A las cuatro en punto de la tarde, el geólogo gritó:
- No sigan, no puede moverse, ya pedimos refuerzos.
El arqueólogo me pidió que guardara su libreta de
apuntes en mi mochila. La recibí sin decirle lo que pensaba: cada quien debe hacerse cargo
de sus libras y libretas. La recepcionista del senador maduro comentó que era
natural que las mujeres ayudáramos. Los hombres tendrían que mover las cuatrocientas libras del caído.
Llegó un empleado de emergencias médicas con una soga
enganchada al hombro. Con ellos estaba Jorge, el
muchacho de los huesos que parecen seres vivos. Venían cargando un tanque de
oxígeno desde las parcelas, donde esperaba una ambulancia.
El caído no sólo padecía de flebitis, informó la
recepcionista, sino que a los 25 años había sufrido su primer ataque cardíaco.
Mientras se retorcía de dolor intentaron darle oxígeno, pero al tratar de hacer
funcionar el tanque notaron que habían olvidado la boquilla. Jorge y
el empleado de emergencias médicas recibieron con mansedumbre un tiroteo de
insultos disparados por el geólogo, el biólogo y el senador maduro.
Viendo que la espera había
agotado sus posibilidades, los hombres se resignaron a bajar el cuerpo colosal
hasta el lecho del río y llamar a un helicóptero de rescate. Para acostarlo en
la camilla se colocaron tres a cada lado, y dos en las extremidades. Lo levantaron al son militar de "one, two three". Luego lo fueron bajando, haciendo altos (en una ocasión lo dejaron
caer). Tardaron quince minutos en bajar hasta el lecho del río. Después
Juan Carlos y Jorge asistieron al caído, mientras los demás hombres se fueron
colocando en diversos lugares de la ribera, cada uno
conectado a su teléfono celular, cada uno dejando saber a su manera que nos
encontrábamos en el cauce seco de un río y que se nos estaba muriendo un
muchacho.
Antes de transformarse en político el senador maduro
fue conductor de televisión. Se había hecho una liposucción y estirado la
piel, tanto, que se le han borrado las facciones. Se ve sobrio y gris, pero los
tennis rojos lo delatan. Sin
soltar el celular preguntaba a los empleados de emergencias médicas si habían
llevado una Panadol o una Coors Light.
El geólogo -sombrero de un ala doblada y cordón
amarrado alrededor del cuello– daba largos
pasos, hablando con su esposa por el celular:
- Este país es un desastre. Comunícate con aquel vecino
que trabajaba en la Defensa Civil, llama a la prensa, dales mi teléfono, que
me llamen.
De pronto el senador maduro con el celular pegado al
oído, gritó:
- Viene un helicóptero. Hay que pasarles las
coordenadas.
El geólogo sacó un aparatito conectado con satélites,
que según nos explicó era capaz de indicar la localización precisa de una pulga
en la superficie terrestre. En breve nos rescatarían, imposible perderse en una
isla tan penetrada, pensé. Pero pasaron los minutos y las
coordenadas antes que la decepción se convirtiera en pánico o algo
remotamente parecido, la sensación de vértigo que debe sentir una persona cosciente de que está muriendo tan rápidamente que no le dará tiempo para
despedirse del mundo. No era sólo la loca sensación de inutilidad. El aparatito, con
aquel nombre, yipiés, tan flamante como el sombrero australiano del geólogo que
lo manejaba, no servía para nada. Era sentir que cuando entra el desorden
no hay quien lo detenga, aunque no hubieran faltado señales de la inminencia
del colapso, como a mitad de camino, cuando el muchacho todavía cargaba con su
propio peso, y nos habían cerrado el paso varios vecinos para protestar por lo
que se haría allí sin pagarles el precio justo por unas tierras que fueron de sus viejos y que todavía visitaban ocasionalmente, recogiendo los frutos que
se caían de puro abandono. Habían bajado del monte sin dejarse sentir y
volvieron a perderse monte arriba.
Entre la cara desconocida de una naturaleza poblada
de flores ocultas y el fracaso de la tecnología inútil, presenciaríamos la
muerte de un muchacho en el lecho seco de un río. Nunca he cerrado los ojos de
un muerto. Dejé de asegurarle al caído que todo saldría bien y que él era un
amor. Me alejé de Juan Carlos y Jorge,
que nunca abandonaron al enfermo. Había arbustps de Santa María en el lecho seco del río.
Las flores blancas huelen a miel.
–Maldita colonia– gritaba el biólogo en su lado del
barranco, estas cosas pasan porque somos una maldita colonia. El biólogo es un
hombre corpulento, de piel blanca y elástica como flan de vainilla. Llevaba un
pañuelo amarrado a la frente que me hizo pensar en uno de los soldados
desajustados de Apocalypse Now. Antes de que cayera el muchacho, el
biólogo nos había dicho que estábamos en una de las partes de la isla que
emergieron primero del fondo del mar. Añadió que su abuela usaba el zumo de la
hoja de yerba bruja para curar el dolor de oídos, la misma hoja que echa raíces
dentro de los libros.
Nadie recordaba el poder de la yerba bruja cuando el
primer helicóptero voló sobre la muchedumbre de más de treinta personas que
agitábamos los brazos en aspas. De las parcelas Vázquez iba llegando
gente. El helicóptero desapareció después de cruzar varias veces sobre el sitio.
Volví a sentarme en una de las grandes piedras del río seco. Juan Carlos no
soltaba la mano del muchacho, Jorge seguía abanicándolo. Oscurecía y la
atmósfera se iba poniendo fresca.
El segundo helicóptero pertenecía según el senador
maduro a la Autoridad de Energía Eléctrica. A gritos les indicó por el celular
que estábamos en un claro en el lecho del río, detrás del Monumento al Jíbaro.
Poco después de que el segundo helicóptero se alejara
llegaron otros técnicos de emergencias médicas con la boquilla del tanque de
oxígeno. Se comunicaron por celular con el médico de turno que recomendó seguir
haciendo lo mismo, es decir, nada. Le quitaron la camisa al muchacho, expusieron la descomunal
barriga al sol, lo movieron bajo la sombra con el esfuerzo de los recién
llegados y Juan Carlos y Jorge.
El senador maduro perdió la tabla a las 5:45 de la
tarde, poco después de que el tercer helicóptero, el de la flotilla de la
Policía, grande y azul, se detuviera como un insecto flotante sobre su presa
antes de moverse rápidamente hacia un lado y escapar con brusquedad en
dirección diagonal. Nos fue señalando a todos como si barriera con una ametralladora
a los curiosos, que ya eran más de cuarenta, y al muchacho que se retorcía de
dolor.
- ¿Quién llamó a la prensa?
Anoté la hora precisa de la cólera del senador maduro
en mi libreta, mientras el arqueólogo impasible se apoyaba en un bastón improvisado
y el promotor cultural decía que pronto caería el sol y tendríamos que seguir por el lecho seco del río hacia las parcelas.
Juan Carlos se estiró con una expresión de cansancio,
diferente de cuando hablaba de plantas y besaba dedos de moribundos. No sé cómo
se llaman las transfusiones de vida, pero entre el despiste de los helicópteros
y la insuficiencia de los tanques de oxígeno estaba convencida de que el
muchacho no había muerto todavía porque Juan Carlos le había regalado unos
pensamientos y Jorge el aire de un sombrero. Se rió, se avergonzó, confesó que
había tomado cursos de sanación y que no recordaba lo que había aprendido en
esos cursos. Hablaba como quien se aburre en una reunión elegante, mientras el
muchacho agradecía el oxígeno y el senador anunciaba la llegada de otro
helicóptero. Entonces llamaron a Juan Carlos para que ayudara nuevamente a
cargar la camilla.
Entre los curiosos había un hombre lampiño, de ojos
verdes. Llevaba una camiseta anaranjada y una gorra amarilla de pelotero. Dijo
llamarse Armando Escalante. Se había acercado desde las Parcelas Vázquez por si
se nos ofrecía algo, ya las noticias daban cuenta del incidente.
Armando fue boxeador. Entrenaba en aquellos caminos
antes de caer en el vicio, me dijo, mucho antes de entregarse al señor y
hacerse cristiano. Le sorprendía la transformación del senador maduro, tan
diferente después de la cirugía plástica, y que
hubiera pasado de la histeria a la añoranza de una Coors Light. En vez
de pedir una cerveza debería orar, opinó, y más en noche de luna nueva, hay que
salir de aquí antes de que esto se ponga como boca de lobo.
Eran las seis, no quedaba agua en las botellas
depositadas en mi mochila, junto a la libreta del arqueólogo y la cámara
desechable, pero el promotor cultural nos indicó las charquitas que habían
sustituido a la corriente del río y dijo que él prefería contraer bilharzia en
unos años a morir de sed.
Apareció entonces el cuarto helicóptero. Bajó tanto que
las hojas de los árboles se dispersaron y las ramas cortadas por los macheteros
se alzaron en un remolino y el olor de la gasolina se suspendió sobre las
piedras donde el fotógrafo de la expedición había descubierto una boa diminuta.
Bajó hasta que vimos las gafas negras del piloto. Después se elevó y se mantuvo
un rato a breve distancia de la superficie. Desde el helicóptero soltaron un
cubo, como un inquilino de un piso alto que deja caer la llave de su
apartamento en una pequeña canasta. Nadie pudo relacionar la soga y el cubo con
el objetivo de transportar al enfermo.
Entonces el promotor cultural aprovechó el cansancio de
la espera y dio la orden de que todos los que no estuviéramos haciendo algo
útil partiéramos antes de que anocheciera. Yo me puse a las órdenes de Armando Escalante y Juan Carlos me siguió junto a
los demás en fila india. Sobre nosotros voló el quinto helicóptero.
Le pregunté a Armando si era seguro caminar por el
lecho seco del río, si no corríamos el peligro de que un golpe de corriente inesperado nos
arrastrara. Me dijo que al río lo habían secado al construir la autopista.
Armando subía y bajaba de las piedras enormes, rápidamente, la espalda recta,
alzando las piernas hasta la cintura sin perder el balance.
Con el aliento entrecortado llegamos al comienzo de la
carretera en los pastos llanos, al lugar donde esperaba la ambulancia. El
senador joven, que todavía no se ha hecho la liposucción y prefiere las
Heineken a las Coors, nos estrechó las manos y nos indicó que en el baúl del
jeep oficial había agua fría, uvas y manzanas.
Unos niños se inclinaban sobre la caja trasera de una
camioneta pequeña. Habían encontrado en el pasto a un becerrito con los ojos
cubiertos de mimes, el estómago pegado y la respiración fatigosa. Era amarillo
con manchas blancas. Le pasé la mano por la cabeza dura, que olía a perro
sucio. Dónde estará su madre dijo uno de los niños espantando a los mimes. El
dueño de la camioneta les pidió que botaran aquella cosa, ellos le dijeron que
lo habían encontrado por ahí, yo comenté que podían salvarlo si se lo
proponían. El biólogo y los muchachitos se acomodaron con el becerro moribundo
y yo al frente junto al dueño de la camioneta. El hombre estaba entusiasmado:
uno de los helicópteros era de un canal de televisión.
Volví a ver a Juan Carlos a las 6:30, en el trolley que
nos llevaría al pueblo. Me enteré de que mientras seguíamos a Armando Escalante
sucedió el evento culminante del día. El quinto helicóptero aterrizó en
penumbras, en el lecho del río, maniobra descabellada de un piloto que no tuvo
más remedio que hacer lo imposible porque era el último en la cadena de
aspirantes a rescatadores. Los tres hombres que habían quedado atrás, vecinos de las
parcelas, lograron levantar la camilla y meterla dentro del helicóptero. Ya el
muchacho habría llegado al centro médico de la capital. No había tenido que
volar sobre media isla pendiendo de un cubo.
El regreso de la vida normal se anunció placentero
mientras esperábamos al chofer. El
biólogo, el geólogo y el promotor cultural se quejaban de los servicios de
emergencias médicas, del gobierno, de la calidad de las cervezas. El senador
maduro, con su estallido, había bajado mucho en la estima del geólogo y el
biólogo.
El trolley arrancó. Miré por la ventanilla a los niños
que abanicaban al becerrito moribundo. El arqueólogo me pidió que le devolviera
su libreta.
A las siete de la noche el trolley volaba bajito,
subiendo por las curvas de la carretera vieja. Juan Carlos tenía el pelo
empapado en sudor. Escuché sus palabras trenzadas con el merengazo de la radio.
- ... qué veremos esta noche cuando cerremos los
ojos...