(Interior de la penitenciaría de Terre Haute, Indiana)
Escribo estas
líneas mientras esperamos la excarcelación de Oscar. No le escribí a la
prisión, no pude. Se puso a prueba en mí
la condición esencial del acto de escribir. Habría que escribir siempre como si
el destinatario fuera un prisionero, sin dobleces, en comunicación honesta. Pero hay que tener más valor
y templanza de los que poseo para escribir así, reconociendo prisiones
interiores, entrando con serenidad y sencillez en el terreno común entre la mujer sedentaria
y el hombre, mi contemporáneo, que ha despedido años en la monotonía del encierro. Me animo ahora
a escribir estas líneas, en la tensión de esperar que Oscar regrese ya a la
isla. El momento pide que nos comuniquemos.
Sobrevivir al descomunal castigo de 35
años de encierro sin terminar convertido en un guiñapo de rencor y salvajismo nos dice que hay vías profundas para fugarse de la cárcel. El cuerpo, los cuerpos, pueden acomodarse
a la disminución del espacio vital en las dimensiones de una celda. Con más
tiempo, en su voraz deseo de vida, también suelen adaptarse al orden autoritario
imperante y a las infracciones necesarias. Los cuerpos se corrompen, pero no
siempre se extinguen con el maltrato. En más de un sentido así vivimos en
nuestros hábitos idiotas, en el encierro de nuestras casas, en las calles de las
islas del mundo. Sobrevivir y sobreponerse a la violencia sin rendir la dignidad es otra respuesta.
La violencia carcelaria
más despiadada debe ser la que conduce al empobrecimiento de los sentidos. Se siente en la
atmósfera estéril de los hospitales, pero las temporadas de encierro en los
hospitales no suelen durar décadas. Oscar pidió colores, pigmentos, y un lugar
en el cerrado espacio monocromático para pintar, procurando que no se le
apagaran los sentidos. En prisión, en el ambiente sepulcral que es la prisión, Elizam
Escobar pintó oscuras obras imponentes. (A Elizam sí le escribí cuando estaba
preso, pero en plan de editora. Nos
carteamos durante el proceso de edición de su libro “Los ensayos del
artificiero”). Las pinturas de Oscar son vibrantes, casi folklóricas en su
abigarrado despliegue. Es el mundo exaltado del trópico y él mismo se lo hizo
como el niño pobre que no tiene con qué comprar juguetes y se los hace. Debe
haberse golpeado muchas veces contra los
barrotes, pero pudo encontrar en sus entrañas un lugar impenetrable. Desde esa
plaza liberada de sí mismo, sigue pintando, escribiendo, hablando, sin
comprometer la verdad sencilla a cambio de lástima, ni supurar la moneda, tan
corriente, del odio.
La prisión federal
de Marion, donde Oscar pasó muchos años, se cerró un tiempo cuando se
publicaron las atrocidades que en ella se cometían. Ya se sabrá más de las
atrocidades que ocurrieron en Marion. Ya se están contando.
Que aún exista la
posibilidad de cerrar prisiones y abrir puertas en un mundo atroz me anima a
escribir estas líneas. Oscar tiene la costumbre de responder cada día a diez de
las cartas que recibe. Una correspondencia que como el hilo del cometa se evade
y comunica al preso con un afuera que lo sostiene, y que forma parte del relato
asombroso de Oscar López Rivera. Han sido muchos y constantes sus apoyos, las
voces que se hacen oír en reclamo de su libertad y en reconocimiento de su
valor. Miles de compatriotas en la isla y en Estados Unidos, tantísimas
personas entrañables, como su abogada Jan Susler, decenas de instituciones,
frentes comunes de movimientos e individuos que por lo general no se
encuentran, pusieron en movimiento un enorme organismo de solidaridad que se
extendió por el mundo y conmovió a personas que no saben dónde queda la isla ni
conocen el absurdo modelo de colonialismo que se instaló aquí. Por esta vez la
imagen describe la realidad palpable: en la campaña de excarcelación de Oscar se
movieron cielo y tierra. Un monumental esfuerzo para sacarle una firma al
presidente de Estados Unidos y con ella un gesto hacia un pueblo regido por
dictadura imperial.
Sin embargo, y es
lo que me mueve a escribir esto, la historia de Oscar se acerca al
común de la humanidad. No se le hace plena justicia al sentido ejemplar de la
misma si se insiste en la dimensión excepcional, feroz, del guerrero. El valor
en lo cotidiano es más radical que el coraje brutal del guerrero. Es la fuerza
que impulsa a los pueblos humildes cuando se levantan de la violencia y las
matanzas; cuando persisten con dignidad y ánimo de protesta en situaciones de
inclemencia e inestabilidad constantes. En climas estériles, monocromáticos,
entre la nieve y el desierto, en campamentos de exiliados, en rutas de
migraciones clandestinas, en la calle, luchando. La historia de Oscar y del monumental
esfuerzo para que regrese no pertenece al momento inmediato, sino al deseo de
larga duración de la especie.
Su cuerpo regresará
a las estaciones de la isla. Se desorientará entre muestras de cariño y
veneración, le conmoverán las atrocidades y disparates nuestros de cada día.
Volverá a sentir la belleza fuera del lienzo, a recuperar la memoria del mundo,
a despedirse –con esa constancia tan ejemplarmente suya, tan reñidamente nuestra–
del tiempo perdido.
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