para Efraín Barradas
La cara humana
es una cárcel. Si de veras fuéramos libres no distinguiríamos la cara
propia. Sabríamos que todas las caras
son una. Reconocer que existen siete mil millones de narices humanas relativamente poco
variables debería bastar para poner fin a la violencia homicida. Matar al otro
equivale a suicidarse. Un homicidio
es el destrozo de algún espejo desconcertante.
El tema de las
caras como repeticiones viene al caso de cómo descubrí en los anuarios de Harvard
dos retratos de William Sturgis Hooper Lothrop. La primera imagen que asocié
con dicho nombre lleva un lazo enorme al cuello, tiene el pelo pajoso, nariz de
aletas anchas y ojos brotados, como si padeciera de la tiroides. La expresión
parece frenar un impulso o una pena. He visto decenas de retratos de anuarios
de Harvard y ninguno de los graduandos sonríe. Quizás se buscaba el efecto de una virilidad
sombría. Les esperaba el mundo del comercio, intervenido por capitales
recientes adquiridos con celeridad inescrupulosa. Los alumnos de Harvard eran
hombres llamados a lo que sus fotos no alcanzan a revelar. Algunos, como este
primer William, lucen, más que graves, enfermizos, feúchos, carilargos. Otros, como
al descuido, delicados y soñadores.
No quiero
hacer una apología del error. Tampoco ocultarlo. El error es inseparable del deseo de
escribir un libro como este. La imagen –un daguerrotipo– no corresponde al
cuerpo que en vida llevó el nombre de William Sturgis Hooper Lothrop, fallecido en
Ponce en 1905. Se hizo en 1840, antes del nacimiento de William Sturgis, antes
del fallecimiento de Edgar Allan Poe, un hito que no requiere explicaciones.
La rapidez de
mi atribución errónea debe tener dos causas, aunque es muy posible que me
engañe: el hombre de la foto también se llamaba William (Francis William
Hilliard) y se parece a la imagen del retrato del padre de William Sturgis Hooper Lothrop pintada por
John Singer Sargent. La otra interpretación del error revela una torpeza. Dos
fotos más abajo en la columna de enlaces, para acentuar la confusión, se
encuentra el retrato de un tal William Sturgis, y la investigadora cometió el error
de la sabuesa impaciente.
El retrato auténtico, si es posible la autenticidad en un universo de siete
mil millones de narices -1, 550 millones hacia 1900- es de una cara con par de ojos, boca y nariz,
pero entre este y los anteriores, descontando la moda en el vestir, media el
abismo tonal que separa una tormenta de un partido de fútbol. La carga sobre
los hombros del hombre de ojos brotados era de otra especie. Cuando Francis
William Hilliard y William Sturgis eran niños escuchaban que en su generación de varones se
degradaba la sangre de valientes. El tiempo de ocio que se
permitían las generaciones jóvenes le debía todo a la muerte, o más bien a la
vida sacrificada de los ancestros. Los que habían muerto de hambre en los
inviernos inclementes, en sus rústicas cabañas, los que habían muerto de
viruela o de abandono en las calles resbalosas de fango de las aldeas
pestilenciales sobre las cuales se había construido la ciudad. Los guerreros de
la independencia de la nación, que habían fertilizado valles y colinas con su
sangre y se deshacían en tumbas anónimas. Los intrépidos puritanos supieron
sobreponerse a la austeridad, a la aspereza de un clima insalubre y las traiciones
del mar. Al mar gris y bronco del norte se habían dedicado en sacrificio generaciones
de varones. De cómo aquellas aldeas sombrías establecieron rutas hacia todos
los puntos cardinales, y cimentaron fortunas de hombres libres y moralistas,
que abrían tienditas en las plantas bajas de sus casas donde el humo se atoraba
en las chimeneas y los lujos eran menguados, es una de las vetas de las
narraciones neo inglesas del mar, que luego se transforma en el destino
manifiesto de los acorazados.
El imperialismo
asumido como se padece el estreñimiento los distinguió de otros pueblos reconcentrados. Los bostonianos llegaron a Oriente, se establecieron en
Cantón, fundaron negocios en el Caribe, se nutrieron de la trata esclavista, de
la trata de culís chinos, de la trata de pieles de nutria, de la trata del opio.
Demasiadas riquezas para gente tan rústica. Así que, de pronto, llegaron los
banqueros y la maquinal dureza de quien se dedica a contar y pesar monedas. Es
cierto que en Boston y sus alrededores se cuajó un pensamiento que renegaba de los
banqueros sin abandonar el aire idealista de los colonizadores, pero en el año
del nacimiento de William Sturgis Hooper Lothrop, Emerson había muerto y Thoreau también. El primero
se alejó de la Iglesia Unitaria y de la Universidad de Harvard; el segundo del
capitalismo. Quizás no advirtieron que renegar de un banquero desde la soledad,
sin asumir la sucia lucha política de una masa de narices, deriva en construir
un arquetipo viril siniestro: el hombre superior. Una triada de pensadores fue tejiendo esa
figura: Emerson y Carlyle, contemporáneos y amigos; Nietzsche, lector de ambos.
Tras el hombre
superior entran en escena los productores de espectáculos y los demagogos. El
hombre humilde dispuesto a morir por los intereses del hombre superior y de su casta.
Las guerras higienizan el ambiente, equilibran poblaciones. William Randolph
Hearst, el fundador del periodismo sensacionalista, modificó la fórmula de
Emerson para consumo del hombre masa. Ricos y miserables compartían el destino
manifiesto de dominar el Caribe y Centroamérica, acceder al océano Pacífico y
cerrar el bucle de la historia: regresar al origen asiático de la raza.
El segundo
retrato (¿el auténtico?) de William Sturgis Hooper Lothrop se encuentra en un anuario de la clase
de Harvard de 1890. Es de un muchacho de pelo corto, mirada ingenua de ojos
limpios, bigote bien cuidado sin pretensiones y una partidura menos centrada que
las de sus condiscípulos. No mereció honores en Harvard, pero tampoco le hicieron
falta. Su posición social lo eximía de competencias intelectuales. Fue miembro
del Tug of War Team, de la fraternidad Delta Kappa Epsilon, del Hasty Pudding
Club, de la Historical Society, del Institute of 1700 y de la St. Paul´s
Society. “After leaving college
I spent the summer abroad, and in September I went to work for the house of Kidder,
Peabody and Co. I have been there until this spring, when I was obliged to
leave on account of illness. In October, 1891, I was married to Miss Alice
Bacon and have a son.” En un informe posterior, añadió: “He is in business with
De Ford and Co. Bankers in Boston and Ponce, Puerto Rico, where they are the
fiscal agents of the United States Government. Business Addres, 3 Broad Street.
Residence, 26 Chestnut Street. Married Alice Bacon October 1891. Son, Samuel Kirkland, born July 6, 1892”.
Los muchachos
de la clase de este segundo William morían de gripe, de tuberculosis, de fiebre
escarlatina, en accidentes deportivos no heroicos. La guerra contra España reverdeció esperanzas
de una nueva dimensión de la hombría. Lucro y virilidad heroica compatibles.
Reivindicación de la misión civilizadora que en las guerras de la frontera
dejaba la desoladora impresión del ocaso de los pueblos que se pretendía
civilizar.
La invasión de
Puerto Rico fue, en sus inicios, el brazo militar de la estrategia de negocios
de un puñado de familias bostonianas. Siempre hubo una ruta abierta entre
Boston y el Caribe. Un tío bisabuelo de William Sturgis Hooper Lothrop fue general del
ejército de Francisco de Miranda y murió en Santo Domingo. Dos hermanos de Ralph
Waldo Emerson pasaron temporadas en Puerto Rico y Santa Cruz. Varios miembros
de la familia Perkins, primos de Francis Dumaresq, tenían negocios en Santo
Domingo. Islas para tuberculosos, aventureros y comerciantes.
(De mi libro sobre la Central Aguirre)
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