sábado, 16 de diciembre de 2017

La abeja reina






Hubiera terminado la historia de la casa y de su heredera y guardiana sobre un fondo invariable de azul celeste, en la fijeza de un libro más, esa especie comparable a las cajas: ataúdes si enmohecen por olvido, musicales si se abren y suenan. Lástima que las obras de amor sean frágiles. Terrible que las vidas memoriosas sobrevivan a los lugares de sus recuerdos, o al resplandor fugaz de una sensación cuyo origen ya no se piensa. En septiembre de 2017, un año y varios meses después de nuestra conversación con Rosita, visité Aguirre, temiendo encontrar los restos de casas despedazadas, la extinción definitiva del poblado, y con él la base material en la cual se apoya la razón de ser de este libro, que sin ella disminuye a relato de fantasmas desleídos. El huracán derrumbó alguna pared de la casa grande, a la que pude subir por primera vez, sin que lo impidiera la verja que la rodeaba. Me acompañaba Menta, una de las perras de casa, y a las dos nos aburaron los mosquitos, pero el temor a la plaga no dañó el asombro de estar en el terreno de la casa grande. Desde el promontorio donde se encuentra, se traza una perspectiva de círculo perfecto, que une tierra y mar, la bahía de Jobos, el manglar de Punta Pozuelo, el valle amplio que fue cañaveral sobre telón de piemonte y cordillera. No entré en la casa. Los perros de unos vecinos, dos animales imponentes de raza de guardianes, se nos enfrentaron cuando bajábamos y pensé en una muerte dolorosa y sangrienta, pero la ferocidad de los animales había quedado en desamparo, al igual que las casas sin techo, cubiertas de ramas caídas. El baobab era un tronco enorme sin hojas. No solo nos dejaron pasar, sino que huyeron con un alarido.
La casa de Rosita, la casa abeja reina, tiene perforado el techo del espacio central, donde se encontraban la sala y el comedor, cámaras de resonancia de miles de pasos políglotas dispersados por el torbellino de las ráfagas a quién sabe qué regiones del limbo. Ella tendrá que acostumbrarse a otros lugares, donde se exige un acomodo a horarios y movimientos incomprensibles. Sobrevivió el porsche acogedor de diferencias. Ojalá pudiera reconstruirse la abeja reina, con un techo nuevo, podado de fantasmas, tanto los de los muertos de Aguirre como los rastros de quienes usaron los muebles comprados en casas de antigüedades de Nueva Ingaterra y transportados al trópico en barcos mareantes.
Antes de salir de Aguirre me detuve a hablar con unos vecinos que recogían escombros. Según un aguirreño de crianza y propietario de una residencia, el gobierno tendría que revisar el reglamento de la zona hisórica que impide alterar las casas del poblado y construir en hormigón. Diferir de su opinión hubiera sido casi obsceno, como defender la calidad de los servicios de salud en un velorio. Callar me hubiera parecido más respetuoso, pero irresponsable. Me atuve a comentar anomalías. Tratándose de un poblado en ruinas, el daño no había sido total: paredes pulverizadas, maderas desenclavadas, desencoladas, desfiguradas. Por razones inexplicables para mí, le dije al aguirreño, algunas ruinas de casas abandonadas habían resitido mejor que la casa grande y que la cuidada casa de doña Rosita. Seguian siendo ruinas reconocibles. Además quedaba en pie la casita contigua a las ruinas del cine. Aguirre conservaba las líneas borrosas del poblado que resistió memorias y desastres. Ellos siguieron apilando escombros. Ese día no visité las ruinas de la sala de máquinas de la central.          





viernes, 1 de septiembre de 2017

De regresos y recobros, una novela de María Benedetti







para Alicia, estudiosa y activista; 
para Merari, Isabel, y sus compañeras y compañeros de la Huerta Resiliencia 


Dolores y milagros: una historia para la inocencia
María Benedetti
Botanicultura, Cayey, 2016

El despoblamiento actual de Puerto Rico tiene antecedentes cercanos. A mediados del siglo veinte más de un millón de puertorriqueños abandonados por la isla se vieron obligados a emigrar. Digo abandonados porque entre las causas del gran exilio conviene recordar una política de gobierno: fomentar la inversión de capital extranjero en la industrialización y promover la partida de los pobres. Exilio es una palabra más precisa que diáspora cuando se considera excedente a todo un sector desplazado por la actividad económica.
Nuestros exilios solían ser cíclicos.  El retorno a la tierra podía ocurrir tras la ausencia de varias generaciones. María Dolores Hadosy Benedetti regresó al país de donde partieron al exilio miembros de su familia materna en otro ciclo, el primer tercio del siglo XX. En los años ochenta Benedetti se propuso regresar tras el eco de unas voces que se llevaba el viento; rastros de unas formas de vida imperfectas, injustas como todos los sistemas de saberes  (incluso la ciencia pura, sujeta al poder y las supersticiones del lucro) pero también portadoras de conocimientos y afectos.
Las ficciones centradas en la recuperación de quienes no dejaron memorias escritas tienen un lugar de privilegio en la literatura de mujeres. Algo parecido intenté hacer en mi primera novela, Angélica furiosa (1994). En aquel tiempo María ya había publicado su primer libro, el ya clásico, ¡Hasta los baños te curan! Plantas medicinales, remedios caseros y sanación espiritual en Puerto Rico, que, para citar a la autora,
… retrata y celebra la tradición de medicina verde y sanación espiritual del pueblo borincano tal cual era hasta la década de 1980. Curanderos de buena voluntad, amas de casa, cosmetólogas, agricultores, consejeras espirituales y una partera-santiguadora comparten conocimientos, historias, recetas y filosofías mediante inolvidables conversaciones con la autora. 
Luego vinieron Sembrando y sanando en Puerto Rico, El buen tabaco y Doce árboles amigos, hermoso y sustancioso como pocos libros didácticos. Antes de la vuelta al barrio de los Benedetti, María ya se había acercado a la belleza de la lengua materna estudiándola en contextos formales, como uno de los personajes de este nuevo libro,  Dolores y milagros.
Comenta la autora  que Dolores y milagros es una “micro novela”. Cada capítulo se sostiene como cuento, pero también forma parte de una trama mayor. La novela se basa en testimonios que se transforman en ficciones y van armando una red de experiencias.  
El tono intenso de la narración comunica experiencias dolorosas y también vivencias de los placeres que el cuerpo oculta. Apalabrar experiencias que por naturaleza tienden a lo inefable es el oficio de una escritura poética. El libro roza lo real maravilloso sin dejarse invadir por fórmulas. Su instrumento es una prosa extraña, quizás porque se establece al filo de la otredad, en contacto con el mundo sin adentros ni afueras de las plantas, así como en la frecuencia de los ensalmos y conjuros, de palabras arcaicas y restos flotantes de voces dispersas.
Los dolores que el libro narra son durísimos. Hay partos en abandono, huracanes que provocan muertes y encadenan almas, adicción a las drogas del narcotráfico,  violencia contra la mujer. Si el dolor es intenso, no obstante se cuenta de manera apasionada, quizás porque los afligidos acceden en su degradación al mismo impulso vital y don de recuperación que exhibe la naturaleza, y que aflora en los humanos al derrumbarse los artificios del yo y liberar en el cuerpo formas de comunicación e inteligencia reprimidas. El camino no pasa por la separación de alma y cuerpo, ni por la represión del deseo, sino por el descubrimiento del cuerpo mismo y sus centros sensibles.
Esa mirada singular se apoya en formas de espiritualidad: santería, curandería, sabiduría de las “santas abuelas y divinidades boricuas”, prácticas tradicionales exóticas y religiones de la naturaleza. Reconocimientos de la muerte y la vida como ciclos; aproximaciones a un ambiente incomprensible, del cual somos partícipes excluidos. Son los retazos de una ciencia centenaria acumulada  en la marginalidad: la de la esfera el ser de las plantas, transferida simbólicamente a los lugares del éxtasis.


Los temas a los cuales se ha dedicado la estudiosa Benedetti nunca han sido tan actuales. En el país de los personajes de estas historias se ha visto la cara más siniestra, (por lo engañosa) del colonialismo. Esa misma tierra maltratada y envenenada es hoy el escenario de un retorno a prácticas por parte de agricultores nuevos. En ese espacio de renovada producción agrícola y cultural la literatura, las crónicas, los saberes viejos, las nuevas vivencias, el testimonio de los mayores, han ido formando una biblioteca alternativa importante. Ejemplos de cómo, en situaciones catastróficas, las culturas todavía remiten a la naturaleza, ese vínculo que se perdió en la arrogancia de las doctrinas del crecimiento económico basado en la explotación violenta de los recursos planetarios y que intentan recuperar los pensadores y las pensadoras de corrientes como “plant thinking”, ecologismo, animalismo, economía feliz. La autora dedica el libro a varios colaboradores y amigos, y también a unos seres tan corrientes que casi no los vemos: “A los árboles papel. A los árboles cobija. A los árboles aire puro, sombra y frescura. A los árboles mesas y lápices, camas y cajas, pisos y nidos, paredes y platos”.  Ciencia práctica comparable con la pasión arbórea de Hope Jahren, otra autora capaz de unir lirismo con ciencia pura.


Los personajes de Dolores y milagros sienten, padecen, obran: la madre, valiente, señora de su propio parto es también la esposa sobreviviente de una brutal paliza del marido; la mujer cuyo cuerpo entumecido despierta al toque de unas manos; el horror eterno de la adicción; la muerte, pero no ya como espectáculo horrendo sino en continuidad de traspaso; los cangrejos encandilaos, el chivito del sacrificio, tan inocente como la mujer de los masajes cuando se desnuda y desanuda; los corillos infantiles, la sacralidad corporal del juego. Memoria autobiográfica, memorias familiares, memorias encarnadas.
Otra clave es el estado de extranjería de “la americana”, que intenta acceder al “nuevo mundo de la barriada cuya música, cultura botánica y calor humano ella amaba tanto” y donde se siente como una fantasma. Por su propia condición excéntrica es ella quien aprecia y valora más que nadie, de otra manera, los oficios, los banquetes, la fiesta comunitaria, las desgracias comunes, “el vecindario ancestral”. Y es ella quien mejor reconoce la belleza de las palabras corrientes: hay números bonitos y números feos, hay protecciones, resguardos, guarapillos, bruquenas, cadenas, remedios, regresos y recobros. A la carambola de unos números, se deben las claves de entrada en la confianza: “En ese mismo instante, cruzó el portal que se abre sólo a los iniciados, a los que pertenecen, a los nuestros.“  Desde luego, esa extranjería no es prerrogativa de la “americana”. Es el lugar de la diferencia; es la rareza de los diferentes aunque hayan nacido en el corazón de la barriada.
El bucle de relatos cruzados se cierra con una ceremonia de sanación sincrética. Es casi una performance donde se juntan los personajes y se echa mano de panteones y fervores múltiples con la intención de devolver la inocencia a la criatura que la madre valiente parió en el primer capítulo del libro. La inocencia no es tanto un estado de ingenuidad como de restitución de la disponibilidad previa al incidente traumático, el cual también se asume como si su huella en el cuerpo fuera un talento más. El final ceremonioso parece más bien principio. Pero el objetivo de la curación ritual no es solo el personaje de la novela. Se diría que es todo el país que la autora aprendió de los relatos de sus viejas y que luego adoptó en su origen personal y en el destino de la comunidad elegida como archivo y cuerpo de saberes. El país que no sana del trauma de un proceso en el tiempo, de una pérdida de protecciones:  
Valeria caminó por la fosa abierta de los conocimientos legados de tantas generaciones: la trágica pérdida de los frutos de tantos diálogos logrados entre los ancestros boricuas y las criaturas y las plantas, las piedras y las aguas, las fogatas y las estrellas. Presenció y sintió en su cuerpo el enorme hueco formado por el desvío de tantas sabidurías que permiten y guían el sano desarrollo de un pueblo. (p.143)

El don narrativo de María Benedetti construye estructuras dramáticas vertiginosas, un lenguaje fuerte y vivaz en la relación de escenas, preciso y extático en la vibración erótica, con boleto de ida y vuelta entre vivos y muertos. Algún muerto regresa a la vida y es el amante perfecto, pues no tiene noción del tiempo ni sabe lo que es apropiarse de una persona, ni es capaz de sentir miedo. 

Marta Aponte Alsina

lunes, 21 de agosto de 2017

Eclipses




William Sturgis Hooper Lothrop cometió la infamia de morirse antes de tiempo. Nació el 19 de junio de 1870 y falleció el 5 de abril de 1905, el mismo año, en los mismos días de la huelga general de obreros y obreras de la industria de la caña, que se extendió por todo el litoral de Puerto Rico, de norte a sur. La causa de la muerte fue una apendicitis de la cual no se recuperó tras una intervención quirúrgica realizada en Ponce. Una pena que el William de este libro mío no sea el William auténtico. Es otro William, mi personaje, el que se me presenta, toma asiento, se rasca la cabeza, cruza las piernas frente a mí en una silla tan imaginaria como él. Dura, de espaldar parecido a un coral de abanico gigantesco. Su amargura no es tanto el efecto de genes heredados, ni de la crianza dura y machista de Harvard y de su padre. Es más bien el producto de un misterioso dolor abdominal que William alivia con sal de Picot.
En 1899 el padre de William escribió la biografía de William Henry Seward, miembro del gabinete de Abraham Lincoln, para “American Statesmen”, una serie en treinta y dos volúmenes publicada por la editorial Houghton Mifflin and Co. Además, editó la autobiografía de su padre, Samuel Kirkland Lothrop, quien a su vez había editado una memoria autobiográfica del suyo. La memoria de Samuel Kirkland Lothrop empieza así: “I have a decided opinion that very good blood flows in my veins”. Era frecuente que el varón bostoniano de familia dominante asumiera ante la historia de la ciudad y de la nación un deber: escribir la biografía de hombres ilustres, con frecuencia la biografía de su propio padre.
A William no le dio tiempo de continuar la cadena de biografías familiares. Tampoco escribieron sobre él sus hijos.
¿Escribirá alguien la biografía del auténtico William Sturgis Hooper Lothrop?  ¿La reclama ese heredero de biógrafos y memorialistas? Su abuelo Samuel Kirkland fue un ameno escritor costumbrista.  Su prosa tenía la vitalidad aromática de las frutas que en el trópico saben a invierno, como la manzana y la pera; de las flores que empiezan a brotar tras el sueño de la escarcha. Dejó escenas vivaces protagonizadas por señores que parecen salidos de una página arrancada por Nathaniel Hawthorne a una página de Charles Dickens. Describió la modesta casa de su tío John Lothrop Kirkland, uno de los presidentes de Harvard University, hombre de trato distante. Samuel seguía el plan de estudios que entonces hacían los sobrinos modestos de presidentes modestos. Para facilitar a su sobrino Samuel el ingreso en la Universidad que presidía, Kirkland contrató a un tutor joven estudioso y ensimismado, que trascendería dejando en la sombra a su afable discípulo.  Ralph Waldo Emerson, según este, no prestaba mucha atención a las lecciones. Prefería leerle a Samuel sus propios ensayos y poemas. Samuel, que llegaría a ser el principal ministro de la iglesia Unitaria, misma que sería casi deshecha por las críticas de Emerson, escribió para las futuras generaciones sobre la poca fe que le inspiraba su maestro de latín.
En sus memorias, el abuelo Samuel recupera estampas de la nación recién nacida. Cuenta de sus visitas a una Casa Blanca que aún era un espacio doméstico, llevada con mentalidad de familia extendida en pueblo chico. Apunta que las medias del descuidado John Adams, vestido con pantalón blanco hasta poco más abajo de las rodillas, se le rodaban hasta los tobillos. El presidente Andrew Jackson, hombre bárbaro de la bárbara frontera, tenía buenos modales y una voz agradable.  A propósito de fronteras, el abuelo Kirkland de Samuel fue misionero en las tierras de los pueblos indígenas y también, ya se ha dicho, escribió un libro de memorias:  



La tradición de la hagiografía paterna –los hechos del padre- parece haber sido uno de los deberes del varón burgués bostoniano. La escritura de la biografía del padre, algo tendrá que ver con la identidad de una sociedad que abre las puertas del mundo a la vez que se encierra en su mundo. La biografía traza fronteras entre su protagonista y el resto del mundo. ¿Será que escribían para blanquear e idealizar su historia, ellos, que iban sembrando empresas en al menos tres continentes? ¿Cómo puede ser de abolengo una cultura de apenas 200 años? ¿De dónde la prematura nostalgia? ¿Por qué el vértigo ante el mundo que, con sus intervenciones, iban abriendo desde la China hasta el Caribe, desde los barrios pobres de Sicilia hasta las plantaciones de guano en el Perú? Los barcos de Forbes y Perkins transportaban esclavos negros y culis chinos a Cuba y a Perú. Alejandro Tapia escribió sobre los culis y la industria tabacalera como quien se acerca al fondo de la depravación. No conoció Tapia, no hubiera sido admitido, sin pasaporte y salvoconducto, a pesar de sus ojos azules, en el salón donde el coronel Perkins, uno de los “merchant princes” de la ciudad, celebraba la Navidad con sus hijos y nietos. O tal vez sí, si hubiera llevado un informe de la hacienda Cortada, propiedad  de los Cabrera, que al cabo de medio siglo sería adquirida por los cuatro compradores  de Aguirre.
Un comentarista de la sociedad bostoniana, un hijo pródigo, dio nombre a la  tradición de sumar biografías al panteón de las primeras y mejores familias: Boston´s Graveyard Eulogy School. El hijo que no tuviera talento literario contrataba a un escritor, o a un estudioso tedioso. En ocasiones tocaba a los padres solicitar a un autor de peso que escribiera la biografía de un hijo prematuramente muerto. Henry Adams dedicó un libro a George Cabot Lodge,  el poeta que izó la bandera estadounidense en Ponce. Henry James escribió a regañadientes, pero con decoro, la biografía de William Wetmore Story, un escultor irremediable. Pero nadie escribió sobre William Sturgis Hooper Lothrop. Su muerte no mereció el epitafio de una biografía. Ninguno de sus hijos escribió sobre él. Su muerte fue vergonzosa, sucia, comido por gérmenes en un país salvaje. No fue digno de su linaje, ni dejó escrito un diario de sus hazañas porque era todavía un niño cuando cometió la infamia de morirse.

Lamento que las menciones de la muerte de William en los documentos sean tan apresuradas. En el informe del secretario de la clase graduando de 1890 publicado en 1915 se informa: “In connection with his business he made many trips to Porto Rico and other southern points. The firm of Lotrop, Luce and Company succeeded the firm of DeFord and Company in 1904. After a severe attack of appendicitis he was operated upon at Ponce but failed to recover”. En la página 85 del libro de su suegra, Louisa Crowninshield se lee: “Sturgis Lothrop died in Porto Rico, April 5th, 1905. It was a terrible blow to us all, as we had no idea he was even ill. Alice went there at once, but too late”. A más de un siglo de distancia, cuando escribo esto, veo su muerte sin sombra escrita sobrepuesta a un mar de acontecimientos igualmente olvidados por quienes como él y sus socios se beneficiaron con las ganancias de la Central Aguirre. La enfermedad de William coincidió con la primera gran huelga de los trabajadores de la caña en la isla de Puerto Rico. La huelga comenzó en el norte y ya para abril se extendía su llamarada por los cañaverales del sur. La plebe amarilla, los descendientes de esclavos, los enfermos, las criaturas que vivían en chozas indignas de animales, soltaron los machetes y azadas, y se unieron para pedir un aumento de salario de unos centavos. Sin saber leer ni escribir, aprendieron a escuchar algo más que el zumbido del sol en las orejas, que el débil llanto de niños anémicos, que las tareas interminables de cocinar una miseria para el varón de la casa. Empezaron a escuchar palabras y a reproducirlas como periódicos parlantes. Nunca antes les habían visto las caras a tantos semejantes de la montaña, de las islas, negros amarillos y amarillos negros. Eran tantos que llenaron la plaza de las retretas, donde según cita Félix Córdova de las memorias de un sindicalista, el domingo 16 de abril de 1905, cuando el cadáver de Lothrop se pudría en las picadas aguas del Atlántico, o quizás cuando Alice aún no había logrado completar los trámites para el traslado del cuerpo y, a la vista del balcón de su casa, legiones de obreros harapientos y de mujeres descalzas marchaban hacia la Plaza las Delicias. Provenían, cuenta Córdova de los barrios de Ponce y de otros municipios y de las colonias que suplían cañas a la central Aguirre. A eso de las 4:30 de la tarde la Policía  arremetió a tiros y macanazos contra la  multitud de trabajadores. Hirieron gravemente a decenas de hombres, mujeres y niños. No he encontrado un registro con los nombres de los muertos.
(Capítulo de mi libro inédito "3 Invernazo Aguirre")

domingo, 25 de junio de 2017

Miramar






(Un pasaje de Vampiresas, 2004)

En el cine del barrio exhibían Amelie. Pensó sin entusiasmo que no le molestaría verla otra vez, medio pendeja pero una de las películas más realistas que había disfrutado en su vida. Como una estrella de mar moribunda en la playa, entre el edificio del cine y otro inmueble rectangular de vidrio y cemento, respiraba serenamente una casa de aleros anchos y columnas con lamparitas incrustadas, cuya vida espléndida y misteriosa bullía detrás de las ventanas siempre cerradas. En el jardín, disminuido para ampliar la acera desierta, un árbol de reina de las flores mudaba las hojas. Tras los vitrales de la sala parpadeaba una luz, tan atrayente como las iluminaciones del cine vecino.
Vieja de 23 años, le intrigaban las casas decrépitas. Si le hubieran alquilado un cuartito en aquella mansión donde parecían confluir los cristales rotos en el tiempo de otras casas destruidas,  habría abandonado a Leonor sin importarle que fuera al encuentro de la calle de su destino. Después de organizarle un funeral con incienso y cantos arrojaría al mar las cenizas de aquella madre desquiciada, en un sitio de belleza singular, como la playa Medialuna.
Andando, andando, renovó la comunicación con su barrio del alma, revivió el constante asombro de que en Miramar cada edificio se levantara en medio de un brutal aislamiento, a solas en el mundo, como quien nace con vocación de enemigo en una zona de guerra. Y qué. Para gozar bastaban las aceras anchas y vacías, porque ni siquiera la fealdad y el desorden apagaban el recuerdo de una belleza anterior, de cuando no tenía nombre aquella duna enorme perfumada de salitre, flotante sobre la oscuridad del salvaje Atlántico.


Donde cada edificio es un loco que habla solo, cada edificio tiene su encanto. Pasó frente a la capillita de la próxima esquina, morada de palomas en campanario esquinado de gárgolas. Los dragones boquiabiertos, que en las películas de horror alargan los pescuezos sobre un fondo de rayos y centellas, se veían muy cómodos en la capillita de Miramar, cerrada siempre, como si alguien la hubiera dibujado para ilustrar una novela de Walter Scott y luego se olvidara de ella, regalándole una página al viento salitroso. Un vitral de Cristo en el huerto de los olivos y una virgencita de yeso vigilaban el jardincito abandonado de la capilla, donde florecían con dificultad las yerbas malas. Muy cerca, al servicio de las parejas recién casadas en la capillita, el hotel Las Américas también había sido construido con cierto romanticismo misterioso en torno a un patio interior cubierto, del cual arrancaban pisos sucesivos, cada uno con falso artesonado de intensos arabescos.
Para completar la muestra de lujos olvidados y modas egoístas bastaba con otro edificio arbitrario, el panal modernista que llevaba el absurdo nombre de “Departamento de Justicia”. Con un cuidado parecido al del inquilino que acaba de mudarse a un apartamento y revisa los objetos abandonados por el inquilino anterior, Laurita subió por la calle Olimpo, que no era más que una cuestita a pesar de las alusiones tonantes del nombre, hasta que junto a un feísimo parquecito de bolsillo, encontró el edificio de seis pisos, con ventanas sombreadas por aleros cubiertos de tejas.
En comparación con los edificios locos de Miramar a éste no le faltaba armonía. Verdad era que el diseño de las losetas del pasillo de entrada era tan enredado que resultaría difícil pisarlas y evitar el estrés, y que en la fachada un grafiti proclamaba, en letras color violeta, “yo soy anormal”. Además, quedaban pocos apartamentos habitados, a juzgar por los buzones rotos. Pero el conjunto retenía la estructura de un cuerpo perfectamente encantador, cinco pisos concebidos en intervalos de ternura por un arquitecto enamorado de las proporciones perfectas.
En la ventana principal del piso más alto se veía una silueta. Laurita se escurrió entre las planchas de zinc que clausuraban la entrada y subió por la escalera en la punta de los pies, evitando pisar la mierda petrificada de gatos y otras materias desconocidas. En el descanso del último piso, antes del tramo que llevaba a la azotea, se detuvo ante una puerta carcomida, en cuya superficie, pintadas por la misma mano que había trazado el grafiti, se leían las palabras Adela Patiño, prima donna.


Quizás la razón de que su tía mantuviera un negocio como Ariel –porque ya quién iguala las ganancias de Federal Express y otras empresas multinacionales– era la presencia permanente y estimulante del azar. Siempre había un objeto que alguien mandaba con la intención de que lo recibiera alguien, pero aparte de eso las variaciones se multiplicaban infinitamente. Esa mañana le había llevado un ramo de tulipanes amarillos a la criada de un cónsul europeo de parte de un entrenador de gallos de pelea, seguido de la entrega de una bolsa llena de cajas de donas a un niño con cara de melón, pero las vibraciones peculiares del sobre oblongo, enviado por Paula González, pintora de Coamo, a Adela Patiño, residente en Miramar, no venían mal  para quitarse de la mente al mancebo de la agencia.
Primero se abrió la puerta, con un chirrido de bisagras mohosas seguido de un revuelo de cadenas gruesas que revientan, saltan y caen, entre un ruidoso y metálico aleteo de polvo en el umbral donde, para coronar el estruendo, se recortó, sobre el fondo negro del apartamento, la figura de una anciana de sonrisa abierta y ojos brillantes.
Asombraba la extensión de los bordes de la cara, daban gracia las mejillas largas, la quijada de media luna, sin descontar los rasgos acorralados y comprimidos en el centro: ojitos sombreados por cejas espesas pintadas como a la fuerza con tinta china, la boca fruncida, la naricita epidérmica.
Por lo visto lo primero que la vieja hacía cada mañana era dibujarse una cara. De inicio la línea del lápiz labial, demasiado anaranjada y juvenil; luego la sombra azul de los ojos, cuyos iris se perdían en el globo blanco, duplicando la apariencia oval del contorno. Se ha hecho estirones, pensó Laurita, cuando pudo recuperarse del espanto, en el próximo perderá los ojos.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Galdós, diputado por Guayama





(Hoy se conmemora el natalicio de Galdós, el representante más célebre que ha tenido la ciudad de Guayama. En su honor comparto el siguiente pasaje de una de mis novelas nonatas. La novela narra las vicisitudes de un explorador del siglo XIX enviado por Ludwig de Baviera, en busca de la planta que nos hará felices).

Te copio los chistes de la carta de Oller, para que te diviertas donde quiera que estés, él dice que caíste preso, pero yo me niego, me niego.
“Cuando nuestro amigo Homero se reunió con el tal Galdós -charlatán, bajito y flaquito como buen canario- el diputado mostró un vivísimo interés en nuestra historia de torturas y compontes, aunque es conservador y no se puede confiar en un joven que piense que la literatura es más importante que la política, y que esté dispuesto a representar un falso interés en las víctimas de la tiranía, mientras vive de las rentas de un régimen explotador. Porque tú sabes, mi niña, que se abolió la esclavitud, pero estos incondicionales españoles no se han enterado. Cuenta Homero que se reunieron en la botica de un hermano masón. Dice que el chusco, es decir, el diputado por Guayama, nuestro diputado, le hizo repetir varias veces el cuento del esclavo manumiso que se enfrentó a un español y de cómo el español lo tajeó de la cabeza al trasero y después lo descuartizó. También le pidió a Homero que describiera los manglares de Guayama y le preguntó si las damas de esta isla usaban mantones de Manila. Homero estuvo a punto de perder la tabla, te digo, y todo entre las pociones venenosas propias de la trastienda de una botica, pero de algo le sirvió hablar mientras el otro apuntaba, y echaba de menos a Cuba, y expresaba el deseo de visitar Guayama. Así supo Homero que pronto llegará un nuevo Capitán General. El diputado le aseguró a Homero que este no sería un abusador, pero ser capitán general y no ser abusador es imposible, de manera que así se confirma que es un embustero. Me asegura Homero en su última carta que Galdós ya se había entregado al consumo de la yerba que nuestro amigo le entregó, y que la usaba con la facilidad con que derrama tinta. Confía el buenazo de Homero en que, más allá de la vanidad de llenar páginas de letras engañosas, el muchacho insolente, ese Benito chupatintas, se convenza con el uso de que escribir y anotar las estupideces humanas que observa en la calle no es tan importante como usar su desocupado escaño para proponer la entrada y el consumo de la planta en los cuarteles del ejército español. Creo que así se cumpliría una de las intenciones del diseño de tu amado, al que me uno de todo corazón, porque siempre he soñado con el día en que el hombre se harte de derramar sangre y desee ser feliz. Aunque a decir verdad sólo me consta por una carta que recibimos hace más de un mes, y para mí que el mundo sigue igual, con guerras en todas partes."
Todo eso escribió el viejo Oller, que como es viejo sueña con lo que sueñan los viejos: la paz y el amor, como si no hubieran sido ellos, los viejos, los máximos canallas. A mí el estado del mundo no me importa tanto como a ti, es decir, me importa solo porque a ti te importa. Se está bien aquí, ayudando a este francés a hacer las maletas, escuchando sus promesas de que me llevará con él adonde quiera que él vaya.
Gogán, así se pronuncia su nombre, dice que la especie humana dejará al final una muestra miserable de lo que fue, cuatro cositas, y que quizás las encontrará alguna otra especie que ya no será humana. Es la ley de la evolución y él piensa en el alfabeto, en pocas cosas, dice, son muy pocas las cosas que ha hecho la especie humana. Y entonces para él la pintura no es gran cosa. Él pinta negros, vacas, perros y sombras. Y pinta mucho, y son muy raras sus pinturas y le encanta el blanco argent, y sabrá dios qué le echa el endemoniado Oller, él dice que hay en las últimas pinturas que hizo algo mío, qué se yo, me dice, algo de caligrafía, muy vertical, tienes un pie en el cielo y otro en el infierno, muchachita. O sea, me convirtió en arte a mí, tan minúscula que me dio esfuerzo reconocerme, estoy ahí, en una tela, soy el tronco de un árbol, blanco, que parece carne humana. También estoy, más negresse, dice, en una de sus  esculturas extrañas, que parecen deformaciones de las hermosas porcelanas de la botica. Yo le ayudé a quemarlas, le confié algunos secretos de la química que él no conocía. Cuando me abraza sabe que me perderá y se despierta agitado, por eso quiso hacerme barro. Estoy ahí, los hombros desnudos, los ojos abiertos, mirando de reojo, muy seria, muy sorda, como si estuviera presa, muy niña. Esa soy yo. 



viernes, 28 de abril de 2017

Esther Williams





Con la facilidad de lo inevitable le pedí una entrevista cuando coincidimos en una manifestación contra la planta carbonera AES en Jobos. José, que sabía de Aguirre porque allí nació, me regaló un adelanto. La hija de Eugene F. Rice, uno de los últimos administradores americanos de la central, había publicado un libro de memorias. A él le queda el recuerdo de haberlo visto.
Una mañana de enero llegamos antes que José Claudio a la plaza del poblado. Salía del correo un viejo moreno, delgado, apoyado en un bastón, con pantalones cortos que dejaban al descubierto unas piernas de hombre joven. Le dije que habíamos quedado en reunirnos con José para hacer un recorrido de Aguirre y, sin que viniera al caso, nos informó su edad, la credencial de una permanencia en el tiempo: 79 años, a punto de cumplir 80. Recuerdo su apellido, Alméztica, y que siguió hablando de los lugares menos conocidos del barrio y de la playa que queda detrás del campo de golf. Vengan, nos invitó, y nos fuimos como niños detrás del flautista.  Rompí el hechizo y me excusé. Alguien tenía que quedarse en la plaza esperando a Claudio. Paco se fue con Alméztica, yo me eslembé tomando fotos de casas desiertas, silenciosas ruinas ahogadas de enredaderas, picadas por las ramas de los árboles. En Aguirre, me dijo Claudio luego, hay almácigos que ya eran viejos cuando yo era niño. Nos prohibían jugar en el campo de golf, pero qué es la vida del niño sin aventurarse más allá de las prohibiciones. Sobre todo en un espacio, pienso, donde la luz proyecta sombras. No quiero imaginarme una tormenta en Aguirre, con el agua golpeando los techos de cinc y el viento castigando ventanas.
José llegó conduciendo una guagua grande, color vino, brillante, con la dureza de un vehículo militar. Tan pronto nos sentamos en un banco de la plaza empezó a contar la historia de sus antepasados paternos y maternos.  En Aguirre, en 1919, nació la madre de José. La casa del abuelo materno está en una de las esquinas que da frente a la plaza. Es una de las mejores casas del sector boricua de Aguirre, donde residían los trabajadores diestros y los oficinistas. El abuelo Seda era herrero de oficio, un trabajo manual de precisión. Producía tornillos y otras piezas de remplazo para las maquinarias del ingenio.  Antes de ser herrero construía carretas. Fraguaba sobre carbones encendidos como los cigarros que  fumaba.
En el company town -segregación y orden de ingeniería- el orden estamental partía de los ejecutivos e ingenieros blancos, descendía a los profesionales puertorriqueños, médicos e ingenieros y luego a los capataces y obreros diestros. Estos últimos tenían derecho a la ocupación transitoria de viviendas de las cuales eran evacuados forzosamente cada cierto tiempo para que las casas, esas casitas primorosas a dos aguas, fueran limpiadas con mangueras a presión y sus fachadas pintadas. 
Alméztica nos había mencionado a un americano malísimo, Mr. Gordon, que  apedreaba a los muchachos insolentes que se metían en la zona de los americanos. No poca de la resistencia en las zonas más visiblemente intervenidas de Puerto Rico la hicieron los niños. Paco me cuenta de cómo perseguían a los soldados borrachos cuando salían de la base Ramey, en Aguadilla. Los soldaditos y los muchachitos eran de la misma clase, casi de la misma edad.  
Silencio y viento es la historia de los pueblos, así desaparecieron los americanos de Aguirre y de ellos no quedan más huellas que las estructuras inertes y los recuerdos de la generación que los conoció. Sin movernos de la plaza, Claudio señala el edificio en ruinas donde estuvo  el cine segregado, cerca de la barbería y el viejo telégrafo. En el paraíso, o gallinero, a diferencia de otros espacios semejantes, se acomodaban los hijos de los americanos y de los puertorriqueños profesionales. Los boletos de entrada al paraíso eran más caros. La taquillera se llamaba doña Merín. Aquí queda la memoria de su nombre en reconocimiento de las veces que se habrá hecho la ciega para que se le colara algún titerito
Un día impreciso llegó Mr. Peter Pond. En mi libreta de apuntes leo el nombre  y me doy cuenta de algo que no había visto cuando lo anoté. El nombre evoca a Peter Pan, el joven que se negaba a madurar. La misión del Peter de Aguirre, enderezar a los muchachos ariscos, no iba por ahí. Pond fundó la YMCA y organizó brigadas juveniles de trabajadores comprometidos, jóvenes útiles. Bajo su régimen de despotismo ilustrado se construyó el piso de la cancha de baloncesto. 

La temeridad y el deseo de los niños varones excluidos del sector americano y del hotel prohibido donde se bañaban las mujeres, las hijas, las madres, las visitantes en el redundante hueco de una piscina situada a unos pasos del mar, encontraron el punto de vista perfecto para observar  las carnes blancas en la ceremonia del bronceado, cuando se bajaban los tirantes de sus trusas de una pieza marca Esther Williams. Cuando los descubrían, los guardianes de la honra de las damas llamaban a los guardias de la central y los guardias a los padres castigadores. Mr. Pond, no obstante, renovó en Aguirre, el discurso benevolente que a fines del siglo 19 había implantado la filantropía de Alice Bacon. Por mediación suya se llegó a un acuerdo. A los niños nativos se les permitió el uso de la piscina un día de la semana. Nadaban y ejercitaban el cuerpo hasta el cansancio, para ahuyentar tentaciones. En la misma noche del día acordado, dice José, se limpiaba la piscina con clórox, para que al día siguiente pudieran sumergirse en ella los cuerpos blancos, sin peligro de contagiarse con un tono más oscuro que el rubor de las langostas hervidas


(Pasaje de un capítulo más extenso dedicado al dirigente ambientalista José Claudio Seda).

miércoles, 19 de abril de 2017

De árboles y violencia: Arboretum





para las estudiantes y los estudiantes que protestan 


Estos tiempos invitan a pensar la literatura, de nuevo. Vivimos en espacios subordinados a la violencia, más poderosa en sus armas, más estética en sus puestas en escena que el peso de lo inmediato. Se cierra la distancia entre “fake-news” y la presentación, sensacionalista, espectacular, manipulada, de los noticieros. Se insinúa que la verdad no importa,  que hemos cruzado el umbral entre el nihilismo y la época de la “pos verdad”. Puesto que la literatura ya no ocupa un espacio notable en el escenario de las ficciones, y sus espacios tradicionales se abren y difuminan sin pena ni gloria, vale preguntarse qué se nombra todavía con la palabra literatura.

Los dos relatos de Arboretum, el segundo libro de Jotacé López se relacionan con el tema inevitablemente, porque se publicaron y se dejan leer en un momento aplastante. Han caído los dados y los poderes no tienen que molestarse en presentar un frente seductor para imponer durezas. En Puerto Rico colapsaron las apariencias de legitimidad del régimen colonial. El vacío se palia con ofertas baratas de paraísos artificiales para contrarrestar la precariedad, el expolio, las desigualdades, el feminicidio, los secuestros, las tratas de órganos, los narcotráficos. Los alardes del poder desnudo, sin ambages, son parte de nuestra dieta cotidiana, servida en dosis incrementales, con táctica de bombardeo, esa que estipula la doctrina de shock and awe descrita por Naomi Klein. El terror no incita a la respuesta, sino al apocamiento.  



Arboretum  (Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2016) se suma al género de la ciencia ficción especulativa. Además se relaciona con la tradición violenta de la novela gráfica. Cuenta el  autor que las novelas gráficas son claves en la representación visual de su mundo del futuro: las de DMZ y The Massive, de Brian Wood, entre otras. Los dos relatos se sitúan en un futuro cuyas imágenes nos rodean con el peso dominante de lo imaginario y transcurren en territorios insulares sometidos a dos economías: la plantación y el turismo. Esos dos modos de producción también fueron la base económica de Puerto Rico hasta mediados del siglo 20. Asimismo, el espacio de la isla concebido como laboratorio o terreno experimental, que no puede desligarse de la explotación de sus recursos y habitantes como seres abyectos, colonizados, se vincula con el relato de la historia. Las zonas boscosas y los llanos agrícolas de un Puerto Rico histórico han sido y siguen siendo campos experimentales. Basta mencionar las expediciones botánicas de los siglos 18 y 19, la constitución de los bosques reales y de un jardín botánico en el siglo 19, el bombardeo de los bosques de El Yunque con napalm durante la guerra contra Vietnam y, de unos años a esta parte, los terrenos experimentales cedidos por el gobierno a las semilleras de Monsanto.

Los dos relatos de Arboretum tienen nombres de especies vegetales. En el primero, “Coffea arabica”, accedemos a la plantación en la cordillera de una compañía que controla dos terceras partes de la producción de café en el mundo. Los recolectores del grano, vigilados por gendarmes armados, trabajan sin descanso, como espejismos de seres parientes de los zombis conforme a la percepción más difundida de los secretos cultos haitianos. La voz de un narrador anónimo va desvelando su propia transformación en un ser híbrido que se desnaturaliza, desprendiéndose a la par de sus afectos: un novio, la comida “nativa” que nunca le gustó, pero que relaciona con los recuerdos familiares y el trauma de un infantilismo crónico. Ingresa a una academia de policía con la ilusión de poder manejar un NX-65, vehículo robotizado de dos patas y ocho metros de alto, equipado con radares, rifles de alto impacto, visión nocturna y otros dispositivos.

En el segundo relato,  “Plantae_Unknown_Mahal”,  los errores y la violencia bruta de las partes borran distinciones entre los adversarios. En una isla que podría ser la misma del primer relato el bombardeo, por un grupo ambientalista llamado Horizon Green, de una represa construida por una compañía china provoca una inundación catastrófica, que además dispersa un virus relacionado con la planta fantástica que da nombre al relato. La planta es el arma increíble de antiguas hechicerías chinas.



El estereotipo  del chino siniestro oculta, quizás, uno de los grandes frentes en conflicto en el seno del capitalismo global, que se alimenta virulentamente de sentidos corruptos de la nacionalidad y los nacionalismos. Para las lectoras y lectores familiarizados con la literatura puertorriqueña, la filiación china de falsas pistas culturalistas remite a la novela Flor de ciruelo y el viento (Editorial Folium, 2011), de Rafael Acevedo. El relato de una emperatriz que se nutre, como la condesa sangrienta, de los despojos de una planta carnívora es, en efecto, una fábula que evoca, también, y sobre todo, a Jorge Luis Borges, quien aprovechó los tópicos fumanchescos y funambulescos de una China de “pulp-fiction”.  La flor es un objeto mágico tan poderoso que altera el espejo simbólico de la hembra. Los sentidos de la mujer al cuidado de la tierra y sus recursos en rol de activista de Horizon Green se invierten en una transformación perversa.

De prosa precisa, ágil, con la atractiva flexibilidad de un cuerpo atlético, pero detallista y evocadora de los puntos de mira de los personajes, así como puntual en la creación de atmósferas y la trepidante descripción de escenas de violencia, estos relatos están muy bien escritos. Más allá de la calidad estilística exponen la circunstancia de nuestro tiempo: la guerra sin diferencias éticas definidas entre las partes adversarias.  Todos somos destructores.

Sin embargo, leo una mínima y mutable esfera donde se expresa un resquicio altruista. Se trata de un valor que atraviesa el arte de la violencia del pasado medio siglo desde The Godfather, hasta Mad Max: la lealtad a “la familia”. Disueltos los lazos del reñido contrato social entre clases dominantes y  ciudadanos comunes, las fidelidades se limitan a un núcleo reducido de lealtades. No siempre se es familia por lazos de sangre. En el ordenamiento de una nueva edad de las tinieblas, la familia, ganga, comuna o iglesia, es un clan auto erótico de fieles obedientes. 

Es posible leer un remoto antecedente en el truculento teatro isabelino, particularmente Shakespeare, con sus personajes despreciables y grandiosos, como ha visto Jorge Carrión (Teleshakespeare, errata naturae, 2011). La devoción al clan está anclada en el terror, no puede desligarse del miedo y de la impotencia ante el desastre. Veo en esa fragilidad el sutil antagonismo dinámico de los relatos de Arboretum. En el deseo de la protección del clan como sola respuesta –desenfocada, mínima, patética- ante un mundo de violencia, leo la propuesta del libro en tanto literatura. Leo, además, representaciones que remiten al mal sin paliativos que se ajusta a un descripción que Terry Eagleton propone en On Evil: “Some of the main features of evil are assembled here: its uncanniness, its appalling unreality, its surprisingly superficial nature, its assault on meaning, the fact that it lacks some vital dimension, the way it is trapped in the mind-numbing monotony of eternal recurrence… On the one hand it is a kind of insidious deficiency of being; on the other hand, it is just the opposite – a monstruous spawning of meaningless matter”.

De lazos sociales comunitarios solo queda en las islas de Arboretum la inclinación a convertir el rito funerario en fiesta. Esas ceremonias son desmembramientos de la escena representada en El velorio de Oller. Los ritos funerarios provocan la repulsión del mercenario extranjero que los consiente en tolerancia de borrachera, el mismo soldado a sueldo que se alza con el horrendo talismán de los chinos. Por lo demás, ese gendarme es un instrumento de fuerzas impersonales, como si fuera cierto que el mercado todo lo resuelve y disuelve en curvas de oferta y demanda. El mal es justamente la neutralidad que comunica la imagen de una persona mediocre informándose sobre alzas y caídas de acciones en el Wall Street Journal.

El mercenario comparte el ojo crítico de aquel don Manuel  Zeno y Gandía que veía en los pálidos de los montes a un pueblo irredimible. Jotacé López incluye La charca en la lista de fuentes de estos relatos, y encuentra en la lectura del clásico uno de los tonos que se propuso escribir: el choque escenificado en el ambiente rural entre lo científico médico y lo natural, no artificial. Pesan sobre la masa anémica el determinismo, las taras del servilismo.

También puede llevarse a la mesa (de disecciones), a propósito del cafetal como escenario de tramas literarias, el único libro de Antonio Oliver Frau, Cuentos y leyendas del cafetal (“heroicamente impreso en Yauco en 1938”, según Emilio Colón). En ese libro hay un relato, “Noche de brujas”, de sesgo naturalista con un toque de humor que jamás visitó las páginas de Zeno Gandía. La protagonista de ese relato maneja los miedos y las supersticiones de sus parientes y vecinos para ocultar encuentros amorosos. En contraste,  las protagonistas del segundo relato de Arboretum no tienen “agencia”, caen en una madeja de males desenfrenados, “un monstruoso desove de materia sin sentido”.

En tanto literatura de la post crisis y la precariedad, los cuentos de Arboretum se vinculan con una línea de ciencia ficción como escritura del desastre, compartida por Caja de fractales (Ediciones Entropía, 2017) de Luis Othoniel Rosa. Como retrato frontal de la tragedia de la violencia y la explotación se relaciona con varios libros notables: El Killer, de Josué Montijo (Ediciones Callejón, 2007), La belleza bruta, de Francisco Font Acevedo (Editorial Tal Cual, 2008) y, más recientes, Seis sucesos siniestros, de Juan Berríos (Editorial Tiempo Nuevo, 2016)  y De fronteras, de la salvadoreña Claudia Hernández, que acaba de publicar en Puerto Rico la editorial Trabalis. 


domingo, 16 de abril de 2017

fractales



para el profesor O


Confieso mi limitación para entender la coincidencia de la geometría fractal y la teoría del caos hacia los mismos años, en las postrimerías del siglo 20, pero eso nada importa. Si algo me impresiona de lo poco que entiendo de la geometría fractal es su proximidad a una antigua explicación del universo como series de correspondencias infinitas de materiales análogos, una continuidad vertiginosa, es decir, de alguna manera caótica.

Lo que sí entiendo, o percibo, es que el desplome del estado artificial que fue la sociedad puertorriqueña –colonia perfumada, consumo desenfrenado, mediocridad exaltada- coincide de un año a esta parte con una vigorosa producción literaria. Mencionaré solo cuatro ejemplos, aunque hay más: los libros de relatos Arboretum,  de Jotacé Lopez, y Comida de peces, de Manuel Núñez Negrón, y  las novelas de Francisco Font Acevedo (La troupe samsonite) y de Luis Othoniel Rosa (Caja de fractales).

Comparto unas impresiones inmediatas de Caja de fractales (Editorial Entropía, Buenos Aires, 2017). De pocas páginas, con la densidad de ciertas partículas pequeñas, la novela de Rosa tiene una trama perfectamente articulada en correspondencias formales que componen la unidad de un relato ambicioso, cuyo esquema temporal se extiende de 2017 -el año de su publicación- a 2701, un año imposible. También contiene el segundo ingrediente de las novelas contemporáneas que me parecen más interesantes y características. Si nuestra vida cotidiana anda tan llena de informaciones que habría que resucitar al argos de mil ojos para poder captarlas, la ficción, o una manera de la ficción, es la que se atreve a juntar, sin confundirlas tramas innumerables. Pienso en la novela y la poesía de Vicente Luis Mora,  pienso en las riquísimas novelas de David Foster Wallace. La nouvelle de Rosa, se instala en ese campo de ambiciones.

Esa novela total, tan moderna y contemporánea, remite, curiosamente, a los poemas épicos arcaicos, a las cosmogonías que explicaban el principio y el fin del universo. En Caja de fractales la imagen del título no es ociosa. Un fractal, "es un objeto geométrico cuya estructura básica, o aparentemente irregular, se repite a diferentes escalas".  El prólogo de la novela contiene una frase de Ovidio, autor de Las metamorfosis, poema que expresa la borrosa, acaso inexistente, frontera entre niveles y apariciones de la materia; así como el principio fractal de la repetición dentro de un solo objeto de figuras idénticas en diferentes escalas. Un ejemplo es la imagen de un brécol, cortesía de Wikipedia:




En Caja de fractales, los tiempos se conectan a través de pasadizos minuciosamente descritos. En tal espacio narrativo los personajes de Lewis Carroll viajan en estado de permanente arrebato. Los narcóticos, el éxtasis, la muerte feliz y el Coronel Carlos golpean como cautivos los lados de la caja estrecha, cuyo contenido, cuando el recipiente se abre, se estira, se desdobla, crece. Hay un antimundo de anti mundos llamado la catedral, cuyos sacerdotes son seres con apariencia de pitufos, que así como el gato que se sabe hermoso, evocan relatos infantiles y cuentos populares. También anda suelta la violencia, el estado de sitio a porciones enormes de la humanidad, migrantes, desplazados, la guerra que también es una constante en las tramas elementales. La vida es una pesadilla, para estos personajes pluri genéricos que son, todos y cada unx de ellas, elles, illis, ollos, ullus, y xllxs, seres arrebatados de impotencia y de ternura.  

Leí en esta novela que la ciencia ficción y la ciencia poesía pueden ser variables del realismo; que la fábrica cosmológica impenetrable no es ajena a la pobre existencia de los humanos, de las humanas, de los dieciséis  géneros hasta ahora contabilizados que no cuentan  nada más que con cinco vocales para expresar su diferencia en español. Somos depósitos genéticos. ¿Es que hay condición más digna que la de ser un depósito genético, indisolublemente conectado con todas las humanidades y todas las especies? También leo que la extinción de los recursos del planeta y el crecimiento demográfico de nuestra especie convoca oscuras y letales políticas neo maltusianas que no murieron en Auschwitz, y que las democracias y las tiranías se hermanan en esa doctrina de la supervivencia del más apto, es decir, en la crueldad y el abuso del poder de exterminar pueblos. (Leí algunas escenas fugaces de sociedades autárquicas, que habría que releer en contrapunto con otro libro del autor, Comienzo para una estética anarquista: Borges con Macedonio, Chile, Cuarto Propio, 2016). Leí un capítulo más hermoso que el gato. Es la descripción de un libro que todos escribimos, más borgianamente vasto e inaprehensible que la novela a varias manos de los italianos del colectivo Wu Ming. Corroboré que las novelas pueden leerse como se tocan, se huelen, se escuchan,  los objetos materiales pluridimensionales, y que un poema largo puede asumir la forma de una novela breve.

Hace unos años se decretaba la muerte de la literatura puertorriqueña. Pues yo la veo más viva que  nunca, porque no obstante la escala de sus espacios, entre meditaciones cosmológicas bajo los efectos de, y un moridero en Bolivia hasta la morada secreta de los pitufos en los acantilados de una isla que podría ser la de Dugald, la de Morel, la de Wells, el loco y arrebatado “ground” de Puerto Rico es uno de los lugares donde pudo haber prendido la idea de una catedral invisible.

Hay más, siempre hay más.


viernes, 14 de abril de 2017

Henry James en Aguirre





para Nelson Rivera

La bahía de Aguirre tiene nombre: Jobos. It´s the name of a fruit, a local fruit, dice Alice, pasándole  una bandeja con panecillos y un frasquito de mermelada de jobos, sabor penetrante, aromático, entre agridulce y salado, engañoso, porque cerca del mar todo se impregna de salitre. No le disgusta el sabor, ni el de la otra mermelada hecha con miel de los alrededores, pero no prueba más que una cucharadita de cada una. Henry le teme a todo lo que no provenga de un frasco enviado desde Londres. No quiere morirse lejos de su casa, de sus perros, de sus libros, de la maledicencia de sus vecinos, de las cañerías ruinosas y los títulos nobiliarios rancios.
Le cansa la ingenuidad sosa de Alice, pero a su favor tiene el ser hija de una madre de ascendencia pintoresca, Louisa Crowninshield, nieta de viejos normandos con algún asesino interesante entre los antepasados. En Sturgis, el marido, se repite la aburrida rudeza de los hombres atléticos de Harvard, aunque no hay manera de negarle el don de una candorosa simpatía. Debe ser la sonrisa, la pureza de reír chistes que a un niño inteligente no le harían gracia. Cierta ingenuidad inmarcesible distinguía a la pareja atrapada en la suerte que el destino de los suyos les había impuesto. No hacía falta tener talento –aunque sin duda Sturgis no era tan torpe ni carecía de buenas intenciones ni de la particular sensibilidad de las tendencias de moda, esas que en una temporada se diluyen y dejan de merecer grandes empeños, como el de civilizar a una isla primorosa llena de basura. Y el calor, imposible escribir aquí. Anotaría de memoria sus impresiones en el vapor de regreso a Londres. 
Aguirre, ingeniería de lámpara maravillosa, piensa Henry, a manera de apunte mental que luego complicará, porque le disgustan las frases evidentes que podrían salir de la pluma de cualquier propagandista imperialista y triunfalista de la revista Forum. Quizás una alfombra maravillosa, dice riéndose de pronto, sorprendiendo a Alice con la baba que se le sale  por la comisura de los labios. El traslado de una casa de plantación fabricada con maderas bostonianas, conforme a un antiguo plano topográfico de Aguirre que, según Alice, dibujó un militar español, y luego se reprodujo en Boston y allí lo vio Henry DeFord, quien lo mostró a unos azucareros cubanos con oficinas en Nueva York. El mundo se achica y no sé si conviene, dice en voz alta Henry James.
Hubiera disfrutado las horas perdidas viendo el mar, franja de plata inmóvil, a no ser por la aprensión de los días escalofriantemente incómodos que le esperaban en el camarote del carguero. William Sturgis pareció adelantarse a sus prevenciones, no se preocupe, el capitán es de primera y hemos reservado una habitación para usted en la torre, la que llamamos suite real, donde viajamos nosotros y las familias. De todos modos siempre podemos enviarle en un velero hasta San Juan y de ahí en vapor a Nueva York, dijo Alice. Y en Nueva York lo menos posible, querida, dijo Henry, que de solo pensar en esos panoramas rectos y longitudinales, como trazados por el hacha de un verdugo, me deprimo. Bueno, en Nueva York hay infinidad de tiendas. Aquí no hay nada, salvo esta casa y el mar, dice Alice.
La butaca de mimbre, el abanico que Alice ha puesto en sus manos, de plumas de pavo real. Es un abanico escandaloso, pero eficaz, comenta Alice. Henry los observa con plácida mirada de águila vieja, abuela de aguiluchos temibles. Quisiera que se callaran porque después de la primera impresión arrebatadora de pareja deslumbrante de salud, provocan un aburrimiento de esos que tienen que ver con los lugares donde se manifiestan y que si se prolongan le producen ataques de ansiedad. A él le interesa, ahora, el entorno.


Esa tarde lo llevaron en coche hasta la gran fábrica de la central, misericordiosamente cerrada por ser domingo. Se imagina el estruendo, le han hablado de la nieve negra del bagazo quemado. Prefiere ver los árboles, anotar sus nombres. No son muchos, pero hay planes de sembrar mangos, de hacer un huerto de mangos y de jobos y experimentar con las azúcares y los postres de las frutas. Alice tiene las recetas. Le fascina el árbol de goma, el viejo laurel de la India que ha visto en el recorrido. Gracias al machacón celo de los imperialistas puedo decir que he viajado a la India sin dejar de pisar territorio estadounidense, apunte mental. Y piensa que toda su crónica sobre Aguirre versará sobre ese árbol que los americanos no plantaron, pero que han decidido respetar, because we would not want to spoil beauty in the pursuit of happiness, dice Dumaresq con un guiño. Francis Dumaresq ha muerto, pero su retrato, el que Alice colocó sobre una de las mesitas blancas de la veranda, es más elocuente que el hombre cuando vivía. Henry conoció a Francis Dumaresq cuando era un joven de cara larga, afilada, que hacía su grand tour europeo. Apunte mental: “As an old man he looks disabled and deeply immersed in a becoming sadness, perhaps wrapped as close as a man´s hunchback is to his being, to the dignity of his bearing”. Si alguna familia de hombres pasablemente guapos prevaleció sin riquezas a la sombra de los bostonianos de pelos pajosos esa había sido la familia de los Dumaresq. Francis, cansado, se tomaría una tregua de Puerto Rico, viajaría a Boston, pasaría allí un invierno esperando sanar de una dolencia, en el invierno bostoniano moriría.


Este es el mundo del porvenir, pensó Henry James. I shall have no part in it. Escribiría su crónica sin desviarse del laurel. Escribiría sobre la particular brillantez de la pintura blanca y las molduras de la casa, más frágil aún que las gráciles mansiones del sur. El mar plácido, incompleto sin un ángel caminando sobre sus aguas de lago bíblico. De noche, cuando la temperatura bajaba, y a la luz de las lámparas de gas, los mosquitos golpeaban las telas, y se tomaban un buen jerez español en las sillas de mimbre, y Alice abría la tapa de un piano milagroso –pianos en Puerto Rico, pero hay pianos en el paraíso virgen, pregunta Henry. Este lo sacó William de un burdel en Ponce, le susurra la imagen de Dumaresq, con la suciedad de su sangre de corsarios de la isla de Jersey.
Y los habanos. Intoxicado con el jerez y los habanos y la prosperidad que a él le ha faltado en ocasiones, además de la belleza del mozo negro, un hombre mayor que va y viene por la sala como un gato, y que aprendió a servir con los guantes limpios, todavía un poco intimidante, pero solo un poco, para marcar la diferencia entre los negros caribeños y los ex esclavos del sur, esas cicatrices en las mejillas, y,  por qué no, la languidez de Alice, su piel joven, el bozo perlado por unas gotitas de sudor. Lo más alarmante, la pérdida de postura, cómo deja caer los hombros y sube las piernas a la butaca y pronuncia insistentemente las palabras it´s hot, con un seseo de víbora. Mira a la joven mirar al marido, que juega al póker con Henry DeFord y da puños en la mesa, a punto de acusar al socio de esconder cartas en la manga, mientras el negro viejo y aun hermoso, el de las mejillas cicatrizadas, le mantiene lleno el trago de ron oro, producto de los cañaverales de Aguirre, primera cosecha, según le explicara DeFord, que contempla sus dominios con las manos metidas en el bolsillo del pantalón blanco. De Luce no tienen noticias desde que se instaló en Washington para  gestionar indulgencias políticas. Henry James piensa que los bostonianos están perdidos. No obstante la grieta leve en el edificio de falsa nobleza que siempre le pareció una pacotilla, a él no le dan el corazón y el estómago para ver la caída. No se quedará mucho tiempo en esta casa que parece más un fuerte asediado por los mosquitos que una mansión señorial.


Cuando llegue a Londres abrirá sus baúles después de revisar su correspondencia. Encontrará una segunda carta de la revista Harper´s, un recordatorio del placer que les daría tener una crónica de Henry James sobre Porto Rico, our new possession. Abrirá el baúl, olfateará la piel del negro que empacó sus ropas con delicadeza, escarbará en los bolsillos, desmontará los puños de sus bastones.  Buscará página a página en el cuaderno de su viaje algún pasaje sobre Aguirre. No encontrará los apuntes que, según recuerda, había escrito atropelladamente abordo ya del vapor Coamo. Intenta recordar el vacío.
Su crónica se centraba en una escena de lunes en plantación. Transcurría al día siguiente de la noche de los cocteles. Dominaba la imagen del cuarto de máquinas de la central, con sus ruedas monumentales, ruidosas, que el año anterior habrían consumido junto con la caña el brazo de un peón. Recuerda la descuidada vestimenta de Crehore, un joven de la clase de William en Harvard, que jugaba a capataz golpeándose una mano con un foete. Recuerda que estuvo a punto de morir de sofoco y de asco cuando el ruido le impidió comunicarle al joven, que olía peor que su montura, que se sentía mal. Recuerda ver a un capataz nativo azotar a un buey y a los peones doblados como hormigas en el cañaveral bajo el imperio de lugarteniente de Crehore. Tanta crudeza, y el sabor salitroso del azúcar negra que se le dio a probar con salvaje entusiasmo. Recuerda que lo salvó del vómito un trozo de tierra descuidado, donde crecían matitas silvestres de flores diminutas y cómo de una de ellas, la de las flores rojas en punta de plumero, colgaba una hoja amarilla, ovalada, que daba vueltas en la punta de un hilo de telaraña igual que una peonza. Estaba muerta pero el viento y el hilo no la dejaban caer. Más fugaz que el laurel sombrío. Se refugió en la imagen del laurel durante el recorrido en calesa por los cañaverales en flor y el apresurado regreso a la veranda cuando se declaró mareado, no sin antes recibir, como una bofetada, la estampa de unas negras que se agolpaban en torno a viandas exhibidas en pañuelos. En contraste con el escenario infernal, la presencia etérea, desinteresada, del mar, cuya indiferencia a la miseria hubiera envidiado el zafio de Flaubert.
Le escribe al editor de Harper´s, promete la crónica portorriqueña para un momento más auspicioso. El artista necesita una tregua. Añade que ya están listas sus impresiones de una visita a la Florida. Cierra la carta  en tono de confuso catecismo de geografía estética: “Muy cerca de la Florida horrenda está la India. Falta una coma, ¿dónde colocarla? Muy cerca de la Florida horrenda, está la India. Muy cerca de la Florida, horrenda, está la India”.



Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...