para Nelson Rivera
La bahía de
Aguirre tiene nombre: Jobos. It´s the name of a fruit, a local fruit, dice Alice,
pasándole una bandeja con panecillos y
un frasquito de mermelada de jobos, sabor penetrante, aromático, entre agridulce
y salado, engañoso, porque cerca del mar todo se impregna de salitre.
No le disgusta el sabor, ni el de la otra mermelada hecha con miel de los
alrededores, pero no prueba más que una cucharadita de cada una. Henry le teme
a todo lo que no provenga de un frasco enviado desde Londres. No quiere morirse
lejos de su casa, de sus perros, de sus libros, de la maledicencia de sus vecinos,
de las cañerías ruinosas y los títulos nobiliarios rancios.
Le cansa la
ingenuidad sosa de Alice, pero a su favor tiene el ser hija de una madre de
ascendencia pintoresca, Louisa Crowninshield, nieta de viejos normandos con algún
asesino interesante entre los antepasados. En Sturgis, el marido, se repite la aburrida
rudeza de los hombres atléticos de Harvard, aunque no hay manera de negarle el
don de una candorosa simpatía. Debe ser la sonrisa, la pureza de reír chistes
que a un niño inteligente no le harían gracia. Cierta ingenuidad inmarcesible
distinguía a la pareja atrapada en la suerte que el destino de los suyos les
había impuesto. No hacía falta tener talento –aunque sin duda Sturgis no era
tan torpe ni carecía de buenas intenciones ni de la particular sensibilidad de
las tendencias de moda, esas que en una temporada se diluyen y dejan de merecer
grandes empeños, como el de civilizar a una isla primorosa llena de basura. Y
el calor, imposible escribir aquí. Anotaría de memoria sus impresiones en el
vapor de regreso a Londres.
Aguirre, ingeniería
de lámpara maravillosa, piensa Henry, a manera de apunte mental que luego
complicará, porque le disgustan las frases evidentes que podrían salir de la
pluma de cualquier propagandista imperialista y triunfalista de la revista Forum. Quizás una alfombra maravillosa, dice riéndose de
pronto, sorprendiendo a Alice con la baba que se le sale por la comisura de los labios. El traslado de
una casa de plantación fabricada con maderas bostonianas, conforme a un antiguo
plano topográfico de Aguirre que, según Alice, dibujó un militar español, y
luego se reprodujo en Boston y allí lo vio Henry DeFord, quien lo mostró a
unos azucareros cubanos con oficinas en Nueva York. El mundo se achica y no sé si conviene,
dice en voz alta Henry James.
Hubiera
disfrutado las horas perdidas viendo el mar, franja de plata inmóvil, a no ser
por la aprensión de los días escalofriantemente incómodos que le esperaban en
el camarote del carguero. William Sturgis pareció adelantarse a sus
prevenciones, no se preocupe, el capitán es de primera y hemos reservado una
habitación para usted en la torre, la que llamamos suite real, donde viajamos nosotros y
las familias. De todos modos siempre podemos enviarle en un velero hasta San
Juan y de ahí en vapor a Nueva York, dijo Alice. Y en Nueva York lo menos
posible, querida, dijo Henry, que de solo pensar en esos panoramas rectos y
longitudinales, como trazados por el hacha de un verdugo, me deprimo. Bueno, en
Nueva York hay infinidad de tiendas. Aquí no hay nada, salvo esta casa y el
mar, dice Alice.
La butaca de
mimbre, el abanico que Alice ha puesto en sus manos, de plumas de pavo real. Es
un abanico escandaloso, pero eficaz, comenta Alice. Henry los observa con plácida
mirada de águila vieja, abuela de aguiluchos temibles. Quisiera que se callaran
porque después de la primera impresión arrebatadora de pareja deslumbrante de
salud, provocan un aburrimiento de esos que tienen que ver con los lugares
donde se manifiestan y que si se prolongan le producen ataques de ansiedad. A
él le interesa, ahora, el entorno.
Esa tarde lo
llevaron en coche hasta la gran fábrica de la central, misericordiosamente
cerrada por ser domingo. Se imagina el estruendo, le han hablado de la nieve
negra del bagazo quemado. Prefiere ver los árboles, anotar sus nombres. No son
muchos, pero hay planes de sembrar mangos, de hacer un huerto de mangos y de
jobos y experimentar con las azúcares y los postres de las frutas. Alice tiene
las recetas. Le fascina el árbol de goma, el viejo laurel de la India que ha
visto en el recorrido. Gracias al machacón celo de los imperialistas puedo
decir que he viajado a la India sin dejar de pisar territorio estadounidense,
apunte mental. Y piensa que toda su crónica sobre Aguirre versará sobre ese
árbol que los americanos no plantaron, pero que han decidido respetar, because
we would not want to spoil beauty in the pursuit of happiness, dice Dumaresq
con un guiño. Francis Dumaresq ha muerto, pero su retrato, el que Alice colocó sobre
una de las mesitas blancas de la veranda, es más elocuente que el hombre cuando
vivía. Henry conoció a Francis Dumaresq cuando era un joven de cara larga,
afilada, que hacía su grand tour europeo. Apunte mental: “As an old
man he looks disabled and deeply immersed in a becoming sadness, perhaps wrapped
as close as a man´s hunchback is to his being, to the dignity of his bearing”. Si alguna familia de hombres pasablemente guapos prevaleció
sin riquezas a la sombra de los bostonianos de pelos pajosos esa
había sido la familia de los Dumaresq. Francis, cansado, se tomaría una tregua
de Puerto Rico, viajaría a Boston, pasaría allí un invierno esperando sanar de
una dolencia, en el invierno bostoniano moriría.
Este es el
mundo del porvenir, pensó Henry James. I shall have no part in
it. Escribiría su
crónica sin desviarse del laurel. Escribiría sobre la particular brillantez de
la pintura blanca y las molduras de la casa, más frágil aún que las gráciles
mansiones del sur. El mar plácido, incompleto sin un ángel caminando sobre sus aguas de
lago bíblico. De noche, cuando la temperatura bajaba, y a la luz de las
lámparas de gas, los mosquitos golpeaban las telas, y se tomaban un buen jerez
español en las sillas de mimbre, y Alice abría la tapa de un piano milagroso
–pianos en Puerto Rico, pero hay pianos en el paraíso virgen, pregunta Henry.
Este lo sacó William de un burdel en Ponce, le susurra la imagen de Dumaresq,
con la suciedad de su sangre de corsarios de la isla de Jersey.
Y los habanos.
Intoxicado con el jerez y los habanos y la prosperidad que a él le ha faltado
en ocasiones, además de la belleza del mozo negro, un hombre mayor que va y
viene por la sala como un gato, y que aprendió a servir con los guantes limpios,
todavía un poco intimidante, pero solo un poco, para marcar la diferencia entre
los negros caribeños y los ex esclavos del sur, esas cicatrices en las
mejillas, y, por qué no, la languidez de
Alice, su piel joven, el bozo perlado por unas gotitas de sudor. Lo más
alarmante, la pérdida de postura, cómo deja caer los hombros y sube las piernas
a la butaca y pronuncia insistentemente las palabras it´s hot, con un seseo de
víbora. Mira a la joven mirar al marido, que juega al póker con Henry DeFord y
da puños en la mesa, a punto de acusar al socio de esconder cartas en la manga,
mientras el negro viejo y aun hermoso, el de las mejillas cicatrizadas, le
mantiene lleno el trago de ron oro, producto de los cañaverales de Aguirre,
primera cosecha, según le explicara DeFord, que contempla sus dominios con las
manos metidas en el bolsillo del pantalón blanco. De Luce no tienen noticias
desde que se instaló en Washington para gestionar indulgencias políticas. Henry James
piensa que los bostonianos están perdidos. No obstante la grieta leve en el
edificio de falsa nobleza que siempre le pareció una pacotilla, a él no le dan
el corazón y el estómago para ver la caída. No se quedará mucho tiempo en esta
casa que parece más un fuerte asediado por los mosquitos que una mansión
señorial.
Cuando llegue
a Londres abrirá sus baúles después de revisar su correspondencia. Encontrará
una segunda carta de la revista Harper´s, un recordatorio del placer que les daría
tener una crónica de Henry James sobre Porto Rico, our new possession. Abrirá
el baúl, olfateará la piel del negro que empacó sus ropas con delicadeza, escarbará
en los bolsillos, desmontará los puños de sus bastones. Buscará página a página en el cuaderno de su
viaje algún pasaje sobre Aguirre. No encontrará los apuntes que, según
recuerda, había escrito atropelladamente abordo ya del vapor Coamo. Intenta recordar
el vacío.
Su crónica se
centraba en una escena de lunes en plantación. Transcurría al día siguiente de
la noche de los cocteles. Dominaba la imagen del cuarto de máquinas de la
central, con sus ruedas monumentales, ruidosas, que el año anterior habrían
consumido junto con la caña el brazo de un peón. Recuerda la descuidada vestimenta
de Crehore, un joven de la clase de William en Harvard, que jugaba a capataz
golpeándose una mano con un foete. Recuerda que estuvo a punto de morir de
sofoco y de asco cuando el ruido le impidió comunicarle al joven, que olía peor
que su montura, que se sentía mal. Recuerda ver a un capataz nativo azotar a un
buey y a los peones doblados como hormigas en el cañaveral bajo el imperio
de lugarteniente de Crehore. Tanta crudeza, y el sabor salitroso del azúcar negra que
se le dio a probar con salvaje entusiasmo. Recuerda que lo salvó del vómito un
trozo de tierra descuidado, donde crecían matitas silvestres de flores
diminutas y cómo de una de ellas, la de las flores rojas en punta de plumero, colgaba
una hoja amarilla, ovalada, que daba vueltas en la punta de un hilo de telaraña
igual que una peonza. Estaba muerta pero el viento y el hilo no la dejaban
caer. Más fugaz que el laurel sombrío. Se refugió en la imagen del laurel durante
el recorrido en calesa por los cañaverales en flor y el apresurado regreso a la
veranda cuando se declaró mareado, no sin antes recibir, como una bofetada, la estampa
de unas negras que se agolpaban en torno a viandas exhibidas en pañuelos. En contraste
con el escenario infernal, la presencia etérea, desinteresada, del mar, cuya
indiferencia a la miseria hubiera envidiado el zafio de Flaubert.
Le escribe al
editor de Harper´s, promete la crónica portorriqueña para un momento más
auspicioso. El artista necesita una tregua. Añade que ya están listas sus
impresiones de una visita a la Florida. Cierra la carta en tono de confuso catecismo de geografía estética: “Muy
cerca de la Florida horrenda está la India. Falta una coma, ¿dónde colocarla? Muy
cerca de la Florida horrenda, está la India. Muy cerca de la Florida, horrenda,
está la India”.
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