lunes, 22 de febrero de 2021

Larry: los contratos

 


 

Este amor salvaje es una maldición, dice en voz alta Megan, y Larry le acaricia la cabeza. Le aburre la pasión inerte de su mujer. Es como si el tiempo fluyera hacia abajo. Es como si las horas, en vez de desvanecerse, se desplomaran; como si un relato, en vez de complicarse y progresar, se hundiera. Si por lo menos metiera mano con el mexicano la trama se complicaría. Pero en algo está de acuerdo con ella. La culpa es del director. Miguel es un intérprete sin brillo; una pérdida de tiempo hacer que Megan se enamore hasta el delirio de un mortal con juanetes. Sin embargo no hay nada que hacer. No puede romperse el sortilegio inútil. Habrá que esperar. Violar el contrato los arruinaría, pleitos interminables, acaso el fin de la carrera de Megan.

Un contrato más, como si no bastaran las obligaciones naturales e históricas. Como si no fuera suficiente su lealtad, innecesaria y poco lucrativa, al país de origen de su bisabuela Matilde Beggino de Trevelyan, nacida en una ciudad que comparte la latitud de Milparinka, más o menos.

Rosario, Argentina.

Matilde fue la hija natural (¿?) de una poeta anarquista. Cuando en 1900 el calor y la peste bubónica azotaron Rosario, y madre e hija escaparon hacia Buenos Aires, no hubiera sido capaz la pequeña Matilde de imaginar que nunca volvería a su patria chica, que en vez de retornar a la ciudad en la ribera del Paraná su madre decidiría regresar a Europa, y que de ahí emigrarían a Australia, donde Matilde se casaría con un albañil de pies regordetes. Mucho menos hubiera podido concebir que en el siglo 21 su bisnieto Larry Trevelyan leería, con disparatada fidelidad, los libros del nieto de una señora en cuya pensión porteña Matilde y su madre habían fregado pisos durante una breve temporada, antes de embarcarse rumbo a Nápoles.

Matilde nunca dejó de hablar español con acento napolitano, y así se lo enseñó al abuelo del padre, y el padre a Larry, observando una incorrección caprichosa que fue convirtiendo la lengua decantada en una especie de pacto doméstico que sólo los Trevelyan honraban sin entender bien lo que oían y decían. Quién sabe por qué, la bisabuela, el abuelo y el padre acumularon una bibliotequita de autores del otro lado del Pacífico, una humilde colección de libros que Larry heredó de sus ancestros.

Larry no ha visitado Rosario. Teme que ya no quede ni el nombre del barrio natal de su bisabuela, con sus barberías y plazas. Sin embargo, ha ido acumulando una biblioteca propia de autores argentinos, y los lee a su manera.

A propósito de los contratos de toda índole, un problema acuciante vuelve a lastimarle la conciencia: ¿a quién legará su biblioteca? Sus hijos no son lectores.

(De El fantasma de las cosas, Terranova, 2010)


domingo, 14 de febrero de 2021

La maldición de una red cantada, o el camino de las hormigas

 


Safariss

 

Al otro día Dugald los recoge en una limosina tan deslumbrante en lujos que la diva parpadea. La fama y la fortuna, en su caso, son un engaño, una conspiración de sus productores. Sus pertenencias cabrían en un rincón de la limosina de Dugald. Al cruzar los portones y salir a la carretera desierta ven un cobertizo techado con retazos mugrientos. Un viejo maldice y reparte su peso entre una lanza y una pierna.

Meriendan en un pent-house de blancura monacal, alquilado y decorado expresamente para deslumbrar a la pareja, ante una mesa donde se presentan con fingida sobriedad botellas de agua de los glaciares de Islandia, vinos y una docena de quesos artesanales franceses y españoles. El agua, los manjares, el champán, los claretes, se degustan de cara a la Bahía de Sydney. Larry, que come con el apetito antiecológico de un gigante, echa de menos unas lascas de jamón. Megan, abstemia con tendencias bulímicas, apenas mastica un queso cáustico con vetas azulosas, criado en un humilde hogar por unas manos envejecidas de trabajo y envejecido él mismo en una caverna enseñoreada por murciélagos bonachones.

Who was he, pregunta Dugald.

We call him Gumpilil, it´s a joke, we might as well call him Dugald.

Call me Dugald, ja, ja, dice Dugald.

Y nos maldice, susurra Megan con voz temblorosa, cada vez que cruzamos el portón. Nuestro parque ocupa una red de líneas cantadas. La songline de sus ancestros, el ant dreaming. Los Trevelyan interrumpen la línea de las hormigas. Desde luego, no sabíamos que al comprar la casa sellábamos una profanación, dice Larry con la boca llena. Olvidamos sumar los consejos de un encantador a los cálculos de los agrimensores. Hoy también lo maldijo a usted, murmura Megan.

Me encantan las maldiciones, me encantan los rituales. El proyecto que les propongo es un ritual, ataca Dugald.

Larry no disimula un bostezo. Ya conocen el concepto, esperan que el director aclare las condiciones restantes, discutido ya el asunto de los honorarios. ¿O es que le parece excesivo el precio de los actores?, pregunta Larry. Dugald se ofende. Él no piensa nunca en dinero, tiene TODO el dinero del mundo. Si quisiera podría vaciar los bancos de Suiza y le sobraría efectivo para comprar un planeta. No se le ocurre hablar de dinero, no sabe lo que es el dinero. Sí tiene la impresión de que a Megan le gustará la isla. Es una maravilla. Megan es otra maravilla; mujer e isla tienen que encontrarse.


Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...