Los amores entre Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós tienen que haber sido de un ardor para provocar el asombro, mas no el silencio. Los dos eran derrochadores de palabras. Él tan delgadito, ella tan generosa de enjundia como de adjetivos, hablaban sin saciarse, prolongando por el oído sus desenvueltos orgasmos. La exaltación del placer en las cartas de la Condesa a Benito es fuente que mana y corre.
Una tarde en que salían de los limbos del sueño de la siesta, Benito se levantó exhibiendo sus magras caderas y recogió del suelo la chaqueta que acababa de comprarse con su primer sueldo como diputado por Guayama, Puerto Rico. Sacó un sobre del bolsillo. Conocida era la pasión de Emilia por los escritos médicos y filosóficos, pero sólo Benito sabía que, en secreto, la escritora devoraba las sandeces fantasiosas de Julio Verne.
Pardo Bazán, que esa tarde no sentía como si le barrenaran las sienes, porque era otra cosa lo que le habían barrenado, abrió el sobre, esperando, con cierta aprensión, algún poema atroz del novelista. Sólo encontró un papel verde, adornado con la cara de un viejo con peluca. Pensó en un objeto mágico embrujado por las meigas de su solar gallego, pero su amante le explicó que se trataba de un artefacto producido por la ciencia, que se lo habían enviado de Puerto Rico, y que bastaba con pasarlo por la frente, como quien se seca el sudor, para trasladarse en el espacio a las remotas islas antillanas.
Pardo Bazán no sólo viajó en el espacio, sino en el tiempo, al presente de una novela por entregas: Luis Fortuño Burset. A su regreso escribió un relato que hasta ahora ha permanecido inédito, enhebrado en una de las cartas a su amante.
Un caso impresionante de narcisismo terminal
Llegando adonde tuviste la ocurrencia de enviarme, querido ratoncito de mi alma, fui recibida por la embajadora que tiene a cargo el tráfico de escritores que entran y salen de esta venturosa isla. Es una mujer madura, generosa de carnes y extremadamente cariñosa, que me recibió mirándose a un espejo de mano, tendida con molicie en una cama enorme y de aspecto invitador, como la que me gustaría compartir contigo, monín, si es que te encuentro, porque con tu talla de miniatura te me perderías entre los pliegues, y dada tu picardía, quien sabe donde ingresarías, a riesgo de ser aplastado, pero deliro deben ser el calor, la insolación, la morriña que me enferma en tu ausencia.
La embajadora, conocida en estos lugares que tú representas en las Cortes como la Faraona de las Letras, me puso al tanto con argumentos irrefutables, del florecimiento de las artes y letras en esta isla tan verde como los bosques de mi tierra. Le pedí, más por cortesía que por interés, que me hablara de algunos escritores del país, y se mencionó a sí misma en dieciséis ocasiones, además de obsequiarme sus obras completas, que no son tantas como las tuyas, pero desde luego quién compite contigo, Benito.
Ya con el paso de los minutos advertí cierta anomalía en mi anfitriona que me fascinó, pues bien sabes la atracción que me inspiran los tipos enfermizos, entre ellos los criminales, y de ello da fe aquella leyenda que escribí sobre un destripador, medio sabio y brujo. El caso que ante mis ojos se desplegaba, no era ajeno a la crueldad, pues se tomó la libertad de llamar bruta a la mujer del servicio y aunque es cierto que las hay brutas, su exabrupto me pareció una falta de respeto a mi persona.
Doloroso es tener que consignar y reconocer ciertas cosas que la narración obliga a retener, pero sabes que darle a la pluma y a la lengua son inclinaciones naturales en mí. Ya estábamos a punto de salir a visitar a su jefe, el Gobernador, cuando por un artefacto pegado a la oreja que en Pontevedra le hubiera costado la hoguera, le llegaron unas voces.
- ¿Que me quitan fondos para dárselos a ese cuero? Oh no, mira que conozco gente buena ahí adentro y eso no va a pasar, tú tranquilo.
Entonces me tomó del brazo sin preguntar si deseaba refrescarme tras un viaje agobiante.
-Vamos, Condesa, no hay tiempo que perder. Se figurará usted que no voy a permitir que se prive de un centavo a la literatura para algo tan cafre como el cine. Adiós cará, perdone, qué olvidadiza soy, es que en su época no existía el cine, mire le voy a hacer un mapa a ver si llega por su cuenta porque usted es mayorcita, pero, wow, me encanta lo que escribe. Es una cosa así donde aparecen imágenes. No se puede comparar con la grandeza del libro y la palabra y ahora me quieren arrebatar lo que he ido acumulando en años de trabajo y dedicación para que en esta islita de gente humilde y buena podamos recibir a escritoras como usted. Y le quieren pasar la pasta a una mujer que no vale lo que usted pesa en oro, que, sin ánimo de ofenderla, es bastante, doñita.
Torcí el cuello y miré por la ventana de una endemoniada carroza sobre ruedas. Hice como si no oyese las pamplinas de mi anfitriona, pues no he perdido la fe en ti y sabía que estarías para recibirme al otro lado de esta pesadilla. De la noche a la mañana, sin transición, mi vida era otra, y no podía escapar, porque la mujer, al borde de un ataque de nervios, repetía como suelen hacer los narcisistas cuando alguien les para el caballo, una sarta de palabras, mitad cristiano y mitad guirigay, Jennifer López, Jennifer López, Mark Anthony, Mark Anthony. Mi madre, que desmadre.
No quiero aburrirte con más pormenores del viaje, más allá de estos apuntes del natural para un estudio sobre la personalidad narcisista. La mujer, si le hablas del calor, responde hablando de los suyos. Si le hablas de la falta que haría aquí un abanico, menciona que ella aprendió de niña el lenguaje de los abanicos, si le hablas de ti, de Benito Pérez Galdós, cae en trance y afirma que se hizo escritora tras la lectura de Marianela. En fin que yo, tan habladora, tomé el camino del silencio.
El resto no acabo de entenderlo bien. Nos montamos en una berlina voladora y al cabo de unas horas donde me llenaron las venas de un aguardiente muy sabroso, hicimos tierra en una mansión donde nos esperaba una mujer que parecía tísica por lo flaca, pero con un culo considerable, aunque no tan bueno como el mío.
Mi amiga la Faraona -ya a estas alturas con el ron y la familiaridad así la llamo, amiga, y hasta simpática me parece, porque sabes que nada humano me es ajeno- mi amiga atacó a la tal Jennifer sin preámbulos. Le cotilleó del rumor: que le restarían dinero para sus escritores –en ese momento me presentó como doña Egidia Prado- cuando lo correcto era remar todos en la misma dirección, y usar las cabezas, y establecer alianzas y ponernos a los cagatintas a inventar fábulas para ese invento llamado cine que no acabo de entender y que ella tenía la vía franca y la buena voluntad de todos nosotros y que podía hablar a nombre nuestro, porque ella, también quería hacer cine y que el cine y la literatura unidos jamás serán vencidos.
En ese momento debe haber cesado el efecto de tu maravilloso artilugio. Empecé a oír el himno de Riego y a ver los pazos lluviosos de mis ancestros. Allí dejé a la Faraona, clamando de rodillas ante la del trasero. Allí las dejé a las dos, una bostezando, la otra ensartando sueños.
Tuya hasta donde tú sabes, pero maldita la gracia me hiciste con tu regalito,
Tu Fortunatita
La carta transcrita es auténtica; los lectores curiosos reconocerán las palabras de doña Emilia.
Qué mujer para captar de oído, con benevolencia, sin que le pasaran gato por liebre, las calenturas de la estupidez humana:
Qué mujer para captar de oído, con benevolencia, sin que le pasaran gato por liebre, las calenturas de la estupidez humana:
“A mí su parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde a nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que cuando, al tiempo de jugar a los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo la pinta, y adivinamos o presentimos, de un modo vago, la carta que va a salir.”
1 comentario:
Lo volví a leer y me lo disfruté todavía más. La Pardo Bazán debe estar feliz con tu tributo.
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