lunes, 2 de marzo de 2009

Los grifos


En Buenos Aires, Argentina, en un comedor de un apartamento del barrio de la Recoleta, cenaban a diario tres individuos llamados Borges, Adolfito y Silvina. La mesa era pródiga en agua y bifes duros. Los comensales masticaban despacio para vencer la resistencia de los alimentos, pero también porque los dos hombres preferían hablar, lo que equivalía, para ellos, a burlarse con genial displicencia de las imperfecciones del universo. Silvina intervenía poco. Cuando lo hacía era con voz de niña, musitando algún comentario demasiado enfático, rayano en la desesperación de quien logra a veces meter la cuchara cuando sus interlocutores pausan para no ahogarse con un pedacito de res.

Casi nunca se imponía la música sobre las voces, pero a Borges y Adolfito les encantaba Rhapsody in Blue. De vez en cuando toleraban la ligereza fonográfica de Valencia o Tea for two. No es improbable que en alguna ocasión jugaran a escuchar las canciones de Bessie Smith. En contadas noches -el silencio de los dos hombres era un raro evento- cuando cruzaba el comedor algún ángel antihistórico escapado del cementerio cercano, se dejaba oír un fanal en miniatura, con grifos que derramaban gotas minúsculas en un charquito del tamaño de una hostia. 

Adolfito escribió una trama perfecta, ubicada en una isla donde no es posible vivir. Del otro no hay que hablar. Él mismo dijo: “escúchalas, pero no las nombres”. Silvina escribió un cuento sobre el lugar donde nacen todas las aguas. 

Cuando Dugald menciona la isla, Larry, lector de ficciones argentinas, piensa en mujeres de voz aniñada que derraman palabras en un mar de aguas musicales.

What, pregunta Dugald. Nada, responde Larry, the Spanish name of a short story by Silvina Ocampo.

¿Quién?

 

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