lunes, 23 de diciembre de 2013

Es posible escribir así



Hace unos días caminaba por la playa tomando fotos, con cierta ansiedad, porque el cuerpo me dice que es más inteligente hacerse parte de un lugar que interponerle una cámara. Entonces la camarita se averió. El personaje de El polaco, nouvelle de Pía Bouzas (Buenos Aires, 1968) sufre un percance similar, si bien en un contexto que promete experiencias heroicas: escalar la pared alta y plana de un pico en la cercanía del El Bolsón, en la región patagónica que ha deslumbrado a los más dispares viajeros, entre ellos Eugenio María de Hostos, el pintor Rugendas y Bruce Chatwin, teórico practicante del nomadismo. El narrador de El polaco es un muchacho de clase trabajadora, a quien su novia desprecia por soñador, y que, deslumbrado por las fotos vistas en las páginas esmaltadas de una publicación sobre alpinismo, contrae la descabellada ambición de aspirar a una salida gloriosa de su clase alzándose con la fama de fotógrafo artístico. Sus dos compañeros de aventura –la vida para la aventura, la narración de una gran expedición y sus nimias frustraciones es la cifra de este relato– aspiran a llegar a la cima porque sí, suprema vivencia de la vida gloriosa.

El polaco es, ya se ha dicho, un relato de aventuras de esos que parecen imposibles en esta era tecnologizada de reality shows, donde ya nada ni nadie es invisible, ni los países ni la gente; todo lo hacemos frente a un espectador. Quien  sabe que vive ante una cámara – o que sostiene una cámara–  renuncia a aventurarse, se conforma con parasitar en el vientre más craso. El polaco representa, en sus códigos expresivos, la tensión de los jóvenes desperdiciados y las prisiones del lenguaje. Al principio domina la musicalidad misteriosa de la jerga de la calle, esa que solo alcanza a metaforizar la vida a flor de brea de los barrios. A medida que el personaje se adentra en el bosque se apropia de un lenguaje más cercano a la letra escrita y a sus límites: “Acá estás dentro del bosque, oscuro la mayor parte del día. Bosque profundo, denso, sin un alma… Al rato nos concentrábamos y seguíamos en silencio”.
Con estos elementos se construye un relato vivaz que, como es propio de los buenos de aventuras, completa la narración de exterioridades con una inmersión en la intimidad del ojo que contempla. No comentaré el final, para no aguar la fiesta. Solo esta señal de la conciencia de la transformación, para la que faltan palabras, pero cuyos límites la palabra comunica: “Es difícil hablar. Tengo que inventarme una nueva. Ellos tampoco dicen todo. Hay una parte de la experiencia que se la devora el silencio. Queda encriptada en alguna fisura profunda. A veces sube hasta la superficie, pita como un géiser en la madrugada. Pero es fugaz. Así como brota se calma, vuelve a las profundidades”.

Cuando leo ficciones como El polaco confirmo que todavía es posible escribir con libertad de pensamiento y paciencia en un mercado literario saturado por el formalismo manierista del reality show y de las series televisadas en general, el cine ahogado de sangre artificial e idiotez y la fofa cultura pop. Libertad y paciencia para la literatura como artefacto material del ser vivo que empleó un tiempo precioso en recoger y registrar sus conmociones. Esa vitalidad, que puede incluso sentirse, aunque sea desperdiciada, en autores nihilistas, como la energía que se gasta en el exceso, es la marca del animal de palabra que somos. Para mí, que ya me acerco a mis despedidas, es importante sentirla en las nuevas escrituras, como en este lúcido relato de Pía Bouzas.  
PD. El polaco se publicó en 2013 por un colectivo de autores dedicado a difundir la nueva literatura rioplatense.  www.exposicióndela actual.blogspot.com.ar

 

 

 

domingo, 8 de diciembre de 2013

Bulevar





Para un taller de cuento yo escogería como lectura principal Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra (Vitoria, 1961). Sáez de Ibarra ha publicado en Páginas de Espuma sus cuatro libros de cuentos. Antes fue editor y, desde hace años, profesor de historia y literatura en un liceo de Madrid.

En el origen de este libro hay una invitación de Guillermo Samperio a participar en una antología en homenaje a Raymond Carver. La estética Carver funda una paradoja, pues su reticencia lleva a un punto de tensión la capacidad de síntesis del género socavando al mismo tiempo la estructura dramática que suele apuntalar la fórmula. La lección de Carver, bien aprendida por otra maestra, Alice Munro, descubre la posibilidad de pasar por el cedazo de la literatura las zonas perdidas de esas terribles vivencias cotidianas que se borran de la memoria, la vida tediosa de seres ordinarios bajo una luz que revela tanto la vulgaridad como la grandeza del gesto banal e irrepetible. Ante esa honestidad rebuscada sobra cualquier amago de nota falsa.

La lectura de Carver es evidente en Bulevar, y sin embargo, en un taller, yo comentaría que el arte del cuento deja la impresión de que cada vez que algo se cuenta se renueva la forma. En las especies de Bulevar hay momentos de tensión, incluso de suspenso, que hibridan el iceberg carveriano. Cómo bajar una escalera hacia la nada con un bebé en brazos para responder a la llamada telefónica de un marido impaciente se convierte en un tour de force de suspenso. En otro corte, un hijo responde con lugares comunes asfixiantes a la cruel terquedad del padre. O en lugar de una puñalada sicótica nos sorprende la epifanía del mínimo espacio de belleza que de cada persona dimana (la gracia de una vendedora en la sección de cosméticos de una tienda perdida en un caótico centro comercial). Pero antes, unos obreros migrantes que hacen mudanzas recorren con la mirada el lugar privilegiado de un mundo paralelo, el zoológico de los ricos, que se cierra con una tapia alta de ladrillo, sobre la que hay una reja rematada con espirales.

La brutalidad frontal de algunos relatos anteriores del autor no marca la tónica de este libro. Pero sí hay registros de la materia bruta que recoge de oído y de vista en las calles de su ciudad, una región de la Europa actual que se debate entre la mediocridad rastrera, el cinismo, la desesperanza y la precariedad que no acaba de tocar fondo, quizás porque las torturas del fondo están todavía en las tierras más miserables del planeta  (no siempre las padecen los humanos) y los ciudadanos del “primer mundo” llegaron primero a la fila de repartición de las consolaciones. Uno de esos cuentos, hecho con pedazos de lo que una sociedad produce y  descarta es "Una historia reciente", que en su paso de libro escolar a ready made sufre una metamorfosis, de tediosa letanía memorizable a propuesta irónica, ferozmente didáctica. Un libro roto de cierta manera, o hecho para romperse, juntando, como ha dicho el autor, “cuentos de otro estilo, más imaginativos, más fantásticos, quizás más conceptuales”.

Sáez de Ibarra sorprende siempre por la forma de conjugar sus visiones con la renovación en los acercamientos. Escribe mucho, pero no hace literatura fácil. Intuyo que no puede dejar de escribir, pero desconfía de la tradición cultural que hemos arrastrado hasta aquí. Confrontarla para comprenderla, sin dejarse obnubilar por el pantallazo de una red social hecha de redes sociales, vigilada.

Una literatura en guerra contra el estatuto que le reconoce un espacio inofensivo busca escapar del libro como el arte de las vanguardias escapó de los museos (o los descolocó) mientras pudo hacerlo.  Pero escapar del libro en el sentido que solo el libro, independientemente del soporte, permite.

En un taller yo diría que un libro puede ser la posibilidad de una convergencia: pensar lo que nos toca vivir a unos viejos que nos creímos nuestros delirios, traicionamos, o permitimos traiciones  y claudicamos ante los deberes hipotecarios; pensar la encrucijada de nuestros contemporáneos, los jóvenes que nacieron en la época más deslumbrante del consumo para caer en una tachadura de toda opción democrática y en la desvalorización banal, (¿Arendt?) de la persona, echando abajo el contrato social para volver a los lugares primitivos sin los soportes de los saberes antiguos y de las redes comunitarias. Estamos ante la boca de un totalitarismo sin concesiones, y del cual nos toca dar cuenta a nosotros, los que podamos colocamos entre la resistencia y la complicidad (¿Arendt?) en tierras movedizas, sin aliados geográficos, pues el salvajismo viene de todos los depredadores del globo, a la par con el empobrecimiento de la experiencia (¿Benjamin?) compensada por un exceso de estímulos artificiales.

Nosotros no es uno, pero cada uno cuenta. Y de cada uno se aprende. Por eso las narraciones vuelven a ser importantes.  Aún en circunstancias que bordean lo extremo, cabe una mirada pensante que descubra en cada gesto el espacio significativo que el arte posibilita. Y un aire de tragedia, entendida como la dignidad que reviste la más común de las vidas. Trascendiendo la ñoñería y el regodeo en lo trivial, en la vana degradación que marca tantas propuestas formalistas actuales –porque formalistas son el arte de explotación del narcocorrido y del reguetón, además de cierta literatura falsa de explotación sexual y de la violencia- es posible retomar los fines inquietantes de la escritura no utilitaria, esa que desarma el poder que la penetra. En la traición a la belleza del simulacro y al formalismo huero radica el interés de estos relatos. En esa conciencia de lo que significa escribir centraría yo mi lectura y relectura de estos cuentos. En el taller.

-El colofón de Bulevar lee así: "Esta primera edición de Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra, se terminó de imprimir el 4 de noviembre de 2013, día en que un hombre dijo "hasta aquí hemos llegado" y dio un paso al frente."

(Javier Sáez de Ibarra, Bulevar, Madrid: Páginas de Espuma, 2013, 241 páginas)

viernes, 25 de octubre de 2013

Leer a pesar de


 
 
 
Leer por gusto, sin la ceguera del prejuicio, leer no desde el anonimato de la lectora, sino desde el anonimato del libro, no para apuntalar un dictamen en un premio literario –todos tienen su negociación y su maña- sino justamente porque nadie te pide que leas. Comentar cómo va la lectura sin revelar el nombre del (a) autor(a), llevar una bitácora de reacciones en torno a un libro de relatos galardonados en lugares de nombres castizos. El título garciamarquesiano, sumado al aire para mí incómodo de un realismo mágico popularizado por Isabel Allende me dificulta la entrada en el cuento inicial (que no es el primero del libro) pero como leo por gusto, deponiendo resistencias, me empecino y doy con giros imprevistos en la trama de un personaje a un tiempo raro y familiar; una mujer dotada de facultades tan sutiles e imponderables que la norma es incapaz de recoger la sombra de su música y la jaula del lenguaje le quiebra el vuelo. El cuento me seduce. Luego me seducen los pasos de un espíritu hembra que se desprende del cuerpo y desanda con lujuria los lugares del muerto desconocido que compartió con ella la encrucijada fatal. Van dos narraciones seductoras, dos de un conjunto de doce, sé que hay más, de modo que es un libro para leerse. Sin pensar en la identidad de quien escribe, como si yo fuera una lectora nigeriana, remota y ajena a esta isla de la antipatía.  Solo sé que enigma enseña en la universidad de mi pueblo, pero recuerdo un solo encuentro -creo que era, no estoy segura- cuando fuimos a buscar a Luisa Futoransky a un congreso de escritores y enigma, con elegancia de intérprete, nos explicó cómo salir de aquella olla de grillos y llegar al hotel.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Plazas


 


En un poblado del sur llama la atención un cine en ruinas con mural de estampas religiosas y de músicos. Muy cerca están los edificios abandonados del “company town” de Aguirre, la enorme central azucarera dotada de mansiones, cine y hospital segregados. La situación de los obreros de Aguirre no los distinguía en esencia de sus antepasados esclavos de plantaciones, otro sistema de exprimir al trabajador para sacar el dulce.

En el poblado hay una plaza que antes era de las cabras y ahora abarca un espacio de dimensiones generosas, donde en Navidad los vecinos instalan y decoran un árbol imponente. Los domingos se congregan cuando hace buen tiempo y forman una rumba de congas, cantos y baile. Paco y yo pedimos permiso de entrada a un don con aspecto de líder y luego a un joven con rizos negrísimos y cara bella y simpática, para compartir su banco. El muchacho es reguetonero desempleado. Vende jueyes, destapa una paila y ahí están los crustáceos azules de ojos saltones y palancas al aire, condenados al martirio del caldero. Pero este joven no es un recolector de jueyes calladito. Ha actuado en alguna película. Y como tiene talento de performero nos explica con palabras acentuadas por gestos el asombroso ciclo de la captura de jueyes.

Enredados en una bola, desde las entrañas del mar, rompen en la costa, como un vómito de algas, decenas de jueyes flacos de patas peludas. Hay variedades. Está el juey dormido, que se protege como algunos boxeadores, cubriéndose con los guantes y encorvándose (el muchacho hace el gesto). Es el de la mordida más temible, tiene fuerza en las palancas. Está el juey pelú, tan grande que para capturarlo metes la mano en la madriguera y lo sacas por una de las patas, (hace el gesto). Y el juey común, el que sufre  el encierro de la paila.  

El muchacho menciona sus reguetoneros favoritos: Vico C, Tego Calderón, El Daddy. Le gusta hablar con las personas mayores, quizás porque llegar a viejos no se concibe en el horizonte de los chamacos. Los viejos somos raros. Parece que seguimos consejos. Y los chamacos prefieren pasarse por buen sitio la autoridad que no reconocen ni entienden, la del estado, la de las familias. La ley machista del padre ausente. La ley matriarcal de la madre machista. En las comunidades maltratadas la vida replica internamente el maltrato de la explotación social. La ley de la familia puede ser dura con las mujeres, los niños, los homosexuales, los raros.

De modo que se entretiene hablando sobre el barrio con los mayores, como el ex comerciante de 82 años que se nos acerca. El don es pícaro y elegante, cuenta muchas cosas, son muchas cosas y el muchacho quisiera anotarlas todas, recoger las historias del barrio (una película, le digo, haz la historia de estas casas y de la gente). Pero no se anima porque la vida es dura y para ganarse unos pesos aquí, donde no hay trabajo, o velas jueyes y te confundes con ellos o te enlistas en las filas del narco, o emigras, y esto último le atrae porque nunca ha salido de la isla.

Se nos acercan dos muchachos en bicicleta. Uno con gorra blanca de pelotero y camiseta inmaculada, me mira de frente. Serio como un policía de carreteras. El otro se coloca a la derecha, se apea de la bicicleta y echa vistazos cortos, con gesto coreografiado de robot guardián, hacia los alrededores de la plaza. No nos mira a la cara. Es alto, esbelto, negro, bellísimo y usa gafas de sol. El reguetonero nos presenta a sus amigos. Los chamacos en bicicleta saludan y se van.

Un perro insiste en hacerse el simpático y el muchacho lo espanta. Hemos compartido unas cervezas al aire libre, compradas en los dos cafetines del frente. Hemos escuchado las anécdotas del viejo, los bailes en Nueva York, la vida en Trastalleres, la historia de una mujer que era “un caso que había que atender”. El muchacho se despide. Parece que ha recibido algún mensaje. Luego dice que le avisaron de alguien que quiere comprar jueyes.

No llegaron las congas. Hoy no se armará la rumba frente a los cafetines de la plaza.  El comerciante octogenario comenta sobre el hombre joven, arrebatao con droga, que baila tambaleándose a la entrada del cafetín. Paco me apura para que nos vayamos. Desde el carro en movimiento fascinan las casitas. Algunas son cubos de madera despintada, con techo de cinc a cuatro aguas. Otras se adornan con los colores más estridentes y vivaces del mundo. Los gallos se pasean confiados por las calles de este barrio de santeros. Otro perro hambriento, más tímido, flaco. Un solar donde hubo una casa y ahora queda un brote de coralillos y árboles amputados. 

Las casas del barrio. Las formas. Los colores. Alguna ruina. Cada una es distinta de la otra. Con esa gracia que se improvisa y se salva del mal gusto por las limitaciones que impone la pobreza. Hay que hacer algo para que ese muchacho las vea y las escriba. Paco me dice que él vio otras cosas. La movida, que estábamos en el mismo medio de un lugar peligroso que tiene sus reglas, interrumpiendo la fluidez del punto de drogas.

Después nos enteramos que el mismo fin de semana se cometieron 18 asesinatos en Puerto Rico. El performance de la violencia del narco replica la violencia de clases, la violencia del estado. Cuando decapitan una víctima, cuando la descuartizan, van más allá del castigo. Más allá del escarmiento y del ejemplo aterrador. Borran la identidad de esa persona, le niegan el derecho a un nombre, el epitafio de una vida tan frágil, sucia e irrepetible como la del “Windsor Royal Baby”. Nunca sonrió, nunca fue niña; nunca fue el muchachito que aprendió a gatear con valentía, que le sonreía a los perros entre maltratos.

La violencia del narco es una exacerbación grotesca de la hipócrita violencia del estado. Una caricatura macabra. No acato esas reglas. Y me pregunto si todavía se puede hablar sin la biblia bajo el brazo y en estado de inocencia. O si nuestra conversación dominguera en el banco de una plaza fue un momento de gracia, una puerta que no se reabrirá.

Nos haría bien que el muchacho reguetonero escriba y represente las verdades de su barrio. ¿Cuánto cuesta abrir un espacio en el tiempo de ese observador sediento? ¿Cuánto tiempo para reconocer el brote de arte y espiritualidad, el talento que se nos escapa, la negación de la realidad palpable, la sensibilidad desperdiciada que el Gobierno no contabiliza en sus presupuestos culturales y en sus balances de pérdidas?

Escribir la violencia, la fealdad, la insólita belleza de la existencia; reconocer la presencia de la plaza, la antigüedad de sus historias, el misterio de las casitas donde animales y humanos dejan sus marcas.

 (Publicado en Nuestra Aparente rendici[on, octubre de 2013)

sábado, 7 de septiembre de 2013

El jardín de polvo


 
Encontré esta foto de Rosario Ferré en un Almanaque puertorriqueño de Conrado Asenjo. La comparto con pasajes de un testimonio que  leí en su presencia (2005).

Recuerdo la lectura  de Papeles de Pandora (1976) en aquellos años de amor y anarquía. Con la ingenua militancia de una generación que se propuso hacer hombres nuevos, desconocíamos que el libro tenía antecedentes. Al menos yo no había leído los Cuentos de una abeja encinta, de Marigloria Palma, ni Obsesión de heliotropo, de Violeta López Suria. Son historias situadas en una encrucijada; de una parte el Puerto Rico suburbano que se levantaba de la noche a la mañana con la ferocidad de un virus nuevo; de la otra el olor profundo de la tierra trastornada, que en vez de desaparecer se iba sedimentando en libros delirantes, condenados al olvido.

 

Agradezco a Rosario Ferré la invención de varias metáforas, sobre todo  una, no porque la haya confrontado con una tabla de valores críticos, o sometido a una reflexión sistemática sobre la verdad de las metáforas. Es la construcción de un jardín de polvo, en el cuento del mismo nombre.

 El tono es el solemne y levemente desencajado de las historias arquetípicas, las fábulas, los cuentos tradicionales. Los botánicos renacentistas coleccionaban especies en sus viajes con la intención de recrear el mundo en los jardines de las cortes reales. Los coleccionistas de este pequeño jardín siembran el mundo ausente en un espacio cerrado bajo llave por el Barbazul del cuento.

En ese jardín. “un paraje sin ruido ni de viento ni de agua”, la única aventura  es convertir las volutas de polvo de la concretera  en  ”una misteriosa geometría de rombos, cubos y ángulos sobre las láminas grisáceas del suelo”. Cuando la mujer y el jardinero terminan sus labores esperan “una noche sin luna para salir a verlo. La concavidad púrpura reposaba su vientre agujereado sobre la superficie del jardín con la impasibilidad de una anémona servida sobre un plato de porcelana perfecta.  Casi no se podía respirar”.

Las referencias son claras: al polvo de la fábrica ponceña, situada donde estuvieron los cerros de piedra caliza demolidos en el barrio Portugués; a las urbanizaciones emergentes con sus casitas angulosas y tediosas; a un uso de la escritura como ritual que transforma la brutalidad en belleza; a las colecciones manieristas del Museo de Arte de Ponce; a las casas belle époque de esa ciudad que según otro de los personajes parece “una inmensa repostería de lujo”.  Ponce, escenario de ópera y plena, lámina arrancada a un libro de cuentos para niños sedientos de sangre, deseosos de un orden que solo se cumple en las leyes del sueño.
...

Fue tarea de Pandora darle voz a los silenciados, restituir la crueldad y la esperanza a los cuentos tradicionales, reescribir a los autores y familiares de su infancia, y armar un escándalo.

viernes, 23 de agosto de 2013

http://lasmalasjuntas.com/

Puerto Rico en Las Malas Juntas



Se ha dicho que la literatura puertorriqueña es extraña. Cabe el adjetivo para calificar una producción marcada por la anomalía de una colonia donde todavía se habla español aunque en su metrópoli prevalezca un idioma distinto. Lo notable es que exista un cuerpo de libros clasificables como “literatura puertorriqueña” y que el género cuento forme parte sustancial de esa biblioteca.
En un país caribeño determinado por la emigración de buena parte de sus pobladores y sin soberanía en derecho, la existencia de una memoria colectiva como apoyo de universos literarios es asunto complejo. Sin embargo, cierta continuidad define la relación entre memoria, historia y escritura. La tensión entre los encierros de la política y la “soberanía literaria” se encuentra ya en los primeros trazos de los primeros autores, aunque algunos críticos y autores del propio país hayan propuesto, erróneamente, que se trata de una literatura débil, monótonamente atrapada en el dilema de la identidad nacional.

Hoy esa literatura sobrevive a los vaticinios de sus sepultureros. Esta muestra de relatos presenta una diversidad de ámbitos imaginarios, siempre poéticos. En cada caso se deja ver la apropiación de una cultura literaria y mediática sin fronteras, a la par que se ilustra la singularidad de unos modos en nada genéricos, que solo pudieron brotar de una experiencia irrepetible, de una comunidad de vacíos y apetencias.

La literatura escrita por las puertorriqueñas y los puertorriqueños, en la isla y en la diáspora, ha sido una rara literatura. Ha sido, incluso, una literatura invisible e introvertida. Pero esa soledad no le ha restado fuerza. Escribir aquí –un aquí sin precisión geográfica– es deberse nada más que al deseo y a la responsabilidad ética que siempre ha supuesto tomar la palabra. Una extraña literatura, quizás, en el sentido de ciertas especies deslumbrantes y resistentes.
 
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miércoles, 24 de julio de 2013

Lujos de la escritura: Colección de arena, de Marta Ortiz


 

 
Colección de arena reúne los relatos que Marta Ortiz ha escrito después de El vuelo de la noche, un libro premiado por la Bienal Internacional de Literatura Puerto Rico 2000 y publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico en 2006.

¿Puede el cuento comunicar la densidad del mundo? El detalle que da espesor y riqueza a la novela no ha tenido buena suerte en las poéticas funcionalistas del cuento. No obstante, ese espesor es la respiración de los cuentos de Marta Ortiz, poseídos por una rara calidad orgánica; dejan la sensación no tanto de verosimilitud en las acciones como de encontrarnos, en situaciones que no suelen ser extraordinarias, ante objetos palpables y autónomos, quizás lo desconocido que se desprende de la cosa más pequeña (Flaubert). Contrasta la transparencia quirúrgica del instrumento con la complejidad del objeto, pues el ojo es el lente de estos relatos orgánicos como las perlas de un collar que se disparan cuando la protagonista sufre una violación que pudiera ser imaginaria, el efecto de su identificación con las mujeres violadas (“Lunares de sol sobre el verde del césped en el parque”).

Colección de arena festeja la densidad del lenguaje exuberante, incluso extravagante, como un lujo verdadero, porque hay lujos verdaderos y la vida más ascética los tiene. El dolor, al iluminarnos, bordea la belleza que estos cuentos atrapan. En más de uno, la protagonista es una mujer venida a menos. Si hombre, lector y despistado. Los personajes masculinos tienen un don que alguien llamó el ojo femenino para el detalle y una perversa tendencia a la fascinación engañosa (“Muñecas”). La complicidad entre crueldad y belleza siempre ha sido perversa.

Hay cuentos de familias empobrecidas en un gran país “bananero” (40); cuentos que contrastan la opulencia con la carencia en un cumpleaños de frívolos personajes (“Cumpleaños”); cuentos que reflejan la fragilidad de la clase media en un enigmático relato donde el automóvil tomado por los mendigos, detenido en el barrio marginal de la costurera de la protagonista, parece una variación de la casa tomada cortazariana (“El vestido de moaré”).

El ojo es el lente, pues, y la pérdida el móvil, pero la metáfora es el medio que privilegia la relaciones de oficio entre la costura bien medida y el oído y la paciencia: “Mi madre cosía y sostenía la tela bien tirante para que la costura no se frunciera y yo pasaba horas mirándola, oyendo la lluvia rebotar en los techos… Tardes de costura, de papel de molde, de hilachas; recortes de géneros diseminados por la galería donde se instalaba la Singer cuando hacía calor, tardes que estiraban el tiempo elástico que vertebraba los veranos de barrio” (“Cumpleaños”, 25-26). En “El piano alemán”, cuento que hace juego como un gemelo con otro cuento del libro (la casa libro de “Sicómoro”), la música baila al son de la costura, con esa “tendencia familiar al bordado y recamado de historias, atizada por el sonido que replica en el aire”, ese “tejido mítico bordado y recamado aleteó por años en los alborotados interiores de la casa” (130-131) y, justamente como una obra hecha de aplicaciones, inserta lo que podría ser el bosquejo de una novela histórica, ambientada en la ciudad embrionaria donde se asienta el piano, ciudad que pertenece a “un país con vientre de plumas que fue capaz de ahijar a miles de inmigrantes nostálgicos” (129).  El piano y la casa son estuches. La maestra de piano se llama Cora, como la enfermera del cuento de Cortázar. Ese piano, la casa de la infancia, la mesita de ruedas llena de frascos y algodones de la enfermera, son figuraciones de la memoria que, además, traen recuerdos de las manos que los fabricaron. El piano encierra una historia de ultramar, replica en la memoria de la niña, así como otras “imágenes seriadas sobre una luz opaca” (Cierto: es opaca la luz del recuerdo. Cierto: el instrumento supera la vida de sus fabricantes y de sus dueños).

Marta Ortiz es maestra de escritores en su taller rosarino. El cuento de taller convencional suele ser un cuento “bien hecho”, con mudas, cortes y cierres claros. Sin embargo, jamás en sus cuentos incursiona el lugar común de los cuentos vulgares, con sus cierres impostados. En “La puerta del paraíso” una anciana sospecha que han sido asesinadas unas amigas en un asilo e insiste en tocar los cadáveres y constatar la temperatura de los cuerpos, sospechando que un asesino anda suelto. Un sesgo hábil, un giro al final, reubica todas las piezas y se aleja de los caminos andados del thriller. En “Sector de abedules”, la ramificación de las relaciones familiares encuentra un centro de gravedad provisional y abierto en un lugar común dicho al vuelo, y que por su familiaridad en el habla de las pérdidas, colocado aquí exhibe toda su ironía.  En otros desenlaces la autora se atreve a quebrar las reglas ortopédicas y a construir lo que no necesita mucha más extensión para ser nouvelle (“Lunares de sol”, “Sicómoro”).

Un cuento espléndido con evocaciones de Aura (Fuentes), y por supuesto de Henry James y de Cortázar es “Sicómoro”. Cómo lo logra es la pregunta que se harán los lectores centrados en la factura, como si cada pasaje en cada estancia fuera el capítulo de una novela donde se sumerge la narradora desde el primer gesto que la lleva “a tientas por el zaguán estucado en la gama de los verdes como apartando aguas profundas”. (44). La casa puede evocar la fantasmal de Aura, o el vestíbulo donde Alicia se enfrenta a las puertas de su destino, en todo caso la narradora cambia de identidades y roles y repasa su autobiografía en familia, centrándose en la anodina imagen paterna. Las cosas que se aman del padre superan a los odios que el viejo ha sembrado. Porque el padre es lector de diccionarios y en la entrada que corresponde a un árbol, el sicómoro, está su cifra: “Mi padre vibraba con los árboles de acá y los de allá, pero no se movía de su lugar para verlos y tocarlos” (54).

La dictadura militar satura el clima ominoso de cuentos como “Zapatos de fiesta”, Cada palabra se construye como una sospecha, porque tras la euforia provocada por un partido de fútbol hay una “experiencia extraña, la tierra podría romperse y tuviste miedo de caer en sótanos solapados, porque la tierra no servía solo para plantar ciudades o árboles, también albergaba túneles inconfesables” (“Zapatos de fiesta”, 61)

Ruina moral, ruina económica y el fetiche de los zapatos de fiesta y la ropa de modista. ¿Dónde, en esos paisajes aterradores, se recuperan los lugares del contacto, la pausa para el encuentro? Ya no se habita sin más en la ciudad en ruinas o capciosa, ciudad de memorias duras; se encuentra un foro más abierto en el espacio virtual. Habla el argentino que regresa de Europa y relata a un amigo la historia de Belinda Wong, una mujer indigente que ilustra acaso como paradigma, el arte máximo de estos relatos, convertir el horror en belleza: “Acondicionaba el espacio, buscaba rodearse de cierto confort, limpiaba los lunares blanquecinos de caca de paloma con pañuelitos de papel… Arrogancia. O sobre estima, o vaya uno a saber qué. Tuve la impresión de que la plaza arbolada era la sala de un trono; los árboles, cortinados de pana verde; yo, un bufón con gorro de cascabeles” (“Vigilia con estrellas”, 68). Así son también las mujeres violadas y cargadas de historias: “pero ni aun dispuesta al corajudo cruce del pasillo en la oscuridad, porque el óxido inutilizó el farol de la entrada, pierde esa pátina de princesa venida a menos esquivando macetas, algún triciclo destartalado, trastos en el pasillo” (“Lunares de sol”, 115).

El ojo de Magritte puede engendrar cuchillos (“Vigilia”, 69) o, de nuevo, cristales: “La esperanza es una pasión débil, pero a mí me da forma, forma díscola, pero forma, sentido, ¿viste por el ojo de un calidoscopio cómo se atraen y aglutinan los trocitos de vidrio?” (“Vigilia”, 79). Ese ojo quijotesco del lector que devora y deforma está presente en la sátira “Muñecas” como un valor añadido, un velo tendido entre la percepción y las cosas, veladura de alucinaciones hechas de literatura: “En cuestión de segundos, cuanto percibo se carga de la referencia libresca capaz de contenerlo” (“Muñecas”, 83). Y en “Quiet Zone”, el cuarto clausurado construye una metáfora extendida de la caja negra del libro y un homenaje al insomnio de Proust, que desmenuza un recorrido alucinante por los planos sobreimpuestos y sus complejas conexiones en misión ojiabierta: “cada gota de insomnio confirma mi deseo de sentir que nada desaparece porque no esté yo allí para dar prueba visual de su existencia; como querer atrapar la mirada de mi madre. Porque pienso hasta el último borde este pensamiento... (“Quiet Zone”, 113).

Esa mirada también puede ir a contrapelo del epígrafe de “Ejecución en la Piazza Navona”, una cita de Susan Sontag: “la horrible fabricación en serie de la muerte” (93). Un periódico abandonado por un turista reproduce la foto de dos hombres ante un pelotón de fusilamiento y el ojo recrea a partir de esa imagen el origen y los ancestros en el segundo culminante de un cuento que dice mucho en una extensión mínima: “El humo de la polvareda ha desaparecido y los olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a café y confituras…… recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. No quiero olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La piazza asoma a través de un molesto cristal que la enrojece. La encharca (“Ejecución”, 96-97).

En el cuerpo de la narradora se acumulan los excesos, los sobrantes, las violaciones que germinan. Así en “Lunares, de sol”, que rompe la fórmula, para añadir al cristal de la narración una extraña adherencia, el diario de la mujer que se identifica con las mujeres violadas, y que recibe la semilla: “Hay un cuerpo extraño dentro de mí, rebalso archivos chismosos, una huella que a pequeñas dosis escupe… De cuando en cuando gotea un grito, una convulsión, un nombre y apellido, ratas, arañas…. Humo blanco, un chorro de humo blanco. Alguien levantará la cabeza y leerá lo escrito. Primero creerá en un juego inocente, pero una segunda lectura develará el dibujo oculto” (“Lunares de sol”, 124-125).

Este cuento habla de traicionarse, de “sellar un pacto novelesco”. ¿Puede un cuento simular una novela? El cuento ya no tiene límites, se ha roto, se ha mezclado, ha sido traicionado por la apertura del ciberespacio, que de algún modo va armando tramas de solidaridad, derivadas de la comunicación misma. El enamorado de una china de novela de Marguerite Duras no la busca acudiendo a un andén o a un aeropuerto, sino pescando en las aguas de Google, con la esperanza de una repuesta. La red vuelve al auxilio de una niña maltratada en “El cofre verde”, una rescritura del “Vanya” de Chéjov.

Cada cuento tiene su coreografía, giros elegantes entre planos y tiempos. Alguna relación tiene esa coreografía con el ojo Magritte convertido en una cámara cinematográfica, la que en un párrafo gira por un asilo de ancianos y ata las rutinas enajenadas de los viejos a los lugares del encierro. Es el caso de “Sector de abedules”,  que de todos los caminos que marca, escoge el cierre más humilde y conmovedor. Esos cierres son una nueva visita al hábito, incluso al gesto humano de caminar o de cerrar una puerta, apenas un cambio, una brusquedad en el gesto, la recuperación del color en el fondo de la sombra. Incluso un desvío o una distracción, como en aquel cuento inolvidable de Carver, dedicado a Chéjov.  

Estos cuentos espesos, armados con planos en contrapunto (entre las huellas prehistóricas de las manos de un niño en una cueva de la Patagonia, el “Vanya” de Chéjov y la niña abusada que envía un mensaje por Google) con la polifonía propia de la novela, tienen la intensidad de un licor fuerte. No se dejan leer de prisa. Entre ellos hay contrapuntos, como si en efecto se dejaran entrelazar como capítulos. No solo el oficio de escribir y la pasión de leer y la resistencia a la pobreza de los personajes, sino un pueblo llamado Pergamino, que se repite, como los andenes, y el gesto del desborde, “encharcar el papel con palabras vivas y pastosas, modelar la imagen que peleas por abstraerse del caos de óxidos y texturas en mi depósito de sentido” (“El cofre verde”, 155).

En algún lugar se menciona el aleph borgiano, pero en Colección de arena no abundan las enumeraciones, sino los cristales diminutos que se aglutinan con otros, en un reloj que pauta la forma y detiene el tiempo y lo fija como el instante del fusilamiento que se rescata en la lectura de un periódico abandonado en una heladería de Piazza Navona. El cristal, la luz, el tacto, con sus asperezas hirientes. El que haya tenido que esperar este libro para publicarse, a causa del clima social que tan bien se reproduce en estos cuentos (las paradójicas penurias de un país rico) les dio el tiempo justo para alcanzar su punto de cocción.

Colección de arena reclama el derecho a la belleza; la extracción de la belleza de la piedra bruta de la mercancía. Sus piezas facetadas quedarán como un lujo en las casas modestas, con la materialidad del libro hermoso. Estos relatos de la experiencia sórdida transformada en solidaridad sin programas ni cuotas son lujos de la escritura.

Marta Aponte Alsina
Colección de arena, Rosario, Argentina, Editorial Fundación Ross, 2013.
 

 

 

domingo, 16 de junio de 2013

 
 
 
 
 
Audioeuforia

En el cine no es verosímil un disparo sin el sonido del disparo. La imagen se hace innecesaria, el estruendo esencial. Esa calidad imprescindible de lo que entra por el oído, o de lo que la mente guarda como dispositivo al re-conocimiento es el motivo central de un libro rico en matices, contrapuntos y propuestas audaces: Audioeuforia (Terranova Editores) la colección de ensayos que acaba de publicar Félix Jiménez, profesor de estudios culturales en la Universidad del Sagrado Corazón. Hace medio siglo este volumen hubiera invadido con escándalo la sagrada familia de los ensayos de “interpretación nacional”, avalando la cita de Benedict Anderson que sirve de epígrafe a una de sus secciones: “Communities are to be distingushed, not by their falsity/genuineness, but by the style in which they are imagined”. Siempre y cuando se entienda que en Audioeuforia prevalece la imaginación sonora, valga la sinestesia.

Se diría que el horror al silencio ocupa los resquicios de nuestra sociabilidad, aquella que provocó un ensayo de Fernando Picó, una empatía que ahora parece extinta o diluida en las redes sociales.  Sobre “nuestro retoricismo” escribió Pedreira, y Palés le dedicó versos al sonido que escapa del sentido por exceso: “aristocracia de dril/donde la vida resbala/sobre frases de natilla y suculentas metáforas”, o aquella “jaula de loros tropicales/politiqueando entre los árboles”.

No obstante sus parcelas de soledad, esta sociedad que aprende y repite de oído, que tuvo una fuerte tradición oral por todas sus vertientes, articula el interés común en ocasionales brotes de  generación espontánea, con frecuencia de manera inesperada, en reapariciones sorprendentes que recuerdan una cita de Nancy incluida por el autor: “Lo visual persiste hasta que reaparece; lo sonoro se manifiesta y se va extinguiendo hacia su permanencia”. Es curioso que la etimología de noise (náusea) no arroje mucha semejanza con la de ruido (rugir). Sin embargo a poco que se piense, las dos raíces son síntomas de exceso, ambas definen nuestro entorno aural, el ventriloquismo de quien cae en trance y se deja arrastrar por las luces que lleva dentro.

Sabemos que bajo el barniz de caos, ingobernabilidad y desacuerdos la vida en la isla sigue unos rituales inalterables. Según Jiménez se trata de “ceremonias de repetición que constatan la capacidad de absorción y manufactura del ser que, al sonar, se sintoniza y se transmite a la vez”. Es un nivel invisible del poder y de las resistencias al poder. Jiménez menciona cómo la música se ha utilizado para construir la "ciudadanía músical" de los franceses, por ejemplo, y de los israelíes. Aquí los intentos van y vienen como aves migratorias.

Recuerdo una marcha silenciosa. Recorrimos las calles de San Juan confundiendo a los transeúntes, pues para colmo de silencio ni carteles llevábamos. Tan intervenidos estamos por el ruido que su ausencia derrumbaba paredes y reescribía callejones. La marcha pasó al olvido, no recuerdo ya contra qué protestábamos.

Jiménez acota el territorio ocupado por el horror al silencio y nos entrega un libro de inagotables sugerencias, de registros minuciosos. Los usos publicitarios (aquel icónico anuncia de las pinturas Harris que se proyectaba en los cines con su jingle amoroso al verde quenepa y al azul de los adoquines); el ruido moneda, la publicidad, el fanatismo deportivo, el abucheo planificado, el totalitarismo de un estado cuya legitimidad se olvidó; la imposibilidad del silencio, la tiranía del ruido de los altoparlantes de las sectas cristianas; el tema del ruido en la literatura (Hunter Thompson y Luis Rafael Sánchez; yo añadiría la oreja gigantesca inscrita en La noche oscura del niño Avilés, de Rodríguez Juliá); la caída estrepitosa de la orquesta del pabellón de Sevilla; las voces que oía Lolita Lebrón en su celda. La isla experimental, asediada por objetos voladores no identificados que responden a los ruidos del observatorio de Arecibo es un campo de fuerzas, como expresa la hermosa metáfora de Juan Carlos Quintero Herencia: “una fruncida superficie montañosa, una suerte de esponja levantada”.

Adorno  a propósito de Stockhausen: “la música avanzada no tendría otra verdad que la de ser tan espantosa como el mundo en que es escrita”. Quizás de la cacofonía de nuestros cuerpos sónicos se desprende una música intemporal que invita a interpretarla. Aquí se fundó una de las primeras estaciones de radio; aquí existen 112 estaciones de radio en 10,000 kilómetros cuadrados. Lo escrito se lanza a su suerte en una isla donde el libro es casi una afrenta, una humillación, e incluso un talismán espantador de ladrones, útil para dejar abiertas las ventanas del automóvil sin temor a que se lo roben. Y sin embargo, Audioeuforia es libro, ese artefacto inquisidor que despliega en un movimiento descriptivo y enlaza en el haz de una teoría unificadora lo fascinante y temible de nuestras voces, las que demasiado pronto se rinden ante la música de las propuestas totalitarias o gregarias, mientras se cierran a la escucha de registros más finos. En Félix Jiménez hay un oidor sin autoritarismo, cuyo entusiasmo de nombrar y sonorizar no establece jerarquías; un analista pionero de ondas sonoras y síquicas, una enciclopedia del sonido y sus ámbitos: desde la a de las aceras hasta la z de Zizek.

 

 

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...