(Pasaje del segundo borrador de Raquel en Rutherford, la novela que estoy escribiendo.)
En el baúl de Emily Wellcome hay tanta validez y gallardía
como en un museo de bellas artes. Cuanto puede cargarse de los restos del fotógrafo
Wellcome en una caja sin adornos, todo menos sus cámaras, trípodes y placas vendidas
cuando la viuda tuvo que abandonar St. Thomas y establecerse en Puerto Rico. Además
de las blusas y las pantaletas amarillentas de la mujer, daguerrotipos de familiares
y el diario de apuntes donde el marido consignaba sus itinerarios y alguna
palabra suelta en forma de mariposa, cuyos pliegues sugerían lo escuchado en aldeas
de costa y barranco sobre las plantas curativas de las Antillas. Sus dos hijos –Irving, que es vanidoso y Godwin, que está
loco– comparten otro baúl.
Y el baúl de Raquel, con sus pinturas, diplomas, medallas, el
segundo par de botitas primorosas, el camisón que le compró a un comerciante
que había sido suplidor de su madre, un tendero de Saint Thomas de paso por
Puerto Plata, pensando en la noche de bodas, dobleces alterados quién sabe en
qué formas grotescas, por los tumbos del oleaje en altamar. Iremos a Brooklyn en
ferry, dice George, si hubieran tardado unas semanas más estrenarían una de las
maravillas del mundo, pero por ahora no hay otra forma, entiéndelo, madre, sé
que estás harta de viajar sobre aguas. El coche se acerca a los muelles y al
fondo aparece una monstruosidad que Raquel asimila mejor que los demás, gracias
a su familiaridad con los espacios brutales del París republicano.
Es el puente de Brooklyn, que exhibe sus labores como una
boca medio intervenida por el dentista. Hombres colgados de cables, pero
parecen arañas, dice Raquel, con sensación de vértigo, mirándose las botitas,
evitando mirar las botas de leñador de George, inmenso como las estampas de
John Bunyan. Raquel no deja que la penetre la cháchara de George, que habla
como si estuviera borracho, sobre el prodigio de ingeniería, alternando con
expresiones de entusiasmo por su nuevo trabajo, la fuente de riquezas que dará
para que prosperen en América, esta vez sí, los Wellcome y los Williams. Ni que
desgrane cuentas de cuándo podrán mudarse de esta ciudad a un sitio más
parecido a casa, con espacio para criar diez niños. Y cómo podrían tener de
inmediato al primero, no conviene esperar, no nos estamos poniendo jóvenes. Y
todo sin mirar a la madre y a los hermanos, hasta que la mirada de la madre le
quema la nuca, y George les guiña un ojo y dice y cuartos de sobra para mamá,
Irving y Godwin. Y para todos los visitantes del mundo, para tu familia,
Raquel, para todos los Hoheb, los Hurrard, los Enríquez y los Monsanto de la
tierra.
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