miércoles, 28 de diciembre de 2016

Muriel McAvoy






para Cesar J. Ayala 

Acercarse a un monumento con la intención de añadirle una mano de escritura inspira el deseo de relacionarse con las manos hábiles que su lectura provocó en otro tiempo. El monumental tema del azúcar, sus industrias y productos, es rico en lectores. En los días de escribir este libro tuve varios encuentros con una de ellas: Muriel McAvoy. No la conocí; mi simpatía tiene algo de la fascinación perdurable y desinteresada que inspiran los personajes literarios. No he visto fotos de la Muriel que vivió una temporada en esta tierra. Quizás con la ilusión de recordarla construyo su imagen usando piezas de mi repertorio de materiales engañosos, prejuiciosos, inexplicablemente archivados en el caos de la memoria. Imagino a una mujer alta, de huesos grandes, de apariencia atlética. La veo inclinada sobre una mesa cubierta de papeles que va repasando con sus manos enguantadas de investigadora de archivos.
 Muriel nació en 1917. Cursó estudios doctorales en Boston, pero no en Harvard, sino en Boston College. Fue profesora, pero no en Harvard, sino en Fitchburg State College. Publicó su libro, Sugar Baron: Manuel Rionda and the Fortunes of Pre-Castro Cuba (al que dedicó años de hurgar en los archivos en la Universidad de Florida y otros tantos a su ardua redacción) en 2003, a la edad de 84 años. Había quedado viuda de su segundo marido, George Lavan Weissman, en 1985. George, uno de los olvidados de la olvidada izquierda estadounidense, fue un militante socialista prominente, fundador del Socialist Workers Party y apoderado del legado escrito de León Trotsky en Estados Unidos. No puedo seguir el hilo de su laberinto, más allá de lo anotado, y de consignar que buena parte del tiempo dedicado por Muriel al libro sobre los azucareros cubanos coincide con los años posteriores a la muerte de su compañero y con la ingrata etapa de su propio envejecimiento desacompañado. En una entrevista sobre el campo de los estudios del azúcar, Muriel comentó que el tema le interesaba desde sus estudios graduados y que su disertación doctoral trataba sobre la industria azucarera antes de la guerra civil estadounidense, con particular interés en el mercado del azúcar en Boston y las ramificaciones internacionales de la mercancía. Las estratagemas políticas, los asuntos comerciales, las intrigas internacionales y el factor cultural “made for interesting research and great writing”. Los grandes personajes de la historia del azúcar, los que brillan con estatura novelesca, pueden ser los más intrigantes, los burgueses poseídos por el afán de lucro y el consumo extravagante de mercancías de lujo. La historiadora los narra en un lienzo minucioso que forma parte de la gran novela del azúcar en Cuba y las Antillas.
Muriel McAvoy murió en 2007, en Concord, New Hampshire (escribo esta oración en el año 2016, así que siempre habrá una grieta entre ella y sus lectores). Partió en estado de soledad, al punto de que se publicó un edicto en el periódico de Concord dando noticia de su muerte e inquiriendo si tenía herederos y acreedores.  
Supe de Muriel siete años después, en 2014, gracias a César Ayala, autor de un libro importante sobre el azúcar: American Sugar Kingdom. César me envió un artículo de McAvoy: “Early United States Investors in Puerto Rican Sugar”, leído en la décimo cuarta conferencia de la Asociación de Historiadores del Caribe, reunidos en San Juan entre el 16 y el 21 de abril de 1982.
La generosidad y el rigor de McAvoy se advierten en el gesto de dejar pistas de interés tangencial no solo para sustentar sus pesquisas, sino que también para alentar a que otros investigadores les siguieran el rastro, como la nota sobre los tres depósitos en el mundo donde se conserva el primer periódico en inglés publicado en Puerto Rico: The San Juan News. (A propósito de The San Juan News, anotó Muriel que lo fundó Hobart S. Bird, nativo de Wisconsin, y que existe una colección microfilmada con varias páginas ilegibles en la Colección Puertorriqueña de la UPR en Río Piedras, otra en la Biblioteca del Congreso que no puede consultarse por su estado de deterioro y una tercera depositada en la State Historical Society de Wisconsin.) Su regalo a una interlocutora invisible me comunica el fondo esperanzado en la soledad de la investigadora que no escogió temas de éxito, sino asuntos relativamente aislados del interés de los estudiosos estadounidenses, como la monografía citada sobre Puerto Rico.  

domingo, 18 de diciembre de 2016

Es Navidad







para Vanessa Vilches Norat


En el campo segregado de la central -un país dentro del país- también se cristalizaron las híbridas formas del colonialismo en Puerto Rico. En Aguirre, al cabo del tiempo, se reconoció el espacio del otro: el hotel de los americanos, el hotel de los puertorriqueños; el club de los americanos, el club de los puertorriqueños.  En cuanto al comercio dominante solo existía la tienda de la central, la “General Store”, un gran almacén por departamentos. Era propiedad de los americanos y en Navidad la saturaba el perfume de un enorme pino que incluso en el “deep south” hubiera parecido exótico. Leí que además de la General Store había en la central un mercado de vegetales. ¿Sería allí donde se vendían las viandas del país, ñames, yucas, yautías? Pero, ¿qué del paladar goloso? ¿Qué de los dulces elaborados en el caldero? ¿Qué del dulce de coco, del marrayo, del dulce de naranja, del dulce del más pobre, confeccionado no con papaya, sino con la raíz del árbol de papaya? Alguien menciona, de paso, al confiarme sus memorias de Aguirre, el nombre de una mujer que vendía dulces. En su oficio se percibe la doble cara del colonialismo, el mandar y dejar hacer mientras conviniera no prohibir. En esa franjita desocupada, minimizada, se fue gestando el sentido de lugar de los aguirreños.
En Aguirre se construyó un hospital moderno que, sin embargo, no rebajó la cantidad de clientes de una mujer enigmática, una mano poderosa: doña Masí. Se dice que a su consulta iban personajes de toda la isla, ricos e influyentes, que estacionaban sus Cadillacs, Lincolns y Packards discretamente y entraban por la parte trasera al cuarto de sus rituales. Alrededor de la casa había un jardín de matas de toda especie que usaba en sus preparaciones, aunque a veces enviaba a sus clientes a la farmacia de la General Store. En esa farmacia trabajaba una licenciada y mujer razonable, cuya ciencia alternaba sin confrontaciones con la botica de doña Masí. La farmacéutica despachaba frascos con aguas de colores a la clientas que la curandera le refería.
 El mundo equívoco de las culturas segregadas y a la vez dependientes entre sí dejó sus huellas en el paisaje de Aguirre. Los estamentos eran al menos cuatro. Los patisucios u obreros picadores de la caña y los que hacían el trabajo pesado de cargar y descargar los trenes vivían en las colonias de los alrededores, en bohíos, del tipo que Sidney Mintz describió en su libro de conversaciones con don Taso. En ocasiones, pernoctaban en el barracón cercano a la central. Un escalafón contiguo, pero superior, y que se reflejaba en la repartición de viviendas, era el de los obreros diestros: herreros, mezcladores, capataces. Sobre ellos se situaba la casta de los profesionales del país: médicos, ingenieros, maestros puertorriqueños. En el nivel superior mandaban el administrador de la central y los ejecutivos de alto rango, en su mayoría americanos.
El poder se sostiene precariamente, como un edificio sobre el que se reparten las cargas construido con algún grado de elasticidad para resistir terremotos. La división de clase y casta se sobrepone a una subordinación centenaria que para los accionistas yanquis de Luce and Co.  representaría, no obstante, una colectividad sin grandes matices diferenciadores: la de los puertorriqueños.  Se recuerda que, en Navidad, a los niños de los trabajadores (¿a los niños de los patisucios?) los invitaban a pasear en el tren, donde los esperaban tres hombres vestidos de reyes magos, mientras que los retoños de los profesionales nativos podían asistir a luaus hawaianos celebrados en el club de golf y beber maitais.
Todo se duplica en Puerto Rico. Cuando algún embeleco ya no sirve se sustituye por otro, pero no desaparece. Se le abandona, se le deja morir. Se desmantela a pedazos, se canibaliza. Si la muerte es por desangramiento, si no hay fiesta de buitres que dispongan de las ruinas para especular y transformar los espacios, se dejan rastros de cada serie de embelecos. Algún pedazo queda de las vías del tren del sur. Se fueron deshaciendo y vendiendo canto a canto los almacenes de Aguirre.  Se diría que ese despedazamiento conflige con lo escrito sobre el lugar entrañable de las memorias y las querencias. Si bien el vandalismo no es tan brutal como las puercas industriales que arrasan con todo para sembrar otras especies inmobiliarias inanimadas o vegetales, es innegable que las casas abandonadas y los almacenes enormes que recogían los olores y ruidos de la producción de mieles, son pasto de los depredadores clandestinos. ¿Quién arrancó y vendió los rieles del tren? ¿Quién se está alzando con el acero galvanizado de los almacenes? ¿A quiénes se les venden los restos de las utopías?  ¿De los embelecos?


domingo, 11 de diciembre de 2016

Narices




para Efraín Barradas

La cara humana es una cárcel. Si de veras fuéramos libres no distinguiríamos la cara propia.  Sabríamos que todas las caras son una. Reconocer que existen siete mil millones de narices humanas relativamente poco variables debería bastar para poner fin a la violencia homicida. Matar al otro equivale a suicidarse. Un homicidio es el destrozo de algún espejo desconcertante.
El tema de las caras como repeticiones viene al caso de cómo descubrí en los anuarios de Harvard dos retratos de William Sturgis Hooper Lothrop. La primera imagen que asocié con dicho nombre lleva un lazo enorme al cuello, tiene el pelo pajoso, nariz de aletas anchas y ojos brotados, como si padeciera de la tiroides. La expresión parece frenar un impulso o una pena. He visto decenas de retratos de anuarios de Harvard y ninguno de los graduandos sonríe.  Quizás se buscaba el efecto de una virilidad sombría. Les esperaba el mundo del comercio, intervenido por capitales recientes adquiridos con celeridad inescrupulosa. Los alumnos de Harvard eran hombres llamados a lo que sus fotos no alcanzan a revelar. Algunos, como este primer William, lucen, más que graves, enfermizos, feúchos, carilargos. Otros, como al descuido, delicados y soñadores.


No quiero hacer una apología del error. Tampoco ocultarlo. El error es inseparable del deseo de escribir un libro como este. La imagen –un daguerrotipo– no corresponde al cuerpo que en vida llevó el nombre de William Sturgis Hooper Lothrop, fallecido en Ponce en 1905. Se hizo en 1840, antes del nacimiento de William Sturgis, antes del fallecimiento de Edgar Allan Poe, un hito que no requiere explicaciones.
La rapidez de mi atribución errónea debe tener dos causas, aunque es muy posible que me engañe: el hombre de la foto también se llamaba William (Francis William Hilliard) y se parece a la imagen del retrato del padre de William Sturgis Hooper Lothrop pintada por John Singer Sargent. La otra interpretación del error revela una torpeza. Dos fotos más abajo en la columna de enlaces, para acentuar la confusión, se encuentra el retrato de un tal William Sturgis, y la investigadora cometió el error de la sabuesa impaciente.


El retrato auténtico, si es posible la autenticidad en un universo de siete mil millones de narices -1, 550 millones hacia 1900-  es de una cara con par de ojos, boca y nariz, pero entre este y los anteriores, descontando la moda en el vestir, media el abismo tonal que separa una tormenta de un partido de fútbol. La carga sobre los hombros del hombre de ojos brotados era de otra especie. Cuando Francis William Hilliard y William Sturgis  eran niños escuchaban que en su generación de varones se degradaba la sangre de valientes. El tiempo de ocio que se permitían las generaciones jóvenes le debía todo a la muerte, o más bien a la vida sacrificada de los ancestros. Los que habían muerto de hambre en los inviernos inclementes, en sus rústicas cabañas, los que habían muerto de viruela o de abandono en las calles resbalosas de fango de las aldeas pestilenciales sobre las cuales se había construido la ciudad. Los guerreros de la independencia de la nación, que habían fertilizado valles y colinas con su sangre y se deshacían en tumbas anónimas. Los intrépidos puritanos supieron sobreponerse a la austeridad, a la aspereza de un clima insalubre y las traiciones del mar. Al mar gris y bronco del norte se habían dedicado en sacrificio generaciones de varones. De cómo aquellas aldeas sombrías establecieron rutas hacia todos los puntos cardinales, y cimentaron fortunas de hombres libres y moralistas, que abrían tienditas en las plantas bajas de sus casas donde el humo se atoraba en las chimeneas y los lujos eran menguados, es una de las vetas de las narraciones neo inglesas del mar, que luego se transforma en el destino manifiesto de los acorazados.
El imperialismo asumido como se padece el estreñimiento los distinguió de otros pueblos reconcentrados. Los bostonianos llegaron a Oriente, se establecieron en Cantón, fundaron negocios en el Caribe, se nutrieron de la trata esclavista, de la trata de culís chinos, de la trata de pieles de nutria, de la trata del opio. Demasiadas riquezas para gente tan rústica. Así que, de pronto, llegaron los banqueros y la maquinal dureza de quien se dedica a contar y pesar monedas. Es cierto que en Boston y sus alrededores se cuajó un pensamiento que renegaba de los banqueros sin abandonar el aire idealista de los colonizadores, pero en el año del nacimiento de William Sturgis Hooper Lothrop, Emerson había muerto y Thoreau también. El primero se alejó de la Iglesia Unitaria y de la Universidad de Harvard; el segundo del capitalismo. Quizás no advirtieron que renegar de un banquero desde la soledad, sin asumir la sucia lucha política de una masa de narices, deriva en construir un arquetipo viril siniestro: el hombre superior.  Una triada de pensadores fue tejiendo esa figura: Emerson y Carlyle, contemporáneos y amigos; Nietzsche, lector de ambos.
Tras el hombre superior entran en escena los productores de espectáculos y los demagogos. El hombre humilde dispuesto a morir por los intereses del hombre superior y de su casta. Las guerras higienizan el ambiente, equilibran poblaciones. William Randolph Hearst, el fundador del periodismo sensacionalista, modificó la fórmula de Emerson para consumo del hombre masa. Ricos y miserables compartían el destino manifiesto de dominar el Caribe y Centroamérica, acceder al océano Pacífico y cerrar el bucle de la historia: regresar al origen asiático de la raza.


El segundo retrato (¿el auténtico?) de William Sturgis Hooper Lothrop se encuentra en un anuario de la clase de Harvard de 1890. Es de un muchacho de pelo corto, mirada ingenua de ojos limpios, bigote bien cuidado sin pretensiones y una partidura menos centrada que las de sus condiscípulos. No mereció honores en Harvard, pero tampoco le hicieron falta. Su posición social lo eximía de competencias intelectuales. Fue miembro del Tug of War Team, de la fraternidad Delta Kappa Epsilon, del Hasty Pudding Club, de la Historical Society, del Institute of 1700 y de la St. Paul´s Society.  “After leaving college I spent the summer abroad, and in September I went to work for the house of Kidder, Peabody and Co. I have been there until this spring, when I was obliged to leave on account of illness. In October, 1891, I was married to Miss Alice Bacon and have a son.” En un informe posterior, añadió: “He is in business with De Ford and Co. Bankers in Boston and Ponce, Puerto Rico, where they are the fiscal agents of the United States Government. Business Addres, 3 Broad Street. Residence, 26 Chestnut Street. Married Alice Bacon October 1891. Son, Samuel Kirkland, born July 6, 1892”.
Los muchachos de la clase de este segundo William morían de gripe, de tuberculosis, de fiebre escarlatina, en accidentes deportivos no heroicos.  La guerra contra España reverdeció esperanzas de una nueva dimensión de la hombría. Lucro y virilidad heroica compatibles. Reivindicación de la misión civilizadora que en las guerras de la frontera dejaba la desoladora impresión del ocaso de los pueblos que se pretendía civilizar. 
La invasión de Puerto Rico fue, en sus inicios, el brazo militar de la estrategia de negocios de un puñado de familias bostonianas. Siempre hubo una ruta abierta entre Boston y el Caribe. Un tío bisabuelo de William Sturgis Hooper Lothrop fue general del ejército de Francisco de Miranda y murió en Santo Domingo. Dos hermanos de Ralph Waldo Emerson pasaron temporadas en Puerto Rico y Santa Cruz. Varios miembros de la familia Perkins, primos de Francis Dumaresq, tenían negocios en Santo Domingo. Islas para tuberculosos, aventureros y comerciantes.

(De mi libro sobre la Central Aguirre)

viernes, 2 de diciembre de 2016

Tierras movedizas



para María Datel

Una mañana de domingo salí a buscar la casa de Alice Bacon, la figura que compuse de datos dispersos (el retrato, el historial de compra y venta de sus casas, los informes de sus ancestros en el Boston Blue Book, el libro de memorias de la madre, la mirada de Alice, que resbaló por las pieles de los hombres y mujeres que sembraban y cortaban la caña dulce de Aguirre).
Ese día me puse brava, con la irritada persistencia del acreedor impaciente. No me recibes, dónde estás, conmuéveme. El tono terminó por convencerla, o hacerme creer que la había convencido de abrir un resquicio en la puerta y dejarme entrar por la que fue la entrada de los sirvientes en el sótano de su casa. Ahora el sótano es la oficina de los guardias de seguridad de una universidad llamada Fisher y el resto de la casa una residencia de estudiantes. Por la puerta del sótano salió corriendo un varón atlético y aproveché para colarme. Las universidades se han convertido en fortalezas rodeadas de terrores cómplices. Sus guardianes exigen documentos, cámaras ocultas o indiscretas retratan a los visitantes. Hay que acostumbrar la voz al tono pasivo que se cuela por un resquicio.  Me detuve frente al mostrador y expliqué con acento descosido mi interés de autora en la personalidad de quien fuera una de las propietarias de la casa. Mi presencia, mis palabras, no formaban parte del universo habitual del guardia, un hombre negro joven. Demasiado respetuoso y azorado para la profesión de la violencia, me copió en un papel  el correo electrónico del departamento encargado de organizar excursiones a la residencia. Le di la espalda,  salí, y me fui a disfrutar un brunch con amigos argentinos después de fotografiar las casas en hilera del frente.
La última residencia de Alice Bacon Lothrop forma parte de una serie de casas o apartamentos adosados, cada uno de cuatro pisos estrechos, fachadas grises y ventanas que dan a balconcitos de hierro. La austeridad se alivia en los cristales inmaculados que recogen imágenes del cielo, las nubes, los árboles, los automóviles detenidos. El pensamiento de Alice se esconde justamente en la transparencia fría de las ventanas cortinadas. No logré sentir y pensar como sentía y pensaba Alice, pero ante una de esas ventanas, de cara al farol de la acera, pude imaginar que a sus sesenta años, en días de grandes nevadas y ventiscas, ella imaginaba la bahía de Aguirre, las uñas sucias de su hijo Samuel, los labios carnosos de su marido William Sturgis Hooper Lothrop, el mismo que viajó a Puerto Rico en 1898 con un cargamento de sellos postales.  


Samuel, el hijo que para ella fue puro amor, tenía las uñas sucias por el hábito de esconder monedas en la tierra del jardín de la casa de los abuelos Lothrop. Yo había visto fotos de esa casa, que ocupa los solares 25 y 27 de Commonwealth Avenue.  Esa sección del Boston viejo, llamada Back Bay, tiene aires afrancesados, con parque lineal al frente. Colindante con los jardines del Commons y los jardines Fen, e influenciada por el París del “Segundo Imperio”, desafía la austeridad de las casas más antiguas. El sector se construyó sobre terrenos robados al mar, rellenados con toneladas de gravilla. Back Bay era lo que su nombre indica, una pequeña bahía donde los pueblos primeros construían corrales de pesca y al bajar la marea se revelaban las criaturas de los manglares, primas de algunas especies que todavía sobreviven en el bosque de Aguirre, y de las que ya no queda ni un recuerdo en Back Bay. 
El folleto turístico publicado por la ciudad informa que a partir de 1857, y a lo largo de más de cuarenta años, es decir, hasta el año anterior a la invasión de Puerto Rico, trenes repletos de gravilla, con 2,500 yardas cúbicas de material de relleno, hacían más de 255 viajes diarios para ir formando el ensanche.  
Las casas en hilera, coronadas con mansardas, generosamente dotadas de ampulosas bow windows fueron diseñadas por  Bryant y Gilman. El plan de mejoras fue obra de Gilman, uno de los arquitectos eminentes del país, además de "hombre ingenioso y bon vivant”, lee un documento de la época. Con diseños de Bryant se remodelaron capitolios y alcaldías en 19 estados, 36 tribunales, 59 hospitales, escuelas u otros edificios públicos, 16 estaciones de ferrocarril, 16 aduanas y correos y 8 iglesias.    


En el parque lineal de Commonwealth Avenue hay una sombría estatua inspirada en Alexander  Hamilton, el personaje caribeño que tanto les apasiona a Lin Manuel Miranda y Barack Obama. Parece que su escultor, un tal Dr. William Rimmer,  médico y anatomista, era tan interesante como su modelo. También figura entre las efigies en piedra una de Domingo Faustino Sarmiento, obsequio del gobierno argentino. La estatua de Sarmiento atracó en Boston medio siglo después de que a los argentinos se les ocurriera dejar una huella de Sarmiento en la memoria de su admirada sociedad bostoniana.
En el jardín de la casa del abuelo Thornton, en Commonwealth Avenue, el hijo de Alice y Sturgis, el niño Samuel Kirkland Lothrop, futuro arqueólogo y espía, hacía hoyitos con los dedos en la tierra donde prosperaban los rosales –rosas enormes, rosas pequeñas aromáticas, rojas aterciopeladas e insípidas. Las uñas se cundían de uñeros y manchas blancas. Esta tierra es fértil, decía el suegro de Alice, dueño del jardín y de la casa y sus objetos, porque su mujer no podía heredar, aunque fuera ella la descendiente  de los dueños originales. El suegro de Alice y abuelo de los hijos de Alice se llamaba Thornton Kirkland Lothrop. Tenía espinas en el nombre y en el humor.  Era cuentero: “aquí hubo un cementerio indígena, los huesos humanos fertilizan la tierra por una eternidad”.


A veces variaba el cuento sobre la procedencia de los huesos. Decía don Thornton que en su jardín también había enterrados huesos de brujas, cuando no de masones corruptos linchados por cristianos temerosos de Dios. La ciudad y los lugares vecinos se habían levantado en el terreno diabólico de los indígenas, las brujas y los masones. Los padres fundadores habían extirpado la brujería, se habían hecho hombres modernos, fundaron una iglesia singular, la Unitaria, de cuyas entrañas nació una universidad poderosa; habían combatido al partido de los masones, que tuvo que conformarse con dejar grabada una pirámide en los billetes de un dólar. El suegro de Alice descendía de generaciones de ministros religiosos y consejeros de presidentes de la nación, y al menos un presidente de la universidad de Harvard. Tenía un sentido elástico de la justicia y un humor que no se permitía una sonrisa cabal. A la sombra de aquel hombre se había criado William Sturgis Hooper Lothrop, el muchacho que dejó a Alice viuda. A la sombra de Thornton, un poco debilitada su manía sistemática con los años y reconocimientos, se crió Samuel, el niño que enterraba monedas. Ya mayor, Samuel llegó a parecerse al viejo en la sonrisa fría y la nariz impensable; don Thornton le había legado un rasgo extraño en las aletas anchas.

Así que, en la prolongada vejez de Alice Bacon los recuerdos más remotos se disputaban el cuerpo senil con ferocidad, pero ella había aprendido que a la tristeza que abre puertas a la locura conviene responder con la ortodoxa parquedad de los buenos modales y algún pasaje del libro de Job, o hablando con el angelito que la acompañaba, el niñito que llevaba el nombre de Sturgis, el que había muerto antes de cumplir el año. Cuando William flotaba en las aguas de la memoria ella ya estaba esperándolo con una sonrisa que todavía se calentaba al resplandor del día feliz de la excursión a Punta Pozuelo, tierra firme rodeada de manglares, espejo tropical de las aguas secadas por la ambición de edificar una ciudad elegante sobre los terrenos movedizos de Back Bay.


(De mi libro sobre la Central Aguirre y la carretera PR 3).

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...