A primera vista el concepto de justicia parece no compaginar con el mundo de la gran gestión editorial. Los escritores “globales”, los más reconocidos, los aspirantes al Nobel, al Goncourt, al Cervantes, son minoría de minorías; sus voces y figuras se amplían en representación de regiones y continentes que, al reducirse a las visiones de figuras estelares, pierden riqueza tonal y complejidad. Hay, pues, zonas
y culturas excluidas del lente de las industrias culturales globales, de los países
donde se acumula el capital cultural.
Hay, por otra parte, al menos un país en el mundo donde algunos estudiosos, afectados por las mezquindades del país pequeño, juegan a borrar del mapa nacional todo lo que huela a archivo, a cuerpo de letras, a rastro.
Sin embargo, un país pequeño no tiene que tener una literatura menor, insustancial, fofa o débil. Podría escribirse todo un libro sobre literaturas de países pequeños, y de ese modo invitar a una inversión de los modos de lectura, a un desplazamiento de la mirada lectora más allá de los centros. Podría hacerse el mapa del mundo al revés, la versión austral del planeta, que tuviera en el centro la isla continente, al Sudán en el lugar donde acostumbramos ver París y a Tierra del Fuego hacia el norte, como el pico de un ave voladora que apresara en sus garras a Alaska.La última antología general del cuento puertorriqueño anterior a esta (Antología general del cuento puertorriqueño, de Félix Franco Oppenheimer y Cesáreo Rosa Nieves,) se publicó hace más de medio siglo, en 1959. Todavía no se había establecido la Biblioteca Ayacucho, con su misión perseverante de difundir el patrimonio cultural de América Latina.
Hay, por otra parte, al menos un país en el mundo donde algunos estudiosos, afectados por las mezquindades del país pequeño, juegan a borrar del mapa nacional todo lo que huela a archivo, a cuerpo de letras, a rastro.
Sin embargo, un país pequeño no tiene que tener una literatura menor, insustancial, fofa o débil. Podría escribirse todo un libro sobre literaturas de países pequeños, y de ese modo invitar a una inversión de los modos de lectura, a un desplazamiento de la mirada lectora más allá de los centros. Podría hacerse el mapa del mundo al revés, la versión austral del planeta, que tuviera en el centro la isla continente, al Sudán en el lugar donde acostumbramos ver París y a Tierra del Fuego hacia el norte, como el pico de un ave voladora que apresara en sus garras a Alaska.La última antología general del cuento puertorriqueño anterior a esta (Antología general del cuento puertorriqueño, de Félix Franco Oppenheimer y Cesáreo Rosa Nieves,) se publicó hace más de medio siglo, en 1959. Todavía no se había establecido la Biblioteca Ayacucho, con su misión perseverante de difundir el patrimonio cultural de América Latina.
Este volumen, Narraciones puertorriqueñas, es el sexto
de los que Ayacucho ha dedicado a Puerto Rico. La selección abarca más de un siglo, y
comprende textos de 47 autores que publicaron un primer libro entre 1849 y 1975.
La delimitación del periodo responde, sobre todo, a una determinación de
orden práctico y a un criterio sí, de justicia, relacionado con la escasa
disponibilidad de textos puertorriqueños del siglo XIX y primeras décadas del XX.
Hace años que no se reeditan autores dignos de una mirada desde el presente y
el potencial futuro. Ampliar el campo para incluirlos ha requerido limitar el
espacio de los contemporáneos más
recientes, que han sido ampliamente representados en antologías generacionales.
Por otra parte, el año de corte es casi un parte aguas, pues de 1976 en
adelante se produjeron transformaciones profundas en el campo literario que nos
sitúan de lleno en el quehacer de narradores reconocidos y activos en el
oficio.
A partir de Cuentos
puertorriqueños de hoy, antología editada por René Marqués, han sido varias
las compilaciones generacionales, de promociones o grupos afines a una
propuesta colectiva, pero no se ha vuelto a concebir una antología general que
abarcara desde los inicios hasta el momento actual. Para repetir tal
hazaña habría que añadir un tercer tomo al presente libro que incluyera
cuentistas publicados a partir de 1975, y que, por el redoblado cultivo y
prestigio del cuento en décadas recientes, contendría casi tantos nombres y
textos como los aquí incluidos.
Entre los móviles que impulsaron la presente selección
figuró la curiosidad de una autora por conversar con los fantasmas de la
tradición literaria del país propio, unida al sentido urgente de dejar
constancia de figuras y obras desconocidas para la generación actual de
lectores. Una intención que no aspiro a ocultar fue la urgencia de “exhumar”
ciertos textos casi olvidados mediante una convocatoria interrogante que los “liberase”
de su reclusión.
Quizás esa negociación con los muertos, como llamó
Margaret Atwood al diálogo entre una autora, la muerte y la tradición, sigue
teniendo sentido en un presente que muestra cierta vocación anti histórica, agresivamente
desmemoriada o crítica de las visiones providencialistas del devenir histórico.
Quizás no está de más, incluso, la
ingenuidad de dejar constancia, otra vez, de la escritura de ficciones en
Puerto Rico para la misma época en que se construían las literaturas nacionales
en América del Norte y América del Sur. Un país pequeño no tiene por qué tener una literatura
insignificante. La literatura de un país colonizado tampoco debe condenarse a
la exclusión, con lo que ello implica de empobrecimiento para dicho país y para
los lectores del mundo, porque esa práctica de la exclusión, a semejanza de la extinción de especies biológicas, empobrece
a todos los países. No es casual que uno de los temas principales de esta feria
haya sido la bibliodiversidad, definida como “la diversidad cultural aplicada
al mundo del libro”.
De modo que
hay que agradecerle a Biblioteca Ayacucho el deseo de “hacerle justicia a
Puerto Rico” con este volumen y otros en preparación, a cargo de los estudiosos
Áurea María Sotomayor, Malena Rodríguez Castro y Rafael Bernabe. Visto el
proyecto en toda su amplitud hay que agradecer en particular la generosidad de Julio
Ramos, que medió entre las partes para que saliera adelante este volumen y se
concibieran los otros mencionados. En el caso de Narraciones puertorriqueñas, además, al colaborador Armindo Núñez
Miranda y a los editores Moisés Seijas, Shirley Fernández, Elizabeth Coronado,
Gladys García Riera y Livia Vargas.
Durante mucho
tiempo circuló el lugar común de que Puerto Rico es un pueblo de poetas y, en
segunda instancia, de cuentistas. Como en todos los lugares comunes hay más
pereza transaccional que realidad en este. Por algún motivo que tal vez se
relacione con el fin de compilar antologías para suplementar currículos
escolares, prevaleció la brevedad en las selecciones y se olvidaron las novelas
que, sin embargo, se publicaron a lo largo del siglo XX, a veces, al modo del
folletín, en periódicos y revistas. ¿Será la nuestra una literatura de
novelas perdidas? En un país como el nuestro, construido sobre arena movediza,
cada generación parece condenada a recuperar los restos de un naufragio.
Esta antología
de narraciones puertorriqueñas incluye textos que en al menos un caso se acercan
a la novela corta, como el relato Sebastian Guenard, de J.I. De diego Padró; alguna
estampa costumbrista, memorias, crónicas, fábulas, narraciones esperpénticas y fantásticas,
alegorías apegadas a los cuentos morales del siglo XVIII, leyendas y cuentos de
factura moderna. No hay por qué suponer que esa diversidad de formas narrativas
se aleja mucho del perfil de otras literaturas americanas, ya que, a pesar del absolutismo
y la censura del régimen colonial español afirmaba Alejandro Tapia y Rivera, que en 1840:
… la elegancia en la forma, así como el sentimiento y la fantasía
poética, no eran plantas exóticas en el país;… los buenos modelos comenzaban a
conocerse y a estimarse… Desde esa época data la literatura aunque asaz
desmedrada, en Puerto Rico; comenzó como debía, por la canción y el romance; en
una palabra: por las composiciones furtivas y ligeras… Por lo que atañe al
humilde autor de estos apuntes, hijo también del noble ejemplo que hubieron de
darle las nacientes letras en el período a que antes se había referido, se
juzga deudor a aquella época de su persistencia en un campo abandonado por casi
todos y a que (acaso por su desgracia) le llevó a una vocación incorregible. (Prólogo a El bardo de Guamaní, 1862).
Tampoco hay que olvidar la existencia de
revistas importantes, con vínculos
internacionales, desde el último tercio del siglo XIX, y el hecho de que, en un
país sin universidad ni bibliotecas públicas, se gestara esa esfera tan nuestra
de la contra institucionalidad: bibliotecas privadas, sociedades secretas,
gabinetes de lectura y publicaciones como la Revista Puertorriqueña, fundada por Manuel Fernández Juncos, que
contó con colaboradores españoles y latinoamericanos tan relevantes como Rubén
Darío, Emilia Pardo Bazán, Clarín, Galdós, Julián del Casal y José Martí.
Si hubo una
especie de culto a la poesía y al cuento, quizás algo le debe el aprecio de dichos
géneros a la calidad de los poetas y narradores del medio siglo, como el recién
fallecido Emilio Díaz Valcárcel, y a la pujanza, en medio de la instauración del
Estado Libre Asociado, de una crítica contestataria desde la literatura.
La narración
breve, pues, da cuenta y cuenta la trayectoria de un país no tanto invisible como
inexistente, por no haber prosperado en él un proyecto liberador colectivo; de
un proceso de rupturas radicales y violentas. Estas Narraciones puertorriqueñas que publica Ayacucho representan el
intento, no ya de canonizar o alterar un canon que no muchos suscriben, o leen,
y que algunos "nativos" desprecian, sino de presentar, como si nacieran hoy, textos escritos por autores prácticamente
desconocidos. La alucinante sensación de que siempre está todo por hacer es
falsa, desde luego, porque no le hace justicia al trabajo de archivo que desde
el siglo XIX hiciera aquella sociedad recolectora de documentos históricos y
que se consolida, a partir de la fundación de la UPR y, en particular del
Departamento de Estudios Hispánicos.
No obstante, en
otro sentido, está todo por hacer. Como escribió Barthes, de vez en cuando conviene
volver a leer los textos clásicos para ver qué podemos hacer con ellos. Esta selección
no pretende más. Con eso, con avivar la chispa, con mantener los rastros de un
cuerpo, con destacar los rasgos dispares y diversos de un proceso complejo, que
no guarda proporción con la complejidad del país, pero que sí da cuenta de lo
que significa escribir sin medios, sin libertades políticas, sin alicientes,
con suma fragilidad, en irradiación diaspórica, sin preguntarse a veces para
que se escribe y para quién, pero con obstinación de animal herido que lucha
por sobrevivir; si de algún modo estos móviles invitan a la lectura, no se perderá
el esfuerzo.
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