domingo, 30 de septiembre de 2012

El dragón de ojos colorados

 

En ausencia de la madre, ante la indiferencia del padre, los niños han inundado la sala de juguetes. Ninguno les satisface; ni los trenes, ni los osos hormigueros de peluche, ni los libros ilustrados, ni los canguritos amaestrados, ni los microscopios, ni los camiones, ni las canicas, ni el Play Station, ni las ametralladoras, ni los puñales de goma. Falta el que importa, el ausente, el dios único, un solo dios: una horqueta de madera encontrada, pulida con la navaja de Larry, hecha arma con una gruesa tira de goma.

Prohibido tirarles a las golondrinas.

La dejaron sobre la mesa de madera oscura. No aparece. Megan tiene la gracia de encontrar objetos perdidos. Es un don extraño. Ahí está la honda, dentro del plato chino, el del dragón de ojos colorados. Gracias mamá, prohibido tirarles a los ruiseñores, a los gorriones, a las golondrinas y al dragón.

De vuelta a la carta de Dugald. El director se entusiasma:

“Los lugares son hijos de la imaginación de sus ocupantes; en los espacios

dormitan las cos….,

……………………..

…….arlos,

marcarlos de pie y palabra.

“Los ancestros de la humanidad fueron seres sobrantes de las ruinas de otros mundos. Entre ellos hubo villanos de película. (Where have I read this?)

“También caminantes que en cada lugar dejaban una forma, inventaban una palabra, hacían brotar una especie. A su paso y a sus cantos emergieron de la tierra helada y de las aguas oscuras los pájaros, las nubes, los ornitorrincos, los murciélagos, las alimañas que ya no dependieron más de la vitalidad de sus creadores. Y los astros muertos, entre ellos la luna, que nació berreando cuando la tierra abrió las patas. (¡!)
 
 
“La tierra es una red de líneas invisibles. Todos los narradores del planeta están atados a esas líneas. Sus imágenes cortadas se cocinan en la olla podrida de los sueños. Lo que alguien imagina resuena en otra cabeza desprevenida.  (Well…)

“Los narradores nómadas llevan la memoria en los pies. Nada repara mejor las líneas del canto. Pero las guerras, las fronteras, los profanadores, impiden el paso. Las líneas están cortadas”.

Qué falta de originalidad insistir en los orígenes. Megan nació en un país robado a la esperanza original del nómada. Las palabras de Dugald le son tan familiares como los dientes de sus niños. Ha muerto y resucitado muchas veces. Ni idea tenemos de lo que piensa cada vez que su cara de máscara se refleja, sin mirarse, en los espejos. A ratos la felicidad la muerde en la humilde frecuencia de una honda tensada. Otras veces, cuando supera el insomnio y los niños dan señales de una evolución normal y el día se le va en unos pocos gestos idénticos, abre la puerta del retrete, le ofende la fetidez del adorado marido, se enferma como el espíritu que vaga por el aire mutilado de historias. Siente la enfermedad en las articulaciones, en una jaqueca repentina, en un barrito que invade la piel sedosa. Efectos de la maldición.

El aborigen custodia una maldición. Según él, la casa de Megan Trevelyan está maldita. Cada vez que laten los corazones de sus habitantes se estremece el origen de un lugar sagrado. Las sombras de los Trevelyan, padres e hijos, interrumpen la línea cantada de las hormigas. Las maldiciones no mienten, la casa está maldita. Para colmo Megan y Larry construyeron una planta en forma de cruz. En el centro se ubica la sala amplia, en los cuatro extremos los dormitorios, la sala de proyección, la cocina y el comedor, la sala de música. En una cabaña flotante como una mota de polvo en el parque de cinco hectáreas sembradas de eucaliptos, está la oficina de Megan. Es su refugio. La puerta de la cabaña abre directamente a un arriate de margaritas silvestres, gencianas blancas con estrías azules y la risotada amarilla de un puñado de Billy Buttons. El jardín propio se encuentra a diecisiete deslizamientos de serpiente de la piscina. Megan detesta los ángulos rectos.

Una de las paredes y el piso son de cuarzo translúcido. Regados por el ámbito fosforescente, un caos de hojas de papel y objetos encontrados en el recorrido del parque. El jardinero no los toca. Sabe que a ella le gusta coleccionar,

una pluma color hábito de franciscano,

una semilla cráneo de reptil.

Mientras lee se muerde las uñas.

Junto a la piscina, en el parque expuesto a las maldiciones de los aborígenes que se alternan en vigilancia ante los portones, holgazanean los hombres de la familia.

¿Where is mom?, dice el menor, que ha dejado los pedazos del plato del dragón sobre la mesa del comedor, y se entretiene tirando piedritas al agua.

Leyendo, contestó Larry.

Leyendo, está leyendo.

Lo más difícil es el final. No, lo más difícil es el título. Al director se le ocurren muchos. Polvo fugitivo. Una línea imaginaria. The Other Songlines. El nacimiento de Selene. Lunáticos. Jazz de lo imposible. Alunizajes. El fantasma de las cosas. ¡Sin nombre, nombre pendiente! Concepto de Shivaji Dugald Tagore. Mitografía musical. Amalgama de mitos creacionistas nómadas  realengos. Las cosas fijas, las casas, las anclas, todo lo que echa raíces

aburre.

I guess we like a bit of chaos, don´t we.

Qué pensarían los que la maldicen de Megan Trevelyan disfrazada de luna. Añadirían tormentos. Además de ocupar tierra sagrada esta blanca quiere ser yo.
 
(capítulo de El fantasma de las cosas, de Marta Aponte Alsina)

 

jueves, 20 de septiembre de 2012

la mirada política


 
 Hacienda Orraca, cafetal en ruinas, Cayey, 2007. Foto de Frank Vélez Quiñones

Walter Benjamin, a propósito del surrealismo y las ruinas:
"El truco que domina este mundo de cosas (resulta más honrado hablar de truco aquí que de método) consiste en cambiar la mirada histórica al pasado por una mirada política. "Abríos, tumbas, vosotros, muertos de las pinacotecas, cadáveres tras biombos, en monasterios, palacios y castillos, porque aquí aparece el fabuloso guardián de las llaves, el que tiene en sus manos un manojo de llaves de todos los tiempos, que sabe abrir los más difíciles candados y os invita a pasar al mundo de hoy, a mezclaros con cargadores y mecánicos ennoblecidos ya por el dinero, a estableceros en sus automóviles, hermosos como armaduras medievales, a tomar vuestro asiento en los coches cama internacionales y a uniros a todas las personas que aún están orgullosas de sus privilegios. Mas la civilización vendrá a acabar rápidamente con ellas" ("El surrealismo", ABADA editores).

Quinta oración de una página 52. Y él.





"Vamos por buen camino, qué bien, si hasta siento tu olor, veo la sombra de tu cabeza, me hablas como un hombre a su mujer, no como un alma en pena."

En conmemoración de la Semana Internacional del libro.

domingo, 9 de septiembre de 2012

En el jardín botánico de Berlín: fragmento de novela


 
 
Ni sangre, ni corazón, dijo, y son horrendas. No hablo de los insectos. Hablo de ellas, dijo, y con un gesto lánguido descorrió un cortinaje tras el cual estalló la gama del verde, tantos tonos que no hacían falta más para sugerir un mundo completo. Era una selva poblada de árboles con barbas y ramas largas que descansaban sobre las ramas de otros árboles menos antiguos, y asfixiaban con sus sombras la ambición de las plantas nuevas. Los sonidos de la noche y el sol morían y reaparecían cada diez minutos. Es un diorama inspirado en una colección de ilustraciones para un plan abortado, dijo. Parecía un huevo: cabeza cónica, posaderas anchas, pies pequeños en zapatos anticuados. Solo algunas plantas han recibido el homenaje del miedo, por su torcida vocación de violencia y adicción a la carne. Las atrapamoscas, las rastreras capaces de asfixiar con sus tentáculos, las fábricas de venenos, las pérfidas urticantes. Pausó para recuperar el aliento, aunque hablaba despacio, con voz gangosa. Locas pasiones, pensó el otro hombre. Son las plantas desviadas de la benevolencia, dijo el huevo. Mediaron entre el renacuajo y el hombre, se quedaron atrás en el salto hacia las criaturas sangrantes por un injusto accidente, añadió, entregándose a un exceso reprochable en un científico, pensó el otro, que sentía una incomodidad extraña ante aquella masa parlante. La mayoría son insípidas, perfectas, agradecidas, resistentes. Las protege esa insipidez, siempre que no interfieran con la especie moral. Entonces les decimos yerbas malas. Y cerró la cortina.

El gabinete de Krause no se distinguía de los demás laboratorios del Jardín Botánico. Era oscuro, blindado por escaparates de libros de tapas flamantes, los volúmenes menos valiosos de la biblioteca real encuadernados con vitela para adornar los cubículos de los investigadores del edificio nuevo. Una insensatez, pretender, sin embargo, que la utilería reciente de la ciencia, incluso los aparatos transparentes, las probetas y las pesas y las pinzas, no cobraran la calidad gris de las miasmas que exhalaba el científico, la forma ovoide que respondía al nombre de  Juli Krause. Si los gabinetes de sus colegas, reflejaban el predominio de la materia manufacturada, la total y absoluta victoria guerrerista del año 1882, los objetos de Krause lucían apagados, como si no compartieran la oleada de triunfalismo hermanado con la construcción del Jardín Botánico de Berlín. Un hombre anticuado, parece un fósil de la edad de la melancolía, anotaría luego en su diario de viajes el otro hombre. Y dibujaría una mesa de trabajo con microscopios, instrumentos, y en dos pupitres, ante el desorden de la mesa, dos hombres. Uno, él mismo: alto, de hombros anchos, y ojos avellanados, muy claros, cara larga y pelos y barba de una rubicundez sin matices. Los ojos enigmáticos de esa región que es el misterio de occidente, los Balcanes. El otro, el hombre huevo, sin duda un enfermo. No es tanto mayor que el de ojos claros, pero se le nota el peso de largas horas en el laboratorio, doblado sobre el microscopio, comparando hojas muertas con otros seres muertos y resecos, clasificándolas a partir de sus yertas semejanzas morfológicas, aburrido la mayor parte del tiempo, porque el clasificador añora la diferencia; el rasgo anómalo que le deje dar su apellido a una especie nueva. Afuera, al otro lado de la cortina, sin embargo, una explosión de colores que el de ojos claros asocia remotamente con la vegetación enmarañada- robles asfixiados bejucos y enredaderas- del litoral del Mar Negro.

Así no lucirá el Jardín Botánico de Berlín, son los bocetos que un artista le presentó al Rey. Fueron rechazados. Pero yo los ejecuté, dice el hombre, tan grueso, que suda aunque la temperatura baja del gabinete. El diorama es la visión del artista. El olor de su sudor le provoca náuseas al otro.

La posibilidad de esa beatitud idiota, añade el huevo. Me refiero a la aventura minúscula. Aventuras de bacterias, los primeros seres vivos. A fin de cuentas son gigantes si se las compara con todo lo que no vemos con los microscopios más poderosos. Nosotros somos las bacterias de Dios, no recuerdo dónde leí eso. Abrimos los portales del tiempo. Detrás seguirán otros, anotando detalles que no podemos entender, hasta que llegue el próximo vidente, ese del que no seremos dignos de amarrarla las zapatillas. La ese final se convierte en un silbido asmático.

Me llamo Paul Sintenis, habla, al fin, el hombre de ojos claros. Y vine aquí porque me lo requirió el doctor Urban, y llegué aquí hasta este laboratorio, porque Ignaz Urban me dijo que usted me daría instrucciones precisas. Tamborilea con los dedos de la mano derecha el brazo de la silla, diseñada como un  pupitre de escolar, mientras con la otra, en movimientos cortantes, saca el reloj cebolla. Eso hago, Sintenis, le doy instrucciones precisas. Tan precisas como las venas de esa planta que tiene ahí, al lado suyo, seca y abierta sobre el papel absorbente. Sintenis recordó el color rojo de la flor viva. La planta de Humboldt, pensó. Como si le hubiera adivinado el pensamiento el otro dijo, lo que hacemos no forma ya parte de las grandes visiones, eso murió con los viajes de Humboldt. Aquí nos acercamos al universo de otra manera. Aquí partimos de que el plan de Dios se encuentra en la más menina de sus criaturas. Aquí no escribimos grandes novelas. Aquí hacemos una literatura menor. Pero no entendemos nada. Hacemos listas. Nombramos cosas muertas. Como si los que pagan  nuestro salario fueran conquistadores, y nombrando especies se apropiaran de ellas. Para sus usos. Para comprarles con el producto de nuestro trabajo collares de esmeraldas a sus cortesanas. Un chiste.

(Aclaración: Este es un fragmento del primer capítulo de una novela que escribe Marta Aponte Alsina. La autora dedica esta capítulo a Julio Ramos)

miércoles, 5 de septiembre de 2012

From Texas with love

 
 
En calidad de producción, colorido, diversidad racial y de género y oferta musical, el show del Partido Demócrata es superior al del Partido Republicano. No faltaba más, aquí hay salsa y soul y elegancia mediática. Sin embargo, el motivo dominante es el mismo: el cumplimiento del sueño americano, la excepcionalidad histórica de Estados Unidos. Vengan a mí las masas oprimidas. Silencio absoluto sobre el presupuesto militar de la Gran Nación, mayor que la suma de los gastos militares de China, Francia, el Reino Unido, Alemania, India, Brasil, Rusia, Japón y Arabia Saudita.
 
No acabo de entender por qué Michelle Obama -sí, es inteligente, simpática, guapa y viene de abajo - adoptó como causas personales a las familias de los militares y la sana alimentación. ?Tendrán algo que ver la prédica de la salud y el cuidado de las tropas con la defensa del sueño?

lunes, 3 de septiembre de 2012

Bohemias


 
Ponce se atreve a proclamar su estilo.  Siempre fue así, siempre ha sido así, desde la feria de 1882 que olvidó en la Plaza las Delicias el gracioso parque de bombas morisco y los solos en bombardino de la banda municipal. El atrevimiento de los ponceños equivale a una vida social; secretos, tertulias,  cafetines,  lealtades y deslealtades, antiguas representaciones, revoluciones juveniles, revistas y museos, y, desde hace unos años, la labor cultural y empresarial de Wilda Rodríguez y Graciela Rodríguez Martino, propietarias del restaurante  La casa de las tías. El menú como documento cultural, que hubiera hecho las delicias de un Lévi Strauss urbano, tiene su punto de cocción en uno de los juntes bohemios más finos de esta isla de refinados juntes bohemios. No porque los bohemios boleristas sean doctores en filosofía y letras, abogadas, músicos de profesión o estudiantes de música, sino porque la bohemia es un carnaval en escala íntima, donde cada quien es siempre otro, y la abogada canta una inmemorial canción argentina de compases nostálgicos que de pronto, no me preguntes cuándo, se hace ponceña, porque un barrio es siempre un barrio; y el estudioso seduce con sus boleros  masculinos, y todos andan como aspirantes a un lugar que solo ellos presienten, con abultados libros de letras bajo el brazo.  Armar una bohemia con duende y calidad exige, al igual que la cocina y el arte rigurosos, unos criterios muy graves, unas reglas implícitas para que esos encuentros semanales ocurran porque no estamos de acuerdo en nada, ni de acuerdo con nada. Brindo por esos desacuerdos, y por la bohemia mayor, Wilda Rodríguez, mujer de peso, medida y estilo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Appalachian Waltz



Será porque las "comunidades de fe" han llenado el vacío que dejó la ausencia de las comunidades históricas (familias, clubes, barrios) que en Estados Unidos el Partido Republicano, para representar las "etnias dentro de la nación" en su base política, tiene que valerse de personeros plásticos como los Fortuño ("latinos") o Chris Christie (maffia teleseriada de New Jersey). Pero los simulacros, Romney, Ryan, Luisito Fortuño y Lucé no tocan la fibra emotiva de tantos seres cautivos de un sentimiento poderoso: el miedo. Por eso el más aplaudido de los oradores fue el viejo excéntrico libertario Clint Eastwood, que, no obstante sus propios temores, mejor no pudo estar en su alocución al presidente ausente. En todo caso no caigamos en la trampa del miedo a nuestra sombra, ni olvidemos la hermosa complejidad de la música hillbilly, tan nuestra como el seis y la bomba, y Bach y el infinito, porque es de todas las culturas humanas.
 
 
 

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...