Con la
facilidad de lo inevitable le pedí una entrevista cuando coincidimos en una
manifestación contra la planta carbonera AES
en Jobos. José, que sabía de Aguirre porque allí nació, me regaló un adelanto. La
hija de Eugene F. Rice, uno de los últimos administradores americanos de la
central, había publicado un libro de memorias. A él le queda el recuerdo de haberlo visto.
Una mañana de enero
llegamos antes que José Claudio a la plaza del poblado. Salía del correo un viejo moreno,
delgado, apoyado en un bastón, con pantalones cortos que dejaban al descubierto
unas piernas de hombre joven. Le dije que habíamos quedado en reunirnos con
José para hacer un recorrido de Aguirre y, sin que viniera al caso, nos informó
su edad, la credencial de una permanencia en el tiempo: 79 años, a punto de
cumplir 80. Recuerdo su apellido, Alméztica, y que siguió hablando de los lugares
menos conocidos del barrio y de la playa que queda detrás del campo de golf.
Vengan, nos invitó, y nos fuimos como niños detrás del flautista. Rompí el hechizo y me excusé. Alguien tenía
que quedarse en la plaza esperando a Claudio. Paco se fue con Alméztica, yo me eslembé
tomando fotos de casas desiertas, silenciosas ruinas ahogadas de enredaderas, picadas
por las ramas de los árboles. En Aguirre, me dijo Claudio luego, hay almácigos que ya eran viejos cuando yo era niño. Nos prohibían jugar en el campo de golf, pero qué es la vida del niño sin aventurarse más allá de las
prohibiciones. Sobre todo en un espacio, pienso, donde la luz proyecta sombras.
No quiero imaginarme una tormenta en Aguirre, con el agua golpeando los techos
de cinc y el viento castigando ventanas.
José llegó
conduciendo una guagua grande, color vino, brillante, con la dureza de un vehículo
militar. Tan pronto nos sentamos en un banco de la plaza empezó a contar la
historia de sus antepasados paternos y maternos. En Aguirre, en
1919, nació la madre de José. La casa del abuelo materno está en una de las
esquinas que da frente a la plaza. Es una de las mejores casas del
sector boricua de Aguirre, donde residían los trabajadores diestros y los
oficinistas. El abuelo Seda era herrero de oficio, un trabajo manual de
precisión. Producía tornillos y otras piezas de remplazo para las maquinarias
del ingenio. Antes de ser herrero construía carretas. Fraguaba sobre carbones encendidos como los cigarros que fumaba.
En el company town -segregación y
orden de ingeniería- el orden estamental partía de los ejecutivos
e ingenieros blancos, descendía a los profesionales puertorriqueños, médicos e
ingenieros y luego a los capataces y obreros diestros. Estos
últimos tenían derecho a la ocupación transitoria de viviendas de las cuales
eran evacuados forzosamente cada cierto tiempo para que las casas, esas casitas
primorosas a dos aguas, fueran limpiadas con mangueras a presión y sus fachadas pintadas.
Alméztica nos
había mencionado a un americano malísimo, Mr. Gordon, que apedreaba a los muchachos insolentes que se
metían en la zona de los americanos. No poca de la resistencia en las zonas más
visiblemente intervenidas de Puerto Rico la hicieron los niños. Paco me cuenta
de cómo perseguían a los soldados borrachos cuando salían de la base Ramey, en
Aguadilla. Los soldaditos y los muchachitos eran de la misma
clase, casi de la misma edad.
Silencio
y viento es la historia de los pueblos, así desaparecieron los americanos de
Aguirre y de ellos no quedan más huellas que las estructuras inertes y los
recuerdos de la generación que los conoció. Sin movernos de la plaza, Claudio
señala el edificio en ruinas donde estuvo el cine segregado, cerca de la
barbería y el viejo telégrafo. En el paraíso, o gallinero, a diferencia de otros
espacios semejantes, se acomodaban los hijos de los americanos y de los
puertorriqueños profesionales. Los boletos de entrada al paraíso eran más
caros. La taquillera se llamaba doña Merín. Aquí queda la memoria de su
nombre en reconocimiento de las veces que se habrá hecho la ciega para que se
le colara algún titerito
Un
día impreciso llegó Mr. Peter Pond. En mi libreta de apuntes leo el
nombre y me doy cuenta de algo que no
había visto cuando lo anoté. El nombre evoca a Peter Pan, el joven que se negaba
a madurar. La misión del Peter de Aguirre, enderezar a los muchachos ariscos,
no iba por ahí. Pond fundó la YMCA y organizó brigadas juveniles de
trabajadores comprometidos, jóvenes útiles. Bajo su régimen de despotismo ilustrado se
construyó el piso de la cancha de baloncesto.
La temeridad
y el deseo de los niños varones excluidos del sector americano y del hotel
prohibido donde se bañaban las mujeres, las hijas, las madres, las visitantes
en el redundante hueco de una piscina situada a unos pasos del mar, encontraron
el punto de vista perfecto para observar las carnes blancas en la
ceremonia del bronceado, cuando se bajaban los tirantes de sus trusas de una
pieza marca Esther Williams. Cuando los descubrían, los guardianes de la honra
de las damas llamaban a los guardias de la central y los guardias a los padres
castigadores. Mr. Pond, no obstante, renovó en Aguirre, el discurso
benevolente que a fines del siglo 19 había implantado la filantropía de Alice
Bacon. Por mediación suya se llegó a un acuerdo. A los niños nativos se les permitió el uso de la piscina un día de la semana. Nadaban y
ejercitaban el cuerpo hasta el cansancio, para ahuyentar tentaciones. En la misma noche del
día acordado, dice José, se limpiaba la piscina con clórox, para que al día
siguiente pudieran sumergirse en ella los cuerpos blancos, sin peligro de
contagiarse con un tono más oscuro que el rubor de las langostas hervidas
(Pasaje de un capítulo más extenso dedicado al dirigente ambientalista José Claudio Seda).
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