En un poblado del sur llama la atención un cine en
ruinas con mural de estampas religiosas y de músicos. Muy cerca están los
edificios abandonados del “company town” de Aguirre, la enorme central
azucarera dotada de mansiones, cine y hospital segregados. La situación de los
obreros de Aguirre no los distinguía en esencia de sus antepasados esclavos de
plantaciones, otro sistema de exprimir al trabajador para sacar
el dulce.
En el poblado hay una plaza que antes era de las cabras
y ahora abarca un espacio de dimensiones generosas, donde en Navidad los
vecinos instalan y decoran un árbol imponente. Los domingos se congregan cuando
hace buen tiempo y forman una rumba de congas, cantos y baile. Paco y yo pedimos
permiso de entrada a un don con aspecto de líder y luego a un joven con rizos
negrísimos y cara bella y simpática, para compartir su banco. El muchacho es
reguetonero desempleado. Vende jueyes, destapa una paila y ahí están los
crustáceos azules de ojos saltones y palancas al aire, condenados al martirio del
caldero. Pero este joven no es un recolector de jueyes calladito. Ha actuado en
alguna película. Y como tiene talento de performero nos explica con palabras
acentuadas por gestos el asombroso ciclo de la captura de jueyes.
Enredados en una bola, desde las entrañas del mar,
rompen en la costa, como un vómito de algas, decenas de jueyes flacos de patas
peludas. Hay variedades. Está el juey dormido, que se protege como algunos
boxeadores, cubriéndose con los guantes y encorvándose (el muchacho hace el
gesto). Es el de la mordida más temible, tiene fuerza en las palancas. Está el
juey pelú, tan grande que para capturarlo metes la mano en la madriguera y lo
sacas por una de las patas, (hace el gesto). Y el juey común, el que sufre el encierro de la paila.
El muchacho menciona sus reguetoneros favoritos: Vico C,
Tego Calderón, El Daddy. Le gusta hablar con las personas mayores, quizás
porque llegar a viejos no se concibe en el horizonte de los chamacos. Los viejos
somos raros. Parece que seguimos consejos. Y los chamacos prefieren pasarse por
buen sitio la autoridad que no reconocen ni entienden, la del estado, la de las
familias. La ley machista del padre ausente. La ley matriarcal de la madre
machista. En las comunidades maltratadas la vida replica internamente el
maltrato de la explotación social. La ley de la familia puede ser dura con las
mujeres, los niños, los homosexuales, los raros.
De modo que se entretiene hablando sobre el barrio con
los mayores, como el ex comerciante de 82 años que se nos acerca. El don es
pícaro y elegante, cuenta muchas cosas, son muchas cosas y el muchacho quisiera
anotarlas todas, recoger las historias del barrio (una película, le digo, haz la
historia de estas casas y de la gente). Pero no se anima porque la vida es dura
y para ganarse unos pesos aquí, donde no hay trabajo, o velas jueyes y te confundes
con ellos o te enlistas en las filas del narco, o emigras, y esto último le atrae
porque nunca ha salido de la isla.
Se nos acercan dos muchachos en bicicleta. Uno con
gorra blanca de pelotero y camiseta inmaculada, me mira de frente. Serio como
un policía de carreteras. El otro se coloca a la derecha, se apea de la
bicicleta y echa vistazos cortos, con gesto coreografiado de robot guardián,
hacia los alrededores de la plaza. No nos mira a la cara. Es alto, esbelto, negro,
bellísimo y usa gafas de sol. El reguetonero nos presenta a sus amigos. Los
chamacos en bicicleta saludan y se van.
Un perro insiste en hacerse el simpático y el muchacho
lo espanta. Hemos compartido unas cervezas al aire libre, compradas en los dos
cafetines del frente. Hemos escuchado las anécdotas del viejo, los bailes en
Nueva York, la vida en Trastalleres, la historia de una mujer que era “un caso
que había que atender”. El muchacho se despide. Parece que ha recibido algún
mensaje. Luego dice que le avisaron de alguien que quiere comprar jueyes.
No llegaron las congas. Hoy no se armará la rumba
frente a los cafetines de la plaza. El
comerciante octogenario comenta sobre el hombre joven, arrebatao con droga, que
baila tambaleándose a la entrada del cafetín. Paco me apura para que nos
vayamos. Desde el carro en movimiento fascinan las casitas. Algunas son cubos
de madera despintada, con techo de cinc a cuatro aguas. Otras se adornan con
los colores más estridentes y vivaces del mundo. Los gallos se pasean confiados
por las calles de este barrio de santeros. Otro perro hambriento, más tímido,
flaco. Un solar donde hubo una casa y ahora queda un brote de coralillos y árboles
amputados.
Las casas del barrio. Las formas. Los colores. Alguna
ruina. Cada una es distinta de la otra. Con esa gracia que se improvisa y se
salva del mal gusto por las limitaciones que impone la pobreza. Hay que hacer
algo para que ese muchacho las vea y las escriba. Paco me dice que él vio otras
cosas. La movida, que estábamos en el mismo medio de un lugar peligroso que
tiene sus reglas, interrumpiendo la fluidez del punto de drogas.
Después nos enteramos que el mismo fin de semana se
cometieron 18 asesinatos en Puerto Rico. El performance de la violencia del
narco replica la violencia de clases, la violencia del estado. Cuando decapitan
una víctima, cuando la descuartizan, van más allá del castigo. Más allá del
escarmiento y del ejemplo aterrador. Borran la identidad de esa persona, le
niegan el derecho a un nombre, el epitafio de una vida tan frágil, sucia e
irrepetible como la del “Windsor Royal Baby”. Nunca sonrió, nunca fue niña;
nunca fue el muchachito que aprendió a gatear con valentía, que le sonreía a
los perros entre maltratos.
La violencia del narco es una exacerbación grotesca de
la hipócrita violencia del estado. Una caricatura macabra. No acato esas
reglas. Y me pregunto si todavía se puede hablar sin la biblia bajo el brazo y
en estado de inocencia. O si nuestra conversación dominguera en el banco de una
plaza fue un momento de gracia, una puerta que no se reabrirá.
Nos haría bien que el muchacho reguetonero escriba y
represente las verdades de su barrio. ¿Cuánto cuesta abrir un espacio en el
tiempo de ese observador sediento? ¿Cuánto tiempo para reconocer el brote de
arte y espiritualidad, el talento que se nos escapa, la negación de la realidad
palpable, la sensibilidad desperdiciada que el Gobierno no contabiliza en sus
presupuestos culturales y en sus balances de pérdidas?
Escribir la violencia, la fealdad, la insólita belleza
de la existencia; reconocer la presencia de la plaza, la antigüedad de sus
historias, el misterio de las casitas donde animales y humanos dejan sus
marcas.
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