Robert Louis Stevenson en Samoa
para Julio Ramos
Escribir es
abrir cicatrices, hurgar heridas, volver a cerrarlas, esperar que sanen de nuevo. La cicatriz que en Henry James dejaron las ciudades
de su infancia deberíamos entenderla los puertorriqueños. Él las perdió
una vez. Nosotros las hemos perdido muchas, no como el autor que deja un registro escrito de pérdidas, sino como quienes -de tanto vivir en silencio- tuvieron que usurpar cuerpos de brujas y atravesar
el ruido para comunicarse con sus muertos.
Inmigrantes italianos en Boston
En Boston, en
1904, un año antes de la muerte de William Sturgis Hooper Lothrop, Henry James escuchó voces de inmigrantes del sur de Italia. Aquellos acentos no eran los que su oído recibía en Venecia. Aturdido, interrumpió su paseo. Se prohibió la entrada al Boston Athenaum, a los placeres
de la biblioteca. Angustiado por la brutalidad de los edificios altos que iban remplazando las
casas elegantes y austeras, James, cuyos huesos reposan en Cambridge, a unos pasos
de Boston, no tan lejos de los huesos de los indígenas de Las Mareas, Puerto
Rico, predijo algunos efectos secundarios de los rumbos globales del capital:
What
prevails, what sets the tune is the American scale of gain, more magnificent
than any other, and the fact that the whole assumption, the whole theory of
life, is that of the individual´s participation in it, that of his being more
or less punctually and most or less effectually “squared”. To make so much
money that you won´t, that you don´t “mind”, don´t mind anything - that is absolutely, I think, the main
American formula.
James intentó cambiar
la “fórmula” por el artificio de las culturas europeas. Condenó la prepotencia imperialista,
pero no pudo ver en Londres lo que sí vio Joseph Conrad: una estación central
en la ruta del saqueo de las riquezas de África. Como el hombre rico que no
fue, prefirió levantar altares a la belleza trágica. En su país natal hubiera
estado condenado a presenciar demoliciones.
Pienso en James
y en Puerto Rico, donde vivimos bajo los efectos del imperialismo que
le inspiraba pavor al artista. Tampoco han variado los nombres de las familias adineradas criollas y de sus mayordomos. Se adhirieron al nuevo régimen del 1898 sin lealtad a la tierra
y a la gente que les producían la riqueza. Pienso en nosotros
y en James y, sin pretender hacer patria de manera deshonesta, pienso en el
libro que sobre su Henry James
escribió Nilita Vientós Gastón.
A la altura de
la entrada al barrio Puente de Jobos, intentando dejar en el plato la mitad de
una pizza, la dieta de lujo de los vecinos, pienso en Henry James y en Nilita
Vientós Gastón. Las mesas de la pizzería, los mostradores y la pantalla del
televisor brillan. En la pizzería de Puente de Jobos la higiene es un
mandamiento. No sirven licores. La limpieza y la sobriedad son leyes de
cristianos nuevos.
A Henry James
le hubiera asombrado el libro que Nilita Vientós escribió sobre él. Me interesa
imaginar la calidad de su asombro, qué hubiera pensado James sobre el libro que
Nilita Vientós le dedicó. En algún día de buen sol, de paseo en automóvil con
Edith Wharton por las afueras de París, Edith le mencionaría la muerte del pobre
Frank Dumaresq. Henry hubiera recordado con un suspiro al pobre Frank. La última
vez que lo vi, llevaba la muerte pintada en el rostro. ¿Lo has visto, en Londres,
cómo no cruzó el canal para visitarme? No, querida. La última vez que lo vi fue
en un lugar que mejor ni te cuento. Frank era un viejo melancólico. Y tú un
viejo desconsiderado, Henry James, como se te ocurre no contarme tus lugares. Ese
lugar no es mío, señora novelista.
De vuelta al
piso de Edith, donde se hospedaba, a Henry se le ocurrió que no era justo que la mujer acaparara tantos
lectores y que él tuviera tan pocos. Acarició el libro de Nilita sin abrir las
páginas y le envió a la puertorriqueña una tarjeta de agradecimiento. (Eso hubiera
hecho, sin duda. Si no le alcanzó el tiempo para hacerlo fue porque Introducción a Henry James se publicó
cuarenta años después de la muerte de Henry).
Figurar como
personaje en este libro sobre Aguirre, no le hubiera cruzado por la mente. Solo
nos previó a los puertorriqueños en su sensibilidad lastimada por los obreros
italianos, aquellos invasores del Commons, que en su visita de 1904
le impidieron recuperar una estampa de la infancia, el vecindario donde su
familia residía antes de la Guerra civil. Para Henry los inmigrantes eran ilegibles,
confusas series de gritos, de niños harapientos, de incomprensibles vidas cotidianas que
intentaban reproducir en el Commons de Boston la algarabía de sus solares
natales. Los imperialistas que asumían como un deber moral la posesión del
mundo no habían anticipado las consecuencias: ser invadidos a su vez por las
multitudes pobretonas y chillonas del mundo. Convenía volver atrás, no
reconocer la proximidad de los migrantes invasores que mancillaban la
democrática austeridad del Commons.
Llegué a Punta
Pozuelo en 2016, después de viajar a Boston. También llegó del norte Henry James,
en el mencionado año de 1904. Será invocado en las próximas líneas. No se ha descubierto aún la
carta donde su editor le propuso que hiciera escala en una de las nuevas
posesiones de los Estados Unidos, pero qué importa.
Alice Bacon Lothrop
La casa grande
me impresiona incluso a mí, que la vi desde que era solo dibujos y planos, dice
Alice. Parece una fortaleza. Alice es la esposa de uno de los accionistas
propietarios de Aguirre. A su corta edad conocía mejor los países principales de
Europa occidental que a su país natal, los Estados Unidos. Nunca había visitado
una plantación sureña. En la veranda de la casa grande, Henry James, vestido de
punta en blanco desde los zapatos hasta la chalina, se abanica con un patético
sombrero de paja. Bebe por primera vez,
cautelosamente, a sorbos, un cóctel de ron con limón adornado con hojas
de menta escandalosamente abundantes. En
Florida había sufrido la transformación radical del Sur poético en “an ugly,
wintering, waiting world”. Quizás por eso le atrajo viajar a Puerto Rico, en
busca de un auténtico nuevo sur, una extensión de la nación que, en el paisaje
virgen y la lentitud de la vida, ofreciera un reencuentro con la placidez de
los modales gentiles, la sociedad vegetativa de las señoras lánguidas. Él, que
no había salido de dos continentes, que no viajó al sur del Pacífico, como sí
lo habían hecho tantos de sus amigos, como sí lo hicieron Henry Adams y Robert
Louis Stevenson, añoraba olvidar a los migrantes napolitanos alborotosos. ¿Por
qué no hacer escala en una isla poseída por la alegría de bárbaros inocentes?
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