para Vanessa Vilches Norat
En el campo segregado de la central -un país dentro del país- también se cristalizaron las híbridas formas del colonialismo
en Puerto Rico. En Aguirre, al cabo del tiempo, se reconoció el espacio del otro: el hotel de los
americanos, el hotel de los puertorriqueños; el club de los americanos, el club de los puertorriqueños.
En cuanto al comercio dominante solo existía la tienda de la central,
la “General Store”, un gran almacén por departamentos. Era
propiedad de los americanos y en Navidad la saturaba el perfume de un enorme pino que incluso en el “deep south” hubiera parecido exótico. Leí que además de la General Store había en la central un mercado de vegetales. ¿Sería allí donde se vendían
las viandas del país, ñames, yucas, yautías? Pero, ¿qué del paladar goloso? ¿Qué de los dulces
elaborados en el caldero? ¿Qué del dulce de coco, del marrayo, del dulce de
naranja, del dulce del más pobre, confeccionado no con papaya, sino con la raíz del árbol
de papaya? Alguien menciona, de paso, al confiarme sus memorias de Aguirre, el nombre
de una mujer que vendía dulces. En su oficio se percibe la doble cara del
colonialismo, el mandar y dejar hacer mientras conviniera no prohibir. En esa franjita
desocupada, minimizada, se fue gestando el sentido de
lugar de los aguirreños.
En Aguirre se construyó un hospital moderno que, sin embargo, no
rebajó la cantidad de clientes de una mujer enigmática, una mano poderosa:
doña Masí. Se dice que a su consulta iban personajes de toda la isla, ricos e influyentes, que estacionaban sus Cadillacs, Lincolns y Packards discretamente y entraban por la parte trasera
al cuarto de sus rituales. Alrededor de la casa había un jardín de matas de
toda especie que usaba en sus preparaciones, aunque a veces enviaba a sus
clientes a la farmacia de la General Store. En esa farmacia trabajaba una licenciada
y mujer razonable, cuya ciencia alternaba sin confrontaciones con la botica de doña Masí. La farmacéutica despachaba frascos con aguas de colores a la
clientas que la curandera le refería.
El mundo equívoco de las culturas segregadas y a la vez dependientes entre sí dejó sus huellas en el paisaje de
Aguirre. Los estamentos eran al menos cuatro. Los patisucios u obreros
picadores de la caña y los que hacían el trabajo pesado de cargar y descargar
los trenes vivían en las colonias de los alrededores, en bohíos, del tipo que Sidney Mintz describió en su libro de conversaciones con don Taso. En ocasiones,
pernoctaban en el barracón cercano a la central. Un escalafón contiguo, pero superior, y que se reflejaba en la repartición de viviendas, era el de los
obreros diestros: herreros, mezcladores, capataces. Sobre ellos se situaba la
casta de los profesionales del país: médicos, ingenieros, maestros puertorriqueños.
En el nivel superior mandaban el
administrador de la central y los ejecutivos de alto rango, en su mayoría americanos.
El poder se sostiene
precariamente, como un edificio sobre el que se reparten las cargas construido con algún grado de elasticidad para resistir terremotos. La división de clase
y casta se sobrepone a una subordinación centenaria que para los accionistas yanquis de Luce and Co. representaría, no obstante, una colectividad sin grandes matices diferenciadores: la de los
puertorriqueños. Se recuerda que, en
Navidad, a los niños de los trabajadores (¿a los niños
de los patisucios?) los invitaban a pasear en el tren, donde los esperaban tres
hombres vestidos de reyes magos, mientras que los retoños de los profesionales nativos podían asistir a luaus hawaianos celebrados en el club de golf y beber maitais.
Todo se duplica
en Puerto Rico. Cuando algún embeleco ya no sirve se sustituye por otro, pero
no desaparece. Se le abandona, se le deja morir. Se desmantela a pedazos, se
canibaliza. Si la muerte es por desangramiento, si no hay fiesta de
buitres que dispongan de las ruinas para especular y transformar los espacios,
se dejan rastros de cada serie de embelecos. Algún pedazo queda de las vías del tren del sur. Se fueron deshaciendo y vendiendo canto a canto los almacenes de Aguirre. Se diría que ese despedazamiento conflige con
lo escrito sobre el lugar entrañable de las memorias y las querencias. Si bien el
vandalismo no es tan brutal como las puercas industriales que arrasan con todo
para sembrar otras especies inmobiliarias inanimadas o vegetales, es innegable
que las casas abandonadas y los almacenes enormes que recogían los olores y
ruidos de la producción de mieles, son pasto de los depredadores clandestinos. ¿Quién
arrancó y vendió los rieles del tren? ¿Quién se está alzando con el acero
galvanizado de los almacenes? ¿A quiénes se les venden los restos de las utopías? ¿De los embelecos?
1 comentario:
Hermoso. Lo narrado, lo recopilado y lo reflexionado.
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