martes, 20 de abril de 2010

Una estética de la fuga




(Cartas a Datovia, de José Rabelo Cartagena. Isla Negra, 2010)

Las presentaciones de libros deben ser breves y comedidas, apenas unas bendiciones a la criatura. Pero aunque respeto las virtudes de la brevedad y la prudencia, algo tengo que decir -a riesgo de acentuar mi personalidad de jíbara pueblerina- que si no lo digo yo quizás a nadie se le ocurra. Comparto con José Rabelo Cartagena un lugar de origen: Cayey, la aldea de Cayey, como dice una amiga envidiosa. Aunque él, como muchos cayeyanos jóvenes, nació en otro pueblo, es de rancia estirpe cayeyana y se crió en la patria chica de Miguel Meléndez Muñoz, Bernardo Vega, Jesús y Joaquín Colón, Julio César López, Eugenio Fernández Méndez, Ramón Frade y José Ramón Piñeiro, además de una galería de tipos populares que fueron y siguen siendo los querendones del pueblo.

Es la primera vez que reflexiono sobre las marcas de la natalidad cayeyana, acerca la singularidad de un terruño que desde tiempos de España y durante buena parte del siglo pasado fue la sede de un cuartel militar; colindante con montañas que la religiosidad popular considera santas; sede de una residencia veraniega del poder civil y de una finca donde los nacionalistas hacían ejercicios militares con bala viva; escenario de crímenes horrendos y del avistamiento de platillos voladores. Se trata de un lugar para encuentros cercanos de muchos tipos, donde es muy fuerte la imantación entrañable de la tierra. Este es un país histérico, es decir, muy apegado aún al útero materno. Lo contrario es también comprobable: la poderosa fascinación excéntrica de otros mundos, la necesidad del vuelo hacia las antípodas. Ramón Frade, además de niños descalzos, reses, flamboyanes y madonas, pintó obsesivamente escenas venecianas; el sociólogo y novelista Meléndez Muñoz se nutrió de las lecturas de los socialistas y anarquistas rusos; el narrador José Ramon Piñeiro escribió sobre un viaje en globo, a la manera de Julio Verne, y elevó a los cielos a personajes pintorescos del pueblo; el maravilloso poeta Julio César López leyó en la figura y escritos de Hostos los horizontes intelectuales de América Latina y Bernardo Vega y los hermanos Colón fueron cronistas relevantes de la colonia puertorriqueña en Nueva York. Creo que los cayeyanos de viva imaginación compartimos un deseo de trazar distancias, de evasiones y de viajes. En eso José y su familia me aventajan, porque planifican sus viajes al Báltico y a la Patagonia con una fidelidad admirable. Sospecho que cuando Rabelo planea esas rutas vacacionales investiga en libros de historia natural y política tanto como en los mundos paralelos de artistas y poetas, y que sus viajes son también peregrinajes a lugares de la imaginación.

Creo que esa tendencia cayeyana al musarañeo da pie a una estética de la fuga, cuyo fin, sin embargo, puede ser la toma de perspectiva antes que la dispersión; el querer captar desde el aire los lineamientos de esa tierra natal que es tan poderosa en sus atracciones. Si nos extendemos por la ruta de Jájome y nos apropiamos de la región toda, hasta Guayama, entramos en el Carite dulce del soñador de los reinos de las Quimbambas, Luis Palés Matos. Algo de esa estética percibo en esta novela breve de Rabelo, y también, en sus escritos anteriores, arraigados en el cuento popular de origen incierto, perdido en las tinieblas de la leyenda, y en el cuento infantil y de fantasía. El autor, que quiso ser cineasta y algún día lo será, tiene un ojo que no sólo se expresa en palabras sino en imágenes plásticas, como puede verse en las estampillas de Datovia que adornan la contraportada del libro. De esa manera, arma mundos cuyos artefactos y personajes no tienen equivalente real en la tierra y que sin embargo no se desprenden todavía de ella.

Ojeando El diccionario de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, me detuve en varias entradas. Meccania, una ciudad donde no se puede respirar, semejante a un hormiguero, burocratizada y autoritaria. Frívola, una isla donde todo es superficialidad y pereza. Utopía, la isla concebida por Tomás Moro, un territorio en forma de cangrejo, en la costa de América del Sur, donde prevalecen la sensatez, la libertad y el placer, frutos de una fe a ultranza en la bondad de la naturaleza humana. Perinthia, una de las ciudades imaginarias de Calvino, que responde a un diseño malogrado de buenas intenciones, pues el sueño de la razón engendra monstruos.

Toda ficción es un lugar imaginario, pero algunas lo son más. En el libro de Manguel y Guadaluppi se distinguen varias categorías de lugares imaginarios: el que propone una alusión en clave o seudónimo de lugares existentes; el que asienta sus solares en el futuro o en otro planeta; los que demuestran que sus autores “leyeron paisajes reales e instalaron en estos sus propios paisajes y personajes”; los que jamás podrán asociarse con un domicilio fijo, es decir, domesticarse.

Datovia: un dato, algo dado, un regalo. El regalo que José nos entrega en este libro es la mirada de un lector. Un lector viajero que nos visita para purgarse del exceso de lecturas y seguir una carrera científica, aquí, donde la ciencia ha instalado varios laboratorios en la pesadilla de la historia. Una mirada matizada por el humor cayeyano contra los presuntuosos porque así eran y siguen siendo las aldeas, donde todo el mundo sabe de qué pata cojea su vecino. Una escritura tocada por la levedad, que puede revelar atrocidades sin deleitarse en el morbo. La antípoda desde donde se mira un país que se nos escapa, y que necesita nuestras miradas para constituirse.

No es necesario decir más. Sé que ustedes disfrutarán la lectura de esta novela que nos incitaba en algún momento de su gestación, cuando su padre le hacía el mapa de sus ciudades y la genealogía de sus héroes y villanos. Vamos a celebrar estas Cartas a Datovia, lanzadas desde un Puerto Rico que parece una ficción y que exige a sus autores que lo sigan escribiendo.

Marta Aponte Alsina

12 de marzo de 2010

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