Este amor salvaje
es una maldición, dice en voz alta Megan, y Larry le acaricia la cabeza. Le
aburre la pasión inerte de su mujer. Es como si el tiempo fluyera hacia abajo.
Es como si las horas, en vez de desvanecerse, se desplomaran; como si un
relato, en vez de complicarse y progresar, se hundiera. Si por lo menos metiera
mano con el mexicano la trama se complicaría. Pero en algo está de acuerdo con
ella. La culpa es del director. Miguel es un intérprete sin brillo; una pérdida
de tiempo hacer que Megan se enamore hasta el delirio de un mortal con juanetes.
Sin embargo no hay nada que hacer. No puede romperse el sortilegio inútil.
Habrá que esperar. Violar el contrato los arruinaría, pleitos interminables,
acaso el fin de la carrera de Megan.
Un contrato más,
como si no bastaran las obligaciones naturales e históricas. Como si no fuera
suficiente su lealtad, innecesaria y poco lucrativa, al país de origen de su
bisabuela Matilde Beggino de Trevelyan, nacida en una ciudad que comparte la latitud
de Milparinka, más o menos.
Rosario, Argentina.
Matilde fue la hija
natural (¿?) de una poeta anarquista. Cuando en 1900 el calor y la peste
bubónica azotaron Rosario, y madre e hija escaparon hacia Buenos Aires, no
hubiera sido capaz la pequeña Matilde de imaginar que nunca volvería a su
patria chica, que en vez de retornar a la ciudad en la ribera del Paraná su
madre decidiría regresar a Europa, y que de ahí emigrarían a Australia, donde
Matilde se casaría con un albañil de pies regordetes. Mucho menos hubiera
podido concebir que en el siglo 21 su bisnieto Larry Trevelyan leería, con
disparatada fidelidad, los libros del nieto de una señora en cuya pensión
porteña Matilde y su madre habían fregado pisos durante una breve temporada,
antes de embarcarse rumbo a Nápoles.
Matilde nunca dejó
de hablar español con acento napolitano, y así se lo enseñó al abuelo del
padre, y el padre a Larry, observando una incorrección caprichosa que fue convirtiendo
la lengua decantada en una especie de pacto doméstico que sólo los Trevelyan
honraban sin entender bien lo que oían y decían. Quién sabe por qué, la
bisabuela, el abuelo y el padre acumularon una bibliotequita de autores del
otro lado del Pacífico, una humilde colección de libros que Larry heredó de sus
ancestros.
Larry no ha
visitado Rosario. Teme que ya no quede ni el nombre del barrio natal de su bisabuela,
con sus barberías y plazas. Sin embargo, ha ido acumulando una biblioteca
propia de autores argentinos, y los lee a su manera.
A propósito de los
contratos de toda índole, un problema acuciante vuelve a lastimarle la
conciencia: ¿a quién legará su biblioteca? Sus hijos no son lectores.
(De El fantasma de las cosas, Terranova, 2010)