martes, 19 de febrero de 2019

Lecturas sin luz: Nabokov




20 de octubre de 2017

Las conferencias sobre literatura, apuntes, más bien, escritos como para niños precoces o adolescentes cabecihuecos, tienen párrafos sabrosos. Son exhibits del mariposario llamado Nabokov. Escritura de vitral, cristalina. Malcriadamente machista en su segregación de talentos: no valora la escritura de las mujeres, pero incluye a Jane Austen en el prontuario de sus conferencias para complacer a Edmund Wilson.

Se acerca con delicadeza de curador de piezas exquisitas al estudio de Jane Austen : “It seems to me that Jane Austen´s fiction had been a chaming rearrangement of old-fashioned values.” Sin embargo, la exquisitez palidece en contraste con el mundo de Dickens : “in the case of Dickens the values are new… A great writer´s world is indeed a magic democracy, where even some very minor character, like the person who tosses the two pence, has the right to live and breathe.”

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Palabras del día: logística de la filantropía, coordinación de esfuerzos

Como si cada comunidad fuera un planeta, como si cada iniciativa fuera un planeta, vagabundo, disperso. Cápsulas aisladas o conectadas por las redes sociales, donde las hay. ¿Qué está pasando? ¿Por qué recibimos las noticias del país como si el país de donde provienen fuera otro? El único país en el mundo, porque nada sabemos del resto.

lunes, 18 de febrero de 2019

Lecturas sin luz: Paz







18 de octubre de 2017

Páginas de El laberinto de la soledad, versión revisada, la entrevista de Claude Fell. La incómoda tierra de nadie del pachuco, la resistencia de Paz ante la hibridez y la impureza que le atribuye al pachuco –no quiere ser estadounidense, pero ya no es mexicano- es semejante al miedo a la mezcla de razas en Faulkner, matizado en el caso de F. por la imagen atroz del incesto, y por la lucidez de no despreciar a sus demonios; de fundirse y confundirse con ellos. No sé qué se salvará de un libro como El laberinto, desautorizado por sus nociones segregacionistas. Aprecio en otros ensayos de Paz un lenguaje capaz de cortes puntuales, precisos, que crean la ilusión de que lo nombrado existe tal como se nombra. También hay un cierto ingenio exhibicionista, magisterial, lapidario, que endurece los juicios.

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(Hoy, un paisaje gris de árboles esqueletales, el muro de una montaña en el horizonte, lluvia, el clima socava en su constancia inclemente, una vuelta de llave más a la sensación de que vivimos casi en prisión solitaria, excepto cuando salimos a hacer las filas de clientes y consumidores. A un mes después del huracán, la gente se ve reblandecida. A la menor provocación te cuentan intimidades, como la mujer que me habló ayer de la depresión que le provocó quedar encinta de un tercer hijo después de haber parido gemelos.)

domingo, 17 de febrero de 2019

Lecturas sin luz: Faulkner




15 de octubre de 2017

Sobre todo en las noches pasamos el tiempo, intentamos olvidar el tiempo, matarlo y matarnos, leyendo.

Añado títulos a mi lista: Go down Moses; el prólogo a The Portable Faulkner; una biografía de Faulkner; Monk, un cuento jodidamente triste de Knight´s Gambit.

Leí pasajes del libro de Glissant sobre Faulkner. G hace malabares para situar con empatía el racismo del lenguaje de Faulkner - su representación de los negros como personajes míticos, sin profundidad, casi un coro de trasfondo, impenetrables- en los haberes de quien, a su juicio, fue el mejor escritor del siglo XX. Maromas, carantoñas (¿carantoñas? No recuerdo qué significa carantoñas) para apropiarse de una tradición Faulkner, para caribeñizarlo y poder asumirlo. Según G, la lectura de Faulkner no estaría, digamos, completa, sin ellos, esos seres herméticos que abundan en sus libros: they endured. Hay algo familiar en el racismo de Faulkner, que sí lo acerca a las literaturas fundacionales del Caribe: el horror al mestizaje, a la “degradación” de las razas impuras.

Para mi gusto a Glissant se le va la mano en los condimentos de una desmedida admiración a Faulkner. Pero es difícil no pasarse de azúcar leyendo a Faulkner. Su prosa es cálida y absorbente, como la de una cuentera. Un borracho mellow, con las artes hechiceras del cuentero.

No quedan muchos en nuestro mundo de encarnados isleños.

Cuando me despedí de él para leer a otros, extrañé la musa musical del cuentero y acabé echándolo de menos mientras intentaba los primeros cuentos de García Márquez. ¡Qué malos son! Cuánto le debe el García Márquez maduro al fraseo de Faulkner, a las oraciones dilatadas, ¿sedeñas?



jueves, 7 de febrero de 2019

Escribir en las paredes






para Javier Orfón, por Pozuelo

No todas somos tan fuertes como Bessie Smith. No todas somos torres, aunque seamos Torres. Virginia en la Torre de Londres: Prisoners scratched their names very beautifully on the walls. Virginia: When I was mad. La palabra mad es dulce. Silvinia recuerda cuando la locura fue su casa. En el manicomio la obligaban a reposar a fuerza de somníferos y calmantes. Un día la visitó la mujer de su hijo el vendedor de seguros. Era franca. Le dijo, fuiste una mala madre. Tu hijo no te perdonará nunca. Con tus caprichos, con tus teatros vas a arruinar a tu familia. Silvinia no salía del asombro. ¿Tan mala fui? Esa tarde insistió en que la dieran de alta. Le hicieron caso. Ya no tenía dinero para pagar el cuarto, los somníferos y los calmantes. No le contó al hijo ni a la mujer del hijo ni al hombre sobre su otro hijo (¿hija?), el abortado, el que sí sufrió el castigo de una mala madre, el que terminó en las alcantarillas, el feto blanco en forma de nuez que se concibió con un beso y nunca supo de besos.
Le fue más fiel al recuerdo de aquella carne blanca y fofa que a la vida del hijo vendedor de seguros. La víspera del día de todos los muertos soñaba con él (¿ella?). Un hijo sin identidad, una hija sin sexo, carne amorfa de su carne, carne muerta inmortal.
Cuando entraba un rayito de luna en el cuarto del manicomio Silvinia se levantaba de la cama. Persiguiendo la luz se veía y se oía a sí misma dos veces, diciendo y haciendo lo mismo, como en una transmisión digital retrasada. También escribió su nombre en las paredes, very beautifully.
La locura es un lujo que una pobre no puede permitirse, según la nuera. Tiene razón. Es sensata. Si se atreviera le preguntaría cómo terminar el cuento. Pero confianza, lo que se dice confianza, no hay.
Silvinia siente la atracción del desorden, un desmadre empozado en las esquinas de la casa. Una casa de pobre con un lujo: la mesa de maderas del país. ¿Pero es que hay tal cosa como madera de un país? ¿Qué es un país? ¿Tienen país los árboles? ¿Tienen patria los bosques? Una patria es el país del padre, un país es una narración de héroes y de guerras y de traidores y de estatuas, de pasados y futuros. ¿Se podrá narrar un país? Ella no. Sólo cantos de cantos.
Una cucaracha. Parece muerta. La habilidad histriónica de las cucarachas. Las patitas trenzadas. Agoniza o espera un milagro debajo de una de las sillas, rodeada de pedazos de alas que las hormigas devoran. Un cuarto cerrado, una cucaracha, Clarice Lispector. La cucaracha no se mueve, pero habla. ¡Inspector del lector lisp! ¡Ector, plis, rice a erica, clear el rotcepsil y la eciralc! Pedante la cucaracha.
Clarice Lispector: Escritora brasileña que al parecer no se suicidó, pero quién sabe. Larousse: “A la escucha de los sentimientos ocultos, sus narraciones deconstruyen la sintaxis, la cronología y los personajes (ejemplo: La pasión según GH)”.
Silvinia: Por lo pronto, no deconstruir el destino de la cucaracha. Decidir su suerte después. O dejar el cabo suelto. Ahora la convocan las hormigas. La luna y las hormigas se comunican por conducto de su cuerpo. Los adornos de la mesita del teléfono: una vasija de barro sin pintar y un platillo más pequeño, esmaltado en verde, hecho a mano por la hija mayor del hijo. La vasija rebosa resacas marinas. La coronan dos esponjitas, más agujeros que materia sólida, sobre un lecho de almejas abiertas y corales troquelados. Ya no huelen o sí huelen, pero no a cuerpos, sino a polvo. Si pudiera ver, de verdad, y describir los objetos de la vasija y compenetrarse con ellos (como hizo Clarice con la materia blanda de la cucaracha, ¡qué asco!) dejaría a Mítchel el músico y su nota en suspenso, engavetados para siempre.
Pero no puede ver, para eso hay que ver. De modo que habrá que terminar el cuento.
Caminos:
Una salida sentimental. Derrota. Alcoholismo.
Una salida sangrienta. Una ensalada que no alimenta.
Dejarlo así. Dejarlo en cantos. Hemorragia de voces. Dedicarse, mientras le queden palabras, a apalabrar las piezas coleccionadas. Le atrae un objeto del plato de barro: el carapacho de un cangrejo, tres tonos de un anaranjado que podría situarse en una escala entre la caoba bruñida y el rubor de una langosta asesinada. Al dorso quedan granos de arena y lo que fue la boca. Se repite el gesto de las patas suplicantes de la cucaracha, un ademán de momia. O de feto despreciado. En el carapacho ovalado, la miniatura de un árbol de tronco ancho que podría mutar en un pájaro visto por dios desde el firmamento, o en el hongo de una explosión atómica.
Si se dedicara sólo a pensar en la interminable historia de los objetos que pasaron de la naturaleza al plato y después al descuido, viviría. De la arena al huevo, del huevo a la muerte, de la muerte al plato, del plato a la basura acompañando las estampitas de la funeraria, de la basura al polvo, del polvo al vuelo, del vuelo a la luna, de la luna a las mareas, de las mareas a la arena, de la arena al huevo, del huevo a la imitación perfecta de un árbol de tronco ancho, y así al infinito, porque el origen desaparece, pero siempre hay más de lo que es idéntico a sí mismo. La vida pasaría y ella podría verse pasar con ella. Dos veces. Como un fantasma que no se sabe fantasma.
Once mad always mad? Mentira. Es remendona, pero llorona jamás. ¡Cómo va a estar loca, si vende enciclopedias!

De El fantasma de las cosas, 2010, Terranova Editores

lunes, 4 de febrero de 2019

Linderhof


Es primavera en Linderhof, y en el invernadero del palacio los aprendices del maestro van transplantando los hijos del tilo centenario que da su nombre al lugar, tenues en la luz lechosa filtrada por los cristales y un insoportable olor a lirios. Carl Adalbert Binder, el  favorito del maestro, ha cumplido diecisiete años y es, a su vez, maestro de aprendices. La mayoría de los jardineritos jamás se acercarán al rey. Hans Carl no estaba predestinado, por ser algo así como un monstruo, a ver al rey. Para un naturalista, un monstruo es alguien que se aleja del tipo, y Hans Carl, con sus espaldas estrechas y palidez excesiva, se aleja del tipo rubicundo y levemente estúpido de los aldeanos comedores de grasa de puerco. Sin embargo, hay monstruos cuya existencia para los humanos se toma como un presagio; son monstruos incorruptibles e intocables. Hans Carl recibió de los labios resecos del rey Ludwig de Baviera la misión de encontrar la planta que no puede describirse.
Fue un día de aquella primavera, en 1886, cuando Franz asperjaba los helechos del vivero. El rey entró solo, todavía en bata de casa, con un pañuelo sobre la frente. Se levantaba tarde, de noche no dormía, la noche era el infierno, morada del fascinante horror de la música que escuchaba hasta que lograba lo que quería, que los músicos tocaran dormidos y el oído impusiera un orden distinto. De día dormía con las ventanas cerradas, reclinado en almohadones firmes, sobre sábanas que se dejaban en remojo durante noches de luna creciente, muy lejos de la vista del señor, en un claro del bosque.
Hans trató de mantener su postura de siervo invisible. No tenía por qué sospechar que el rey le dirigiera más de una pregunta. Podía ser:
–¿Por qué se deshojaron en el camino las margaritas que envié a mi prima Sissie?
Podía ser:
–Busco al maestro.
Hans Carl no pudo imaginar lo que saldría de aquella boca que el rey se cubría con un pañuelo.
–Eres el sobrino de mi quinta cocinera, ¿verdad? Extraña fruta.
Ni pudo imaginar su propia respuesta.
–La más extraña y la más fiel, señor.
El rey escupió sangre y examinó al muchacho con una mirada ausente. En ese momento entró sin darse mucha prisa, con deseos de jugar, el edecán principal. El rey se sentó en el área común de los jardineritos, ordenó la primera botella de champaña del día y le pidió a Hans Carl que no se moviera del lugar donde estaba, entre bulbos de lirios y de tulipanes.
El Rey abrió un abanico. En esas islas tan exploradas y explotadas, pero a la vez cerradas por la autoridad de una reina muy fea, seguramente hay una planta que no ha sido nombrada. El mundo se precipita por los caminos del lucro y el comercio y el destrozo de la vida, y es por eso que Ludwig, cuyos lujos cuestan vidas y guerras que aborrece, se intoxica de champán y de opio.
Ludwig habla en tercera persona de sí mismo. Es un privilegio real, o una tara real, porque el yo les está prohibido a los reyes, que no son jamás átomos sino soles alrededor de los cuales rotan sus súbditos.
Hans no ha levantado la vista de los bulbos. A Ludwig lo siente por la voz
Y es por eso que ya no tiene consuelo, porque el opio termina por ser un infierno. Pero Ludwig sabe, porque lo ha leído en algún libro antiguo, o porque se lo dicen los espíritus del lago, que en el nuevo mundo hay otra planta, una especie solidaria, que brinda paz y alegría. Y es la planta que irás a buscar porque los tontos son buscadores por excelencia. Eres puro, le dijo Ludwig, de tan feo que eres debes ser virgen, y eso es indispensable. Serás mi emisario. No tienes pinta de héroe. Nadie sospechará de ti. Pasarás desapercibido y despreciado. Hans ni admitió ni negó si era virgen, porque en cierto sentido sí lo era, había derramado su semilla entre el heno del establo y era abundante y gruesa como un escupitajo de enfermo, lo que le sorprendió un poco, como le sorprendía que el Rey no se diera cuenta de su propia fuerza de hombre corpulento.
Y esa planta, la última, la que todavía no tiene nombre, la que encierra las oscuridades del sol y el fulgor de la sombra, no se esconderá de ti, pequeño monstruo.  Tu misión la escribo aquí: Encontrar una planta de la felicidad que no haya sido manchada por la avaricia de los conquistadores. El catalogo de plantas narcóticas y alucinógenas se está agotando. Esa planta sembrará castillos en esta tierra. La compartiré con los pobres culos que pasan la vida sentándose en bancos como este. Esa planta la usarán los soldados para soltar las armas, las mujeres para dejar de parir becerros, los campesinos para levantar la vista de la tierra. Rubrico y firmo con el sello de este anillo.
(El anillo del rey rasgó el papel que el maestro había olvidado sobre la mesa, uno de los papeles donde se colocaban los bulbos arrancados, los papeles de disecar especímenes. El edecán lo recogió, no sin antes mirar a Hans con una expresión equívoca: eres un privilegiado, lárgate, no te demores más.)






domingo, 3 de febrero de 2019

Hammarby







Para Vicente Quevedo

En la casona grande de Hammarby, Lineo decoró su dormitorio con grabados de plantas. Algunas ilustraciones provienen de la colección Plantae selectae, publicada en Nuremberga, con imágenes de un renombrado ilustrador de apellido Ehret, que además, dibujaba exquisitas pornografías, eso decían sus enemigos, porque los tuvo, como todo el mundo, y en la especie humana, tan aficionada a los espejos y al miedo, los enemigos adornan con mentiras los escasos haberes de las personas. Hammarby: dormitorio empapelado con imágenes florales. Desquicio de la estricta pureza taxonómica. Las flores cuelgan viciosas, como si las corolas abiertas fueran pezones. Eyaculan semillas. Hammarby: lujo, calma, voluptuosidad. Los poetas flacos parisinos que no tenían para comprar opio de primera y compartían el láudano de los obreros, pensaban que el lujo, la calma y la voluptuosidad moraban en los trópicos. Se engañaban. Quizás no sabían que los trópicos, cundidos de miseria, eran lugares más malditos que ellos.
Pero qué dices. El empapelado de Hammarby también exhibía los escasos lujos florales del trópico, enhiestos, erguidos. No es inexplicable que siendo sueco y formado en los paisajes de invierno, donde  predominaban un color y dos líneas, a Lineo le diera por excitarse con imágenes de flores calientes. Él también había escuchado los relatos de los trópicos donde se producía azúcar y tabaco y pimienta y oro. Él si conocía las carnes de las lecheritas de Hammerby y, por antítesis, las carnes de las esclavas de campo de Brasil. Él sí había visto a los mozos enredados con gallinas rojas y vacas blancas. Él si sabía que ni las carnes animales, blancas rollizas ni las carnes negras macilentas podían superar el deseo de la flor púrpura, erizada, del banano, la crencha enhiesta de la piña, y al lado, como no ocurre en la naturaleza, esa flor de pétalos blancos y amarillos, como plumas de pájara. Cuando en invierno dejaba los bifocales sobre la mesa contigua a la chimenea, se acercaba al dormitorio donde no entraban los niños, ni siquiera la doncella, se quitaba las pantuflas, la bata de casa, la peluca que dejaba sobre la cabeza del maniquí, los pantalones de estar, y después de lavarse los genitales y afeitar los pelos púbicos de Teresa, su esposa, amante de juventud y de vejez, se metía debajo de los edredones, era esa la planta que le levantaba el ánimo y el asta.

Tampoco es extraño que Lineo conjugara la calentura constante de la cama donde hacía niños enfermizos con el ascetismo, ni que le diera por poner orden en el salvaje mundo de las plantas. Pero sí es curioso que para él la comunicación entre humanos fuera posible sin anclajes culturales. Que un úcar y un árbol de la geometría no sólo son un mismo árbol, sino que puedan reducirse a un solo nombre, y que ese nombre, para ser entendido por todos, debe imponerse a la planta (que no necesita el lenguaje humano para enredarse con lascivia) en una lengua que nadie habla.


Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...