para Ivonne Acosta Lespier
Sobrevivo a mi
hermana, la pequeñita solitaria y dura. Escribo este libro sin la ayuda de su
portentosa memoria. Su Puerto Rico fue el de nuestra infancia, la
isla escaparate que recorríamos de punta a punta con nuestros padres y abuelos
paternos. De los pasajeros quedo yo. Este libro parte de aquel recorrido en un
automóvil donde nos acomodábamos dos niñas con la madre, la abuela, el padre y
el abuelo.
Aquellos
paseos, lo apretados que viajábamos, como nos acomodábamos, las niñas hacia
adelante, los mayores con las espaldas recostadas, como nos peleábamos el
asiento del frente junto al padre o al abuelo, cómo luchábamos por las
ventanas. Abuelo, no sé si por acuerdo
de autoridad, era el conductor en nuestras excursiones a los pueblos cercanos.
A Salinas en busca de mangós llamados cubanos; al pueblito del Carmen, en la
carretera 15, en busca de mangós sin gentilicio. En una ocasión visitamos el sector de Las
Mareas, en Salinas, uno de los barrios comunicados por la PR 3. En Las Mareas había colonias azucareras que suplían al
coloso de la central. Algunos habitantes buscaban sustento en el mar, en las
faenas de la pesca, durante el invernazo.
En la región
se dice invernazo por decir tiempo muerto, los seis meses sin trabajo para los
picadores que seguían a la zafra. La hermosa palabra, que combina la noción
extraña de un invierno tropical con el aumentativo doblado en dos vocales
fuertes que la zeta reduce lijándoles las asperezas, es, parece, un
puertorriqueñismo o dominicanismo. En los seis meses del invernazo la central
no pagaba ni para el café que enardecía músculos en la siembra, el abono y la
tala de caña, pero no se habían olvidado las destrezas de algunos abuelos que
se hacían a la mar, en el tiempo muerto, ni el deseo de saber lo que la mar
traía. Y por ahí llegaban los peces de nombres creados por algún poeta:
colirrubias, pargos, jareas. También llegaban las historias de terror de los
naufragios, los cuentos de la gente que como todos los ancestros, llegaron de
otros países. En esa costa nadie era, desde el principio, de aquí. Esa costa es
la más joven del mundo.
No sé cuándo
mis abuelos y mis padres adquirieron el apetito de comer langostas. En casa se comían bacalao seco, arroz con
calamares de lata, las tripitas pequeñas fritas llamadas cuchifritos, patas de
cerdo. Eso en los días mejores, cuando no nos salvaba el arroz blanco con las
sardinas en salsa de las mesas de las mujeres cuyos hombres estaban en Corea,
cuyos hermanos y primos emigraban del campo a los arrabales o a las
urbanizaciones o a Chicago y de allá mandaban algunos pesos. O las “raciones” que le sobraban a papi de
los ejercicios o maniobras militares. Mantequilla decente y jalea en latas del
color verde olivo que coincidía con el de los uniformes de camuflaje.
Las langostas
de la isla no son como las de Maine. Son, quizás, langostinos gigantes. El caso
es que mi abuelo las compraba a buen precio. Las echaban en un saco de estopa,
y luego pasaban a la olla en el monstruoso acto que implica ejecutar una
langosta. David Foster Wallace escribió sobre la crueldad de ese acto. La
última vez que lo hice me curé de ese acto de violencia injustificable. Pero entonces a mi hermana y a mí las
langostas nos fascinaban, con sus carapachos espinosos, que cuando se
desprendían de la carne eran el doble invertido de la forma exterior, una
superficie blanca, porosa, que tenía la cualidad gestora de los moldes, los
mismos moldes que nos habían regalado en alguna navidad para que hiciéramos
figuritas de yeso. Sus antenas de cucaracha eran menos atractivas. Nunca
cuestionamos los asesinatos, la crueldad de las ollas. Éramos ya un poco más
que sobrevivientes. Comíamos langostas, y algún juey con corales, es decir con
descendencia; nos comíamos a los hijos del cangrejo.
Los banquetes
nada refinados son la zapata de la memoria. Cuando regresé a la carretera
después de una estación fuera de la isla, volví a sentir el asombro del
paisaje. Me acercaba al sol con la mirada exterior de haber pasado inviernos
crudos, teñida de tópicos icónicos y literarios. La franja de carretera y los
campos a lado y lado eran sabanas
africanas; cabras realengas y algún negro imponente sentado frente a un
ventorrillo, inmóvil. Las lecturas descubren paisajes nuevos en los sitios
vistos, sin que por ello desaparezca alguna huella del pasado. Las cabras, el
hombre y, por supuesto, la palabra ventorrillo. Un paisaje menos patético que
el de los jíbaros anémicos de Palés y Julia, un paisaje polvoriento de nobleza
desleída en el tiempo. Y sé, ahora, que el regreso constante a Guayama y a esa
carretera, es algo tan entrañable, tan profundo, tan metido en la memoria
celular, como aquellas comidas viscerales. Por eso Palés es puro olor. Por eso
la memoria primitiva, atávica, es sabor a asaduras, olor a marisma. A sangre. Las cabras son animales hieráticos,
es decir, sagrados. Leche, excreta, sangre, olores de parto.
En otro tiempo
la carretera se me planteó como un enigma. El aura de la permanencia de una
cabra hierática, de un paisaje atávico. Es una carretera esdrújula, entonces.
Porque la carretera no pertenece al paisaje mítico, o solo pertenece en una
percepción imposible del tiempo inmóvil. La carretera es sede de industrias que
fueron, en su tiempo, paradigmas de modernidad tecnológica. Como la isla fue,
hace décadas, post moderna. Antes del postmodernismo, la isla fue postmoderna.
Cuando Antonioni filmó El desierto rojo,
la isla celebraba la más sucia fuente de energía. Así como la costa tiene otras maneras de formar mapas,
que siguen otras rutas, las refinerías petroleras pertenecen a esta serie.
El paisaje de la
costa entre Salinas y Guayama no se deja leer con claridad, pero sigue siendo
legible. La carretera es una línea que, a su vez, es una puntada en una red.
Puede leerse de este a oeste, como los compases de una hoja de música, o a la
inversa, como las letras de los lomos de los libros, que tienen una orientación
distinta según el lenguaje de sus páginas. Puede leerse de afuera hacia
adentro, del presente hacia atrás. Es posible arrancarla de su contexto y hacer
con ella una transparencia que, traslapada, cruce las zonas de un parque en
Boston, o una imagen de Tierra del Fuego, o de la costa del Pacífico
centroamericano. Todos esos lugares tienen que ver con vidas que pasaron por
esa carretera, se relacionan con las historias de la carretera, enlazan historias. Tienen que ver con ella, que tan aislada e intrascendente se
percibe en la soledad de sus habitantes.
No obstante
esa universalidad de la carretera, sus enlaces, sus redes, no se comunican. Los
vecinos de las barriadas que cruza se sienten aislados. La carretera es una nube sobre la cual
los automóviles corren a gran velocidad, sin detenerse.
(Sí: otro pasaje del libro que escribo).
2 comentarios:
Querida Marta:
Mi comadre América Facundo me avisó de tu dedicatoria y me ha emocionado mucho. Sabes que te tengo muy alto en mi estima y mi admiración aparte de valorar mucho tu amistad. Esto es un regalo hoy que llevo ya semana y media en casa con bronquitis asmática. O sea, que no me huelen ni las azucenas.
Pero esto es un regalo que agradezco y me hace sonreir.
Un fuerte abrazo,
Ivonne
Querida Marta:
Gracias por la dedicatoria, un gran honor viniendo de una de mis escritoras favoritas.
Abrazos,
Ivonne
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