miércoles, 24 de julio de 2013

Lujos de la escritura: Colección de arena, de Marta Ortiz


 

 
Colección de arena reúne los relatos que Marta Ortiz ha escrito después de El vuelo de la noche, un libro premiado por la Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000 y publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 2006.

¿Puede el cuento comunicar la densidad del mundo? El detalle que da espesor y riqueza a la novela no ha tenido buena suerte en las poéticas funcionalistas del cuento. No obstante, ese espesor es la respiración de los cuentos de Marta Ortiz, poseídos por una rara calidad orgánica; dejan la sensación no tanto de verosimilitud en las acciones como de encontrarnos, en situaciones que no suelen ser extraordinarias, ante objetos palpables y autónomos, quizás lo desconocido que se desprende de la cosa más pequeña (Flaubert). Contrasta la transparencia quirúrgica del instrumento con la complejidad del objeto, pues el ojo es el lente de estos relatos orgánicos como las perlas de un collar que se disparan cuando la protagonista sufre una violación que pudiera ser imaginaria, el efecto de su identificación con las mujeres violadas (“Lunares de sol sobre el verde del césped en el parque”).

Colección de arena festeja la densidad del lenguaje exuberante, incluso extravagante, como un lujo verdadero, porque hay lujos verdaderos y la vida más ascética los tiene. El dolor, al iluminarnos, bordea la belleza que estos cuentos atrapan. En más de uno, la protagonista es una mujer venida a menos. Si hombre, lector y despistado. Los personajes masculinos tienen un don que alguien llamó el ojo femenino para el detalle y una perversa tendencia a la fascinación engañosa (“Muñecas”). La complicidad entre crueldad y belleza siempre ha sido perversa.

Hay cuentos de familias empobrecidas en un gran país “bananero” (40); cuentos que contrastan la opulencia con la carencia en un cumpleaños de frívolos personajes (“Cumpleaños”); cuentos que reflejan la fragilidad de la clase media en un enigmático relato donde el automóvil tomado por los mendigos, detenido en el barrio marginal de la costurera de la protagonista, parece una variación de la casa tomada cortazariana (“El vestido de moaré”).

El ojo es el lente, pues, y la pérdida el móvil, pero la metáfora es el medio que privilegia la relaciones de oficio entre la costura bien medida y el oído y la paciencia: “Mi madre cosía y sostenía la tela bien tirante para que la costura no se frunciera y yo pasaba horas mirándola, oyendo la lluvia rebotar en los techos… Tardes de costura, de papel de molde, de hilachas; recortes de géneros diseminados por la galería donde se instalaba la Singer cuando hacía calor, tardes que estiraban el tiempo elástico que vertebraba los veranos de barrio” (“Cumpleaños”, 25-26). En “El piano alemán”, cuento que hace juego como un gemelo con otro cuento del libro (la casa libro de “Sicómoro”), la música baila al son de la costura, con esa “tendencia familiar al bordado y recamado de historias, atizada por el sonido que replica en el aire”, ese “tejido mítico bordado y recamado aleteó por años en los alborotados interiores de la casa” (130-131) y, justamente como una obra hecha de aplicaciones, inserta lo que podría ser el bosquejo de una novela histórica, ambientada en la ciudad embrionaria donde se asienta el piano, ciudad que pertenece a “un país con vientre de plumas que fue capaz de ahijar a miles de inmigrantes nostálgicos” (129).  El piano y la casa son estuches. La maestra de piano se llama Cora, como la enfermera del cuento de Cortázar. Ese piano, la casa de la infancia, la mesita de ruedas llena de frascos y algodones de la enfermera, son figuraciones de la memoria que, además, traen recuerdos de las manos que los fabricaron. El piano encierra una historia de ultramar, replica en la memoria de la niña, así como otras “imágenes seriadas sobre una luz opaca” (Cierto: es opaca la luz del recuerdo. Cierto: el instrumento supera la vida de sus fabricantes y de sus dueños).

Marta Ortiz es maestra de escritores en su taller rosarino. El cuento de taller convencional suele ser un cuento “bien hecho”, con mudas, cortes y cierres claros. Sin embargo, jamás en sus cuentos incursiona el lugar común de los cuentos vulgares, con sus cierres impostados. En “La puerta del paraíso” una anciana sospecha que han sido asesinadas unas amigas en un asilo e insiste en tocar los cadáveres y constatar la temperatura de los cuerpos, sospechando que un asesino anda suelto. Un sesgo hábil, un giro al final, reubica todas las piezas y se aleja de los caminos andados del thriller. En “Sector de abedules”, la ramificación de las relaciones familiares encuentra un centro de gravedad provisional y abierto en un lugar común dicho al vuelo, y que por su familiaridad en el habla de las pérdidas, colocado aquí exhibe toda su ironía.  En otros desenlaces la autora se atreve a quebrar las reglas ortopédicas y a construir lo que no necesita mucha más extensión para ser nouvelle (“Lunares de sol”, “Sicómoro”).

Un cuento espléndido con evocaciones de Aura (Fuentes), y por supuesto de Henry James y de Cortázar es “Sicómoro”. Cómo lo logra es la pregunta que se harán los lectores centrados en la factura, como si cada pasaje en cada estancia fuera el capítulo de una novela donde se sumerge la narradora desde el primer gesto que la lleva “a tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas profundas”. (44). La casa puede evocar la fantasmal de Aura, o el vestíbulo donde Alicia se enfrenta a las puertas de su destino, en todo caso la narradora cambia de identidades y roles y repasa su autobiografía en familia, centrándose en la anodina imagen paterna. Las cosas que se aman del padre superan a los odios que el viejo ha sembrado. Porque el padre es lector de diccionarios y en la entrada que corresponde a un árbol, el sicómoro, está su cifra: “Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos” (54).

La dictadura militar satura el clima ominoso de cuentos como “Zapatos de fiesta”, Cada palabra se construye como una sospecha, porque tras la euforia provocada por un partido de fútbol hay una “experiencia extraña, la tierra podría romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la tierra no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba túneles inconfesables” (“Zapatos de fiesta”, 61)

Ruina moral, ruina económica y el fetiche de los zapatos de fiesta y la ropa de modista. ¿Dónde, en esos paisajes aterradores, se recuperan los lugares del contacto, la pausa para el encuentro? Ya no se habita sin más en la ciudad en ruinas o capciosa, ciudad de memorias duras; se encuentra un foro más abierto en el espacio virtual. Habla el argentino que regresa de Europa y relata a un amigo la historia de Belinda Wong, una mujer indigente que ilustra acaso como paradigma, el arte máximo de estos relatos, convertir el horror en belleza: “Acondicionaba el espacio, buscaba rodearse de cierto confort, limpiaba los lunares blanquecinos de caca de paloma con pañuelitos de papel… Arrogancia. O sobre estima, o vaya uno a saber qué. Tuve la impresión de que la plaza arbolada era la sala de un trono; los árboles, cortinados de pana verde; yo, un bufón con gorro de cascabeles” (“Vigilia con estrellas”, 68). Así son también las mujeres violadas y cargadas de historias: “pero ni aun dispuesta al corajudo cruce del pasillo en la oscuridad, porque el óxido inutilizó el farol de la entrada, pierde esa pátina de princesa venida a menos esquivando macetas, algún triciclo destartalado, trastos en el pasillo” (“Lunares de sol”, 115).

El ojo de Magritte puede engendrar cuchillos (“Vigilia”, 69) o, de nuevo, cristales: “La esperanza es una pasión débil, pero a mí me da forma, forma díscola, pero forma, sentido, ¿viste por el ojo de un calidoscopio cómo se atraen y aglutinan los trocitos de vidrio?” (“Vigilia”, 79). Ese ojo quijotesco del lector que devora y deforma está presente en la sátira “Muñecas” como un valor añadido, un velo tendido entre la percepción y las cosas, veladura de alucinaciones hechas de literatura: “En cuestión de segundos, cuanto percibo se carga de la referencia libresca capaz de contenerlo” (“Muñecas”, 83). Y en “Quiet Zone”, el cuarto clausurado construye una metáfora extendida de la caja negra del libro y un homenaje al insomnio de Proust, que desmenuza un recorrido alucinante por los planos sobreimpuestos y sus complejas conexiones en misión ojiabierta: “cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento... (“Quiet Zone”, 113).

Esa mirada también puede ir a contrapelo del epígrafe de “Ejecución en la Piazza Navona”, una cita de Susan Sontag: “la horrible fabricación en serie de la muerte” (93). Un periódico abandonado por un turista reproduce la foto de dos hombres ante un pelotón de fusilamiento y el ojo recrea a partir de esa imagen el origen y los ancestros en el segundo culminante de un cuento que dice mucho en una extensión mínima: “El humo de la polvareda ha desaparecido y los olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a café y confituras…… recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca (“Ejecución”, 96-97).

En el cuerpo de la narradora se acumulan los excesos, los sobrantes, las violaciones que germinan. Así en “Lunares, de sol”, que rompe la fórmula, para añadir al cristal de la narración una extraña adherencia, el diario de la mujer que se identifica con las mujeres violadas, y que recibe la semilla: “Hay un cuerpo extraño dentro de mí, rebalso archivos chismosos, una huella que a pequeñas dosis escupe… De cuando en cuando gotea un grito, una convulsión, un nombre y apellido, ratas, arañas…. Humo blanco, un chorro de humo blanco. Alguien levantará la cabeza y leerá lo escrito. Primero creerá en un juego inocente, pero una segunda lectura develará el dibujo oculto” (“Lunares de sol”, 124-125).

Este cuento habla de traicionarse, de “sellar un pacto novelesco”. ¿Puede un cuento simular una novela? El cuento ya no tiene límites, se ha roto, se ha mezclado, ha sido traicionado por la apertura del ciberespacio, que de algún modo va armando tramas de solidaridad, derivadas de la comunicación misma. El enamorado de una china de novela de Marguerite Duras no la busca acudiendo a un andén o a un aeropuerto, sino pescando en las aguas de Google, con la esperanza de una repuesta. La red vuelve al auxilio de una niña maltratada en “El cofre verde”, una rescritura del “Vanya” de Chéjov.

Cada cuento tiene su coreografía, giros elegantes entre planos y tiempos. Alguna relación tiene esa coreografía con el ojo Magritte convertido en una cámara cinematográfica, la que en un párrafo gira por un asilo de ancianos y ata las rutinas enajenadas de los viejos a los lugares del encierro. Es el caso de “Sector de abedules”,  que de todos los caminos que marca, escoge el cierre más humilde y conmovedor. Esos cierres son una nueva visita al hábito, incluso al gesto humano de caminar o de cerrar una puerta, apenas un cambio, una brusquedad en el gesto, la recuperación del color en el fondo de la sombra. Incluso un desvío o una distracción, como en aquel cuento inolvidable de Carver, dedicado a Chéjov.  

Estos cuentos espesos, armados con planos en contrapunto (entre las huellas prehistóricas de las manos de un niño en una cueva de la Patagonia, el “Vanya” de Chéjov y la niña abusada que envía un mensaje por Google) con la polifonía propia de la novela, tienen la intensidad de un licor fuerte. No se dejan leer de prisa. Entre ellos hay contrapuntos, como si en efecto se dejaran entrelazar como capítulos. No solo el oficio de escribir y la pasión de leer y la resistencia a la pobreza de los personajes, sino un pueblo llamado Pergamino, que se repite, como los andenes, y el gesto del desborde, “encharcar el papel con palabras vivas y pastosas, modelar la imagen que peleas por abstraerse del caos de óxidos y texturas en mi depósito de sentido” (“El cofre verde”, 155).

En algún lugar se menciona el aleph borgiano, pero en Colección de arena no abundan las enumeraciones, sino los cristales diminutos que se aglutinan con otros, en un reloj que pauta la forma y detiene el tiempo y lo fija como el instante del fusilamiento que se rescata en la lectura de un periódico abandonado en una heladería de Piazza Navona. El cristal, la luz, el tacto, con sus asperezas hirientes. El que haya tenido que esperar este libro para publicarse, a causa del clima social que tan bien se reproduce en estos cuentos (las paradójicas penurias de un país rico) les dio el tiempo justo para alcanzar su punto de cocción.

Colección de arena reclama el derecho a la belleza; la extracción de la belleza de la piedra bruta de la mercancía. Sus piezas facetadas quedarán como un lujo en las casas modestas, con la materialidad del libro hermoso. Estos relatos de la experiencia sórdida transformada en solidaridad sin programas ni cuotas son lujos de la escritura.

Marta Aponte Alsina
Colección de arena, Rosario, Argentina, Editorial Fundación Ross, 2013.
 

 

 

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...