Colección de arena reúne los relatos que Marta Ortiz ha escrito después de El vuelo de la noche, un libro premiado por la Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000 y publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 2006.
¿Puede el cuento comunicar la densidad del mundo? El detalle
que da espesor y riqueza a la novela no ha tenido buena suerte en las poéticas
funcionalistas del cuento. No obstante, ese espesor es la respiración de los
cuentos de Marta Ortiz, poseídos por una rara calidad orgánica; dejan la
sensación no tanto de verosimilitud en las acciones como de encontrarnos, en
situaciones que no suelen ser extraordinarias, ante objetos palpables y
autónomos, quizás lo desconocido que se desprende de la cosa más pequeña
(Flaubert). Contrasta la transparencia quirúrgica del instrumento con la
complejidad del objeto, pues el ojo es el lente de estos relatos orgánicos como
las perlas de un collar que se disparan cuando la protagonista sufre una
violación que pudiera ser imaginaria, el efecto de su identificación con las
mujeres violadas (“Lunares de sol sobre el verde del césped en el parque”).
Colección de arena
festeja la densidad del lenguaje exuberante, incluso extravagante, como un lujo
verdadero, porque hay lujos verdaderos y la vida más ascética los tiene. El
dolor, al iluminarnos, bordea la belleza que estos cuentos atrapan. En más de
uno, la protagonista es una mujer venida a menos. Si hombre, lector y
despistado. Los personajes masculinos tienen un don que alguien llamó el ojo
femenino para el detalle y una perversa tendencia a la fascinación engañosa (“Muñecas”).
La complicidad entre crueldad y belleza siempre ha sido perversa.
Hay cuentos de familias empobrecidas en un gran país
“bananero” (40); cuentos que contrastan la opulencia con la carencia en un
cumpleaños de frívolos personajes (“Cumpleaños”); cuentos que reflejan la
fragilidad de la clase media en un enigmático relato donde el automóvil tomado
por los mendigos, detenido en el barrio marginal de la costurera de la
protagonista, parece una variación de la casa tomada cortazariana (“El vestido
de moaré”).
El ojo es el lente, pues, y la pérdida el móvil, pero la metáfora
es el medio que privilegia la relaciones de oficio entre la costura bien medida
y el oído y la paciencia: “Mi madre cosía y sostenía la tela bien tirante para
que la costura no se frunciera y yo pasaba horas mirándola, oyendo la lluvia
rebotar en los techos… Tardes de costura, de papel de molde, de hilachas;
recortes de géneros diseminados por la galería donde se instalaba la Singer
cuando hacía calor, tardes que estiraban el tiempo elástico que vertebraba los
veranos de barrio” (“Cumpleaños”, 25-26). En “El piano alemán”, cuento que
hace juego como un gemelo con otro cuento del libro (la casa libro de “Sicómoro”), la música
baila al son de la costura, con esa “tendencia familiar al bordado y recamado
de historias, atizada por el sonido que replica en el aire”, ese “tejido mítico
bordado y recamado aleteó por años en los alborotados interiores de la casa” (130-131)
y, justamente como una obra hecha de aplicaciones, inserta lo que podría ser el
bosquejo de una novela histórica, ambientada en la ciudad embrionaria donde se asienta el
piano, ciudad que pertenece a “un país con vientre de plumas que fue capaz de
ahijar a miles de inmigrantes nostálgicos” (129). El piano y la casa son estuches. La maestra de
piano se llama Cora, como la enfermera del cuento de Cortázar. Ese piano, la
casa de la infancia, la mesita de ruedas llena de frascos y algodones de la
enfermera, son figuraciones de la memoria que, además, traen recuerdos de las
manos que los fabricaron. El piano encierra una historia de ultramar, replica
en la memoria de la niña, así como otras “imágenes seriadas sobre una luz
opaca” (Cierto: es opaca la luz del recuerdo. Cierto: el instrumento supera la
vida de sus fabricantes y de sus dueños).
Marta Ortiz es maestra de escritores en su taller rosarino. El
cuento de taller convencional suele ser un cuento “bien hecho”, con mudas,
cortes y cierres claros. Sin embargo, jamás en sus cuentos incursiona el lugar
común de los cuentos vulgares, con sus cierres impostados. En “La puerta del
paraíso” una anciana sospecha que han sido asesinadas unas amigas en un asilo e
insiste en tocar los cadáveres y constatar la temperatura de los cuerpos,
sospechando que un asesino anda suelto. Un sesgo hábil, un giro al final,
reubica todas las piezas y se aleja de los caminos andados del thriller. En “Sector
de abedules”, la ramificación de las relaciones familiares encuentra un centro
de gravedad provisional y abierto en un lugar común dicho al vuelo, y que por
su familiaridad en el habla de las pérdidas, colocado aquí exhibe toda su
ironía. En otros desenlaces la autora se
atreve a quebrar las reglas ortopédicas y a construir lo que no necesita mucha
más extensión para ser nouvelle (“Lunares de sol”, “Sicómoro”).
Un cuento espléndido con evocaciones de Aura (Fuentes), y por supuesto de Henry James y de Cortázar es
“Sicómoro”. Cómo lo logra es la pregunta que se harán los lectores centrados en
la factura, como si cada pasaje en cada estancia fuera el capítulo de una
novela donde se sumerge la narradora desde el primer gesto que la lleva “a
tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas
profundas”. (44). La casa puede evocar la fantasmal de Aura, o el vestíbulo donde Alicia se enfrenta a las puertas de su
destino, en todo caso la narradora cambia de identidades y roles y repasa su
autobiografía en familia, centrándose en la anodina imagen paterna. Las cosas
que se aman del padre superan a los odios que el viejo ha sembrado. Porque el
padre es lector de diccionarios y en la entrada que corresponde a un árbol, el
sicómoro, está su cifra: “Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de
allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos” (54).
La dictadura militar satura el clima ominoso de cuentos como
“Zapatos de fiesta”, Cada palabra se construye como una sospecha, porque tras la
euforia provocada por un partido de fútbol hay una “experiencia extraña, la
tierra podría romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la
tierra no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba
túneles inconfesables” (“Zapatos de fiesta”, 61)
Ruina moral, ruina económica y el fetiche de los zapatos de
fiesta y la ropa de modista. ¿Dónde, en esos paisajes aterradores, se recuperan
los lugares del contacto, la pausa para el encuentro? Ya no se habita sin más en
la ciudad en ruinas o capciosa, ciudad de memorias duras; se encuentra un foro más
abierto en el espacio virtual. Habla el argentino que regresa de Europa y
relata a un amigo la historia de Belinda Wong, una mujer indigente que ilustra
acaso como paradigma, el arte máximo de estos relatos, convertir el horror en
belleza: “Acondicionaba el espacio, buscaba rodearse de cierto confort,
limpiaba los lunares blanquecinos de caca de paloma con pañuelitos de papel…
Arrogancia. O sobre estima, o vaya uno a saber qué. Tuve la impresión de que la
plaza arbolada era la sala de un trono; los árboles, cortinados de pana verde;
yo, un bufón con gorro de cascabeles” (“Vigilia con estrellas”, 68). Así son
también las mujeres violadas y cargadas de historias: “pero ni aun dispuesta al
corajudo cruce del pasillo en la oscuridad, porque el óxido inutilizó el farol
de la entrada, pierde esa pátina de princesa venida a menos esquivando macetas,
algún triciclo destartalado, trastos en el pasillo” (“Lunares de sol”, 115).
El ojo de Magritte puede engendrar cuchillos (“Vigilia”, 69)
o, de nuevo, cristales: “La esperanza es una pasión débil, pero a mí me da
forma, forma díscola, pero forma, sentido, ¿viste por el ojo de un calidoscopio
cómo se atraen y aglutinan los trocitos de vidrio?” (“Vigilia”, 79). Ese ojo
quijotesco del lector que devora y deforma está presente en la sátira “Muñecas”
como un valor añadido, un velo tendido entre la percepción y las cosas, veladura
de alucinaciones hechas de literatura: “En cuestión de segundos, cuanto percibo
se carga de la referencia libresca capaz de contenerlo” (“Muñecas”, 83). Y en “Quiet
Zone”, el cuarto clausurado construye una metáfora extendida de la caja negra
del libro y un homenaje al insomnio de Proust, que desmenuza un recorrido
alucinante por los planos sobreimpuestos y sus complejas conexiones en misión
ojiabierta: “cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece
porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer
atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este
pensamiento... (“Quiet Zone”, 113).
Esa mirada también puede ir a contrapelo del epígrafe de “Ejecución
en la Piazza Navona”, una cita de Susan Sontag: “la horrible fabricación en serie
de la muerte” (93). Un periódico abandonado por un turista reproduce la foto de
dos hombres ante un pelotón de fusilamiento y el ojo recrea a partir de esa
imagen el origen y los ancestros en el segundo culminante de un cuento que dice
mucho en una extensión mínima: “El humo de la polvareda ha desaparecido y los
olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a
café y confituras…… recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de
hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero
olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria
se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza
asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca (“Ejecución”,
96-97).
En el cuerpo de la narradora se acumulan los excesos, los
sobrantes, las violaciones que germinan. Así en “Lunares, de sol”, que rompe la
fórmula, para añadir al cristal de la narración una extraña adherencia, el
diario de la mujer que se identifica con las mujeres violadas, y que recibe la
semilla: “Hay un cuerpo extraño dentro de mí, rebalso archivos chismosos, una
huella que a pequeñas dosis escupe… De cuando en cuando gotea un grito, una
convulsión, un nombre y apellido, ratas, arañas…. Humo blanco, un chorro de
humo blanco. Alguien levantará la cabeza y leerá lo escrito. Primero creerá en
un juego inocente, pero una segunda lectura develará el dibujo oculto” (“Lunares
de sol”, 124-125).
Este cuento habla de traicionarse, de “sellar un pacto
novelesco”. ¿Puede un cuento simular una novela? El cuento ya no tiene límites,
se ha roto, se ha mezclado, ha sido traicionado por la apertura del
ciberespacio, que de algún modo va armando tramas de solidaridad, derivadas de
la comunicación misma. El enamorado de una china de novela de Marguerite Duras
no la busca acudiendo a un andén o a un aeropuerto, sino pescando en las aguas
de Google, con la esperanza de una repuesta. La red vuelve al auxilio de una
niña maltratada en “El cofre verde”, una rescritura del “Vanya” de Chéjov.
Cada cuento tiene su coreografía, giros elegantes entre
planos y tiempos. Alguna relación tiene esa coreografía con el ojo Magritte
convertido en una cámara cinematográfica, la que en un párrafo gira por un
asilo de ancianos y ata las rutinas enajenadas de los viejos a los lugares del
encierro. Es el caso de “Sector de abedules”, que de todos los caminos que marca, escoge el cierre
más humilde y conmovedor. Esos cierres son una nueva visita al hábito, incluso
al gesto humano de caminar o de cerrar una puerta, apenas un cambio, una
brusquedad en el gesto, la recuperación del color en el fondo de la sombra.
Incluso un desvío o una distracción, como en aquel cuento inolvidable de
Carver, dedicado a Chéjov.
Estos cuentos espesos, armados con planos en contrapunto (entre
las huellas prehistóricas de las manos de un niño en una cueva de la Patagonia,
el “Vanya” de Chéjov y la niña abusada que envía un mensaje por Google) con la
polifonía propia de la novela, tienen la intensidad de un licor fuerte. No se
dejan leer de prisa. Entre ellos hay contrapuntos, como si en efecto se dejaran
entrelazar como capítulos. No solo el oficio de escribir y la pasión de leer y
la resistencia a la pobreza de los personajes, sino un pueblo llamado
Pergamino, que se repite, como los andenes, y el gesto del desborde, “encharcar
el papel con palabras vivas y pastosas, modelar la imagen que peleas por
abstraerse del caos de óxidos y texturas en mi depósito de sentido” (“El cofre
verde”, 155).
En algún lugar se menciona el aleph borgiano, pero en Colección de arena no abundan las enumeraciones,
sino los cristales diminutos que se aglutinan con otros, en un reloj que pauta
la forma y detiene el tiempo y lo fija como el instante del fusilamiento que se
rescata en la lectura de un periódico abandonado en una heladería de Piazza
Navona. El cristal, la luz, el tacto, con sus asperezas hirientes. El que haya
tenido que esperar este libro para publicarse, a causa del clima social que tan
bien se reproduce en estos cuentos (las paradójicas penurias de un país rico) les
dio el tiempo justo para alcanzar su punto de cocción.
Colección de arena
reclama el derecho a la belleza; la extracción de la belleza de la piedra
bruta de la mercancía. Sus piezas facetadas quedarán como un lujo en las casas
modestas, con la materialidad del libro hermoso. Estos relatos de la experiencia
sórdida transformada en solidaridad sin programas ni cuotas son lujos de la
escritura.
Marta Aponte Alsina
Colección de arena, Rosario, Argentina, Editorial Fundación Ross, 2013.
1 comentario:
El intenso viaje -que elige internarse en las profundidades de esta colección de cuentos como arenas movedizas rescatadas del olvido-, de una lectora de "lujo". Gracias querida Marta Aponte Alsina, tu trabajo de artesana refleja la percepción de una mirada lúcida, profesional, minuciosa. Abrazos enormes desde mi Rosario, al sur del planeta. Marta Ortiz
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