domingo, 21 de agosto de 2022

Fragmento de novela

 




Hay aventuras del Rey que no he contado, escribiría el Hans que escribo yo, Julia, la mujer escrita. Cuando renunció al matrimonio y a la guerra, el Rey se entregó a la fabricación de sueños en piedra. Estructuras insólitas, pero decepcionantes pues al costo del sacrificio de sus siervos se materializaron; cobraron la vulgaridad de lo posible. Una día –una noche−  aquel paisaje de pinos y lagos y castillos no bastó para proteger la pureza de sus intenciones. Entonces envió a un hombre de libros, el archivero real Hans von Löhrer, en un viaje sin límites previstos, que recorrería medio mundo en busca de una geografía donde Ludwig pudiera fundar un nuevo reino místico que pareciera el montaje de una ópera de Wagner. En las islas Canarias, la patria del botánico Domingo Bello y Espinosa, en la isla volcánica de Tenerife, Löhrer admiró un lugar encumbrado llamado Las Palmas. Su lenguaje reflejaba la unción del cronista a sueldo: “Una zona solitaria, cubierta con arbustos leñosos, pero apta para el cultivo. Desde esas alturas se disfruta una vista magnífica de tal índole que el autor no ha visto jamás nada semejante, A ambos lados, más allá del contorno ondulante de las montañas, se tiene una vista del mar, y se puede ver Palma como si estuviera trazada en el aire, y a Gomera, clara en su silueta, ambas en contraste con el azul encantador del agua”. De Canarias viajó a la costa norte de África, a las islas griegas y turcas, a los alrededores de Constantinopla. En otros viajes, el turista de lo imposible, visitó Chipre, Creta, la Crimea.

El Rey no encontraba en esas notas las misteriosas claves que él mismo deseaba desconociéndolas. Löhrer, un hombre maduro, se vio en la posición de Scheherazada, la cuentera real, a partir de informes de otros viajeros a lugares que no pudo visitar. Informaba sobre Afganistán, una de las regiones ancestrales del opio, en una descripción que revela el estado de esa región maldita por la codicia: “Las estribaciones de Hindu Kish, hacia el sur, se asemejan en algo a nuestro amado paisaje alpino. A ambos lados de la pendiente hay aldeas de gentes amistosas construidas en terrazas. Ahí se cultiva un vino excelente, de reputación en todo el mundo. Los albaricoques, las almendras y una cantidad innumerable de frutos diversos crecen silvestres. El valle que se extiende hacia Kabul es, gracias a la protección de las montañas nevadas, un paisaje de praderas y jardines… ¡Imagínese lo que podría hacerse con tal lugar bajo un régimen organizado!”

El Rey le preguntaba qué decían sus fuentes sobre las siembras de opio, flores rojas al viento, resinas que son un regalo de la madre tierra, y Löhrer confirmaba que, en efecto, que en aquelloa valles y en esas terrazas se encontraban tierras propias para la siembra. Pero que no olvidara el Rey las cualidades, las primeras causas de un reino: que el Rey quedara protegido como en un inexpugnable tablero de ajedrez del capricho de las estaciones y de los desvaríos de la naturaleza, de la maldad y la ambición de los hombres y de todo género de necesidades.

Löhrer rindió otros informes sobre lugares en Brasil, las islas del Pacífico, Persia, Noruega, evaluando sus perspectivas como emplazamiento del nuevo reino de Lohengrin sobre la tierra. Así se fue conformando la admirable repetición de las 1001 noches que el astuto Löhrer le trasladaba al Rey, mientras este aspiraba la pipa de kif, o ingería dosis extraordinarias de láudano que hubieran matado a un hombre frágil. Desde luego, habría que comprar tierras, hacer trámites con los consulados alemanes, algo que no debe preocupar a un monarca, para eso están los funcionarios y las influencias, insistía machaconamente Löhrer, mientras el rey jugaba con fuegos artificiales.

Pero en verdad no había un lugar en el mundo que no estuviera bajo alguna bandera, que no fuera propiedad de alguien. Incluso las tierras realengas requerirían la intervención de consulados alemanes ante monarcas parientes y amigables para que permitieran el asentamiento del nuevo reino.

Estas nuevas al fin parecieron cerrar el ciclo de Ludwig. La patria chica era detestable con sus paisajes pintorescos y sus pueriles castillos de piedra. Olvídalo todo Löhrer y retírate a jugar con tus nietos. Se te están cayendo los dientes, le dijo una noche, con una sonrisa que dejó al descubierto  sus propios dientes podridos.

Lo que se desconoce es que el rey, con la duplicidad de sus facultades reales, desconfiaba de sus edecanes, ministros e incluso del docto archivero que le inventaba cuentos geográficos. De manera que se le ocurrieron otros emisarios cuando empezó a aburrirle el relato del viejo Löhrer. En otras palabras, le fue infiel a su propio deseo materializado en el docto, persistente y simple Löhrer.

El emisario fui yo, Hans, el jardinerito cojo; un premio a mi cómica inteligencia y conocimiento íntimo de las plantas. Me destinó a un punto que quizás la imaginación de Löhrer visitó en una de sus escalas, el Caribe, un mar con mil islas. A mi encomienda, además de encontrar el lugar del reino, se sumaba otra aspiración del Rey, que odiaba a su madre vulgar y detestaba las guerras, y que ya se hastiaba de una idea que acabara con el dolor de la violencia. Una planta que desarmara legiones de soldados agresores, acobardados, carne sin nombre, un arma que acabara con todas las guerras.

(Fragmento de Los botánicos alemanes, novela a punto de parto, escrita por Marta y sus auxiliares). 

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