarios apalabrados, procesos de liquidación, recuperaciones, voces, gestualidades, genealogías.
Las crónicas de este libro se escribieron, ya se dijo, a poca distancia. Los intercambios que describen ocurren entre próximos, por no decir prójimos, pero el alcance de sus lecturas es amplio. Su referente podrá ser un cuerpo textual, o un cuerpo distante –Insularismo, de Pedreira; el bardo de Juárez, el cantante Juan Gabriel– pero igual comparten la difícil conjunción de rigor y familiaridad. El cuerpo tiene un bagaje teórico comunicado, como por un tejido linfático, con la vida diaria. El cuerpo escribe que es imposible excluir el pensamiento y el sentido de justicia de la experiencia del dolor, y también de la inmersión estética en la vida abyecta, así como de los respiros de solidaridad en gestos mínimos: en el taller de mecánica, en la oficina de San Sebastián donde las novias obtienen el certificado de matrimonio. Son "islitas" para un respiro, aunque no todas son breves, e incluso en una de ellas cabe el guión de una obra teatral. En la precariedad todo el espacio que ofrece el objeto llamado libro se aprovecha, como se aprovechan todas las partes de algunos árboles, desde las frutas y las semillas hasta las raíces y las hojas. Todo cabe en la mesa. Se reta la hegemonía de los géneros excluyentes y de la gran Historia. 
Batallas duras del día a día: en piquetes y escritos por la universidad democrática y abierta, por la isla democrática y abierta, en una densa congestión de transito, ante el cadáver de un animal atropellado, rodeada de los imbéciles letreros edificantes de las agencias de gobierno. La cronista no busca la objetividad que da por bueno y normal el estado del mundo. Se da a la malabárica tarea de ir construyendo una forma de mirar contestataria sin censurarse ni aislarse. Ocupa espacios sin abandonar el suyo, porque sabe que, solidaridad aparte, no puede hablar por nadie que no sea ella. Se detiene, disminuye velocidades, en contraste con la velocidad del tiempo del capitalismo. Es una voz fuerte, en tensión con la voluntad de no ser dominante.
Puerto islas: crónicas, crisis, amor, un libro de Editorial Educación Emergente, editado por Lissette Rolón Collazo, con ilustraciones de Zuleira Soto Román y diseño de Nelson Vargas Vega, se presentó en Mayagüez, en el “vientre” de Taller Libertá. A su vez, Taller es hija del libro, y se describe en sus páginas: “Los techos son altísimos y entra mucha luz. Z me enseña bocetos de lo que sueñan hacer con cada rincón del Taller. Hay espacio para todas las artes, todas las colaboraciones, todas las gentes”.
Pueden multiplicarse los espacios generosos, siempre que la ambición también sea generosa, y el deseo de construir belleza y justicia esté a la altura del momento. Recuerdo que después del temporal se apreciaba lo que mis viejas y viejos llamaban algún cogollito, un brote por donde asoma la vida, entre hojas muertas. Suelen encontrarse en los lugares más inesperado y duros, allí donde ya pasó el fracaso de lo posible.

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...