En La novela de los veinte años, Tapia escribe sobre un jardín de Miramar en el siglo XIX. Alguna casa de Miramar conserva todavía su solar extenso, como el espacio descrito por Tapia. Hay en ese patio de Miramar a mediados del siglo XIX varios árboles grandes y más de un ejemplar de cada uno: flamboyanes, tamarindos, mameyes (¡en forma de pirámides!), almácigos y una acacia enorme. Hay un orden en el jardín que impide pensar en una ruina abandonada al desorden de la naturaleza. Simétricas calles y grupos pintorescos de bosquecillos donde las plantas florales imperan. Rosas de especies variadas, claveles, jazmines, nardos, azucenas, lluvia de coral y una glorieta situada en el centro del patio y “cobijada a su vez por el arrayán balsámico, entapizada por el blando césped y adornada de divanes cómodos para sentarse a gozar de aquel encanto”. El personaje que espía se instala en “una enorme acacia, formada por los años y respetada por su hermosura cuando se edificó la quinta, desde cuya copa frondosa y elevada puede atisbar según su objeto.”
Un jardín cultivado, evocador de pinturas galantes, a unos minutos de la ciudad murada de aires insalubres. Para tener jardín había que poseer algún terreno, por reducido que fuera. Un jardín señala el lujo de la inmovilidad.
Recuerdo las especies del jardín de mis abuelos paternos. Decir jardín es mucho decir. Era una franja de tierra negra entre un borde de la carretera de entrada al pueblo y el balcón de una casita tan breve que años después, al visitarla, me asombró que años atrás, cuando era nuestra, cupiera tanta gente. El jardín debe haber tenido tres pies de ancho, a lo sumo, pero no he visto luego un espacio más densamente poblado. Recuerdo los nombres de las plantas porque mamita Justina los mencionaba al señalarlas. Begonias, hortensias (ella les decía bella hortensias), espuelas de galán, gallegos, claveles, varitas de san José, abetos (el que se usaba para adornos de bodas y graduaciones). Había una enredadera de parra que daba sombra al balcón. Papito Berto le colgó un racimo plástico de uvas. Seguramente cultivaban geranios en latas de leche en polvo, aquellas latas significaban cierta solidez económica.
Luego, en la casita de urbanización en Bayamón, convergieron otras especies compradas. Del trueque o regalo de un ganchito o de una semilla entre personas de buena mano para prender o germinar, en la región imaginaria de las urbanizaciones se favorecían especies más afines al paisajismo suburbano. En Bayamón se estableció Pennock Gardens. Las plantas de hojas vistosas desplazaron a las pequeñas y ajibaradas florales.
Una excepción a la moda de la grama y los setos fue la
violeta africana. Mi abuela le dedicó un espacio protagónico en su balcón, sembrada
en tiesto plástico o de barro. Las latas vacías de leche en polvo se fueron
convirtiendo en basura. Años más tarde me conmovió la mención de las latas de
Kresto y Denia en el segundo párrafo de “Las tribulaciones de Jonás”. Si recuerdo bien, William Carlos Williams le dedicó un
poema a la violeta africana.
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