El de 2015 fue, en
el norte, un otoño con temperaturas casi tropicales. Caminé por la ciudad
desconocida sin sentido de las distancias. Al dibujar sobre un mapa la ruta de
mis pasos vi unas formas parecidas a dos constelaciones, la Osa
Mayor y la Osa Menor. Supongo que esos patrones son engañosos; de algún truco
hay que servirse para poder contar la historia que se desea cuando el rastro mismo de la pesquisa es lo que va dibujando su figura.
Entrar en la
historia del Boston de los “merchant princes” es casi adivinar la combinación
de una vieja caja fuerte. Los nombres que llevaba conmigo desde Puerto Rico no
les dicen gran cosa a quienes se interesan en la historia de la
isla, las tramas del ejército invasor y sus agentes empresariales: William
Sturgis Hooper Lothrop, Francis Dumaresq, John Dandridge Henley Luce, Henry de
Ford. Nombres que son solo sonidos fuera del espacio bostoniano, estrecho, aunque cruzado con más conexiones remotas que un tejido
nervioso.
Alice Bacon Lothrop
era la esposa de Sturgis Lothrop, uno de los agentes bostonianos que llegaron con
las fuerzas invasoras en 1898. Sturgis viajó como miembro de la llamada
Comisión de Paz, en un barco del ejército de Estados Unidos, y fue uno de los
primeros civiles que pisaron el territorio. Compartió el transporte, según el
testimonio de una parienta, con los funcionarios del US Post Office que
sustituyeron las estampillas españolas por estampillas de Estados Unidos.
Di con un retrato
de Alice pintado por Frank Weston en 1891, un año antes del matrimonio de la
muchacha. Sutil retratista de mujeres, Weston pintó varias veces a sus
propias hijas, vestidas con trajes desbordantes de encajes, portadoras
de parasoles translúcidos, tan hambrientos de sol que en uno de ellos, La lectora,
las páginas del libro están en blanco, la tinta devorada por la luz.
El retrato de Alice
es de escaparate, pero no hubiera podido enfrentarme al misterio de la joven
casadera sin la extraña fortuna de encontrar en la red un libro: la edición, limitada en sus orígenes y ahora universal, de las memorias de la madre de Alice. Con sus ojos color caramelo, Alice dejó algunas
miradas en el litoral de la carretera 3, como las que de niña dedicaba, entre
edredones, a un remedio que le salvó la vida para que años después pudiera ver
el mar.
El mundo de los niños quedaba entonces más cerca de las tribulaciones de los viejos. El mundo de los niños ricos tenía un poco más de aire que el de los niños de las obreras y de las prostitutas, pero seguía siendo escaso el aire. La niña era una mujer en miniatura, sometida a obligaciones dolorosas. Cuando alguien se enfermaba en una casa de burgueses, las paredes se saturaban con los vapores de las medicinas malolientes. Una casa era la gruta del bienestar en las cenas familiares, olorosas a panes y budines de ciruela encendidos en ron. Pero antes de las fiestas se torturaba a los niños rizándoles el pelo con papelillos, según cuenta en su libro la madre de Alice. Aunque ella no lo escribe, más poderosos serían otros ambientes: los remedios caseros, las habitaciones frías, los partos de la madre, el nacimiento de los hermanitos en aguas sangrientas, las paredes ahumadas, las velas que irradiaban luz rodeada de tinieblas.
El mundo de los niños quedaba entonces más cerca de las tribulaciones de los viejos. El mundo de los niños ricos tenía un poco más de aire que el de los niños de las obreras y de las prostitutas, pero seguía siendo escaso el aire. La niña era una mujer en miniatura, sometida a obligaciones dolorosas. Cuando alguien se enfermaba en una casa de burgueses, las paredes se saturaban con los vapores de las medicinas malolientes. Una casa era la gruta del bienestar en las cenas familiares, olorosas a panes y budines de ciruela encendidos en ron. Pero antes de las fiestas se torturaba a los niños rizándoles el pelo con papelillos, según cuenta en su libro la madre de Alice. Aunque ella no lo escribe, más poderosos serían otros ambientes: los remedios caseros, las habitaciones frías, los partos de la madre, el nacimiento de los hermanitos en aguas sangrientas, las paredes ahumadas, las velas que irradiaban luz rodeada de tinieblas.
Los niños
enfermaban de tuberculosis, ardían de fiebre escarlatina o tifoidea. La vida no les alcanzaba para buscar el sol
del Caribe y morir en Cuba, en Santo Domingo, en Santa Cruz o en Puerto Rico,
al igual que tantos bostonianos jóvenes.
Alice fue una de
dos hijas de un matrimonio que, a juzgar por el silencio de la señora sobre su
marido, el banquero Francis Bacon, se pautó y vivió sin entusiasmo. Al
finalizar la Guerra Civil, los Bacon vivían en una casa flanqueada por dos
caserones más grandes, de cuyos tejados altos y empinados bajaban corrientes de
humo que se colaban por las chimeneas de la casa de los Bacon y les viciaban el
aire. La niña Alice, que a los cinco
años era más inquieta que la mayoría de los infantes tísicos de las primeras
familias, resbaló en la superficie de una charca congelada que se había formado
en un solar vacante. Un aparente resfrío le provocó fiebres. El médico de la
familia le diagnosticó una enfermedad más abundante que la luz: fiebre
reumática. Cuenta la madre de Alice que la medicaron con un milagroso remedio
“recién descubierto”: ácido salícico.
Aspirina.
Miss Bacon fue una
de las primeras enfermas a quienes se administró la droga experimental. La
historia de su caso y de la milagrosa aspirina se publicó en una revista
científica, lo que brindó a la niña, continúa la madre, “mucho
placer y deleite”. Pronto se recuperó y pasaba los días en el cuarto de los
niños que se hacían jóvenes en torno a un Steinway vertical. Alice tocaba el
violín y acompañaba a su hermano, cuando no practicaba, continúa la madre, su
afición al baile.
El domingo de mi
viaje a Boston, me detuve unos minutos frente a su última casa, la que compró cuando
se casó su hijo menor. Yo había pasado dos veces frente a esa casa, que
constaba en mis apuntes como uno de los destinos del viaje. La primera vez, el
primer día, mi primera tarde en la ciudad, me urgía llegar al archivo del
Ateneo, que se encuentra en lo más alto de la larga y escarpada calle Beacon. El
tiempo fragmentado por las tareas calendarizadas. La visión de túnel de una
caminante cansada, que lleva en la cabeza el enjambre de sus ideas solitarias.
Que tiene dos horas para revisar unos documentos solicitados meses antes. Ese día
anduve frente a la casa sin saberlo. Hoy, cuando escribo la primera versión de
este pasaje, recupero una casa animada que me vio pasar con alguno de sus ocho
ojos abiertos. Mi presencia pudo ser la gota de agua capaz de colmar un vaso, o
una gota más en un mar: insignificante. Una mañana de domingo, con apenas una
hora antes de un encuentro con amigos, salí a buscar la casa.
(Párrafos del libro que estoy escribiendo, sobre la Carretera 3).
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