domingo, 23 de diciembre de 2012

Nen Pompeiá



Los reconocí. Eran los niños de mi infancia, era la odalisca dormida con una pipa de agua en la mano, sumida en sus paraísos sagrados, acaso pueriles, bajo la mirada atenta de otro esclavo. No recordaba al niño de dientes expresivos, coronado con una guirnalda de uvas, que Geraldine identificó, de inmediato como el Caravaggio perdido. Para tener cuatrocientos años se conservaba demasiado bien.
También encontramos tu retrato, mutilado. Te habían arrancado los ojos. Tan pronto te vi, tirado en el piso, a merced de los gatos y las ratas, te reconocí. Eres el cuadro que ocupaba la cuarta pared de la biblioteca de Alberto.   
En el dormitorio de Josefina hubo un espejo art nouveau de marco dorado irregular. Ya no estaba el espejo, pero sí la huella de su torcida presencia. Gabriel pulsó un clavo casi invisible, empujó con los dedos y se abrió una puerta. Con las narices apretadas, lo seguimos mientras bajaba, linterna en mano, por una escalera estrechísima. En una esquina de la recámara tenebrosa se apoyaban los cuadros, que a la luz de la linterna fueron despertando. Me llamó la atención la imagen de una mujer en camisa de dormir que se dirigía a un interlocutor invisible, cerrándole el paso a una habitación encendida por un débil resplandor. Al dorso del cuadro había una leyenda y una firma: Primero pasarás sobre mi cadáver, Ramón Casas. El más maltratado era tu retrato. Te llamas Nen pompeiá. Estás de pie soplando una flauta doble en una calzada romana salpicada con rosas blancas y rojas. Tienes el cuerpecito largo y la cabeza adornada con una guirnalda. Un cegato podría confundir tus testículos blancos y el pene con un pajarito hambriento sacando la cabeza del nido.

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...